domingo, 21 de septiembre de 2008

UN ARTÍCULO HABLADO



El gran cineasta portugués Manoel de Oliveira cumple cien años el 11 de diciembre de este año. Lo celebrará montando su nueva película: “Singularidades de uma rapariga loira” que actualmente rueda en Lisboa.
El cine portugués (de un nivel históricamente similar al español y con algunas cosechas mejores que la nuestra, por mucha “excepción cultural” y por mucho autobombo que nos demos en los medios) nos es sumamente desconocido. Es curioso como siendo Portugal nuestro país vecino, apenas conozcamos directores o actores lusos. Será que les vemos como quien tiene un pariente pobre. Allí no están Saint Tropez ni Portofino, según creo. Ellos sin embargo nos conocen bastante bien. La vieja Iberia.
CRÍTICOS, ¿QUÉ CRÍTICOS?
Manoel de Oliveira siempre ha ido por libre. Ni ha formado parte de ningún movimiento, ni debe gran cosa a la prensa – que han acabado por otorgarle la “inmunidad crítica” que se da a los veteranos, pero que sospecho en el fondo sigue viendo su cine por obligación y con bastante distancia – ni ha sabido “programar” su carrera para alcanzar un estatus que le permita vivir bien. No me lo imagino conduciendo un Porsche, no creo ni que tenga carnet de conducir.
Cada nuevo paso que da, inusitado para una persona de edad tan avanzada, es regocijantemente sorprendente. En esta década su producción es más abundante que nunca. Ha rodado 9 largometrajes y 6 cortos desde 2000.
La vejez no trae de la mano la sabiduría, sí el cansancio y el desencanto. No he conocido un director más sabio que Jean Vigo, que murió de tuberculosis con 29 años. Oliveira está más vivo y es más curioso que la mayoría de la gente de esta profesión. Todavía conserva la capacidad de indignarse, que no es poca cosa y es capaz de ser penetrante tanto si nos habla de un obcecado religioso que creyó en la utopía de que los hombres éramos iguales fuera cual fuera nuestra raza, como si retoma una fascinante historia de Luis Buñuel, cuarenta años después, por el simple placer de hacerlo, entablando un diálogo soñado con el maestro aragonés en celuloide después de haberlo hecho seguro que muchas veces mentalmente.
ENSAYOS Y PALABRAS
Cine de arte y ensayo. Nunca supe muy bien qué significaba tal cosa. Podría ser una buena definición, sólo que al revés, de la forma de proceder de Oliveira. Cine de ensayo que deviene arte. Aproximaciones sucesivas, concéntricas, a veces ensoñaciones diurnas, un puro meandro narrativo, que conduce a un objetivo capital: conocer. El arte de saber. Dicen los manuales científicos que para llegar a conocer un hecho se ha de aplicar un método que permita poner de manifiesto su verdadero ser. Esto va en contra del estilo cinematográfico como se podrá suponer. Por desgracia hay muchos ejemplos de directores de comedias que se atascan con un drama, que lo hacen grandilocuente, pesado, hueco y falso. Manoel de Oliveira tiene tantos estilos como películas, porque cada tema requiere un método diverso. ¿Cómo se puede rodar igual una epopeya colonialista que un drama íntimo con tres personajes?
El cine actual y Oliveira es uno de sus más inspirados ejemplos, ha devuelto la palabra al lugar que perdió hace muchos años. Arnaud Desplechin, Nicolas Klotz, Phillippe Grandrieux, Hong Sang-soo, Patrick Tam, Aparna Sen o su compatriota Pedro Costa forman la avanzadilla de una de las causas que Jean Luc Godard creyó perdidas. La palabra como elemento de fuerza dramática incomparable, la palabra como catalizadora de las imágenes (entiéndase el contrasentido), diálogos que hacen virar una película de lado a lado y que no se pierden en un maremoto de imágenes, que tienen un poso definitivo al finalizar la proyección. Como en las viejas películas de Henry King o George Cukor, como en los intertítulos de Griffith o Bauer, como en los momentos privilegiados de las películas de Jean Renoir.
No por casualidad es Oliveira el director que más respeta la integridad de las lenguas. En alguna de sus películas conviven hasta cinco o seis distintas. Si eso no es multiculturalidad y globalización, que baje alguien y nos lo haga mirar. Y luego dicen que no es moderno, que sus películas son arcaicas, anticlimáticas, frías y pedantes. Seguramente si mañana surgiera, muy dudoso me parece ya, un Séneca o un Freud, diríamos de él que es un elitista insufrible, que está pasado de moda. La gente necesita viajar y leer más. No haciendo cruceros + excursiones. No leyendo best sellers en la playa. Viajar y leer.
