jueves, 26 de marzo de 2009

SIN INTERÉS

Más allá del lugar que ocupe en la filmografía de Philippe Garrel, (un retorno casi exacto al punto en que había dejado su carrera en 2001 con “Sauvage innocence” en mi opinión) “La frontière de l´aube” ha venido a poner de manifiesto la brecha ya parece que insalvable entre la antigua crítica y el moderno comentario cinematográfico.
La mayoría de los periódicos y revistas, corresponsales, “agentes especiales” y, lo peor, público asistente a premiéres en Cannes y similares, encargados de enfrentarse a la, al parecer, pesada tarea de tragarse otra película (para empeorar el asunto y una vez más, en blanco y negro, desoladora y sin ningún gran asunto entre manos) de Garrel, han guillotinado el film.
Otra vez los suicidios, los diálogos “que no dicen nada”, los planos de calles de París, los electroshocks y las drogas (aquí, el alcohol). El mismo Garrel de siempre.
Ya parece claro que no habrá evolución en Garrel. La esperanza de que la suerte de exorcismo del pasado que supuso “Les amants réguliers” (mejor acogida por la prensa sospecho que por ser un film más largo que de costumbre, situado en una epoca y con un tema del que se le supone una opinión “autorizada” a su director), viniera a traer un Garrel - ya casi anciano – recapitulador y en retirada, ha quedado hecha añicos con “La frontière de l´aube”.
No parece que hubiera muchos “profesionales de la profesión” como los llamaba Godard que tuvieran la carrera de Garrel en la cabeza cuando vieron la película. La crítica cinematográfica ya no existe, la reflexión pasó a mejor vida. Ni dan ganas de ver una película cuando se habla bien de ella ni convencen los argumentos cuando la condenan. Es curioso que se ha deformado tanto el hábito de comentar el film de estreno (por la típica cautela a meter la pata; espero que con la opinión futura, y no con la general) que ya ni cuando se reseña un film antiguo es posible saber qué opina quien escribe sobre el mismo.
Que una película que sea capaz de comunicar en tres planos (a veces sin que ninguno de ellos sea contraplano) cómo surge el amor, la alegría fugaz de un momento, el abatimiento por el destino, la soledad, que sea capaz de conmover o conseguir que te preocupe un personaje, sea maltratada de esta forma, más que de injusticia es un síntoma de seria deriva del entendimiento del cine como un medio para transmitir sensaciones.
Las críticas son todas ciertas.
Garrel es elitista. Sí, por supuesto, forma parte de ese pequeño grupo de directores que son capaces de saber cuánto debe durar un plano y dónde debe emplazarse la cámara para comunicar más certeramente lo que quiere (véase la extraordinaria escena del encuentro de Carole y François en la puerta del psiquiátrico y la posterior fuga abortada por los médicos). Tiene ese aspecto huraño y despistado, de tipo con poco glamour.
En sus películas no pasa nada. Pues sí. No ha tenido nunca mucho interés en contar historias, o en todo caso lleva contando la misma media vida, como Ozu. En la memoria se confunden unas con otras, y, como Jean Claude Brisseau, no cambia el rumbo por nada y se empecina en insistir eternamente en lo que le interesa. No hay una gran diferencia ni visual ni temática en el fondo entre “Le révélateur” de 68 y “La frontière de l´aube” cuarenta años después, aunque sí vital. El trabajo de Arlette Langmann y Marc Cholodenko es más de composición que de dialogación.
Es pretencioso y vacío. Sin duda. Pretende llegar al límite (y lo consigue asiduamente) de expresividad de las imágenes. Tanto que se puede ver esta o cualquiera de sus anteriores películas como un conjunto de intentos por decir la mayor cantidad de cosas posibles con el menor número de elementos, vaciando literalmente la puesta en escena. Hace una pequeña trampa con la ayuda de William Lubtchansky (el mejor operador con que cuenta el cine actual) que es capaz de iluminar un plano para que no haya que hacer nada más. Garrel no acumula (sin ton ni son, intentando abarcarlo todo y dejando patente su poco oficio, más aún su autoría) como Paul Thomas Anderson o el último Fincher. En Garrel es tan interesante ver lo que queda como imaginar lo que falta.
Y por encima de todo es aburrido. Pues por desgracia sí, provoca aburrimiento. No tiene muchas ganas de divertir a nadie. Su vida no ha sido un camino de rosas y no es un fabulador. Es culpable de no querer ser lo que no puede ser. No va con prisas y no hay finales felices. Pecado mortal, porque una gran parte de la audiencia es incapaz de quedarse más que con los planos finales de una película y "La frontiére de l´aube" no es satisfactoria en ese sentido.
Se intuye que ni al propio Garrel le debe haber gustado terminarla así (a pesar del bonito homenaje a "Une femme douce" de Bresson), pero parece claro que ha primado la coherencia. Probablemente si hubiese cambiado ese último plano por uno más positivo, hubiera quedado otra impresión en mucha gente. Es algo que debe resultar irritante para quien tarda años en poner en pie un proyecto y se implica tanto personal y emocionalmente en lo que hace.

