viernes, 15 de octubre de 2010

HUMO, POLVO, SANGRE Y RUIDO

Son relativa y diría que sorprendentemente, muy pocos.
Sí, está Karl Freund, que no se acerca para mi gusto al nivel de sus famosos maestros; Jack Cardiff, que por lo que he podido ver de su filmografía (la mitad, aproximadamente, con lo que es bastante probable que esté equivocado) quizá tuvo suerte de que John Ford cayera enfermo y su firma aparezca en la espléndida e infravalorada "Young Cassidy"; sólo conozco aquella que hizo sobre los Harlem Globetrotters el gran James Wong Howe (y me gustaría encontrar "The invisible avenger" del 58, que parece una serie B atractiva); nada he podido localizar de lo que rodó Eduard Tisse, ni tampoco las experiencias argentinas de John Alton, ni las que hicieron Sven Nykvist o Bert Glennon, menos aún las de Julius Jaenzon; sólo me gusta mucho la primera (con Paul Czinner, "Der träumende mund") de las curiosas "colaboraciones" con otros directores de Lee Garmes... y de los que están en activo, apenas recuerdo a Yu Lik-wai.
Abundan los actores y guionistas, no faltan ayudantes de dirección, productores, decoradores o diseñadores de producción y hasta un buen número de "intrusos" procedentes de la literatura o la pintura, pero lo cierto es que casi ninguno de los grandes directores de fotografía han probado suerte en la dirección.
Dejando a un lado razones personales o falta de motivación, sospecho que los proyectos que no llegaron a materializarse, en muchos casos puede que se debieran a falta de financiadores o mecenas y supongo que también a que sus impulsores hubiesen sabido "mover" mejor los contactos en el mundillo, porque prestigio siempre tuvieron.
De hecho, en muchas películas de directores noveles, vista la facilidad (profesionalidad mal entendida, empeorando y sin freno) para montar, decorar y musicalizar en serie o haciendo mecanos con piezas que han demostrado cierto éxito en otras producciones, el trabajo de los directores de fotografía es casi lo único realmente "de autor" - más que los propios debutantes muchas veces y lo siento por su ego - que queda en ellas, el único elemento disonante, normalmente veterano, experto, que - aunque haya alguno con facilidad para contaminarse y perder el norte - (hasta) piensa, discute, corrige y pule o sugiere eliminar caprichos estéticos y salidas de tono propias de la inexperiencia, haciendo honor, en los mejores casos, a ese término anglosajón tan hermoso para denominar su oficio: cinematographer.
Habría que valorar (y sería muy complicado porque sólo quedan entrevistas o biografías; tal vez muchos prefirieron trabajar asidua y continuadamente y no sentir la espera y la desconexión de los directores, que suelen ser, más aún en nuestros días, los que menos en contacto están con el cine, hasta el punto que cuando vuelven deben adaptar o actualizar ideas y costumbres a los usos del momento) cuánto de ellos hay en las grandes películas que iluminaron, pero yo al menos vería con gusto y, dependiendo de los casos, correría detrás - lo mismo para llevarme un buen chasco - de lo que nunca rodaron William H. Clothier, Stanley Cortez, Conrado Baltazar, Nicolas Musuraca, Kazuo Miyagawa, William Lubtchansky, Giuseppe Rotunno, Russell Metty, Claude Renoir, Gabriel Figueroa, Robert Burks, Romain Winding, Aldo Tonti, Joseph Ruttenberg, José Luis Alcaine, Subrata Mitra, Henri Alekan, Winton C. Hoch, Christian Matras, Robby Müller y muchos otros pasados y presentes.
El caso de Raoul Coutard es especial.
Mirando los genéricos y la preeminencia que siempre le otorgó, primero Godard y luego otros, que llegaron a ponerlo codo con codo en el mismo cartel final que señala quién firmaba la puesta en escena, Coutard ya parecía un cineasta y además de los importantes.
Viendo su debut en 1970, hoy olvidado, "Hoa-binh", se confirma.
