domingo, 30 de agosto de 2009

LOS AMORES DE ROBERTA

Un prodigio de inteligencia narrativa y de sensibilidad. No cabe decir otra cosa - y se ahorran muchos circunloquios e introducciones - después de revisar la que es probablemente la mejor (pero no la única realmente grande) película del muy olvidado Valerio Zurlini.
Yo iría más lejos y aunque sólo sea por el puro placer de hacerlo, diría que “Estate violenta” es la mejor película italiana de los 50 no filmada por Rossellini. Mejor aún que el gran debut de Ermanno Olmi, tan buena como la personalísima incursión de Pietro Germi en el cine negro o su gran epopeya migratoria, tan memorable como varias obras neorrealistas más o menos tardías de De Santis, Soldati, Castellani y compañía, más redonda que varios Viscontis y Fellinis con mayor fama, tan grande como varios Matarazzo… y fuera de esa década, mejor que otras películas que trataron un tema parecido firmadas por Maselli o de Sica.
Hay grandes películas que se contemplan con expectación, esperando con paciencia el deslumbramiento que provocan sus fogonazos de genio, que llegan por sorpresa o culminando una, a veces incluso ardua, dificultosa, concienzuda construcción. Ninguna de estas hizo Zurlini o tal vez sólo la última, “Il deserto dei tartari”.
Otras en cambio, se disfrutan con regocijo continuado al paso de sus fotogramas. Encontramos como las piezas van encajando pero no con la cansina mirada de quien ve armar un puzle a partir de una fotografía, sino con la admiración que deriva de ver resolver un problema matemático; se trata de solucionar una serie de escollos con las dos únicas armas permitidas: la inteligencia y el buen gusto. “Estate violenta” es un modelo, una bandera de estas últimas.
Sus modestas dimensiones argumentales y sus muy medidas ambiciones - es al fin y al cabo una historia de amor con el lejano pero cada vez más presente eco de la guerra - le permiten alcanzar la excelencia sin las típicas complicaciones que acarrean las pretensiones. Zurlini nunca parece que se propuso legar al mundo un fresco histórico, tal vez consciente de adonde había llegado el cine de su país en el decenio anterior, que logró, casi en tiempo real (y a veces con una clarividencia futura que raya en lo increíble) registrar una serie de acontecimientos que desviaron el rumbo del siglo XX con una mezcla, aún no superada, de humanismo y realismo. Después de “Germania, anno zero”, “Paisá” o “Roma, ore 11”, ¿Qué sentido puede tener (estamos en 1959) seguir incidiendo en ese camino?

¿Por qué es mejor que otras películas de parecidas intenciones?
Como las grandes películas de Vincente Minnelli y como varios Naruse con los que tiene un sorprendente parecido, “Estate violenta” es un artefacto de precisión en el que nada parece milimetrado, sino producto de la inspiración. Nunca se llega a saber cuánto puede haber en las más brillantes escenas que la jalonan (las dos fiestas, la tarde en el circo, la escena de la playa desierta al amanecer, el bombardeo al tren) de trabajo previo de guión y preparación y cuánto de ideas de rodaje que potencien el efecto final, pero en pocas películas se puede ver una mejor utilización de la profundidad de campo, un mejor aprovechamiento de toda la dimensión del plano, un mejor uso de la fotografía, el vestuario y la música o unas interpretaciones tan perfectamente moduladas (Eleonora Rossi Drago, hermosa y trágica, Trintignant en su mejor papel junto al de “Il sorpasso” de Risi) de manera que no se quiebre el delicado equilibrio de la puesta en escena, triunfante en ese muy complicado campo del romanticismo, del que es uno de sus más perfectos ejemplos.
La dosificación de sus elementos es perfecta; no se trata de una película “adornada” con un esqueleto convencional. Realmente parece que nadie nunca antes hubiese rodado el deseo, la clandestinidad de los amantes, un beso robado mientras suena “Temptation”. La limpieza y la esencialidad de estos momentos, que parecen sacados de un tratado de emplazamiento de cámara, de encuadre y de ritmo, es ejemplar.
Años después Zurlini legaría otro de los grandes melodramas románticos y mi otra película favorita de su carrera, la sublime “La prima notte di quiete” de 1972, con un inolvidable Alain Delon. Entre medias llegaría la popular “La ragazza con la valigia” (la menos valiosa que conozco de las suyas y aún muy buena), la subvalorada y durísima “Seduto alla sua destra” (con un Woody Strode “nacido” del “Sergeant Rutledge” de Ford), el denso drama “Cronaca familiare” o la muy original “Le soldatesse”, con Anna Karina, para finalizar con la pétrea adaptación de “Il deserti dei tartari” de Dino Buzzatti.
¿Alguien ha podido ver “Le ragazze di San Frediano”?

