jueves, 19 de enero de 2012

ENCUESTA 2011

La revista australiana Senses of Cinema publica, como cada año por estas fechas, su balance del año cinematográfico recién finalizado, con estos resultados.

martes, 10 de enero de 2012

UNA TEMPORADA COMPLETA

Los que no tenemos entre nuestros gustos mucha afinidad con un mundo como el del circo, ni tampoco la tuvimos cuando éramos pequeños, hemos de reconocer que el cine lo ha mirado desde tantos y tan variados puntos de vista, que ha llegado a convertirse en un tema atractivo.
Ni los números allí representados o ejecutados - tal vez en muchos casos por exacerbar un sentido exhibicionista, de pasajera impresión para un público al que parece que no puede importarle menos la integridad física y menos aún el futuro de quienes allí les entretienen - ni el mundo que bulle tras el espectáculo, a priori son los escenarios más apetecibles, pero ya que parece imposible utilizarlo sólo como llamativo fondo al perder toda su esencia - y, sería de lamentar, una más bien engañosa oportunidad dramática, que se diluye y queda fagocitada por el fulgor de esa especie de carpe diem corporativo: la función debe continuar - los cineastas que han plantado su cámara bajo la carpa o siguiendo a las carrozas o camiones de montaje, se han esmerado casi más que en ningún otro terreno por aprehender precisamente lo que lo diferencia de deportes y grandes eventos también seguidos por millones de personas con forofismos y fanatismos varios.
Eludido ese elemento competitivo que les diferencia - más que contra un imposible o contra la superación de los propios límites - que quizá ha propiciado que en cuanto existe un rival que de buena gana el aficionado desintegraría antes de empezar el partido o la carrera con tal de ganar, el cine casi nunca ha sacado nada "en claro" de ellos, mientras que del circo han solido proliferar en abundancia muy diversos e interesantes enfoques, casi siempre tangenciales.
Como un duro y ajeno mundo al que adaptarse (en drama y en comedia: Chaplin, Carol Reed...) como refugio bien y hasta personalmente conocido de marginados e inadaptados (muchas de las más antiguas: Browning,  Sjöström, presumiblemente Murnau...), el público que a él asiste como espejo y complemento ineludible del artista (pocas y sobre todas, una de los últimas: Tati), como mundo separado de lo corriente, al que se llega, se pierde vista y al que se vuelve pero del que nadie se marcha nunca (tan diferentes: Griffith, Rivette, Sandberg, Barnet)...
Casi ningún cineasta en cambio lo ha mirado desde un punto de vista, tan lógico por otra parte, como lo que presumiblemente debió ser desde que existe, incluso los grandes y afamados: una batalla, un microcosmos de funcionamiento familiar que lucha por salir adelante, todo el empuje de la vida que se abre paso esplendorosa, sin metáforas ni subterfugios.
Los que amamos "The greatest show on earth" como lo que es, uno de los más hermosos films de todos los tiempos, una de las cumbres absolutas del clacisismo junto a un puñado de films realizados en un lapso de diez años desde entonces, uno de los que verdaderamente ejemplifican adónde llegó el cine entendido como narración vigorosa y dinámica, tan compuesta en el fondo como comprensible en la forma, a esa altura inalcanzable de "Der tiger von Eschnapur" o "La carrosse d'or", "North by northwest" o "Some came running", diría que nos hemos resignado a dejar de preguntarnos cómo es posible que ocupe una posición tan extrañamente solitaria en la historia del cine.
Dejando a un lado los alérgicos (casi ninguno sanó, debe ser algo crónico) al cine de Cecil B. DeMille y los, aún más numerosos por desgracia, cinéfilos que la vieron o la siguen viendo con un interés desapasionado, muy mal debemos haberlo hecho los que apenas vemos unas cuantas mejores en toda la historia del cine para haber contagiado tan poco entusiasmo.
Peor aún es el dato si se tiene en cuenta, para "combatir" a los que siempre lo acusan de arcaico y bíblico, que "The greatest show on earth" es una de las contadas películas contemporáneas - y la última - que hizo DeMille en el sonoro, que no había vuelto al presente desde "The story of Dr. Wassell" y que apenas en los 30 hay dos o tres sumamente desconocidos o inencontrables ejemplos en ese sentido.
