viernes, 25 de julio de 2008

ESTRELLA ERRANTE

Tras no ganar inexplicablemente el León de Oro en Venecia dos años antes con "Il Gattopardo" - más aún teniendo en cuenta que fue otorgado a "Le mani sulla cittá", el heterócilito e histérico film de Francesco Rosi - Luchino Visconti recibió el premio por la discutida "Vaghe stelle dell´Orsa", un film en apariencia muy distinto de su ilustre predecesor.
Frente a la épica decadente, el peso de film importante, de fresco histórico, y al preciosismo de "Il Gattopardo", "Vaghe..." proponía un relato pequeño, en un contrastado blanco y negro, misterioso e inasible, un film maldito. Aquello hubiera estado muy bien para Valerio Zurlini, para Bolognini, incluso para Mario Soldati, pero de Visconti la crítica esperaba otro "succes d´estimé", otra prueba inequívoca de que no se habían equivocado al compararlo con Welles y con Abel Gance.
El personaje de Sandra, una sensual y atormentada Claudia Cardinale, que parecía salida de un cuento de Poe, vuelve a su casa en Italia con su marido, un americano bien posicionado con negocios en Suiza. Allí le espera un homenaje a su difunto padre , mártir de la era nazi, su madre, desequilibrada o depresiva, quién lo sabe, y su hermano Gianni, con quien desde niña compartió algo más que juegos infantiles.
Si uno es capaz de entender que la aclaración sobre la consumación del incesto entre los hermanos no es el asunto que más preocupa a Visconti - y que tal vez fuera el origen de la mala fama del film, que da muchas vueltas en ese sentido sin concretar mucho o quizás nada -, puede verse la película como un laberinto de pasiones.
Las estancias mortecinas llenas de recuerdos, las notas escondidas en jarrones, el viento en los jardines, la espectral imagen de la estatua erigida al padre, cubierta con una sábana blanca, las panorámicas claustrofóbicas en los rellanos de las escaleras... todos los elementos visuales del film tiene un poder de evocación extraordinario.
Tal vez habría que volver a ver "Sandra", como se llamó en Francia o España con otra mirada y empezar a alinearla en una corriente fílmica menos ajena a Visconti de lo que se pueda pensar, la misma de "The innocents", "Portrait of Jennie", "The masque of the red death", "The lost moment" o "I vampiri". No hay más que considerar el espíritu que recorre "Gruppo di famiglia in un interno" o su episodio "Il lavoro" en "Bocaccio 70".
El mejor plano del film, ya en su recta final, es en mi opinión la sublime panorámica a la izquierda que describe a los asistentes a la ceremonia en honor a su padre por una razón evidente que me guardaré por si alguien leyera esto y pudiera tener la oportunidad de contemplarla.

jueves, 10 de julio de 2008

ROUTE ONE / USA. Pink houses for you and me

La Route One recorre la costa este de Estados Unidos, desde la frontera con Canadá hasta Florida. Invirtiendo el sentido del viaje de Jonas Mekas a su Lituania natal, Robert Kramer volvió en 1988 con el objetivo de rastrear lo que quedaba de algo que tal vez nunca había podido llegar a conocer realmente bien, y en el intento, mostrárselo al mundo: su propio país.

Tras un plano maravillos imaginado por Tom Waits (la cabeza recostada sobre el ventanal del autobús que lo trae de vuelta) se inicia un emotivo recorrido por los lugares que son, eran, la esencia de una nación. Esa época es en la mente de algunos melómanos la de el mejor John Mellencamp, la de la eclosión de John Hiatt, que le tiró a la cara a los directivos de su compañía un contrato y una promesa, la del último Springsteen útil... y la de Robert Kramer, cineasta siempre al borde de contar el desmoronamiento moral y social de una institución.

En un momento especialmente emocionante, el viajero va a buscar a un amigo su casa para enterarse que había fallecido dos años antes. Allí le muestran una especie de pequeño tiovivo de juguete que había construido con sus propias manos por el simple placer de ver cómo funcionaba, porque "si uno sabe el final de una historia no vale la pena contarla". Esta es la esencia de esta película necesaria: lo importante es el viaje, no el final, como dijo alguna vez también Kavafis.

La materia de la que están hechas las grandes películas americanas está aquí, sólo que bajo otra forma, aquella que mejor disecciona la realidad: el documental inquisitivo. Kramer asiste en un barrio deprimido al día a día de los que ayudan a los homeless y en el plano siguiente corta a una fista de recaudación de fondos para estas actividades, con copas de champán y canapés. Lo bueno del caso es que no lo muestra maniqueamente como esto está bien y esto no. Se pone su chaqueta, se ajusta la corbata y departe con los asistentes a la fiesta: los muestra. Porque no hay poder mayor de la imagen que el de mostrar en toda su claridad las cosas. Ninguna ficción resulta tan efectiva como la verdad en bruto. Los juicios quedan para el espectador.

Los interludios son magníficos, dignos de Ozu. Imágenes de gasolineras, amaneceres, brumas matinales en puertos, carrteras comarcales, la noche en pequeños pueblos... pocas películas han captado tan fehacientemente el espíritu de un país y una época como esta y en pocas se siente de un modo tan vívido la presencia de un cineasta omnicomprensivo que sin embargo tiene la humildad de plantear una búsqueda sin otro obejtivo que el del propio viaje.

