jueves, 24 de mayo de 2012

CANALLAS

Camufladas entre varias aventuras plenas de colorido y buenas vibraciones, alguna muy famosa, la filmografía de Byron Haskin, retomada después de la guerra tras un prolongado letargo, esconde dos películas demoledoras.
Habían pasado más de veinte años desde que abandonara su labor como realizador, allá por el último lustro de la era silente, para encargarse del Departamento de Efectos Especiales de la Warner Bros., cuando Haskin regresa con "I walk alone" y "Too late for tears" (también conocida como "Killer bait") filmadas alrededor del año 1948.
Nada semejante hay después en su filmografía por lo alcanzado a ver (no desde luego la tosca "The boss" del 56, con guión de Trumbo de "incógnito") y de lo rodado en los años 20, que no conozco, nada parece apuntar en la dirección en que se mueven estas dos muestras tan diferentes de lo que fue el cine negro.
Ensambladas a partir de ese material inflamable que tenían entre manos los norteamericanos en la posguerra compuesto por una serie de situaciones potencialmente problemáticas unidas en cadena - vuelta del frente para tantos chicos sin nada entre las manos; rearme del gangsterismo enraizando e infiltrándose cada vez más en el mundo empresarial y político; primeros atisbos de la anunciada gran época de prosperidad, que nadie debía perderse, pasado el mal trago para tantas familias con hijos o hermanos deplazados al viejo continente - volver la vista a Duhamel, al expresionismo y su(s) sombra(s), a "Scarface" y al resto de sospechosos habituales que suelen hacer aparición en cuanto se quiere delimitar este género, que tantas discusiones han provocado y a que tan pocos acuerdos ha conducido, se convierte en un asunto intrascendente.
Sobre todo porque en estas dos obras hay dos mujeres, complementarias, en cuatro interpretaciones (cruzadas, intercambiando roles entre un film y otro) de dos actrices como Lizabeth Scott y Kristine Miller que son la encarnación misma, desde ópticas opuestas, de lo que fue el cine negro.
Chicas inocentes y hasta decentes arrastradas por circunstancias al lado de tipos sin escrúpulos o involucradas en sus problemas y por otro lado chicas con las entrañas podridas, que no quieren vivir un minuto más sin lujos (los que se compran) y nada va a interponerse en su camino.
El tránsito desde un film canónico y que enlaza con el cine de la prohibición como es "I walk alone" - rápido, deslizado sobre violines, dominado por supervivientes de la "gran época" en que todo era ilegal, con guiños a las astutas artimañas pre-code para burlar a la censura - hasta esa mirada sobre la crueldad y la violencia que es la tremenda "Too late for tears", infinitamente más "preocupante" para cualquier anónimo espectador, es buen ejemplo de la, llamémosla evolución que habían experimentado en muy pocos años las películas que miraban al lado más oscuro de la realidad americana.
Ese recorrido era, obviamente, apoyándose en los más despiadados especímenes imaginables de cada sexo, el que separaba un punto de vista masculino y en cierto modo (sui generis) tradicional y clásico, sumamente jerarquizado, el que ampliamente domina todo el cine de los últimos años 20 y 30, del femenino, mucho más intrincado e impredecible que asoma con fuerza en los 40. A nadie se le ocurrirá llamar a eso progresismo.
En todo caso, en nada se quedan las persuasivas malas artes del big shot interpretado por Kirk Douglas (el mismo año y en el mismo rol de "Out of the past" de Tourneur, cuando este actor parecía destinado a ser un villano), de alcance limitado - y exclusivamente nocturno - en "I walk alone" frente a ese ángel del infierno al que da vida Liz Scott en "Too late for tears", que acabará achicharrando y dejando patéticamente al borde del colapso a un gangster de pensión barata curtido en mil embrollos - como tantas veces, Dan Duryea - en "Too late for tears".