Tal vez la defensa, sin arenga ya quizá posible, debiera empezar, como siempre por otra parte, por la propia película, que visita un mundo, no es baladí, inédito para un autor poco identificado con aquellos directores que toman riesgos y giros.
Pero da igual por donde se pinche o corte, con qué ánimo se aborde y la "muestra" que se tome.
Por doquier y empezando por una exposición modélica, una de las mejores presentaciones que nunca haya tenido una película - veinte minutos de vértigo que arrancan subidos a las espaldas del director Braden (Charlton Heston) y terminan con un primer plano de su rostro - el film, exuberante, sintetiza qué hace especial al cine de DeMille y quizá sirva para ver realmente qué lo separa de otros narradores consagrados como más ágiles y esenciales que él - Wellman, Walsh, Gance - o más estoicos y puros - King, Dwan, Vidor - o de más "incontinentemente compartible" para tantos mundo personal, encanto o, genéricamente, valores - Ford, Lubitsch, Capra -, sin que la distinción tenga que suponer, ni ahora ni antes, jerarquía alguna.
Como no servirán (ya debieran haber hecho efecto, quiero decir) reclamos generales, el único cambio que podría servir para allanar el camino a quien lo vea pedregoso (no a quien no esté ni dispuesto a transitarlo, que ya se desanima solo), es el hecho de que tanto aquí como en su prodigioso film de despedida, "The Ten Commandments", DeMille se desprende de ese acumulativismo que llega a ser "demasiado" exigente en algunos de sus films anteriores.
La presión - y la convicción de que era la única forma de hacerlas -, aplicada a la preparación, rodaje y montaje de muchas de las escenas de grandes películas suyas como "Cleopatra", "Samson and Delilah" o "Unconquered", la cantidad de horas de lectura, las múltiples referencias pictóricas y plásticas y el ritmo endiablado a que son volcadas, se transforma en estos dos films finales en una especie de derivado de su obra, impregnado de la calma más activa concebible, incomprensiblemente poco amada, ni siquiera por hawksianos.
Por desgracia ni uno ni otro "sistema", el de antes y el que supongo llega con la edad, la mirada retrospectiva a lo ya andado, la búsqueda de alicientes para seguir adelante, le han granjeado venia alguna y confirman definitivamente su penitencia crítica.
Como no puede haber cine menos críptico que el suyo, que por muy ambiguo que sea, rara vez es ambivalente, todo cuanto acontece a sus habitantes no tiene mucho sentido extrapolado fuera del entrelazado de imágenes que componen un film como "The greatest show on earth", nada proclive a revalorizaciones que puedan traer las modas, limpio de todo rastro de consulta. Todo empieza y termina en el mismo film.
Dos de las escasas escenas celebradas del film, la del levantamiento de la carpa, filmada como un monstruo que se despereza, un ente que cobra vida, significativamente aparece situada a unos 50 minutos del comienzo y la del accidente de tren, poco antes del final.
No son utilizadas por tanto respetivamente ni como introducción ni como catalizadora de la historia, sino como consecuencias del esfuerzo y el azar, discretamente por llamativas que sean, como en "India: Matri Bhumi". Hablan esas escenas privilegiadas bastante a las claras de cómo construía un film DeMille, con sus paralelismos de usos de puntos de vista como los anteriormente vistos dentro en los números de los trapecistas o de carga y descarga de vagones, comunicando esa idea global del film de que todo se debe mover en una dirección para que algo se mueva en esa dirección; el todo, el espíritu, siempre antes que la parte, el personaje individual.
Así, es fácil verse sorprendido hacia el último tercio de proyección, da igual cuantas veces se haya contemplado antes, por cómo puede uno estar más interesado en la mecánica misma del espectáculo, su explosión de colores y formas en movimiento, que por la mismas pequeñas historias que van punteando el relato.
Qué alegría invade entonces al encontrar alguien que crea que lo que hace es lo mejor del mundo, que no necesite salirse de sus coordenadas y hasta se permita simplificarlas para decir todo lo que tiene dentro, que no tema ser sentimental si habla de sentimientos, espectacular si se apoya en una atracción que emociona al público, impulsivo y partidista cuando se alinea con quienes viven su sueño, por duro que sea.

