domingo, 22 de noviembre de 2009

¿UN NUEVO WAGON MASTER?

La reciente reedición en DVD lanzada en USA por Warner de “Wagon master” ha reactivado el interés por una de las películas menos consideradas y desde hace años parece que menos vistas de la monumental filmografía de John Ford.
Me han hecho ir hasta Oxford y Cambridge a dar conferencias sobre la película. A los ingleses les encanta. Imagínate a mí dando una conferencia” declaraba el maestro en su línea habitual de casi mofarse de su propio prestigio y de cómo interpretaban su obra los críticos de cine.
Dejando si es posible aparte el hecho de que no estamos hablando de un reestreno en pantalla grande y eso casi reduce a la nada el debate, es cierto que “Wagon master” luce ahora más bonita que nunca. Con una soberbia fotografía de Bert Glennon, las escenas de paso de carrozas, los ríos, el polvo y el sol, los detalles en claroscuro donde asoma como siempre, con fuerza, el expresionismo fordiano, las baterías de primeros planos, etc. han ganado en belleza y expresividad. Y las canciones suenan a gloria.
Pero sigue siendo exactamente la misma película. La nueva copia no restituye el formato original (1:37) pues las copias en circulación ya lo presentaban correcto ni contiene material no editado (dura los 86 minutos de toda la vida), con lo que los ditirámbicos comentarios vertidos recientemente (en diversos medios americanos, David Hare, Richard T. Jameson, Dave Kehr, Joseph McBride, Jean Pierre Coursodon… algunos aludiendo, no tengo por qué dudarlo, a que llevan años diciéndolos) sobre ella, me parece que responden a un (re)descubrimiento por parte de muchos, cuando no a una reconsideración general de la obra del de Maine y ya hasta se atreven a considerarla en una suerte de liberación de un (inexplicable para mí) “guilty pleasure” nada menos que como ¡la mejor película de Ford!
Para mí no lo es. Ni tampoco su mejor western. Ni siquiera su mejor película de 1950 (sigo prefiriendo la todavía me parece que más subvalorada “Rio Grande”) ni probablemente sea mejor que el resto de integrantes de ese grupo de films que el maestro hizo con más libertad y gusto que de costumbre (no mejor para mí desde luego que “The last hurrah” y “The sun shines bright” y se podría discutir si se compara con “Steamboat round the bend”, “Judge Priest” y otras).
Lo que sí es “Wagon master”, y lo fue siempre, es una de las muchas obras maestras de Ford y (a pesar de considerar inapropiado el término “avant garde” que le intentó colgar Lindsay Anderson, no porque considere a Ford clásico y nada más, sino porque el matiz experimental creo que no corresponde con las intenciones ni con el resultado del film) una de las pruebas más claras de cómo funcionaba la maquinaria fordiana cuando los productores le dejaban hacer lo que le venía en gana (el argumento es suyo) y se acordaba de los viejos tiempos cuando el cine era otra cosa, un oficio, sin esa preocupación primordial sobre cómo llenar todas las butacas de la platea. De hecho, los dos detalles más sorprendentes a primera vista del film, su apertura antes de los créditos y el sádico Uncle Shiloh que incorpora Charles Kemper, remiten seguramente más a sus westerns mudos antes que anticipan a Mann o Peckinpah.
En aquellas declaraciones mencionadas antes puede estar ya una de las claves de “Wagon master”: es puro “understatement“ fordiano, como decía Hitchcock a propósito de “The trouble with Harry”, y eso los ingleses lo captan mejor que nadie: ese humor irónico y surrealista, esa mirada privada y socarrona a su propia obra, ese ritmo despreocupado. Tienen en común ambas películas muchas cosas por cierto. Las dos se cuentan entre las preferidas por sus autores, no tienen estrellas, son relajadas y anecdóticas y fueron tomados erróneamente por divertimentos o caprichos entre grandes proyectos.