La precisión narrativa de la que hacen gala ambas películas, poco ambientales, sin buscar la habitual brillantez de diálogos y sin marcas de estilo notoriamente esgrimidas, se diría que un perfecto trabajo de equipo, propicia sin embargo como en pocos thillers de estos años que la atención se dirija al diseño de pesonajes, que era el punto fuerte de Byron Haskin. Esto es, lo que piensa cada uno que le debe el mundo.
Mendigo es la palabra con que la novela en que se basa "I walk alone" llama a personajes como el ex-convicto que interpreta Burt Lancaster, que vuelve a reencontrarse con los que fueron sus compañeros de ilícitas aventuras allá por principios de los años 30, porque se pasó toda la guerra entre rejas y no podía equipararse a los jóvenes que habían defendido a su país y se encontraban en parecida precaria situación de difícil reenganche a un trabajo o una vida normal. Haskin oportunamente lo hace parecer un enfermo mental, titubeante, quizá nada curado aún, recién salido del sanatorio, en el plano de apertura en que se podría confundir con un soldado de vuelta a casa. Se recuperará y buscará lo que le pertenece, desconfiado y tenso, pero buscando viejas y nuevas fidelidades, aún dispuesto a construir algo por y para sí mismo.
Mucho peor ciertamente lo tuvo el pobre Blanchard, primer marido de la aparentemente vulgar Jane Palmer (Lizabeth Scott) en "Too late for tears", muerto en confusas circunstancias, o lo tiene Kathy (K. Miller) su dulce cuñada que aún confía en su palabra, el antes aludido maleante que incorpora Duryea o un personaje de apariencia inofensiva que será clave en el desarrollo del film, todos víctimas en mayor o menor medida de ella, que no dejará títere (y todos lo son o lo pueden ser en sus manos) con cabeza, que no cejará hasta ver el mundo desde detrás de una copa de champán caro, cueste lo que cueste. ¿Qué sentido puede tener que la conserven si ella no puede vivir su vida?

domingo, 20 de mayo de 2012

MI NOMBRE ES BARRO

Encumbrada en su día como una de las obras máximas del neorrealismo (combinado con dos elementos "impropios": thriller y erotismo), la popularidad de "Riso amaro" fue grande en tiempos.
Era habitual verla en cualquier lista de lo más interesante salido del cine italiano de los 40 y 50 y se convirtió en bandera única del cine de un director que no había experimentado antes de la realización de esa película, ni conocería después, muchos más parabienes y predicamentos, Giuseppe de Santis.
Ese súbito éxito recién iniciada su andadura, con apenas treinta años, tiene un efecto positivo sobre su cine que se extiende por toda la década de los 50, en la que se atreve con uno de los más amplios e imaginativos espectros de cualquier cineasta italiano de aquellos años. 
Como Fuller o Sirk al otro lado del mundo, de Santis parecía capaz de dominar con naturalidad comedias, aventuras, dramas, romances y guerras, el blanco y negro y el color, lenguas y costumbres ajenas, la dirección de actores y actrices de renombre y la de los dados por imposibles, la ingeniería precisa para resolver los más intrincados movimientos de cámara y la pulsión instantánea para la planificación más física y elemental.
Vigorosas y tan vivas como en el momento de su filmación, desde su fulgurante debut "Caccia tragica" (más lo que le corresponde de aquella casi triunfal "Giorni di gloria") pasando sobre todo por "Non c'è pace tra gli ulivi" y la espectacular y muy compleja de rodar "Roma, ore 11" pero también la parcialmente lograda "Un marito per Anna Zaccheo", la entrañable "Giorni d'amore" y la algo más conocida "Uomini e lupi", toda su progresión se interrumpe sin embargo hacia 1957.
Ese año y los que vinieron después, coincidiendo en el tiempo con la primera gran crisis de Roberto Rossellini, de Santis, militante del PCI como tantos colegas de profesión "comprometidos", se desorienta y comienzan a lloverle los problemas que convertirán cada nuevo proyecto suyo en una ardua empresa. De repente no encuentra su sitio.
