jueves, 24 de marzo de 2016

MI SEGUNDO NOMBRE

El sueño de construir una gran carrera cinematográfica se le empezó a desvanecer a Elvis Presley hacia las navidades de 1961.
Poco antes se había estrenado la divertida "Blue Hawaii", que había dirigido Norman Taurog, y el "Coronel" Tom Parker se afanaba desde entonces en contar los billetes que llovían por fin de las recaudaciones tras un par de años interminables en que, a causa del servicio militar del mito, se las había tenido que apañar con recopilatorios y temas inéditos para mantener en funcionamiento el negocio.
Como era costumbre en la vida de Elvis, en esos meses en que quiso ser, a su manera, "uno más" entre los reclutas, le sucedió de todo: murió su madre, se enconó definitivamente la relación con el botarate de su padre, tuvo mil líos con chicas y entre ellos uno con Priscilla, de 14 años, con la que se terminó casando cuando ella llegó a 21, descubrió y abusó de las anfetaminas y el karate... y por si no fuera poco, se empeñó en volver a donde había dejado su primer idilio con el cine, el nacido de la justamente bien recibida "King Creole" (Michael Curtiz, 1958) y calzar de una vez por todas los zapatos de Monty Clift y Brando.
La tentativa se materializó en dos films, el western "Flaming star", dirigido Don Siegel y "Wild in the country" por Philip Dunne, los mejores de su vida.
El fracaso inapelable en taquilla de ambas finiquitó la fase "seria" de su periplo en Hollywood y, a diferencia de otras ocasiones, no necesitó esa vez Parker de grandes dotes de persuasión para convencer a su pupilo de que ese no era el camino que debía seguir.
A menudo lo había empujado a colocarse en una posición incómoda o extraña - nada aún comparado con lo que sucedería en los 70 - pero los millones de lp's vendidos de la BSO de "Blue Hawaii" - en gran medida debido al éxito de la sublime canción "Can't help falling in love" que había compuesto George David Weiss - y la habitual tendencia a "superponer" pasiones por parte de Elvis hizo el resto.
El personaje simpático y decidido que incorporaba en el film de Taurog, el desfile de chicas guapas y el tono ligero y nada pretencioso de la trama distrajeron además cualquier atisbo de crítica hacia el film, inmediatamente entendido como "lógico" dentro de un "capricho" que nadie - salvo Parker, que ya había vivido un par de vidas o tres, a cual más complicada, antes de dar con Elvis y olía el dinero como un sabueso - supongo que pensaba que se iba a prolongar aún siete años más.
Las reseñas fueron más que positivas, "tranquilizadoras": el Rey estaba bien muerto.
Muchos fans hacía tiempo que lo habían "asesinado" y a partir de entonces no se esforzarán mucho en diferenciar sus álbumes de sus películas. ¿Quién recuerda el estupendo musical "Girls!, girls!, girls!" por algo más que por su emblemática "Return to sender"?
También se perdió una oportunidad, quizá inmejorable y además doble. No sólo la de interesar a muchos rockeros por el cine de Jerry Lewis, Blake Edwards, Frank Tashlin y otros cineastas afectados por la banalización imparable del rock n' roll a casi todos los niveles, sino también la de atraer a cinéfilos que habían tomado la ironía y la comedia aplicada a la "música del diablo" como una caricatura sarcástica de una generación a la que no querían entender.
Así las cosas, nadie se extrañó cuando John Lennon "rebajó" poco después a Elvis hasta el estatus - se entiende que de aburguesado o algo peor - de Bing Crosby, en el típico exabrupto del que pide paso y no cae en la cuenta ni por asomo de que ni el acusador ni el acusado superaban en más de una cosa fundamental... a Crosby.
Pero ni la insolencia de los jóvenes de la British Invasion ni la hipocresía de veteranos como Sinatra, ni las maniobras orquestadas por Parker para apartarlo de su obsesión, impidieron afortunadamente que Elvis se convirtiera en todo un actor.