domingo, 22 de marzo de 2009

EL HIJO DEL COMEDIANTE

En París, subiendo desde el Parque Monceau hasta el Sacré Coeur y pasada la telaraña de vías que conduce a la Estación de Saint Lazare, hay un momento en que la calle hace un giro a la izquierda y se pierde de vista el templo, que había permanecido al fondo en todo momento. Los turistas se detienen, sacan sus planos y tratan de averiguar qué camino tomar.
Si se mira a la derecha, aparece el cementerio de Montmartre. En una esquina, sin que haya que entrar dentro, visible para cualquiera y sin que sea necesario seguir ninguna ruta especial, se divisa una tumba con una lápida de considerable altura donde están enterrados los Guitry. El gran actor Lucien y su hijo Sacha. No es uno de esos panteones lujosos.
En aquella conversación entre Jean Renoir y Michel Simon que inmortalizó Rivette en el 65 (“Jean Renoir, le patron”), Simon recordaba la figura de Sacha y decía lo que le gustaba que lo reconocieran por la calle o en pleno rodaje de sus películas. Cualquiera que hiciese el amago de acercarse a él era correspondido con una protocolaria reverencia. Renoir, que también lo quiso, como todos los que lo conocieron, asentía.
Tanto le hubiese gustado ser popular que hasta su tumba se hace la encontradiza y seguro que su espectro se quita el sombrero cada vez que alguien se toma la molestia de mirar en su dirección. “A sus pies, señora. Soy Sacha Guitry. Tal vez me recuerde”.
Hay personajes que inspiran cariño y admiración especial independientemente de lo mucho o lo poco que se llegue a conocerlos. Sacha es uno de ellos. Sus sentencias, su tono de voz monocorde y elevado, su capa negra, su mundano sentido del humor asaltan la memoria en muchas ocasiones a todos lo que hemos entrado en contacto con su mundo.
En 1947, 22 años después de la muerte de Lucien y antes de dar el giro definitivo a su carrera con la maravillosamente cáustica “La poison”, tres años después - donde aparecerá “un nuevo Guitry”, como decía Jacques Lourcelles, que por desgracia será el último -, Sacha rueda “Le comédien”, dedicada a su padre y se atreve, audacia nunca le faltó, a interpretar un doble papel. Será su padre y será él mismo. Lourcelles, por cierto, nunca tuvo dudas: Sacha Guitry era un grande.
Es “Le comédien” el más hermoso homenaje al teatro que ha dado el cine, una de esas películas que desarman al más escéptico y debiera crear adhesiones… si alguien se molestara en difundirla.
A Sacha, sus detractores le acusaban de ser, como Chaplin, plano y teatral, de no ser realmente más que “un director de escena”. La larga y compleja secuencia en el camerino de Lucien, que se cierra con un diálogo mudo entre el maestro y su fiel sirvienta Elise, tras una de las más prodigiosas escenas de seducción jamás escritas y filmadas y el posterior encadenado a la estación de tren donde se encontrarán los amantes, debiera restituir a Sacha Guitry al lugar donde le corresponde como director de comedias, el mismo de Lubitsch o Cukor. No cabe mayor inventiva, mayor elegancia y variedad (el camerino es realmente un universo), mejor planificación, más inteligencia.
Le comédien” no habla de los entresijos de la profesión como “All about Eve”, ni es una crónica de la lucha por alcanzar el estrellato como “Stage door”, ni cuenta una historia con el teatro de fondo como “All I desire”, “Le comédien” está más cerca de “La carrose d´or” porque no sólo habla sobre, sino que además es una película “de teatro”. Tanto es así que no vemos nunca al público en las representaciones de su padre que rememora y en un momento Sacha hasta le dice a Pauline Carton, su eterna secundaria, que salga por la puerta porque ella no sale en la siguiente escena: el público somos los propios espectadores que vemos el film. Guitry decía que la diferencia entre teatro y cine es que en teatro el actor interpreta y en cine ha interpretado, un poco señalando ese “trasvase de placer” que el cine consigue llevar más lejos. Muy grosso modo, sería algo así como que el actor teatral disfruta más que el público, mientras que el público de cine disfruta más que el actor.
El tono del film, pleno de gracia y diálogos memorables (esta es una de las películas mejor dialogadas que se han hecho), no excluye el drama. Lucien pierde el último amor de su vida, la siempre bellamente inmóvil Lana Marconi (cuando estaba empezando a dejar de quererla y empezar a adorarla, como dice) por culpa de su honestidad para con su profesión, que es su credo inquebrantable. No en vano en un momento dice que lleva 46 años ensayando “El misántropo” de Molière por puro placer, para superarse en privado, ya que “de momento no tiene intención de volver a representarla”.
La escena final con la muerte (en off) de Lucien y cómo su hijo rememora “la deferencia con la felicidad ajena” que su padre tuvo para con los que lo rodearon - contagiados irremediablemente de esa pasión incurable por actuar - de una sencillez y contención admirables, no tiene ningún matiz de despedida gloriosa como el de “Limelight”; simplemente cae el telón por última vez. De hecho, el año siguiente Sacha incorporará a Talleyrand en “Le diable boiteaux” con la misma pleitesía y respeto con los que da vida a su propio padre.
Hombre culto, de grandes palabras y de presencia aristocrática, Sacha Guitry fue sin embargo un director de cine sobrio y confiado a la inteligencia de sus espectadores (a los que nunca vio como una masa sino como individuos muy diversos), y siempre considerando que las cosas realmente profundas no hay que enunciarlas nunca con seriedad, algo que debe ser lo más parecido al primer mandamiento de la comedia. Como una vez dijo, “el hecho de conceder una importancia relativa a tu propias opiniones te concede el derecho a no conceder ninguna a las de los demás”.

