jueves, 28 de agosto de 2014

EL OCTAVO AMANTE

Apenas una referencia como antecedente europeo de "Love in the afternoon" (no precisamente una de las más aplaudidas obras americanas de Billy Wilder) es todo lo que queda de la fama que tuvo en su día "Ariane", primera película sonora del húngaro Paul Czinner.
Prestigio pasajero como adaptación fluida y encantadora de un best seller - reforzado además, como fue norma habitual durante esos años, por una triple versión para los mercados alemán, inglés y francés -, pero que hubiese merecido mayor eco: es la mejor película (pero no la única valiosa) de una filmografía que virará cuando llegue el nacionalsocialismo y judíos como Czinner y su mujer Elisabeth Bergner, huyan de Alemania.
Y es que casi desde cualquier latitud se ha perdido de vista hace mucho la estela de la que es también una de las grandes películas europeas de principios de los años 30 y prueba concluyente del funcionamiento de un nuevo lenguaje sin adaptaciones ni brumas de ninguna clase desde el perfeccionado hasta entonces, tan depurada y rápidamente como lo hicieron Sternberg, Griffith, Dwan, Dreyer, DeMille, King, Borzage, WellmanStahl, Lang, Gallone o Dieterle.
Equidistando del cine del más afinado, del más inalcanzable quizá de todos ellos, Ernst Lubitsch y de uno de los primeros grandes cineastas que ya debutaron con palabras, Max Ophüls, "Ariane" es tan sencilla y parece tan fútil como la mirada de esta aniñada estudiante de matemáticas ávida por vivir la primera independencia, tratando de asimilar que su primer romance será a un aprendizaje para el futuro y eso la hará tan mundana como su aventajado partenaire.
Nunca la devoción absoluta de Czinner por su actriz fue tan adecuada como cuando la filma en esos interludios encadenados en elipsis donde se escenifican sus encuentros con este conquistador, siempre alerta ambos para no caer en algo tan inconveniente como el amor, unas escenas con perfume de comedia y un melodrama agazapado en los silencios y los fundidos a negro.
Bromean en un descanso de "Don Giovanni". Pobre tipo, coinciden, un perdedor.
El vértigo a compartir, que se tensa a lo largo del film, Czinner lo planifica sin aproximarse físicamente a su pareja y será en los momentos más ligeros o solitarios cuando los delinee mejor, una clase de pudor olvidada que Chaplin practicó siempre y que Richard Quine seguirá renovando treinta años después en "The world of Suzie Wong".
Y no es precisamente sencillo el equilibrio porque el "combate" de ella está en primer plano pero el de él es interior.
A la espontaneidad y la juventud, al tiempo (para rectificar y olvidar) en definitiva, se opone un personaje misterioso que no puede ser turbio, un experto que no parezca ya de vuelta de todo, un hombre íntegro para desgracia de su proclamado hedonismo.
La aparente imposibilidad para aislar el estilo de Czinner, cineasta con los ojos bien abiertos, nada preocupado por distinguirse con recurrencias o adornos, capaz de poner en pantalla una coreografía armoniosa y al instante siguiente capturar imágenes en cafés, estaciones o calles conservando toda su frescura, no podría ser menos importante mientras se asiste al suspense "máximo" como dijo Fuller, el de la verdad de los sentimientos.

viernes, 8 de agosto de 2014

ANATOMÍA COMPARADA

Es tan prolija la lista de grandes dramas y melodramas legados por el cine japonés, tan variada e inagotable, aún hoy día en que se ha multiplicado la posibilidad de acceder a ellas, que el lugar que ha correspondido a una película como "Gan", además nacida en unos años especialmente atestados de maravillas (1952), no ha sido el de las revelaciones, "obtenidas" de enrevesadas ecuaciones que distinguen a los films que acaparan y renuevan adeptos, prendados de un aura especial.
"Gan" efectivamente es fácil deducirla de una sencilla suma, que consiste en aprovechar una notable base literaria (la novela "Los gansos salvajes", escrita hacia 1912 y una de las más conocidas del escritor Mori Ôgai, también adaptado por Mizoguchi o Naruse), una prodigiosa interpretación de Takamine Hideko, aún en sus veinte años e iniciando la gran década de su vida, y la concienzuda labor del director, Toyoda Shirô, antiguo asistente de Shimazu.
El año que la multicolor "Jigokumon" de Kinugasa asombraba en Cannes, "Gan" era una más de las producciones Daiei, contenida, grisácea, mesurada.
Exiguo botín para coleccionistas y nada especialmente emblemático para los highlights de una época incomparable.
No parece gran cosa "Gan" pese a arrancar con un llamativo primer plano de su protagonista que lentamente se abre y reencuadra al personaje que habla - mientras ella esquiva ambas miradas - y quizá cuatro quintas partes de su metraje estén al servicio de unos minutos finales - no "depositarios" de lo hasta entonces narrado porque el ritmo no ha sido alterado y esa es precisamente la clave del film: la imposibilidad de que los acontecimientos caminen al paso de los deseos -, inolvidables, premio a la paciencia y la atención que discretamente demanda.
Será un espectáculo poco vistoso, pero no deja de ser una verdadera exhibición cinematográfica contemplar cómo emerge en la mente prisionera de esta mujer - mercancía estropeada como despectivamente la denomina la casamentera que quiere quitarse de encima una deuda emparejándola con el usurero que la apremia - una pequeña posibilidad de imaginar otra vida, que, por no separarse un centímetro de la más realista de las resoluciones, deviene en imprudente fantasía.
Defender a esta obra maestra debería ser una cuestión sencilla porque bastaría con darla a ver y dejar que sus múltiples bellezas pequeñas se acumulen lentamente en la vista y los oídos hasta llegar a esos minutos en que cristalizan esos planos ophülsianos en que mientras todo transcurre con absoluta normalidad, la vida de una persona pende de un gesto, objetivamente improbable, un milagro.
Toyoda apenas deja traspasar unos momentos y unos metros a su protagonista las barreras que la confinan, la mental y la espacial, obligándola en cambio a actuar ambiguamente, a camuflarse como lo que todos creen que es: la mantenida de un tipo odiado pero más cobarde que cruel, más resbaladizo que pegajoso.
Está ella extraordinaria cerrando las puertas correderas al mediodía cuando él manda a la criada a los baños públicos, desnudándose para atraer su atención - en un plano con el eje cambiado a otro en que cura la espalda a su anciano padre en el arranque del film - o encorvada al paso de ese estudiante de medicina que encarna la hipócrita "modernidad" de la era Meiji, empeñando libros para costearse exámenes y, sin casi sospecharlo, siendo un oasis para una bellísima desahuciada.