domingo, 25 de agosto de 2013

FOCO 5

Edición para 2013 de la revista brasileña FOCO dedicada al cineasta norteamericano John Milius
Texto enlazado aquí.

viernes, 23 de agosto de 2013

EL OFICIO DE LAS ARMAS

Los habituales problemas de comunicación presentes a todos los niveles en el cine de Nicholas Ray alcanzan quizá su máximo "esplendor" en la penúltima de sus películas contemporáneas.
No lo parece desde luego por su escenario y la iniciática peripecia narrada, pero es evidente (por una canción que suena  en su devenir, tan sorprendente como aquel tren que aparecía de la nada en "Akahige" de Kurosawa) que "The savage innocents" acontece en esos años 50 en que fue escrita la novela en que se basa ("Top of the world" del suizo Hans Rüesch) y filmada, contrastando con la, hasta la fecha, última incursión de Ray en los tiempos que le pertenecían, "Bigger than life".
Inspirador de tantas vocaciones y sentidas conexiones en forma de críticas, homenajes, referencias o declaraciones por algunos de los inminentes integrantes de varias vanguardias, Ray se encontraba en ese crucial año de 1959, antes que Rossellini, en un viaje nada buscado y sin retorno planeado, ya puesta bastante tierra de por medio con los urgentes retratos que habían entusiasmado a muchos por su clarividente visión de una generación (dos en realidad), donde parecía haberlo dicho todo y donde momentánea y extemporáneamente aún volvería, quizá demasiado tarde, con "We can´t go home again" en 1973.
Acude Ray a esta cita con sus tiempos se diría que con reticencia, en los confines del mundo, donde muy pocos espectadores iban a encontrar asidero alguno con que identificarse y con un propósito noble, el de captar la belleza de esos paisajes blancos, eternamente rectangulares con la ayuda de Aldo Tonti y situar allí una historia propia, que pensaba debía ser secundaria.
Será un detalle sin importancia pero sólo en un film de Nicholas Ray es preciso y no resulta redundante un título como este que califica como inocentes a los que viven de la naturaleza y no conocen la maldad antes o después de entrar en contacto con la religión, el comercio o las leyes.
Por ese detalle - pero bien predominante en la elección hecha: el prólogo del film muestra a un oso arponeado, manchando trágicamente de rojo la pureza del entorno y ni un contraplano de los cazadores, hombres sin motivo mayor para cometer tal acto que el de seguir viviendo - se anuncia una película que luego no veremos y que resume a su creador y cuanto buscó denodadamente.
Y es que cualquier intento de superponer lo sublimado físicamente de semejante escenario por el objetivo de la cámara a lo que ocurre entre los hombres y mujeres que habitan "The savage innocents", desafortunadamente estaba condenado a ser un bello fracaso.
Una abrumadora mayoría de las mejores escenas de su carrera habían sucedido en interiores, a menudo en penumbra, tantas veces con diálogos penetrantes y abstractos o silencios elocuentes y fugaces, un catálogo de miradas y gestos breves, momentos, en suma, de tal intensidad que casi hacían olvidar su contexto, la composición, el paisaje, los objetos.
En esos años donde acontece la explosión del neorrealismo y será recordado, en otra clave, también como un ejemplo de cine certero, audaz, vivo, Ray, como Minnelli, es también o hasta por encima de todo, un cineasta "de estudio", que había aprendido a sacar partido a las condiciones creadas para de ellas extraer la verdad que le interesaba.
Poco podían hacer entonces los icebergs violentamente despeñados sobre el mar, las planicies heladas y esa luz azulada mágica frente a uno cualquiera de los momentos en que resplandece la sensibilidad de su creador por boca o mediante los cuerpos de estos personajes primitivos.
Sobre conflictos de comunicación, como decía al principio, se había construido su cine, especialmente los de su director y protagonistas con su interior y el exterior y los de las películas que alumbró con las que vivieron a su par, a las que relativizaban o ponían en cuestión por el mero hecho de mirar de una forma tan lacerante a parecidos asuntos.
"The savage innocents" presenta además una barrera "insalvable", la de Ray con unos seres en los que era innecesario o imposible encarnar la complejidad de los que había hecho suyos, un reto que ya había afrontado parcialmente con los furtivos de "Wind across the everglades".
Restringido en primera instancia sólo al amor propio del esquimal interpretado por Anthony Quinn (un adaptado rebelde, contradiciendo un manido tópico) y más tarde al intercambio que protagoniza con el oficial al que da vida Peter O'Toole, Ray edifica admirablemente sobre la sencillez y el vacío (no hay pasado ni por tanto heridas) un film tolerante con sus criaturas y sin embargo tan rebosante de adhesiones como "Wild River" o "Run of the arrow", no por casualidad westerns más o menos modernos y casi últimos engarces del cine de su época con el de otras décadas.
Es en esa última parte de la película en que ambos se encuentran, de tan poco peso cuantitativo en su conjunto - veinte minutos sobre más de cien -, sin detenerse un momento más de lo preciso, cuando más intenso resulta lo comunicado.
Casi no haría falta ni un metro más de celuloide para definir qué fue lo que distinguió a Ray.
Especialmente inolvidables son el encadenado de esos pasajes en que Inuk apremia a su hijo a "aprender rápido" con su detención por violar unas normas que desconoce, la muerte por congelación del compañero de O'Toole - sosteniendo el plano once prodigiosos segundos -, tres o cuatro diálogos bajo la ventisca (guardada hasta ese momento esa baza, la de la palabra, resuena ahora, impresionante) y la escena en el iglú con un O'Toole, no parece nada casual, recordando en movimientos, ropas, peinado y dicción al malogrado James Dean; cuánto le hubiese gustado a Ray tenerlo con él.