miércoles, 18 de marzo de 2009

PIEDRAS, DIOSES, HOMBRES

¿Qué queda del cine de Sergei M. Eisenstein?
El que fuera durante muchos años intocable maestro del cine ruso y perenne líder de listas de mejores películas de la historia con su “Bronenosets Potyomkin” es ahora y desde hace varias décadas un cineasta olvidado.
En su día fue unánimemente reconocido por críticos y colegas de profesión como uno de los más influyentes cineastas europeos, pero quizá el hecho de no haber podido disfrutar de una carrera en USA como la mayoría de sus contemporáneos, ha propiciado que hoy día quede un rastro demasiado lejano de su huella.
Su nombre suena para la mayoría antiguo, pasado de moda y recuerda a un cine rígido, hiperbólico, ideológicamente trasnochado, sin humor, que cuesta gran esfuerzo ver.
Además, sus tres últimos largometrajes y en teoría los que debían de conservarse más frescos en la memoria, “Que viva México” (1932), “Alexandr Nevskiy” (1938) y el díptico de “Ivan Groznyy” (1944, estrenada la segunda parte en 1958) son, por distintas razones, casi los que más disuaden a nuevos y viejos aficionados a valorar o reconsiderar el verdadero lugar de Eisenstein en este arte que tanto ayudó a engrandecer.
Todavía el Potemkin y su escena de las escalinatas es bien recordada y se ha convertido en un icono hasta para cineastas que están en las antípodas de Eisenstein.