Me sorprende que de repente se haya caído en la cuenta de que John Ford es un revolucionario y además que haya pasado precisamente con un film que se mueve en el terreno que más tradicionalmente se ha asociado a su nombre. Yo no veo en “Wagon master” ni una sola novedad en el cine de Ford, ni en tono ni en estructura ni en punto de vista ni en nada, o mejor dicho: yo no veo más que la exuberante, originalísima e intransferible forma de hacer cine de un director que sigue siendo el mejor y más completo artista que ha dado este arte.
Que se vayan revalorizando sus obras con el tiempo sin caer en el juego de la balanza que tanto se ha utilizado para dar su justo sitio primero a sus obras tardías y luego a las intermedias me parece bien, pero estas “campañas” no acabo de entenderlas muy bien.
Wagon master” es puro Ford y al mismo tiempo un Ford que parece gustar especialmente (y a las pruebas me remito: el libro “About John Ford” de Anderson, las listas de favoritos y algunos artículos de los antes reseñados) a los que sospecho que molestan o aburren o incluso toman por caprichosas, algunas de las cosas que han quedado indeleblemente asociadas al nombre de John Ford o de otra manera no entiendo, admito que por probable miopía por mi parte, sus preferencias.
No hay héroes complejos (ni siquiera un protagonista, pues se reparte entre el discreto Ben Johnson y el siempre “straight edge” Ward Bond) no hay nostalgias de la vieja Eire, no hay resonancias del pasado (una sola escena, maravillosa, cuando Joanne Dru se aleja de Ben Johnson, no sin dudarlo, porque recuerda de repente qué le llevó a ser actriz de carromato y no vivir la vida que se le suponía; por lo demás el film está suspendido en el momento presente, nada parece realmente trascendente), ni hay “gestos patrióticos” (ni siquiera hay nación, es un territorio en buena medida aún virgen y la referencia bíblica a la "tierra prometida" enlaza el film con el poco epatante a estas alturas cine de Demille), ni - y es más grave porque pocos directores han sabido desarrollarlas tan bien sin resultar pedantes y grandilocuentes - política y épica.
Hay autores que, quitando todo lo "superfluo" - y considerando que para llegar a saber qué es exactamente prescindible, no querido o impuesto, deberíamos tener la suficiente certeza sobre sus íntimos pensamientos cinematográficos - cobran una dimensión mayor: fijándonos en sus obras más desdramatizadas, o en las que se pueda reducir a lo básico la injerencia de productores y actores, obviando bandas sonoras "superpuestas", depurando argumentos complacientes con la audiencia, buscando en suma una personalidad definida, un rigor.
John Ford no es uno de esos directores. La máxima expresión de su cine es emocional, poliédrica, divertida, humanista, expansiva... ¿por qué debemos pensar que reduciendo a simples líneas de fuerza su cine resulta más penetrante y moderno? ¿debenos privarnos de disfrutar todo lo que supo o quiso desarrollar porque así aguanta mejor el paso de las modas?
Yo, será por fidelidad (que quiero pensar que no tiene nada que ver con el inmovilismo), no me canso de ninguna de las facetas de John Ford ni me parecen "superadas" ninguna de sus grandes películas y que conste que nunca he vestido un uniforme militar, no tengo parientes en Cork, no duermo con un misal bajo la almohada y no sé una palabra de navajo.
Creo por todo ello que “Wagon master” no es ninguna cumbre en la obra de John Ford, donde hay un buen número de películas mucho más amplias, emocionantes, hondas, arriesgadas, originales, hermosas… y rotunda y completamente fordianas, con todo lo que eso supone y que concordarán mucho o poco con nuestras ideas, nuestra ética y nuestra moral (que nunca son “nuestras” y sí una mezcla de herencia y experiencias propias), pero que él transmitió con un insuperado (y desarmante) talento.