domingo, 11 de agosto de 2013

LA NOCHE DE LOS TIEMPOS

Una imagen temblorosa de un ciruelo deshojado, aún cargado de frutos, conecta "Eliegíia dorogi" con la anterior incursión de Aleksandr Sokurov - su elegía oriental, "Vostochnaia eliegíia", cinco años antes; una iconografía la japonesa de la que se impregna buena parte de su obra - en un recurrente género de ensayos que aún ha tenido un episodio posterior a ese año 2001.
Provisional (pero ya lejana) cumbre de su cine, tan grande como los más grandes Godard en ese mencionado campo fílmico, estos 47 misteriosos minutos, como muchos alumbrados por Jean-Luc, debieran tener el privilegio de pasar a integrar el propio tema sobre el que reflexionan, se aproximan o tratan de asir.
No tanto la capacidad de las imágenes para describir el viaje o la memoria asociada a lo experimentado, más llana y acotadamente, cómo el arte ha reflejado la necesidad del arraigo como fin último de toda búsqueda.
Libre, el film desprecia - quitándoles la importancia otorgada por los intereses de unos pocos - a la religión, el militarismo o el progreso encaminado a la desconexión y el aislamiento, como lo hicieron tantos Renoir o Pasolini, pero con un arma aún más sencilla: mirarlos sin contextos, con una curiosidad que parece tratar de descifrar cómo nos hemos dejado dominar por quienes no eran otra cosa que prisioneros de sus ideas.
Un profundo, radical diría (por exigente) humanismo, se expande entonces por todos los rincones del film, soberbiamente sonorizado y musicalizado y más amplio de lo que pueda pensarse por su escaso metraje y por pertenecer a una serie, en la que apenas tiene algún elemento de apoyo.
Como en "The old place" o "Allemagne année 90 Neuf Zero", las dos obras del maestro concebidas una década antes y que más en común pueden tener con "Eliegíia dorogi", Sokurov compone imágenes filmadas en fronteras (territoriales, la del día y la noche) o paisajes en apariencia desprovistos de signos vitales (espacios a veces pensados para todo lo contrario) mirando desde un punto de vista externo, adolescente y onírico cómo hemos deformado el mundo.
Que el cine esté ausente de esa reflexión, que no haya conexiones, citas, vasos comunicantes con su propio oficio, puede hacer pensar que Sokurov no es en realidad "sólo" un cineasta o al menos no en el sentido que el propio Godard una vez dijo, augurando la supervivencia fuera de este arte a tantos buenos o grandes directores si el cine dejase de existir, pero la absoluta intemperie para unos cuantos - no necesariamente mejores, aunque se jugaran más en cada envite y se viesen obligados a avanzar de alguna manera desesperada a algún sitio nuevo cada vez -, entre los que desde luego habría que incluirlo a él mismo.
Unos monólogos cruzados en un bar de carretera que nunca podrían convertirse en conversación y todo el último tercio del film - que da la clave y abre la puerta al siguiente rodado por Sokurov, "Ruskíi kovcheg" -, momentos ambos con curioso protagonismo holandés (hermosas pinturas de Pieter Saenredam), se esfuerzan en buscar un "nuevo" y un "último" escenario de entendimiento y equilibrio para los que vivimos pero termina llegando a conclusiones antropológicas sumamente desoladoras por más que alberguen la grandeza de las artes: queda la construcción, el verso, la pincelada, la nota... o el fotograma.
Y no hay nada más.

