martes, 25 de noviembre de 2014

SEGUNDA PIEL

La presentación del personaje que interpreta Alexis Smith en "Whiplash" es una de las mejores del cine americano de su época.
Después de darse un baño, entra en su bungalow junto al mar. Cuando va a quitarse despreocupadamente el albornoz, descubre que un tipo que no ha visto nunca, Mike Angelo (ese raro actor llamado Dane Clark) ha entrado y está curioseando entre sus perfumes.
La cámara de Lewis Seiler, que la ha seguido desde que cruzó el umbral de la puerta con una panorámica lateral en la que refulgen sus piernas mientras camina, se detiene, dándole la espalda, justo en el momento en que encuentra a Mike, que no la ha sentido llegar, ensimismado con las fragancias de los pequeños tarros de cristal. 
Ella, más decepcionada de que la hayan encontrado que alarmada por la presencia de alguien allí (porque no le dice nada y porque se creía a salvo: no había cerrado la puerta con llave) retrocede y tropieza con un objeto que hace delatar su presencia.
Él la mira, paralizado por su belleza y aspira el olor de la esencia que tenía en las manos. "Nice" dice, refiriéndose a ambas sensaciones.
A continuación no sigue el tópico contraplano de cuerpo entero de ella, sino un fabuloso primer plano en el que, turbada, regresa a su rostro, sin que aún sepamos nada, la otra mujer, la que ella creía haber olvidado para siempre, la chica con malas compañías en la gran ciudad. 
La frase que él - el tipo más inofensivo que habrá encontrado en años, boxeador retirado ¡para ser pintor! - pronuncia mientras aspira el olor que emana del frasco, le debe haber sonado tan familiar como vulgar.
El erotismo tosco del gesto y el comentario de Mike, que trataba de "acortar" cuanto antes la distancia que había entre ellos, lo retrata también a él en su fingimiento: es el piropo de un solitario.
Sin cambiar el tamaño del plano, Seiler la hace volverse para huir, pero él la llama...
Un encadenado de escenas construidas con estos sencillos y nada espectaculares mimbres componen esta película de asombrosa factura visual, Warner Bros sin una pléyade de rutilantes técnicos (salvo la música de Franz Waxman y la fotografía del marido de Linda Darnell, John Peverell Marley) una de tantas joyas del cine negro olvidadas, tan buenas o mejores que otras mucho más famosas.
En estos mágicos años en que la grandeza noir estaba al alcance de tipos sin aureola como Seiler, Richard Wallace (su impresionante "Framed"), Arthur Ripley ("The chase"), Lewis Allen ("Desert fury", "Illegal"), Byron Haskin ("Too late for tears", "I walk alone"), Curtis Bernhardt ("Possessed", "High wall"), Norman Foster ("Woman on the run"), Henry Levin ("Two of a kind"), Michael Gordon ("Woman in hiding", "The lady gambles"), Joseph Pevney ("Six bridges to cross"), Mark Stevens ("Cry vengeance"), Peter Godfrey ("The two Mrs. Carrolls") o Vincent Sherman ("The unfaithful"), la más imperceptible combinación de circunstancias eleva lo rutinario a la categoría de apasionante.
"Whiplash" aprovecha a fondo sobre todo el misterio sobre el pasado de esta cabaretera, Laurie Rogers, extorsionada por el siniestro Rex Durant (un Zachary Scott tan turbio como con Curtiz, Ulmer, Vidor o Tourneur) y confusa por los sentimientos que le asaltan hacia un tipo no muy listo ni atractivo, ninguna maravilla como púgil y tampoco un gran retratista, de mal beber, poca memoria y menos mundo, pero su única posibilidad de escape.
Lewis Seiler midiendo la "física" entre sus protagonistas
Lo más opuesto a una mujer fatal - que realmente pueden contarse con los dedos de una mano en el cine negro: una abrumadora mayoría de las que lo parecen son víctimas de ellas mismas o marionetas de poderosos -, Laurie está más cerca de las resistentes heroínas de las películas "para mujeres" filmadas durante la guerra, por muy reducido que sea el margen de acción que le ha quedado.
Es bonito pensar que entonces no hubo diferencias y el público así lo percibió. Que no cayó tal meteorito como ahora nos parece cuando el género pasó a copar las carteleras.
Por muy subyugados por estas mujeres que habían vivido demasiado rápido y los hombres que querían alcanzarlas, por la estilización, por las armas de fuego y por las frases ingeniosas que estuviesen estos films, aprendimos a querer al despiadado cine negro porque no tenía obligatoriamente que sucumbir al cinismo.  
"Whiplash" no lo hace.
Lo que brilla con verdadera fuerza es la escena que parece improvisada - que parece de Nicholas Ray, quiero decir - en el restaurante a la mañana siguiente del encuentro en la playa, la mirada al suelo de ella cuando Mike la llama "Mrs. Durant" o el momento, filmado por Seiler reflejándolo en un espejo, en que su hermano recupera la dignidad y decide devolverle el sacrificio que ella ha hecho por él durante años.