La película que marca estos momentos de cambio es sin embargo - lejos de resultar un residuo de la fatiga y la batalla librada para terminarla -, una de las mejores y la más ambiciosa de su obra.
Es una lástima que esta monumental "La strada lunga un anno ("Cesta duga godinu dana" en su título yugoslavo)", que suele figurar en las enciclopedias como hecha en 1964, cinco años después de terminada con financiación balcánica y diez desde que fue concebida, permanezca invisible o en copias en malas condiciones para la gran mayoría de los cinéfilos.
No jugó a su favor desde luego que el lapso de cinco años, entre el 54 y el 59, que separa la concepción del estreno del film fuese el más dramático posible.
Llega justo al final de ese límite temporal la nouvelle vague, "L'avventura" o "Estate violenta" y por el camino viran Germi - empezando con "L'uomo di paglia", para perder varias veces el norte a partir de entonces, pero cada vez más alejado de "Il camino della speranza" o "La città si difende" que algo tenían que ver con el cine del primer de Santis  -, Fellini - a partir de "La dolce vita" - y a la vuelta de la esquina estaban ya esperando Bellocchio, Pasolini, Olmi, de Seta, Maselli, los "nuevos" Emmer ("La ragazza in vetrina"), Risi ("Il sorpasso") o Bolognini ("Il bell'Antonio"), y el resto de films y de acontecimientos que proyectan al cine italiano hacia una década que parecía la de la gran confirmación y que sería la última de generalizado brillo de esa cinematografía.
Frente a esos vientos de modenidad, "La strada lunga un anno", épica - sorprendente planificación panorámica en constante movimiento y múltiples diálogos -, rural, con su aire vidoriano y soviético, prolija, coral, humanista, operística sin brillo - en casuchas, con harapos, al sol abrasador -, decente e indignada con las injusticias, envejece antes de nacer.
Arroja luz sobre su naturaleza ponerla en paralelo con la otra película de de Santis fechada en 1964, "Italiani brava gente".
No es difícil entonces advertir que esa impresión de cine que remite a "otra época" se corresponde poco con el carácter o las supuestamente anquilosadas ideas de su director y sí con la historia y los personajes que la habitan.
Pocos o ningún problema debería haber tenido un realizador capaz de hacer un film tremendo, fresco, multinacional, lúcido como "Italiani...", para dotar a "La strada..." de todo lo que le fuese preciso para insuflar más o distintos vibrantes e interesantes elementos dramáticos, si hubiese querido, a esta odisea de gente pobre y trabajadora.
De Santis opta empero por ser fiel y ser paciente para que nazca un espíritu, a pie de carretera, fatigoso y austero, de un colectivo que se termina volcando en un sueño que al principio les parece una utopía, que no les enriquecerá ni les hará ser la envidia de nadie, pero que les permitirá al menos vivir un poco mejor, ser más independientes, no tener la sensación de que sólo hacen aquello a lo cual se les obliga.
Una batalla contra el pesimismo.
Es curioso (porque de Santis trabajó con él y no renegó ni entonces ni más tarde de ello) que "La strada lunga un anno" sea un film en cierto sentido anti-Zavattini, sin capa alguna superpuesta de fantasía, sin exaltaciones de las pequeñas voluntades y los grandes valores de individuos y su (que no frente a ella) miseria - algo que no puede formar parte del orgullo parece querer decir de Santis -, la más socialista de las películas.

miércoles, 9 de mayo de 2012

ACCIONES DE GRACIAS

La vida de Neil Young había sido dura desde 1971. 
En el momento en que es llamado como invitado para participar en el concierto de despedida de sus compatriotas canadienses The Band, casi no se sostenía de pie.