Y lo mejor es que no se trata de la típica obra donde un reconocido profesional da por fin rienda suelta a lo que los egoístas y acaparadores directores con los que trabajó nunca le dejaron desarrollar, que suele derivar en un pastiche informe, un experimento con champán que no satisface (y muchas veces sólo entiende) más que al propio interesado.
"Hoa-binh" es una sensible, hermosa, dura, arriesgada, por momentos deslumbrante y siempre muy personal pero comprensible por cualquiera, visión sobre algo, tan destructivo que da pie a esa construcción tan libre que puede ser un film, como la guerra, en este caso la de Vietnam.
Pocos se debieron acordar de su enjuta sombra cuando se estrenó nueve años después la épica "Apocalypse now", a la que anticipa (hasta en una icónica imagen de helicópteros en formación... pero con funk de fondo en lugar de Richard Wagner) y si no fuera por la  arrolladora fuerza de la película de Coppola, inquietantemente profetiza y se hubiese podido pensar que sirvió de ignota inspiración. Y menos aún eco tuvo casi una década más tarde cuando, con pocos meses de diferencia, se estrenaron las celebradas "Full metal jacket" de Stanley Kubrick y - aunque centrada en la Segunda Guerra Mundial - "Hotaru no haka" de Isao Takahata, que también algo le deben.
Olvidando si es posible (y no cuesta tanto) los lacrimógenos intentos de película de guerra con niños desamparados de protagonistas más o menos absolutos, "Hoa-binh" aborda un ángulo bastante inédito por la seriedad con que capta sin tratar de buscar cómplices, hacer guiños y dar codazos buscando partidarios, ese momento crítico de la invasión atroz y la pérdida de una forma de vida que acarrea todo conflicto de este tipo. Desnuda y objetivamente.
El riesgo que asume Coutard, que podría haberse limitado tranquilamente y hasta hubiese ganado más adeptos, en fotografiar bella, cósmicamente, el sufrimiento y el desarraigo, las privaciones y la búsqueda de rastros de humanidad, para probar lo bien que es capaz de impresionarlo en celuloide, es alto, pero lógico: no es Francia, a pesar de la notoria presencia colonial de su país en la zona, ni siquiera Europa lo que recoge su objetivo, pero él conocía perfectamente la zona y a sus habitantes, con lo que no le hizo falta informarse apresuradamente para "ambientar" su idea de lo que iba a encontrar. Simplemente planta allí su cámara, mira y trata de aplicar lo aprendido, lo recordado y lo soñado en que el resultado sea verdadero, justo y fresco, que es lo que de la nouvelle vague y de sus años como corresponsal para el semanal Paris Match queda en el film.
Pero la inevitable conexión con JLG, al que imagino que todos esperarían encontrar soterrada o manifiestamente presente, más allá de unos llamativos fundidos a verde, azul o rojo, o con otros directores con los que Coutard había colaborado como Truffaut, Demy o Rouch, no es ni evidente ni muy precisa. La cámara de Coutard flota en interiores de una forma que recuerda a como lo hace la de Satyajit Ray, posándose en los rostros y describiendo las acciones con una calma y un misterio antiguo y simple; cuando sale al exterior se muestra a veces nerviosa, rítmica, muy conectada con vanguardias americanas y la mayor parte del tiempo hipnótica, con encuadres muy sencillos pero llenos de tensión y es donde afloran matices más intensamente personales.
Coutard no fue allí a alinearse y mucho menos a recrearse con el castigo o la capacidad para defenderse que sufrían los vietnamitas (lógicamente del norte), ni a denunciar, ridiculizar, juzgar o poner en solfa los motivos de los americanos. Aún pasarían cinco años hasta el fin de la guerra y no había conclusiones que sacar, sólo valía la pena acercarse y registrar el ciclo de la vida y la muerte alterado por el fuego y el miedo y lo que es más incierto, el del crecimiento y el aprendizaje distorsionado por el desorden causado.  