jueves, 8 de agosto de 2013

DONDE HABITAN LAS SIRENAS

Tres años antes de su muerte acaecida en 1951 y firmando por primera vez junto a su mujer Frances un guión - hacía más de cuarenta años que se conocieron y ya ella estuvo tras su celebrada opera prima, "Nanook of the North" allá por 1922 -, Robert Flaherty filma la última película de su carrera en los pantanos de Petit Anse, Louisiana.
Una montaña de horas filmadas durante más de un año con la complicidad de un atrevido y joven fotógrafo inglés, Richard Leacock, numerosos retos técnicos después, finalmente alumbraron un film único, "Louisiana story".
Ni con Rudyard Kipling, Robert Frost, Mark Twain o Rabindranath Tagore, ni con Jean Epstein, Cooper & Shoedsack, Alberto Cavalcanti o Joris Ivens - y de todos ellos, algo hay en sus imágenes, en sus palabras, cadencias o espíritu - emparenta directamente este film no asimilable a corriente alguna que no sea la del agua que lentamente desciende desde el Bayou hasta el Golfo.
Para que pureza sea igual a verdad más belleza, debe hacerse funcionar la ecuación, básicamente restando el drama y la comedia tal y como suelen exponerse, que resonarían fingidos. 
Flaherty "enfatiza" con una concatenación de imágenes sin saltos ni aceleraciones, moduladas por la muy cíclica banda sonora, lo que no le sale subrayar y que otras veces fue uno de los objetivos más llamativos de sus aventuras: el dramatismo de la adaptación, la invasión (palpable ya o aún incipiente) de la naturaleza en pos de un beneficio económico, que acabaría con todos los paraísos terrestres.
Del pequeño Alexander, bueno para nada como le recuerda su padre con brusco cariño, un mestizo de lenguas, culturas, siglos y revoluciones, que, bendito sea, no sabe lo que es la rebeldía, poco más que gestos pueden captarse. Preservar su limpieza es la gran victoria.
Cuando su rifle se encasquilla mientras apunta a un caimán, en ese mismo instante suena una explosión detonada por la compañía petrolífera que va a perforar la zona. El chico no se asusta y apenas ladea la cabeza con curiosidad al ver la columna de agua subir por encima de los manglares.
Más tarde, en su casa, su padre está firmando el contrato para permitir que se sondeen sus terrenos en busca del preciado combustible. Cuenta una historieta. Alexander ríe sin advertir tampoco intrusismo.
Que "Louisiana story" tenga un aspecto tan poco ecologista o naturalista a los ojos de muchos espectadores modernos, integrador y omnicomprensivo pero por ello "sospechoso" - por las fuentes de financiación que ayudaron a concebirlo -, quizá tenga una lógica indiscutible pero desde luego desprecia una posibilidad legítima.
De lo que está en plano o sugerido es de lo que podemos saber algo y nada hay aquí de estrategias o trastiendas como en Aristarain.
¿A quién le puede importar que lo llamen crédulo si siente intensas estas imágenes?
Cuando en un recorte de prensa se nos anuncia un primer fracaso de las prospecciones, que continuarán, el contraplano del niño aún confiado en la magia cajún, paseándose por las ruinas del pozo tapado que sólo arrojaba gas y agua salada, es justo: los trabajadores de la planta eran como tantos que hemos visto en labores agrícolas o en construcciones, expertos, con una bonhomía recia y creíble.
Si el cine ha tenido alguna vez una utilidad, aparte de mil propósitos, esa ha sido la de captar la pujanza del instante. Precisamente esos breves momentos del niño descalzo, afligido, recuerdan poderosamente y al mismo tiempo son la antítesis (y el film lo es en general) de otros famosos ese mismo año de 1948, con el niño Edmund Meschke de "Deutschland im jahre null" y no por ello resultan menos realistas o emotivos.