lunes, 16 de noviembre de 2009

PIERROT, LE FOU

Hay ocasiones en que una película es un milagro.
Corps à coeur” de Paul Vecchiali es una de esas películas. Para mí, una revelación y una de las mayores emociones de los últimos años, que reconforta especialmente porque demuestra que donde todo podía y hasta debía salir mal, también cabe lo maravilloso.
Ni la historia, ni su desarrollo ni tal vez su conclusión habrían pasado el filtro de muchos que se llaman a sí mismos profesionales del medio (y no hablo sólo de productores, también guionistas y hasta actores, que condenan al ostracismo tantos proyectos “pensados para ellos”) y que a saber la cantidad de películas importantes que nos habrán impedido contemplar.
El corso Paul Vecchiali, que yo conozca (por tres film más y "Trous de mémoire" del 85, permite ponerlo en duda) o intuya por pistas fiables, y siendo un director apreciable, no parece que pueda ser el genio que anuncia “Corps à coeur”, lo que otorga al film un carácter aún más excepcional, engrosando esa lista de obras que (teniendo en cuenta que es un proceso que no termina hasta conocerlo absolutamente todo y nuevas revisiones pueden hacer cambiar de opinión) superan con mucho al resto de las realizadas por sus respectivos directores (con distancias a la segunda mejor que pueden acercarse a un abismo), como “L´important c´est d´aimer”, “The strange love of Martha Ivers”, “Queen Christina”, “Barocco”, "Strangers when we meet", "Shakespeare-Wallah", “El mundo sigue”, “Dance, girl, dance”, "They all laughed", "The burglar", "Huang tu di", "Enchantment" o "Once upon a time in America" de entre los muertos y vencidos y supongo que algunas recientes; el tiempo dirá.
Corps à coeur” propone otra realidad. No la vida paralela que tanto gusta poner en escena a Rivette, más bien una total subversión de las reglas del juego en que se mueven sus habitantes y nos movemos todos cada día. Tal vez esto sea el puro surrealismo.
La historia de amour fou de Pierrot y Jeanne (¿o se llama Michèle?), las andanzas cotidianas de la encantadora y malhablada Emma, los apuntes filosóficos del altísimo Platon (el crítico Michel Delahaye), la relación que vuelve con su antigua novia y la que no termina de irse con Melinda, ese Requiem de Gabriel Fauré (a quien está dedicado el film también; el primer homenaje, emocionado - y pertinente a poco que se pone en marcha la proyección - es para Jean Grèmillon) y el arriesgado montaje de Franck Matthieu (que un año antes y también con Hélène Surgère como protagonista, hizo el de “Las belles manières” de Jean-Claude Guiguet, que desde este mismo instante se convierte en mi film más buscado), componen un canto vibrante y divertido pese a su gravedad, a la libertad de pensamiento y sentimiento y a la expresión, qué importa lo que diga nadie, en público y en privado, de los mismos.
La vida es esto que vemos y aquí empieza y se termina todo. No hay en "Corps à coeur" amores más allá de la muerte como en Borzage o Dreyer pero tampoco asomo de frivolidad o egoísmo; nadie necesita "espacios" ni libertades afectivas, ni se queja de que no recibe lo que merece. Los personajes, y no sólo los protagonistas, quieren hasta más allá de los límites “aceptables” y persisten en su empeño, aún sin esperanza de recompensa y hasta si hacerlo implica ir en contra de sus propios intereses, con un efecto de contagioso entusiasmo que recuerda a cómo Jean Rouch nos explicaba en sus películas que otras formas de vivir y no sólo la occidental, eran y debían ser posibles. “No se puede decir que no cuando se tienen sentimientos tan fuertes” o “Vámonos, esta mujer está completamente loca” son dos diálogos a propósito de la negativa de Jeanne a las proposiciones de Pierrot.
Es admirable que la única mención en todo el film a un elemento que hubiese vertebrado todo el film en manos menos diestras, la diferencia de edad entre los amantes, sea un bellísimo y doloroso diálogo sobre el cuerpo desnudo de Jeanne, que es para Pierrot “la vida, la fatiga y la reserva”. Jeanne le pide más palabras hermosas y Pierrot responde “No sé ninguna más” y ella la insta a que hable con las palabras de otros. Él las recita y ella casi desfallece, dándose cuenta de que si no las dice es por no causarle más daño. Es la clave del film. Este planteamiento de no recurrir a los convencionalismos a no ser que sean estrictamente necesarios y armar la película entera sobre otra forma de ver el mundo me parece, dentro del terreno del romanticismo en que se puede enmarcar, revolucionario.
Pero "Corps à coeur" no es adelantada a su tiempo ni tiene nada de progresista ni de moderna y poco o nada debe al cine de su época ni a todo lo que ha venido después. Si sorprende su tono es porque el mencionado Grémillon, Buñuel, Tourneur, Ophüls, Cottafavi o Godard son en el fondo, menos clásicos de lo que deberían.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