miércoles, 13 de octubre de 2010

A UN GOLPE DE TIMÓN DE OTRAS VIDAS

Peyrol no es un héroe.
Sus toscas maneras y su mirada desconfiada, como la de un viejo león cansado, no le otorgan ese aura invicta, galante, desapegada - lo importante es permanecer, aunque sea en la memoria de los que nunca le conocieron -  y bandera de una y tal vez cualquier causa.
Le basta con sobrevivir, pisar tierra firme más de una semana seguida, como señala y tener de una vez por todas unos años tranquilos, quizá en algún punto de la costa africana, adonde desea dirigirse. No complicarse la vida con quimeras.
Como dos años antes la inolvidable "A high wind in Jamaica", de la que tal vez pudiese haber sido alternativa o imposible continuación europea para su protagonista en los años que sucedieron a la Revolución francesa, "L´avventuriero / The rover" (aunque es más italiana; en cierto modo entre ambos títulos está el que más le hubiese convenido) mi película favorita - y la única suya en la que a menudo pienso junto a su debut "Corridor of mirrors", aunque de esto último debe tener la culpa el agujero negro en que se convirtió "Vertigo" - del muy irregular Terence Young en 1967, se agarra fuerte a los recuerdos.
Tal vez porque veintitantos años después de aquella  "Blood and sand" (sobre Blasco Ibáñez, tan exitosas sus adaptaciones en el mudo como poco celebradas las del sonoro) de los primeros tiempos del color, allá por 1941, un poso permanece en las miradas cruzadas y en una de ella al final del film cuando lo siente derrotado y se retira del encuadre para no volver, algo de lo que compartieron, al parecer brevemente, fuera de los platós Anthony Quinn y la ya olvidada (¿todavía seguía en activo? se preguntaron muchos probablemente) Rita Hayworth, nieve sobre su cabello, aún bellísima después de mala vida y peor suerte.
Nada prefabricado hay en este melodrama disfrazado de película de aventuras bastarda y sin armonía, tan desequilibrada como emotiva, tan difícil de anticipar como varios Freda a los que tanto recuerda, apéndice - pero sin menosprecio: consigue que la partitura se escuche entre la música y realmente "suene" a Joseph Conrad - de un género que, como el western, aunque con menos llantos y un entierro más discreto, también se moría por esos años.
Precisamente la banda sonora de Morricone sirve bien para definir el film y toma riesgos donde menos se esperan.
Un hermoso arranque sinfónico que ilustra al único alarde, la única maniobra del diestro marino en retirada Peyrol, ese personaje perdido de Nicholas Ray, tan cortada y fulgurante que pareciera de Godard, da paso a unos desconcertantes órganos que saben a Maurice Tourneur, Griffith y Chaplin, que en primera instancia extrañan y con el paso de los minutos quizá apunten en una dirección muy lógica: el punto de vista de la niña-mujer que interpreta Rosanna Schiaffino sólo puede ser acompañado desde esa inocencia fundacional de aquellos primeros tiempos del cine.
Y es que "L´avventuriero" es una de esas películas por las que uno hubiese dado algo porque fuesen más grandes, porque Terence Young tuviese genio, porque ahondara en esa narusiana historia de amor que sólo vive en silencio Caterina y casi ni intuye Peyrol, porque estuviese a rebosar de poesía y fuese recordada para siempre.
Hablaba Truffaut de "grand film malade" al referirse a "A King in New York" y otras obras que el culto anteponía poco a poco a las películas más perfectas, sin advertir, entiendo yo, que son criterios distintos y nunca jerárquicos. Creo que no hay nada "enfermo" ni "nada falta" en una película tan maravillosa como esa y lo mismo puede opinarse de "L´avventuriero" que da mucho y aspira a poco, sirve para una buena discusión sobre estética y regala cuatro o cinco momentos - más que planos a veces, toda una escena - antológicos.