LA AUDACIA DE PENSAR
Se ha estudiado muy poco la prodigiosa inteligencia de Otto Preminger. Habrá directores mejores, unos pocos quizás y habría que discutirlo, pero nadie ha pensado una película y de nadie se puede sentir que lo que vemos es la culminación de un trabajo - como una de esas tesis doctorales que ocupan varios años y se resumen en un puñado de folios – como viendo una película de Otto Preminger. Tal vez si su cine fuera la medida de todas las cosas, y no sería mal asunto, podríamos entender mejor el cine de Manoel de Oliveira. No porque realmente tengan mucho en común, sino porque son dos referentes del pensamiento cinematográfico si es que tal cosa existe.
Se pone de manifiesto siempre en sus películas un aspecto que en las de otros directores permanece inédito, o peor aún, automatizado: lo que vemos es un montaje ordenado, según un criterio intransferiblemente personal, de una serie de reflexiones sobre un tema - largas o cortas, elípticas o detalladas en grado sumo - pero siempre fieles a un proceder invariable.
Es curiosa la capacidad de disfrute que tenemos con la música. Realmente nos ennoblece poder encontrar placer en la más abstracta de las artes. Y es curioso lo deformada que tenemos esa capacidad al enfrentarnos con una película. En cuanto no comprendemos algo, nos enfadamos o nos desentendemos. Un gran film debe ser como un plato de alta cocina. En su punto, equilibrado, atractivo a la vista, ni dulce ni salado, ni amargo ni ácido. ¿Cómo se comen entonces las películas de Rossellini o las de Ray, las de Straub, las de Claire Denis?. Desequilibradas, raras, con un acabado nada “profesional”, en contra de los cánones, a veces feístas y hasta difíciles de seguir. Pero cuanto placer en sus momentos álgidos, cuán lejos el punto máximo alcanzado, cuanta emoción en unos pocos planos.
Llegará un día en que tengamos que hablar de Manoel de Oliveira en pasado.
Cuando llegue ese momento, los que le hemos venerado, recordaremos, como la marea retrospectiva que clausura “Tristana”, una secuencia de imágenes fugaces que nos restituirán con alegría su cine.
Las barcazas remontando el Duero, los campesinos mirando a través de los cristales, los tinteros y las plumas, las armaduras achicharrándose al sol, las discusiones en torno a velas, la voz sedosa de Leonor Silveira, el Mediterráneo azul tal y como algún día fue.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

LA VIDA PRIVADA DE SHERLOCK HOLMES


Interior. Noche de espesa bruma en Londres.
Un cochero llama al 221 b de Baker Street. Ha encontrado una mujer desmayada tras lanzarse al Támesis.
Lleva un papel en la mano con esa dirección impresa y unas extrañas manchas de tinta. Sherlock Holmes la observa a distancia con ojos inquisitivos.
Interior. Día. Una soleada y feliz mañana.
Una carta encima de la mesa. Holmes se levanta aturdido, la mirada perdida.
Una de las más hermosas historias de amor que el cine ha contado se acaba para siempre.
La peripecia vibrante que conduce de un momento a otro adquiere un matiz angustioso, trágico...
Son muchas las películas que han llevado a la gran pantalla relatos basados en el famoso personaje creado por Sir Arthur Conan Doyle en 1887, con mayor o menor fortuna cinematográfica, pero no es hasta el estreno de "La vida privada de Sherlock Holmes (The private life of Sherlock Holmes)" en 1970 cuando se le hace verdadera justicia a uno de los grandes iconos de la literatura inglesa de todos los tiempos.
Esta película admirable es además, en mi opinión, la obra máxima del vienés Billy Wilder, uno de aquellos románticos empedernidos disfrazados de cínicos, que veía como su época de éxito tocaba a su fin, no porque su talento e inspiración le estuviesen abandonando (al año siguiente rodará la otra película que prefiero de su filmografía, "Avanti"), sino porque el tipo de cine que las modas traían, ni le gustaba ni le daba la gana amoldarse a él.