ANTES DE LA REVOLUCIÓN

La penúltima película dirigida por Kenji Mizoguchi, a pesar de situarse cronológicamente en el espectacular rush final de su carrera, no parece contarse entre las más valoradas. Es habitual que cuatro de cinco favoritas sean posteriores a 1950 y a veces parece que para muchos, lo que vino antes sea, extrañamente, “otra cosa”, lo cual explicaría su escasa fama. ¿Qué concepto se tendría del film si culminase diez años antes lo expuesto en las poco recordadas “Miyamoto musashi” y “Meito Bijomaru”?
Shin heike monogatari” es un Mizoguchi especialmente valioso.
Para mí, desde la primera vez y deben ir unas diez revisiones, es una de las cinco más deslumbrantes y quizá la que mejor me ha transmitido, al transitar un terreno que se asocia más a otros directores nipones (un muy de puntillas “chambara”, es mucho más un film político, sobre la guerra y en una gran porción, un melodrama puro), el extraordinario poder de su cine.
Con Mizoguchi es lógico quedar prendado por la potencia lírica de sus imágenes, no hay nada parecido o yo no lo conozco, a lo que alcanza en los momentos cumbre de sus films y además llega a ellos con una sutilidad (y una distancia que multiplica el efecto. Ozu es en el fondo mucho más cálido) inigualada. Pero es necesario o al menos para mí lo es (y como decía José Luis Guerín acerca de "Lancelot du Lac", un cineasta alcanza otro nivel si es capaz de emocionar prescindiendo de ciertos recursos) verlo desarrollar un film que carece de esos famosos climax emotivos, prolijo y acumulativo, que precisa un do sostenido de puesta en escena, sin trágicas heroínas, con unos resortes diversos a los que articulan algunas de sus obras más entronizadas y para ello nada mejor que esta suprema “Shin heike monogatari”.
La película no es un laberinto de intrigas políticas, ni una sucesión de batallas (sin ser un monumento a la inacción, está cargada de tensión), ni funciona con claves crípticas y soterradas (no se diluye en ritos y ceremonias) que se dan por entendidas (porque costaría trabajo explicarlas) ni contiene una serie de asideros a los que es necesario aferrarse para llegar al final. El despliegue, como en “Exodus”, es total, y lo es desde el plano de apertura, que plantea el conflicto antes de que la cámara baje completamente de la grúa con la que le gustaba iniciar sus films y toque el suelo.
El héroe del film, Kiyomori, será el único personaje capaz de atreverse a desafiar el férreo sistema que enfrenta a nobles y monjes - que mantiene a ambos en el poder - pero su hazaña es la lógica consecuencia de su búsqueda de la verdad acerca de su familia. La rebelión llega porque ya no se puede respirar más, como decían en “Le Pont des Arts”. Siendo un samurai (en última instancia, el brazo ejecutor del método de sostenimiento del sistema, al recaudar los impuestos) su destino debía estar sellado.