martes, 5 de octubre de 2010

CIUDADANO FORREST

Año 2004.
Al mismo tiempo que la maquinaria Michael Moore llenaba los cines de medio mundo con "Fahrenheit 9/11" y trataba, entre lucrativas bromas, de "reflexionar" (en fin...) sobre los oscuros movimientos que permitieron a George Bush Jr llegar a la presidencia tras un apretado escrutinio en Florida, el escritor Philip Roth publicaba "The plot against America" recordando, y dando la vuelta, a un caso muy antiguo, que el gran público recordará vagamente, pero que pudo cambiar la historia de Estados Unidos.
En efecto, durante la segunda guerra mundial, antes de Pearl Harbor, el famoso aviador y héroe americano Charles Lindbergh se opuso públicamente al intervencionsimo americano en el conflicto que capitaneaba el presidente Franklin Delano Roosevelt, que siempre sospechó de las simpatías (y algo más) de Lindbergh y su America First Committee con el nazismo, sabedores estos últimos de que las posibilidades alemanas de victoria dependían del pacto de no agresión firmado con Rusia, que traicionaron, y la abstinencia americana de la guerra. Roth, judío, fantaseaba con la idea de qué hubiese pasado si Lindbergh llega a derrotar a Roosevelt y se convierte en Presidente.
George Cukor, el eterno artesano de la Metro - tan elegante y se suponía que aséptico ideológicamente que no tuvo ni enemigos: no estaban a su altura de todas formas - poco después de que esa intervención se convirtiera en una realidad, estrena en 1942 una película que dormita en las cubetas de saldo de grandes almacenes etiquetada como una más de las que sirvieron para dar lustre a una de las parejas más famosas de su época, Katharine Hepburn y Spencer Tracy.
Esa película, "Keeper of the flame" ("La llama sagrada" en España, como siempre aportando un matiz equívoco), de nula reputación, es seguramente uno de los más inteligentes y demoledores retratos nunca rodados sobre el poder de manipulación de las masas, además en un momento crítico, cuando la semilla del antisemitismo que se imponía en Europa, se propagaba por Estados Unidos camuflada de patriotismo.
La absorbente trama inquisitoria del film, desde que arranca con un entierro bajo la lluvia que trae a la memoria (y tal vez inspiró a Mankiewicz) a aquel que abría "The barefoot Contessa", se desenrrolla suave pero espectacularmente sin un sólo golpe de efecto y, ¡milagro!, eludiendo el flashback (modélico, genial, guión, uno de tantos, de Donald Ogden Stewart), dejando apenas espacio ni tiempo para advertir la hazaña cukoriana de desenmascarar (la especialidad del maestro, aunque se ocupó casi siempre de asuntos menos comprometidos) a personajes como Lindbergh y el daño que estuvieron y aún estaban a punto de causar a su país, que tanto los idolatraba como mal los conocía, absolutamente adulterados por los medios de comunicación.
Ausente, muerto en accidente de coche al comienzo del film el adorado Robert Forrest, con su viuda aún colocando flores siniestramente bajo sus retratos como si de altares se tratase y vetada a la prensa (salvo Tracy, que es más listo a pesar de tener mejor reputación que el resto de periodistas; eran otros tiempos) la verdad sobre su vida, toda su personalidad desconocida se refleja en un personaje que debería figurar por derecho propio en antologías de la creación cinematográfica: el obediente, fanático secretario, jefe de prensa, quizá también asesor (cómo saberlo a ciencia cierta) encarnado con milimétrica precisión por Richard Whorf, en una especie de variante diplomático-política de aquella inolvidable Mrs. Danvers de "Rebecca", que venera y protege el recuerdo del fallecido y lo hará hasta donde sea necesario.
Su retahíla educada y laudatoria para todo aquel que se acerca a sus amanerados dominios, hace entrar en trance a mediocres y despista a los que se creen avispados, todos convencidos de que están siendo tratados con el máximo respeto y libertad, porque en el fondo hay que comprender que lo más importante es que Robert Forrest, la llama que ilumina los caminos de tantos americanos, como le gusta decir, siga siendo un inmaculado mito.
La permanente tensión de este nublado film, donde todo es lo que parece a pesar de los ímprobos esfuerzos de sus habitantes por fingir, debería servir además para ampliar las fronteras de los terrenos perennemente asociados al nombre de George Cukor: la comedia, el musical y el melodrama. Más amplia que la estupenda "Gaslight", "Keeper of the flame" es junto a la muy extraña y fascinante "A woman´s face" su mejor film en el resbaladizo terreno del cine de misterio, tan realista en sus manos, sin los agujeros y trucos habituales y por desgracia tan poco apreciado por los que perdieron o nunca tuvieron inquietud por escuchar con atención y analizar sin dar por bueno todo lo que les dicen.
Pocas veces estuvo mejor Tracy, un actor que tan pronto supo poner cara al cuarto poder como al primero (¿o es el segundo?, por ejemplo en "The last hurrah", dieciséis años después); aunque más mundano, un personaje como el que tantas veces encarnó Henry Fonda, tan tranquilo y cívico como decidido y audaz, capaz de hablar como escribe y apenas revelar cuanto piensa sin decir nunca algo en lo que no cree.