Que viva México”, rodada mano a mano con Grigori Aleksandrov (quizá más autor real que el propio Eisenstein de la película), es un film fantasma, “fragmentos de un film rodado en blanco y negro” como decían al comienzo de “Une femme mariée” de Godard y el discutible montaje (y la música) de 1979 nada ayuda a su consideración como lo que algunos opinamos que es, una de las grandes aventuras emprendidas por el cine y una de las películas más hermosas de los años 30.
Volver a ver este virtual "diario de rodaje de un film" es una experiencia recomendable hasta para quien no le interese ni el cine, como pasa con las igualmente extraordinarias “Grass: a nation´s battle for life” (1925) y “Chang: a drama of the wilderness” (1927) de otra pareja de célebres exploradores, Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper, porque son testimonios antropológicos y documentos históricos en sí mismos.
Sí, está inacabada, es naive y "esteticista", pero en pocas películas hay más belleza que en ésta. Hay momentos que parecen sacados de un imposible film rodado en 1832 o 1432, de una pureza y un trabajo de encuadre fuera de lo común. Considerarla menor sería como ningunear a Botticelli porque no es tan moderno como Velázquez.
Alexandr Nevskiy” y sobre todo “Ivan Groznyy” son lo opuesto y en el fondo lo mismo que “Que viva México”, ejercicios de jerarquía visual.

En particular “Ivan Groznyy” es mi película favorita de Eisenstein (también para Rohmer o Rivette; no debe ser una cosa tan descabellada pensarlo, digo yo), una de las grandes películas históricas y políticas de todos los tiempos y un punto límite de exploración de los poderes de la imagen (las siluetas, las sombras, la profundidad de campo, el ángulo del encuadre) que no tiene apenas parangón en toda la historia del cine, salvo en las por el contrario encumbradas (para siempre) obras de contemporáneos suyos como Murnau o incluso (pero, ¿hasta cuándo?) de discípulos como Tarkovsky.
El mismo Rohmer sintió el peso de la incomprensión “eisensteiniana” cuando rodó hace ya casi una década su fabulosa “L´anglaise et le duc”, despachada por muchos como una rareza estrambótica y que vino a recordar que el cine es también arquitectura. Puede ser poesía y pintura, literatura y teatro, pero es antes que todo eso un diseño, un artificio que debe soportar el peso de las ideas que contiene.
Cuando él o Rivette admiraban a Rossellini o hacían largos y concienzudos estudios sobre “Faust” de Murnau en realidad sentían la misma presencia rectora detrás, la de creadores que podían optar por exacerbar o desnudar su puesta en escena, pero que coincidían en un punto básico: el pensamiento del cine como un corpus estructurado de imágenes que debían transmitir sensaciones visuales. Hasta para alcanzar el puro meandro fordiano o la aparente espontaneidad de McCarey sólo hay un camino: la sólida y férrea disposición arquitectónica de las ideas. Unos las tenían en la cabeza, otros sabían reconocerlas cuando aparecían en el rodaje, pero todos y Eisenstein entre los primeros, eran capaces de ordenarlas de manera que alcanzaran el objetivo final de comunicar.
Incluso me atrevería a afirmar que el “criterio Eisenstein” es recomendable tenerlo en la cabeza siempre que se enfrente uno a un film, tan abundantes de un tiempo a esta parte por otro lado, minimalista, porque muchas veces es la falta de un armazón (en segundo plano, oculto, difuso, pero que debería ser patente de alguna manera) lo que condena y reduce a la nada el alcance de muchas obras supuestamente “libres” e “interactivas” (el adjetivo menos adecuado aplicado a una película que pueda haber) con muy poco trabajo y muy poco talento detrás.