La muerte del primer guitarrista de sus Crazy Horse, Danny Whitten, por sobredosis en el 72, de la que se sentía bastante culpable (por no darle importancia a sus problemas o creer que eran como los de los demás), el nacimiento de su primer hijo, Zeke, dos meses antes, con parálisis cerebral, algunas compañías poco recomendables y especialmente la del dulce y ardiente José Cuervo y el creciente espanto de su sello discográfico por el tono que tomaba lo que estaba grabando últimamente, que se alejaba cada vez más de los éxitos de hacía pocos años, le habían dejado en un estado en el que fácilmente cualquier pequeño movimiento hubiese acabado con su carrera.
En esos días de finales de noviembre de 1976 faltaban pocos meses para que la revolución punk estallara a orillas del Támesis y Neil recuperara un inesperado sentido (que no un marco ni un torrente donde dejarse ir; un sentido que no tendrá continuidad hasta la publicación de "Re-ac-tor" en 1981, con la "nueva ola" agonizante en la playa) para su música, porque tras el chasco de "Time fades away", ni la reunión de su banda ya con Frank Sampredro como nuevo guitarrista, ni el muy falso optimismo que desprendía "On the beach" ni siquiera el apoyo del propio Rick Danko (Reprise archivó sirviéndose de su comentario, convirtiéndolo en consejo, las sesiones de grabación de "Homegrown", una colección de canciones acústicas hundidas en la más absoluta oscuridad) parecían poder revertir la espiral en que venía envuelto desde hacía años.
Nada heroico ni épico ni muy significativo tiene todo esto e imagino que es estrictamente superfluo conocerlo para muchos.
Es simplemente la muy manida historia de un hombre con tanto talento y éxito como problemas, entregado a vicios, con más posibilidades de despeñarse que de reconducirse.
Pero desde luego puede ayudar a desentrañar un momento de cine sublime.
Cualquiera que haya seguido más o menos de cerca tanto el rock como el cine de los 70, sabe que una de las anécdotas más comentadas acerca de la película "The Last Waltz" es el hecho de que se adivina un resto de cocaína en la nariz de Young cuando canta junto a The Band el tema "Helpless".
Un detalle minúsculo, aunque llamativo, que ha acabado fagocitando y ensombreciendo esa filmación de "Helpless", que me parece precisamente no sólo la cumbre de Martin Scorsese, sino la más desgarradora y veraz captación que el cine nunca ha conseguido de un músico real ejecutando en directo una de sus canciones.
No porque se trate de una gloriosa resurrección sino porque consigue aprehender la más desnuda verdad.
En apenas cinco minutos y medio, Scorsese registra, sin mover la cámara un palmo, sin que parezca que haya público o no sea importante cuánto ni cómo disfrute, a escasos metros de los músicos, sin adornos ni arabescos que valgan, a un músico, lúcido en medio de su caos vital por mor de una circunstancia especial, que es, muy resumido y sublimado, tanto como todo lo que alguna vez fue el rock and roll.
Ahí está, sin trucajes ni forzados alardes, la camaradería (Neil entrando agradeciendo humildemente la "oportunidad" de estar allí a Robbie Robertson, que no da crédito a semejante confesión; la discreta silueta de Joni Mitchell haciendo coros; las sonrisas de Levon Helm y Danko comprobando lo entusiasmado que está Neil...), el feeling (el estremecimiento de Neil cuando empieza a recordar esa ciudad del norte de Ontario donde su mente suele llevarle, a la que ama tanto como quizá odia; Rick y Robbie mirando instintivamente al techo del local cuando Neil habla de la esa luna amarilla que brilla en la noche; su despedida un poco cortante y absurda, lógica en alguien que perdía el norte cuando la música se apagaba...), la brutal sinceridad, la improvisación y el tanteo... nadie había más helpless que Neil Young aquella noche de noviembre sobre la faz de la Tierra.
Es en esta película donde nace y también donde perece el Scorsese más dotado, no el que hábilmente utiliza canciones como el ideal acompañamiento de tantas escenas (imposible disociar tantas de Ronettes, Clapton, Jeff Beck Group... hasta Devo de "Mean streets", "Goodfellas" o "Casino") o se aprovecha y guía de una portentosa BSO ("Taxi driver", que le debe demasiado en mi opinión a la subyugante balada creada por Bernard Herrman), sino el Scorsese que filma(ba) como pocos o como nadie la música.