¿La mejor película americana de la década?

miércoles, 2 de julio de 2008

LA MIRADA DE PAUL NEWMAN

Es uno de los iconos inmortales del cine.
Poseedor de un magnetismo y una presencia escénica reservada a unos cuantos elegidos, Paul Newman será siempre recordado por ser el protagonista de films inolvidables como “El buscavidas (The hustler, 1961)” de Robert Rossen o “Éxodo (Exodus, 1960)” de Otto Preminger y de cintas tan populares como “La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a hot tin roof, 1958)” de Richard Brooks, “El golpe (The sting, 1973)” de George Roy Hill o “Veredicto final (The verdict, 1982)” de Sidney Lumet entre otras.
Se dice que es, junto a Clint Eastwood y Robert Redford, el galán que mejor ha aguantado el paso del tiempo, que “ha sabido envejecer”.
No será casualidad que los tres en algún momento de su carrera decidieran pasarse al otro lado de la cámara e iniciar una andadura como director por razones diversas y con intereses bien distintos, con más asiduidad o intermitentemente a lo largo de los años.
De los tres, Paul Newman es, y contrariamente a lo que debería suceder dado su longevo estatus de estrella, el menos conocido, el más secreto y el más personal, el que menos debe a los directores que lo tuvieron a su servicio (culpables en la mayor parte de las ocasiones de que les pique el “gusanillo” del “hágalo usted mismo” a los actores), ya se llamasen Arnold Laven, Melville Shalveson o Vincent Sherman o incluso si se apellidaban Altman, Penn, Huston, menos aún Hitchcock.
Dotado de una admirable capacidad para escrutar las miradas, los gestos, los pequeños detalles, el estilo de Newman deviene perfecto para el muy complicado empeño de diseccionar las relaciones maritales, paterno-filiales, fraternales... la familia es el epicentro de su interés.
Su carrera, que consta únicamente de seis películas realizadas a lo largo de veinte años y con una ya larga inactividad de dos décadas, que hacen pensar que ha concluido, puede dividirse claramente en dos partes de tres films cada a una.
La primera comprende las películas “Rachel, Rachel”, debut en 1968, “Casta invencible (Sometimes a great notion, 1971)” y “El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas (The effect of gamma rays on man-in-the-moon marigolds, 1972)” y es la única tenida más o menos en cuenta por quienes valoran, poco o mucho, su labor como cineasta.
Las tres últimas, “The shadow box” (1980), “Harry & son” (1984) y “El zoo de cristal (The glass menagerie, 1987)”, pese a ser más recientes no parece que las recuerde ya nadie. Han sido poco programadas y para colmo son films realizados para televisión, con lo que tienen un envoltorio exterior más bien poco llamativo.
De todas ellas y partiendo de un film sensible y ya de por sí depurado como fue “Rachel, Rachel” (protagonizado por su mujer Joanne Woodward, como la mayoría de las que vinieron después), creo que son “The shadow box” , “El efecto de...” y “Harry & son” sus mejores películas.
“The shadow box” se erige en una de las grandes obras maestras del melodrama y es mi película favorita de cuantas ha realizado.
Esta atemperada y luminosa crónica sobre cómo sobrellevan la enfermedad de alguno de sus seres queridos tres familias durante un día de retiro campestre para pacientes terminales está jalonada por algunos de los momentos más acongojantes y sobrecogedoramente emocionantes que ha dado el cine en los últimos 30 años, sin resultar nunca lacrimógena, respetando en todo momento la intimidad de los personajes, sin artificios para provocar la reacción del espectador.
No sale uno de su proyección concienciado sobre problemas sociales o con el ánimo hecho añicos sino recompensado por haber compartido en la distancia y al mismo tiempo con tanta cercanía muchos sentimientos vividos intensamente, que es el efecto del gran melodrama de otras épocas y que luego sólo películas aisladas han recreado parcial o completamente (me vienen a la mente “Mandingo” de Richard Fleischer (1975), “Bubu de Montparnasse” de Mauro Bolognini (1977), “Passion fish” de John Sayles (1992) o “Dangerous game” de Abel Ferrara (1993) por ejemplo).
“El efecto de...” y “Harry & son”, a pesar de los 12 años que las separan, se pueden ver como films “gemelos”, variaciones sobre un mismo tema. Ambos suponen unos meticulosos y lúcidos retratos sobre la difícil elección de un camino en la vida acorde con lo que a cada cual le dicta su conciencia en permanente lucha con las circunstancias que nos rodean, con lo que se espera de nosotros.
“El efecto...” lo hace a través de la historia, siempre en segundo plano, de una niña dotada de un talento especial para la ciencia atrapada en un ambiente familiar destartalado, sin futuro; “Harry & son”, más despojada aún de tópicos, más intemporal, cuenta la historia de un agrio y desencantado viudo (que acaba de quedarse sin empleo) y un hijo con ínfulas de escritor que acabará por elegir su propia vida.
Cercanas ambas, voluntariamente o no, al espíritu del cine del maestro japonés Yasujiro Ozu y con semejanzas con el muy intangible arte de “filmar” el alma humana de Leo McCarey - con quien curiosamente Newman trabajó en la brillante comedia “Un marido en apuros (Rally round the flag boys, 1958)”, en mi opinión la mejor de cuantas protagonizó junto a Joanne Woodward – son películas que analizan cómo se deteriora la convivencia cotidiana cuando personas tan distintas están obligadas a permanecer bajo el mismo techo y sólo encuentran parangón en su descripción de la América verdadera en un todavía más olvidado film, “Route one/USA” de Robert Kramer (1989).
No quisiera dejarme en el tintero ni a “Casta invencible” ni a su remake de “El zoo de cristal” (según el famoso texto de Tennessee Williams), pues me parecen excelentes las dos y contribuyen a completar una de las filmografías más estimulantes y complejas del cine americano de las tres últimas décadas.