jueves, 5 de enero de 2012

MALAVENTURA

En 1924 Rex Ingram abandona Hollywood.
La copia finalmente exhibida, atrozmente mutilada, de "Greed" de su amigo Erich Von Stroheim es la gota que colma el vaso de la paciencia de uno de los directores que mayores éxitos había proporcionado a la Metro (recién fusionada y ya denominada MGM) en el último lustro y que más arrestos tuvo para plantarse ante el todopoderoso Louis B. Mayer y no dejar manipular su trabajo a su antojo, como era práctica habitual con tantos "empleados" del estudio, que no condecoraba precisamente la personalidad de nadie.  
De entre las obras suyas que sobreviven, muchas de las más recordadas, son conocidas sobre todo por sus remakes e imagino que muchos ni se molestarán ya en comprobar si pudieran ser tan buenas como sus famosas y multicolores sucesoras.
"The four horsemen of the Apocalypse" (1921) no puede competir con el supremo Minnelli de cuarenta años después, pero tanto "The prisoner of Zenda" (1922) como "Scaramouche" (1923) poco tienen que envidiar a las posteriores de John Cromwell, Richard Thorpe y George Sidney. Perdidas parecen algunas de las presumiblemente más atractivas como "Where the pavement ends" (1923), "Trifling women" (1922) o "Under crimson skies" de 1920.
Siempre en tensión creadora - en los años más "duales" de toda la era muda, en los que se culminaba un arte definitivo para el entretenimiento popular al mismo tiempo que se prodigaban y asombraban los experimentos narrativos, con el montaje o los intertítulos: cualquier gran film de aquí a finales de década es en sí mismo un punto de llegada, una victoria definitiva sobre el silencio -, optimistas o seriamente dramáticas, sin excluir nunca la comedia, las películas de Rex Ingram gozaron entre colegas (ninguno sospechoso de corporativismo: cercanos como el citado Stroheim, Fred Niblo o Henry King y tan lejanos como Ozu) de la admiración que merecían.
Establecido en Francia, la segunda película que realizó en su voluntario exilio - distribuída con la "abstención" (pero sin hacerle ascos al posible beneficio) de Mayer por la Metro-Goldwyn - es un proyecto internacional basado en una obra del por entonces tan adaptado escritor valenciano Vicente Blasco Ibáñez.
Sin arredrarse ante las circunstancias, dispuesto a acometer la mayor empresa de su carrera, "Mare Nostrum" ha estado "misteriosamente" fuera de circulación durante décadas y ni las continuas referencias que a ella han hecho los que admitieron su influencia (documentadas están las declaraciones y herencias varias de Welles en torno a "The lady from Shanghai" - que probablemente no pudo verla y así se explicaría como una de las imágenes más emblemáticas del film, la última que ilustra este texto, le influyese... no siendo más que una foto promocional, no un fotograma - o de su joven colaborador en su periplo europeo Michael Powell, que tomó buena nota de sus escenas marítimas para varias de las futuras emblemáticas aventuras de espionaje con las que inauguró su carrera) o las detectables en el cine de los 30 y 40 (Vigo, Hathaway, Sternberg, Grémillon, De Robertis...) han servido para devolver al film al lugar que le corresponde.
Un momento del rodaje
Porque no se trata de un film de carácter puramente "consultivo", que ilustre antecedentes y sirva para encontrar cada poco de dónde vienen algunas de las ideas visuales luego aplaudidas en los films de otros, sino que es un gran melodrama.
Al riesgo financiero y al desafío creativo, Ingram añadió otro empeño, el de convertir a su mujer, la habitualmente dulce Freya (Alice Terry), "víctima" tantas veces de los encantos del escuálido Valentino, en una femme fatale.
Por supuesto no lo consigue. Ya la pudo vestir de negro de arriba abajo, como (y antes que) Louise Brooks, hacerla permanecer hierática o poner en su boca diálogos equívocos y mundanos, que Freya, lleva escrito en el rostro que no saldrá indemne de la jugada en la que involucra a un impetuoso - y el creía que neutral - marino español.
Es un matiz importante y no una falla por donde se despeña la película porque funciona "Mare Nostrum" en torno al conflicto de él, no de ella, que sólo puede parecer ambigua reflejada en la mirada que le devuelve el cándido Ulysses (Antonio Moreno), tan poco homérico como ella cara a Mata-Hari.
Contando con esa "debilidad" de sus actores (remediada sin grandes resultados adicionales por ejemplo en la versión que Rafael Gil hizo en México en el 48, modernizada al contexto de la Segunda Guerra Mundial, "Alba de sangre" donde él es Fernando Rey y ella... La Doña), aprovecha Ingram para transformarla en una ventaja desde el mismo prólogo, mítico, que sabe a Mur Oti o DeMille, dotando a la faz de ella de un aura angelical que fascina al niño que él fue. Su mismo rostro tiene Amphitrite, la diosa de los naufragados en el Mediterráneo.
La famosa imagen del acuario
Perteneciendo por tanto los amantes al mar, "Mare Nostrum" - que es también o sobre todo, el nombre del barco que él capitanea y que articula el relato -, con la Gran Guerra en puertas y los viejos bergantines reconvertidos en fragatas, inevitablemente es una trágica historia de amour fou que siempre busca desarrollarse en escenarios ancestrales, esquivando el presente, conviertiendo cada acontecimiento en una consecuencia de las señales del pasado.
De hecho, son los detalles referidos al presente (una rara Barcelona arábico-sudamericana que parece de Tod Browning, un oficial alemán rígidamente encarnado por un trasunto del gran Stroheim - que seguro había participado si le hubiesen levantado el yugo que lo aprisionaba -, etc.) los que más pueden llamar la atención en un film que alcanza su verdadera dimensión en cuanto se desplaza a las ruinas de Pompeya, a cárceles que parecen medievales o se asoma al mismo fondo del mar que espera paciente a los muertos.