No sólo esa electrizante "Helpless", cualquiera de esas canciones modélicamente escenificadas de la banda o sus amigos (una lección constante de ángulos de cámara, conocimiento de las estrofas, carácter y relación de los invitados con la banda...) incluso el hermoso plano desde un coche por las calles de San Francisco que "encuentra" la cola de espectadores esperando para entrar al Winterland Ballroom o hasta la enlatada (en estudio, sin público, patentemente retocada) "The weight", la canción buñueliana por excelencia (cosa que Scorsese no debió advertir o no quiso utilizar), que corta la respiración por un extraordinario travelling lateral de acercamiento a Levon Helm en el primer estribillo.
Pero el rostro de Robbie Robertson al comienzo del film, relajado, enérgico, es una contradicción en sí mismo.
Ni quince años de existencia en una era donde los grupos asentados podían vivir más sin grandes dificultades, un estatus indiscutible en el negocio, una amistad desde finales de los 60 consolidada en alianza nada menos que con Bob Dylan, un panorama aún estable para su abanico musical (por mucho que no incorporara las novedades que traía la música negra), pocas tensiones internas... ¿una banda despidiéndose tan joven? ¿por qué?
El paralelismo que Scorsese parece hacer entre ese final inesperado (justificado forzadamente al comienzo del film, sin gran convicción delante de las cámaras porque debía ser lo primero que cualquier fan se preguntaría) de una banda mítica (pero no tan famosa, muy "local", nada espectacular, un crisol de una parte importante de la música americana desde Charley Patton) y el supuesto final de una forma de entender el rock n' roll tiene un aroma elegíaco un poco gratuito.
Desde la primera vez que se ve el film, se puede ya intuir que las pequeñas entrevistas e insertos entre canciones tienen un aire a veces tenso, otras artificioso, las más de las veces parecen innecesarios.
Todo el escrupuloso respeto y la sobriedad de la parte musical, fulgurantemente plasmada en celuloide con calidez y esmero, se interrumpe con estos interludios, en los que Scorsese parece mucho más consciente de ser cineasta y de "intervenir" en el material que cuando culmina todo el trabajo de disponer luces, micrófonos y todo lo necesario para grabar las canciones, donde se muestra como un privilegiado fan. Toda una declaración de su naturaleza como realizador.
No hace falta conocer mucho de los entresijos del rodaje para advertir que cualquier encuadre (y especialmente reencuadre) al rostro de Robbie Robertson "delata" a Scorsese.
Ni el ya consagrado fuera de la banda Rick Danko, ni el equívoco hippie Richard Manuel ni el líder en la sombra Levon Helm, ni el tranquilo Garth Hudson toleraban que Scorsese, por razones "personales" en las que será mejor no entrar, siempre preguntara y presentara a Robertson como el portavoz del grupo, el que quizá había decidido dar por terminada la aventura de la banda.
Estaba Scorsese practicando, quizá sin ser muy consciente de ello, un ejercicio discutible: filmar la despedida de un grupo que él mismo había estado contribuyendo a propiciar en toda la génesis del film.
Enaltecido por ese joven y entregado cadáver, Scorsese lo vampiriza en "The Last Waltz" tanto como Wenders lo hace con el viejo y aún resistente de Nicholas Ray en "Lightning over water". Lo que una tiene de celebración y la otra de réquiem enmascara una misma voluntad de servirse, un tanto impunemente, de la grandeza exhalada por los protagonistas.
Nada tiene de extraño que la película que ya tomaba forma en su cabeza - aunque se estrenara antes que "The Last Waltz" -, "New York, New York" sea una reconstrucción porque esa será su aspiración recurrente desde entonces, evitando estadíos intermedios.