domingo, 9 de agosto de 2009

DE LA VELOCIDAD Y LAS LÁGRIMAS

De las tres novelas del escritor norteamericano Leon Uris llevadas al cine, “Battle cry” de Raoul Walsh en 1955 es el proyecto que menos repercusión tuvo en su día y menos elogios ha cosechado desde entonces. Los otros dos, “Exodus” de Preminger y “Topaz” de Hitchcock, se recuerdan más y mejor, por mucho que siga sin hacérsele justicia completamente todavía a la primera de ellas y persista la (increíble para los que la consideramos una de las cinco mejores que nunca hizo) una minusvaloración de la segunda que antes pudiera haberse entendido como coyuntural por la cercanía de la guerra fría y el problema cubano, pero que hoy se antoja del todo injusta.
Si algo tienen en común estas tres, y no anda “Battle cry” lejos del nivel de las otras dos, extraordinarias películas es que sirvieron para ver cómo se desenvolvían “a cara descubierta” tres directores poco relacionados tradicionalmente con el melodrama (lindando en las tres obras más o menos con el cine bélico, en muy distintos escenarios y con diversas dosis de conflicto), en un tramo completo de película (el de “Topaz”, el más denostado; el de “Exodus” que se reparte por todo el film, aplaudido más por sus virtudes “de guión” que cinematográficas) en un género que en realidad y por mucha literatura al respecto que pudiese haber habido hasta su realización, ya conocían los tres de sobras, habiendo legado algunas de las mejores obras en esta clave. ¿Qué son “Laura”, “Daisy Kenyon”, “Whirlpool”, “River of no return”, “Carmen Jones”, “The man with the golden arm”, “Saint Joan”, “Bonjour tristesse”, “Uncertain glory”, “Salty O´Rourke”, “Pursued”, “Rebecca”, “Notorious”, “Vertigo”, o “Marnie” sino (por encima de todo o en definitiva, aparte de otras muchas cosas) grandes melodramas por mucho que los nombres de estos tres directores vayan ligados al imaginario del western, el cine de aventuras, el cine negro, la comedia o el suspense?
Quizá por ser europeos y presuponérseles cultos y muy leídos, tanto Hitchcock como Preminger pudieron variar bastante la receta y “complicar” con un buen número de elementos (estéticos, temáticos) su producción cuando el éxito les proporcionó la libertad necesaria para poder hacerlo y dependieron menos de productores celosos, volviendo sobre sus pasos únicamente cuando las circunstancias (el avance de la televisión, el triunfo de un cine destinado a un público más joven, su propia edad) les obligaron a ello.
Walsh no, Walsh eterno pionero de gatillo fácil y diana certera, mil peripecias y mil lecciones de puesta en escena esencial y directa después, se encontró con una respuesta poco entusiasta a esta película de extraña estructura, que es a cada paso lo que no esperamos que sea y se transforma cuando menos lo advertimos (y más a gusto nos sentíamos en su temperada clave) en lo que a priori creíamos que sería; efectivamente, esas lágrimas a las que alude el título se derraman en buena parte del metraje (más de dos tercios de la película más larga que realizó) sin un solo disparo o bombardeo de por medio y regresan al final convertidas en victoria y satisfacción - no hay tiempo para llorar por los caídos - un premio al esfuerzo y el empeño personal, sin patriotismos de por medio.
El cuerpo central del film, una sucesión (sin llegar a ser un montaje paralelo, se beneficia de su mejor efecto: una alternancia de puntos de vista, que a veces quedan abandonados abruptamente para reaparecer al final o acaban convirtiéndose en el eje del film, en una suerte de “selección natural”) de episodios sentimentales – ninguno especialmente llamativo y todos escondiendo un poso amargo del que no puede disociarse ni la más gozosa de sus películas - protagonizados por Aldo Ray, Dorothy Malone, Van Heflin, Nancy Olson, Tab Hunter, Mona Freeman, John Lupton o Anne Francis, previos a unos combates que parecen no llegar nunca, es tan relajado y calmado que se hace difícil tras su visionado recordar los eternos tópicos que pesan sobre el cine del maestro (no precisamente poco elogiosos: eufórico, preciso, vívido) y alcanzan un nivel de emoción para nada inédito pero si desde luego nunca antes expuesto con tanta sencillez y sosiego en su cine. Como uno de esos trucos de magia tantas veces visto, que aún repetido a cámara lenta resulta igual de asombroso.
Y lo mejor es que no se trata de un experimento aislado o un capricho de quien se prueba en un terreno por el que se ha dejado ver poco para medir su habilidad. El cine de Walsh a partir de mediados de la década de los 50 tiene un nuevo espíritu y alumbra algunas de las más extraordinarias películas (y las más personales) de su obra, como la discretamente épica “The tall men” (que cada día me parece más grande), la comedia casi a lo Ben JohnsonThe King and Four Queens” (sus dos westerns más originales, tan buenos como los mejores de los años 40), la sorprendente “The revolt of Mamie Stover”, la poco comprendida versión de “The naked and the dead” de Norman Mailer y la que cierra su carrera, “A distant trumpet”, la obra final más repleta de energía rodada por cineasta alguno. En todas ellas hay poco ánimo por repetir lo ya consabido y muchas ganas por buscar nuevas fronteras sin plantear revoluciones, o en todo caso haciéndolas por diversión, como decía D.H. Lawrence. Ojalá la madurez nos reportara a todos este ímpetu.
Como Ford desde “The searchers” o Hawks a partir de “Hatari” y quizá con más continuidad y más naturalidad que ellos (no sé si menos reflexivamente o quizá menos condicionado por los nuevos tiempos), también Walsh fue capaz en plena era dorada de Hollywood de reinventarse “hacia adelante”, como (aún más audazmente) había hecho Hitchcock a partir de “The trouble with Harry” o Preminger acometería definitivamente a partir de “Anatomy of a murder”.