miércoles, 11 de marzo de 2009

HELMER, NORA HELMER

Casi todas las películas de Rainer W. Fassbinder mejoran con los años.
Incluso las más discutibles, apresuradas o histéricas tienen ahora más cosas apreciables. En su día, la masiva cantidad de obras que producía (43 en 16 años, contando largos, cortometrajes y films colectivos) provocaba forzosamente una selección hasta por parte de sus más acérrimos partidarios, mucho más viniendo de críticos; en todo caso era complicado seguirle el ritmo.
Su versión de "Casa de muñecas" de Henrik Ibsen, “Nora Helmer” (1974), es la apuesta más radical de puesta en escena de su filmografía.
Es sorprendente que un proyecto concebido en pocos meses, hecho para una pequeña cadena de televisión, seguramente rodado o puesto en marcha paralelamente a “Martha” y “Angst essen seele auf” - su otra obra cumbre, en mi opinión - y teniendo en cuenta el muy poco “reflexivo” estilo de vida de este director, tenga esta envergadura. Si hay una prueba fehaciente del genio de ese meteorito llamado Fassbinder, es ésta.
Porque “Nora Helmer” en más de un aspecto recuerda a ¡”Gertrud”! de Dreyer y no está tan lejos de su nivel como pueda pensarse.
Es una idea coherente. Se puede contemplar "Gertrud" al fin y al cabo como una variación "terminal" de "Casa de muñecas". Gertrud se niega a representar ese papel de mujer en la sombra que debe tocar los resortes para que su marido mantenga su posición, como en la obra y por contra elige su camino a costa de su soledad. Una soledad elegida que le proporcionará un tipo de felicidad "mística" que se basa en dar antes que en recibir; no cabe mayor libertad.

Poco o nada se parece “Nora Helmer” a nada de lo que hizo Fassbinder. Sobre todo en el ritmo cadencioso y en las interpretaciones y los movimientos de cámara, sinuosos, barrocos, deslumbrantes, elegantes, extrañamente atrayentes, virtudes rara vez asociadas al cine de un director conocido por su impúdica sinceridad, su arrojo y su descaro iconoclasta.
La película, estilizada fascinantemente hasta convertir la famosa pieza en un soterrado pero poderoso alegato feminista, empieza con un genérico y una secuencia clave que marcan el desarrollo del film.
En los títulos de crédito vemos la espalda desnuda de Nora, inmóvil y la mano de su marido Torvald sobre su hombro, que da ya una pista fundamental sobre el ángulo de acercamiento que se acometerá. La fidelidad al texto (escrupulosa) no impide a Fassbinder contar la historia desde el punto de vista de Nora (una pétrea Margit Carstensen) y además abre nuevas posibilidades no contempladas en otras adaptaciones cinematográficas. La puesta en escena es tan sugerente que resulta ambigua y hasta sumamente erótica sin separase un milímetro de la palabra escrita.
La primera secuencia, que arranca desde detrás de la reja de una puerta marca la pauta del film: aprovechamiento del decorado, interpretaciones desdramatizadas (robóticas, distantes, desapasionadas, antinaturalistas), gran atención a las miradas, adaptación perfecta al formato televisivo (artificiosidad sin coartadas, ritmo in crescendo) y sobre todo, protagonismo de los espejos, las paredes, las puertas que reflejan (a veces refractan) y en última instancia amplifican el drama. Las famosas puertas de Lubitsch encuentran aquí un nuevo sentido dramático.La falta del convencional énfasis teatralizado de las interpretaciones se modula por el eco que devuelve el decorado, tal y como ocurría en “Gertrud”; una habitación puede ser también una prisión, depende de la luz y el encuadre.