domingo, 23 de noviembre de 2014

AQUÍ Y EN TODAS PARTES

La singular dificultad para ver "La Rosière de Pessac", primer cuasi-largometraje de Jean Eustache en 1968, apenas se ha visto compensada por la habitual memorabilia que acompaña a casi cualquiera de las obras filmadas por este cineasta durante su corta carrera; información de muy diverso interés que a veces cobra mayor relevancia que el mismo celuloide y un proceso acumulativo que comenzó y no se ha detenido desde que murió.
En teoría, "La Rosière de Pessac" es el film más privado de su carrera, más aún que "Numéro zéro" - casualmente o no, el otro más arduo de localizar - que concitaba una memoria histórica. Aquí no queda espacio para lecturas: tan motivado y alimentado por los recuerdos de su autor está su génesis, como escrupulosamente rosselliniana es su materialización.
Si ahora se hubiese descubierto, quizá incluso redundase más que en su propio beneficio, en el de su film hermano, homónimo y filmado cerca de su final, once años después, en color y tras el fracaso de taquilla sufrido por "Mes petites amoureuses". No parece difícil calcular el incremento de "dramatismo" que redundaría en ese nuevo retorno a Pessac conociendo la decidida voluntad por registrar la realidad que originariamente tuvo Eustache.
Una pista para mejor entender "La Rosière de Pessac" podría ser que no estamos ante un film contextual.
No saber a priori nada de ella ni de sus circunstancias no supone el menor hándicap, como por otra parte sucede con cualquier película por muy antigua o compleja que sea.
A cuanto emana de sus imágenes y sonidos no es necesario "añadirle" datos sobre la infancia del director allí, ni es imprescindible contemplar esa segunda parte rodada en 1979, ni desde luego hace falta hacer ningún recorrido turístico - ya que se centra en una fiesta popular - por esa pequeña localidad de la Aquitania francesa en que nació, ni conocer algo sobre las ceremonias que el film registra.
Es más, Eustache trata de abstenerse todo lo posible de cualquier tipo de intervencionismo o deslizar un matiz que puedan delatar su sentir frente a lo que filma.
Pero la inevitable decadencia que trae el paso del tiempo, que muda costumbres, las difumina, las hace parecer pequeñas y poco adecuadas para aprender de ellas, sólo para repetirlas - y la virtud es hacerlo miméticamente por muy vacías de contenido que hayan quedado - y el imposible mantenimiento de la primera pureza de la vida por muy preservada para los adentros de cada uno que haya estado (se convertirá en un sueño a poco que se trate de escenificar), eso que tanto interesó a Eustache siempre, aparece inevitablemente en "La Rosière de Pessac".
Vive en estas imágenes cuadradas y grises la misma pulsión de respeto al curso natural de la vida y el mismo arrojo para desprenderse de cualquier herramienta distanciadora o amplificadora que yace en "El sol del membrillo", "En construcción" o "Zendegi va digar hich", que revelan, sin caer en una sola prosaica crítica, esas tragedias temporales mencionadas desde la paciencia y la espera, volviendo la mirada y abriendo los oídos a los ritmos que nos circundan y que cada vez entendemos peor o ya ni sentimos.
Es significativo que Eustache, sin un preámbulo, tarde veintitrés minutos - casi un cuarenta por ciento del metraje - en sacar la cámara del salón del Ayuntamiento donde se propone y dirime, tal y como marca la tradición, qué chica encarnará hasta el próximo año la virtud comunal.
Por tratarse de la única parte de la fiesta que no es pública (y quizá Eustache nunca antes la había contemplado) es donde lo encontramos más curioso y detallista, más pendiente de los los rostros, los objetos y cualquier conversación ahogada por otras a mayor volumen.
Será por la hipocresía - tan cotidiana que se eleva al acta de la reunión sin pestañear - de que quede eliminada de entre las candidatas una chica porque su padre es alcohólico, será por el parecido físico y gestual del Alcalde con Paul Meurisse, pero surge una conexión con "Le dejéuner sur l'herbe" y con los otros grandes cineastas indisciplinados franceses (Guitry, Pagnol, Tati), nada más lejos de las intenciones de Eustache, pero que igualmente hace añorar que hubiese una película como esta para cada una de las grandes comedias que filmaron.
No por afán de complementariedad, sólo para constatar que con la misma intensidad, la misma verdad, permanece la fotografía del hecho como su representación.