lunes, 13 de febrero de 2012

LAS CENIZAS

Un elogioso artículo de Bazin en su más famoso libro, la influencia admitida y recordada por los propios autores de varios y renombrados films de la gran corriente renovadora del cine europeo que llegaría en el decenio posterior y la dificultad para encontrarlo o volver a verlo, han otorgado un aura atractiva a "Les dernières vacances", el debut de Roger Leenhardt en 1948.
Si en aquella posguerra  ya era insólito (aún hoy lo es, pero por otras razones) que un crítico cinematográfico se animara (y tuviese la oportunidad) a dirigir un largometraje, las referencias a la frescura del material, la vivaz óptica adolescente - en el año del desamparo de los niños: "Deutschland im jahre null", "Hachi no su no komodotachi", "Fuga in Francia", "The boy with green hair", "Ladri di biciclette"... aunque Leenhardt se retrotraiga al periodo de entreguerras - y el hecho de que el film quedara como una obra casi única (Leenhardt sólo rodó otro film en 1961, el aún más ignoto "Le rendez-vous de minuit" y un puñado de cortos y documentales), han convertido a "Les dernières vacances" en un pequeño mito.
Pasaron los años y pasaron con mayor o menor fortuna (en apenas tres, quizá el mayor de todos, "The river" y hay que recordar que mucho antes, hubo otros bien superiores de Hiroshi Shimizu, Marcel Pagnol, Viktor Trivas, Sun Yu, Walt Disney, Victor Fleming...) los intentos de aprehender ese impasse trágico donde termina la infancia y llega la insegura adolescencia o, abruptamente, sin naturalidad, la edad adulta.
Y se fue hace ya más de veinticinco años Leenhardt rodeado de sus garabatos impresionistas sin ver editada su obra, pero aún está propicia para quien frecuente muertos la agradable oportunidad de visitar "Les dernières vacances", que no será una revelación fulgurante pero de la que aún vale la pena hablar.
Es difícil saber cuánto de la aquiescencia de las palabras de Bazin se perpetuó para convertir un film como este, tan patente y voluntariamente discreto, en una de las bases fundacionales de un movimiento que el gran crítico francés casi no pudo ni intuir y cuántos de los que han venido a contemplarlo luego lo han hecho libres de esa referencia.
Sí parece evidente que a Roger Leenhardt le falta esa especie de "distancia" consigo mismo que no suele ser otra cosa que reflexión cinematográfica pareja a la afectiva y que básicamente sirve para trufar a lo largo de una obra una mirada y no verterla toda en una sola película, pero de todas formas fue un hermoso intento.
Casi que lo de menos - y nada perdurable o distinguible, vistos ejemplos citados y otros conocidos - es la historia de amor roto entre Jacques y Juliette y cómo se altera la velocidad de los habituales episodios asociados a ella, merced al elemento catalizador que supone la llegada del arquitecto (o especie de tasador) que debe valorar la propiedad y del que inevitablemente se enamora ella para caer en la cuenta de que ya no es una niña.
Ni la espontaneidad ni la siempre aludida modernidad de su mirada son sus grandes bazas o no debieran serlo si apenas sirven para señalarla como precedente de una revolución que sepultará sus hallazgos.  
Tal vez debiera buscarse para el film un sitio apacible donde reposar contemplando cómo camina alegremente al ritmo de los días y las noches que faltan para el final de la verdadera protagonista silenciosa de la historia, esa casa familiar (y, aún más significativo como escenario, el torreón en ruinas que la circunda, la luz de esos pajares y esos cobertizos) condenada a venderse sin remedio cuando llegue septiembre y que albergó recuerdos y se resiste a no ser escenario de un último drama. 
Leenhardt, tan noble y sencillo (se dirá que elemental, pero al menos debe reconocérsele que sin caer en el puro ilustrativismo del Autant -Lara de "Le diable au corps" y baste cualquiera de las complejas escenas corales que la jalonan, resueltas con el desparpajo del que no conoció manuales), filmando como según dicen quienes le conocieron, conversando y escribiendo, no pretende ser un nuevo Cocteau y para nada esconde su filiación literaria: es cierto que dos de las primeras diez palabras que se pronuncian en el film son Racine y Corneille pero también lo es que se detiene unos segundos en cada uno de los pequeños interludios sin actores ni palabras para hacer descripciones y pintar ambientes, valientemente, sin la muletilla de la voz en off.