Pocas veces se ha prestado en cine como en "Nora Helmer" más atención al dónde que al cómo se pronuncian las palabras, que adquieren un sentido especial dependiendo de la estancia donde se encuentre y la posición del cuerpo del intérprete que las contextualiza.
No es ni siquiera necesario "airear" la obra, como hacía Peter Watkins con su muy recomendable biopic de Edvard Munch, filmada ese mismo año también para TV, quizá porque Fassbinder no pretende filmar un ambiente, un tiempo y un lugar, sino palabras, gestos. Como ambientación histórica, la película es claustrofóbica y "de cartón piedra", pero eso no es lo importante y Fassbinder lo deja claro desde el primer momento. Ni siquiera los maquillajes, la ropa o el mobiliario pretenden retrotraer a otra época, Fassbinder los usa como un elemento que aporta un sentido grotesco, feísta, desasosegador, que impide adhesiones a unos personajes, en su mayoría intolerantes y egoístas, que intentan respirar a pesar del drama que los sepulta.
Fassbinder hablaba muy en serio cuando hizo aquel ditirámbico elogio sobre Douglas Sirk y su puesta en escena irónica y crítica con las formas del melodrama. En "Nora Helmer" lleva a cabo uno de los más conseguidos intentos por aproximarse no al cine de Sirk sino al sentido que el veía, quizá exacerbadamente, en sus películas; esa perversión del clacisismo que se intuía sobre todo en la serie de films que el maestro rodó con el productor Ross Hunter dos décadas antes.
A pesar del trazo grueso de su defensa de Sirk, Fassbinder demostró sutilidad suficiente en su carrera para entender que tenía claro que debía llamar la atención antes que hacer comprender lo que tenían de especial aquellas películas que tanto amaba.
Es un buen objetivo para cualquier cineasta. Llegar a alcanzar la imagen mental que se había formado sobre su cine ideal.
"Nora Helmer" lo consigue.