La dosificación de la película es ejemplar. Con rimas visuales y cromáticas constantes (y no consagrando su efecto al deleite estético: cuando retorna Kiyomori con su padre de la guerra, hastiados pero habiendo cumplido su cometido, la cámara los espera fuera de su casa, suspendida entre los árboles y los acompaña dentro salvando la tapia; cuando su madre, despechada, los abandona, desde la misma posición, la cámara permanece impasible) la información proporcionada en cada momento retroalimenta la puesta en escena, añade gradualmente (en dos fulgurantes flashbacks, los más misteriosos que conozco) nuevos elementos que se integran en la narración “en tiempo real”, como si el presente esperase al pasado para ser más justo y termina culminando en un espectacular, qué poco se prodigaba y qué majestuosidad cuando aparecen, primer plano de Kiyomori disparando dos flechas que cambiarán la historia.
Shin heike monogatari” es su film más hermoso visualmente junto a “Yuki fujin ezu” en mi opinión y quizá el que mejor consigue aunar, que es tanto como decir que es uno de los que mejor consigue plasmar en toda la historia del cine, las “verdaderas” posibilidades expresivas de este arte. Frente a la cómoda difuminación y el juego de sombras que encubren la duda de cómo expresar certeramente, la más absoluta claridad espacial y la iluminación más intensa porque se trata de ver lo mejor posible. Frente al aprovechamiento de esquemas de género que sirven de contexto pero que limitan el alcance de muchos films, la audacia de contar a través del periplo sentimental del protagonista cómo se gesta la revolución. Frente a la evolución preciosista y acechada por al manierismo de muchos maestros del blanco y negro (y en ese terreno pocos lo han igualado), la variación, (bellísima, hay que observar con detenimiento las escenas en que la joven Tokiko tinta las sedas y cómo se disponen las entradas y salidas de personajes en torno a los colores de los paños secándose al sol), de tono y ritmo para aprovechar todas las posibilidades de la paleta cromática.
La actualidad del cine de Kenji Mizoguchi es paradójica. Pasan los años y su nombre permanece perennemente en el Olimpo del cine desde que su obra fue súbitamente descubierta para Occidente en un lejano festival de Venecia de 1952. A estas alturas permanecen invisibles o difíciles de ver todavía alguno de sus films de los 30 y 40 y han ganado terreno en el aprecio colectivo Naruse, Yamanaka o Shimizu conforme su obra ha sido difundida. Sin embargo cada vez que se revisa alguna de sus grandes obras o se descubre un nuevo film (para mí, el último, “Gubijinsô” del 35) da la sensación de que su cine es algo más, que no ha habido nadie que haya llegado tan lejos y tantas veces, que aún no lo conocemos en profundidad o que quizá como la Dama de Gion de este film, nunca lleguemos realmente a saber toda la verdad acerca de su figura.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