Junto a su guionista I.A.L. Diamond, Wilder elaboró un guión episódico que exploraba las facetas que se adivinan, pero rara vez se materializan en palabras e imágenes a la hora de indagar en la esquiva y compleja personalidad de su héroe de juventud Sherlock Holmes (que como le ocurre a otros grandes personajes salidos de la pluma de un escritor, trascienden las fronteras de las propias historias que protagonizan para adquirir vida propia): su extraordinaria sagacidad, su precisión rayando en lo sobrehumano, la relación de amistad que mantiene con su fiel ayudante, el despistado y crédulo Dr. Watson... pero también su famosa misoginia, su presunta homosexualidad, su hermetismo, su recurrente adicción a las drogas cuando el aburrimiento o el dolor se apoderan de él.
El fracaso en taquilla no obstante fue rotundo. Concebida inicialmente en cuatro flashbacks y una duración cercana a 3 horas, el film fue mutilado en la sala de montaje y reducido a dos historias retrospectivas y poco más de 120 minutos.
Su aspecto fragmentario y el carácter de obra personal y a contracorriente de lo que se esperaba de Billy Wilder, no satisfizo al público, que se empezaba a acostumbrar al efectismo reinante y necesitaba subrayados cada pocos minutos para enterarse de algo. Mala época para sutilidades.
Pero no importa; como le ocurre al díptico indio de Fritz Lang, "El tigre de Esnapur / La tumba india (Der tiger von Eschnapur / Das indische grabmal, 1959)", con el que tiene no pocas concomitancias, esta película esencial sobre la renuncia, esta reflexión sobre la aventura y la fatalidad del amor, remonta cualquier dificultad para erigirse en una de la obras cumbres del cine romántico, sin ni siquiera parecerlo, secretamente, de puntillas.
A un primer y divertidísimo set piece cómico a vueltas con la ambigüedad sexual de Sherlock Holmes, pleno de gracia e inventiva, hasta el punto de ser de lo mejor que rodó Billy Wilder en clave screwball, sucede una penetrante y al mismo tiempo ligera reflexión sobre una personalidad tan fascinante.
Es éste segundo flashback, el retrato de una vida entera sacrificada a favor de la obsesiva dedicación a un don - que deviene en una fatigosa y subyugante profesionalidad: Holmes es el perfecto personaje "hawksiano" - que se desmorona en una secuencia privilegiada, a la que converge, una vez conocida, toda la película como si de un agujero negro se tratase.
Apenas unos cuantos planos la integran, pero es quizá la más conmovedora secuencia rodada nunca por Billy Wilder, que desde que se alió con Diamond a finales de los 50 fue progresivamente haciéndose más director de cine que guionista y concediendo menos importancia a diálogos vitriólicos para centrarse más en la puesta en escena.
Habría que preguntarse qué importancia tiene el hecho de que Wilder recurra al pasado, cosa que hizo muy pocas veces más, para elaborar el film, pero lo cierto es que resulta paradójico que de esta forma y con la perspectiva que da el tiempo, Wilder se acercara quizá más de lo que él mismo hubiese imaginado a su maestro Ernst Lubitsch, que aunó como pocos el encanto y la vivacidad de la comedia con el amargo poso del melodrama.
No hay más que revisitar los momentos álgidos de obras como la infravalorada "Bésame tonto (Kiss me stupid, 1964)", "El apartamento (The apartment, 1963)" o la inolvidable "Avanti" para comprobar cuántas cosas se pueden decir, cómo se puede aprender a vivir, la lucidez que puede alcanzarse, rodando lo que es en apariencia un divertimento sin más pretensiones que la de hacer reír.
En esta ocasión, a ello contribuyen decisivamente una excepcional banda sonora del húngaro Miklos Rozsa, un cameo de Christopher Lee, encantador como Mycroft, el hermano de Sherlock Holmes, siempre al servicio de Su Majestad... aunque con sospechosas conexiones con secretas organizaciones criminales o los decorados victorianos de Alexander Trauner.
A una primera visión encandilada por el misterio y el disfrute del apasionante caso detectivesco, suceden otras (el placer de la relectura; qué necesario para apreciar el gran cine) donde la mirada se posa en el verdadero corazón de la película y es entonces cuando ante nuestros ojos, cobra su auténtica dimensión.
Se repara así en detalles que parten ya desde incluso los títulos de crédito, en la pieza compuesta por Rozsa para ilustrar la inasible historia de amor que fluye subterráneamente a lo largo del film (como en “La voz de la montaña (Yama no oto, 1954)” de Mikio Naruse) o los primeros apuntes en la planificación de las escenas, de un tono melancólico y derrotista, una suerte de “lirismo negro”, típico de un cineasta mal entendido y sobre el que pesan varios tópicos que no le hacen justicia a su verdadera categoría como realizador.