jueves, 5 de marzo de 2009

SEIS AÑOS SIN ALBERTONE

Nacido en Roma un 15 de junio de 1919, Alberto Sordi es quizá el más brillante de entre una hornada de comediantes irrepetible surgida en el cine italiano desde mediados de la década de los 40.
Vittorio Gassman, Totó, Ugo Tognazzi, Carlo Pisacane, Nino Manfredi, Aldo Fabrizi, Vittorio De Sica, Marcello Mastroianni, Renato Salvatori... actores fabulosos que demostraron su talento en una larga lista de comedias, dramas y melodramas de la que está repleta la otra cinematografía capital, aunque poco y mal conocida, del viejo continente.
La memoria colectiva de los espectadores italianos de posguerra guarda en un rincón muy querido una galería de personajes que no son sino el reflejo -a veces caricaturesco, otras de una precisión asombrosa- de lo que estaba pasando en sus vidas en aquellos mismos instantes.
Alberto Sordi, como todos los grandes cómicos (de Charles Chaplin a Jerry Lewis, pasando por Groucho Marx, Buster Keaton o Jacques Tatí), creó un personaje que, con matices, repitió al servicio de obras dirigidas por la plana mayor de los directores italianos de la "gran época", con pocas y quizá lógicas excepciones (sería raro imaginarlo en films de Raffaello Matarazzo, Mauro Bolognini, Valerio Zurlini, Lucchino Visconti o Francesco De Robertis, aunque yo lo echo de menos en el cine de Pier Paolo Pasolini, Pietro Germi o Giuseppe de Santis).
Su carrera, que cuenta más de 150 títulos a lo largo de 60 años, empezó con papeles secundarios (de relevancia creciente con el paso del tiempo) en films fundamentales de un movimiento, harto complicado de acotar, llamado "neorrealismo" y sus derivados: "Bajo el sol de Roma (Sotto il sole di Roma, 1946)" de Renato Castellani, "Il delitto di Giovanne Episcopo" (1947) de Alberto Lattuada o "Los inútiles (I vitelloni)" de Federico Fellini, son algunos buenos ejemplos.
Sordi no era aún Sordi. No será hasta bien entrada la década de los 50 cuando se consolide definitivamente su caracterización clásica: el tipo cobarde, vago, advenedizo, al que el hambre o el miedo le agudizan el ingenio, enemigo de los compromisos, patriota, rastrero, políticamente incorrecto (sin saberlo), y capaz de cambiar de camisa por no privarse de viejos placeres mundanos... pero también por un plato de sopa.
El gran Albertone, fue un cómico eminentemente cinematográfico; que no lo basaba todo en las muecas o en una verborrea desmedida: interpretaba con el texto, con la posición del cuerpo, con la mirada, con las manos, con ese tono de voz tan reconocible y demostró su talento también en roles dramáticos con una capacidad fuera de lo común para poner un nudo en la garganta cuando aún no se había borrado la sonrisa de los labios de los espectadores que asistían a sus hilarantes "performances".
El Sordi "químicamente puro" lo encontramos sobre todo en las películas que hizo con Mario Monicelli y Luigi Zampa.
Con el primero, dio vida al empleado modelo, capaz de hacer cualquier cosa por no perder su puesto de trabajo ("Un eroe dei nostri tempi", 1955), fue un soldado perdido en medio de una guerra absurda (aquella genial y audaz tragicomedia llamada "La gran guerra (La grande guerra, 1959)", junto a Gassman) o incorporó al perfecto burgués en la ya muy tardía "Un borghese piccolo piccolo" (1977), que lo colmó de premios y que puede considerarse el último fulgor de su carrera junto a "Polvo de estrellas (Polvere di stelle, 1973)" dirigida por él mismo y en la que daba vida a un entrañable cómico ambulante que se recorre la Italia de provincias junto a una sorprendentemente adecuada Monica Vitti, ya liberada de la "marca" de Michelangelo Antonioni.
Con Luigi Zampa perfeccionó "El arte de apañarse (L´arte di arrangiarsi, 1955)", volvió loco al corrupto alcalde De Sica en "Il vigile" de 1960 (para la historia queda la presentación de su personaje; alguien que lógicamente acabará metido en política: un haragán que vive de su hijo de once años, se burla de la clase obrera, provoca accidentes de tráfico, tiene un miedo atroz a la policía y le gustan más de la cuenta las curvas de Sylva Koscina) y tuvo 2000 pacientes en lista de espera en "Il medico della mutua" (1968), una cruel parodia del sistema sanitario italiano que sigue siendo uno de sus más recordados éxitos.
Otros grandes papeles que me vienen a la memoria de su prolífica carrera fueron los que hizo en la dura "Los mercaderes (I magliari, 1959)" de Francesco Rosi (imposible olvidar su ataque de epilepsia mientras vende alfombras a domicilio), en "Mafioso" (1962) de Alberto Lattuada o sus creaciones de partisanos supervivientes a mil embrollos en obras maestras como "Una vida difícil (Una vita difficile, 1962)" de Dino Risi, junto a una maravillosa Lea Massari o "Todos a casa (Tutti a casa, 1960)" de Luigi Comencini.
Su gestualidad característica fue mal utilizada en películas vulgares aunque divertidas como "The best of enemies" (Guy Hamilton, 1962) junto al gentleman David Niven, delirios kitsch tipo "Mi hijo Nerón (Mio figlio Nerone)" (1956) de Steno o directamente en aberraciones sci-fi como "Il disco volante" (1964) del ínclito Tinto Brass - donde interpretaba nada menos que cuatro personajes - con las que sin embargo es imposible parar de reír.
La sombra de Alberto Sordi es alargada. Son muchos los que han tratado de imitarle, alguno con verdadero talento, simples copiones la mayoría.
Muchos de estos "discípulos" son españoles, en mayor número incluso que los propios italianos, y seguramente por la fascinación que este cine causó en los "renovadores" del cine español a mediados de los 50, que pretendieron adaptar o incluso hacer pasar por nuevo lo que veían que se hacía fuera, aprovechándose del aislamiento nacional. Así resulta que, como en tantas otras cosas, nuestras referencias, por desconocimiento del original, son "de segunda mano".
El 25 de febrero de 2003 los teletipos escupían la noticia: Alberto Sordi había muerto tras una larga enfermedad a los 82 años.
En una bonita pirueta del destino, Albertone se fue de este mundo como le hubiera gustado hacerlo a sus personajes: en su villa romana junto a las termas de Caracalla, habiendo disfrutado de una larga y exitosa vida, querido por los que lo admiramos... y sin haber tenido que rendir cuentas a mediocres que no estaban a su altura.