DESORDENANDO LAS CONCLUSIONES

En la revista Transit, un texto sobre "Whatever works" de Woody Allen.

lunes, 2 de noviembre de 2009

EL BAILE DE LAS MÁSCARAS

No fue desde luego su proyecto más anhelado. Ni siquiera creo que quisiese rodarla o tal vez sólo aplicó honradamente su oficio a sabiendas de que su destino estaba escrito desde siempre.
Edgar G. Ulmer - al parecer checo, aunque dicen que se autoproclamaba vienés – rodó “I pirati di Capri” (“The pirates of Capri”, pero es más italiana) en 1949, con pocas esperanzas ya de convertirse en el reconocido gran director que siempre quiso ser, aquel que tan felices se las prometía en 1929 cuando se reunió con Billy Wilder, Fred Zinnemann, los hermanos Siodmak y Eugen Schüfftan para la excelente “Menschen am Sonntag”. Los años felices.
Cuando llegó a Hollywood sus credenciales eran inmejorables. Había aprendido con Max Reinhardt, colaborado con Lang en “Metropolis” o “Die nibelungen”, con Murnau en cuatro películas, con Wiene en el “Caligari” con Wegener en “Der golem” y hasta con Lubitsch, aunque algunos de estos trabajos, que yo sepa, siguen permaneciendo "uncredited". La historia del cine, sin embargo lo ha acabado prácticamente asimilando al (no tan entusiastamente inoperante como la película de Tim Burton reflejó) Ed Wood y parece que los cuatro seguidores que deben quedarle en este mundo deban pedir perdón por admirarle.
I pirati di Capri”, filmada en un interludio de su largo viaje por Europa en busca de financiación y de la que no creo que quisiese acordarse en sus últimos días (su vuelta a USA, donde su vitola de director barato de la productora PRC le acompañaba a todas partes, certificaba el fracaso de esa última gran oportunidad) es una prueba fehaciente de su talento, hasta si en algún sentido involuntario; malgastado, pensaría él.
Ulmer se había pasado toda la década de los cuarenta persiguiendo su sueño y demostrando mucha más versatilidad de lo que pudiera haberse esperado de su cine; con obras ambiciosas como la extraña "Carnegie Hall", misterios que prefiguran toda la serie "The Twilight Zone" como la fascinante "Strange illusion", melodramas como "The strange woman" o "Her sister´s secret", dramas muy negros, casi irreales, como "Detour", "Ruthless" o "Bluebeard", todas por lo menos notables y mucho más vistas y estudiadas por las generaciones de realizadores venideras de lo que él hubiese soñado jamás. Y todo ello sin contar las futuras obras maestras de la década posterior: "The naked dawn" y "Murder is my beat" y varias interesantes hasta el final de su carrera en los 60.
Es fácil encariñarse con "I pirati di Capri" aún sin conocer la personalidad de su creador. Dentro del género de películas de (con) piratas, una gran explosión de color en la memoria, que contrasta con su blanco y negro, brillan las características más especiales de su cine: su inteligente puesta en escena, su sentido del ritmo y su intuición para los detalles. Cuando todos aquellos compañeros de generación habían prácticamente “superado” la influencia del expresionismo, unos por haber evolucionado a otra cosa muy distinta, otros simplemente por haberse americanizado (algo muy poco peyorativo, como se puede suponer), Ulmer seguía fiel a sus maestros y estaba nuevamente empeñado en que su película no pasase inadvertida, preparando cada plano con el cuidado y la luz adecuada para que todo el fotograma resultase significativo, deslumbrante, reivindicando la grandeza del blanco y negro (no rodó en color hasta 1952, casi tan tardío como Ophüls y más que Renoir).
Esta obsesión por no ser vulgar, uno más del montón, no se traduce en un puro exceso y por eso resulta tan interesante. Ulmer quería dejar su huella pero era demasiado devoto del cine como para interrumpir un film para hacerlo notar y aprovechaba los resquicios; ese arte de la coyuntura y no del vil pretexto. Este personaje del Capitán Sirocco que se hace pasar por el afectado Conde Amalfi para infiltrarse en palacio y utilizar la información para liderar una revolución no es utilizado por Ulmer para desplegar todos los tópicos del género y demostrar que él también podía calzar los zapatos de Walsh, DeMille, Hathaway o Curtiz.
I pirati di Capri”, que en ningún momento parece hecho con pocos medios, es un vibrante film de capa y espada, una intriga política y una película sobre la representación, sobre el juego de los disfraces y las mentiras, en la que los personajes no son lo que dicen ser e interpretan (por conveniencia, por escapismo, por cobardía) un papel. No hay aquí abordajes ni tabernas en acantilados ni mapas de tesoros ni ninguno de los elementos que perfectamente podrían haber sido integrados en la puesta en escena a pesar de la localización geográfica de la historia, pero hay un intenso aroma, aunque venga de estancias cerradas y castillos laberínticos a Emma Orczy, Sabatini, Gautier o Salgari.
Las escenas finales, con la (excelente, mejor que otras mucho más renombradas) partitura de Nino Rota atronando, son espectaculares.