Más aún que en el magnífico film de Siegel, que le ofreció un papel de mestizo intenso y trágico, sería en "Wild in the country" donde Elvis, bastante inadvertidamente, dio lo mejor de sí con el más "pequeño" y adusto de sus personajes, este escritor incipiente construido a las órdenes de un cineasta recordado sobre todo por sus (algunos viejos, otros no tanto) guiones para Ford, King, Mankiewicz o Tourneur y mucho menos por haber filmado poco antes una obra maestra como "Ten North Frederick" en el 58, demasiado ignorada me parece.
Como dos excelsos Minnelli entre los que no desafina, "Tea and sympathy" y "Some came running", "Wild in the country" se pasea en scope por la brutalidad y la sensibilidad de la América de finales de la gran década con pocas conclusiones agradables y una mujer equilibrando un imposible.
Una mujer que se implicará más de lo que hubiese imaginado en la huida hacia adelante de este problemático Glenn Tyler, tan incapaz de disponer, ordenar o controlar nada, como de quererla, pueril y absolutamente.
Una mujer que recuerda a aquella inolvidable consorte incorporada por Deborah Kerr en la primera de las maravillas minnellianas citadas, mucho antes que a la reprimida Martha Hyer - desdoblada femeninamente en la atolondrada Shirley MacLaine de la segunda y eso a pesar de la presencia de Tuesday Weld y Millie Perkins teóricamente dispuestas para cumplir ese rol -, interpretada con admirable economía de recursos por Hope Lange.
Dunne construye todo el film sobre las miradas entre ellos, sin diálogos ni alteraciones temporales o de ritmo llamativas.
Hasta las digresiones se intuyen venir cuando algo les separa y eso es algo que también va más allá del libreto de Clifford Odets o del gran trabajo de la montadora Dorothy Spencer.

jueves, 17 de marzo de 2016

LA JUVENTUD

Al mismo tiempo que van saliendo a la luz algunas de las mayores películas silentes francesas descubiertas o recuperadas en los últimos años, se va removiendo poco a poco el panorama de aquellos años, un relato dominado desde hace lustros por rusos, prusianos, escandinavos y norteamericanos que tomaron y llevaron muy lejos el testigo de las dos parejas de hermanos "padres" de casi todo, Lumière y Méliès.
Los Feuillade, Capellani, Antoine, Epstein, Fescourt o De Gastyne que van apareciendo o remozándose en retrospectivas para festivales y las primeras copias domésticas que empiezan a circular, equilibran agradablemente el llamativo déficit de obras mudas importantes que parecía tener el cine francés hasta la llegada de tantos maestros que alcanzaron su verdadera plenitud en el sonoro. Faltaba y aún falta la épica, que apenas tiene a varios Gance y algún Feyder como representantes y no abundan tanto como en otras cinematografías las grandes obras realistas.
Las fundamentales "Germinal" o "L'assomoir" de Albert Capellani casi responden puntualmente a esas últimas carencias que mencionaba y las aún más gigantescas "Barrabas" y "Vendèmiaire" - ¿el "film del año"... casi cien después de rodarse? - de Feuillade enriquecen y, sobre todo, obligan a repensar otras muchas cosas dadas por buenas sobre estos cineastas, que cada vez parecen más amplios y originales, y su época, que se agranda con los años para equipararse a los 50 con cada vez más argumentos.
Léonce Perret, hacia 1920
Tambien de Léonce Perret han ido sumándose poco a poco nuevas obras a las conocidas, desplegándose mágicamente desde los breves planos de recuerdo, muchas veces quebradizos, incluidos en documentales o recopilaciones del cine que fue. Películas breves e intensas de los albores de los años 10 o filmadas cuando tocaban a su fin, como la bella "The unknown love / Les étoiles de la guerre" del 19 o joyas de la siguiente década como sobre todo la prolija y apabullante "La femme nue", un monumento de fluidez y audacia de puesta en escena que nada tiene que envidiar de ninguna otra película de 1926.
Un concepto sin absolutos - no como la belleza o la armonía, más resistentes al largo paso del tiempo - como la modernidad, tan recurrente en determinados momentos de renovación de la Historia del cine, inunda cada plano de la "clásica" y nada postulada como "rompedora" "La femme nue", la obra que prefiero a día de hoy de Perret.
Si asombrosos resultan sus planos atestados de actores y actrices en movimiento y cómo capta la empatía o el desasosiego de alguno de ellos sin tocar el encuadre, sin subrayar ni esgrimir un dominio del recurso - tantas veces conducente a banales reenfoques o a insertos para asegurarse que se perciben por todos -, aún más impresiona su paciencia para ir al detalle de la historia íntima, lindante con Borzage o Griffith en la pobreza y con Stahl o Stroheim en la riqueza, que primero viven y luego separa a Lolette y Pierre, unos fabulosos Louise Lagrange e Iván Petrovich.
Poco tiene "La femme nue", pese a que así lo aparenta su apertura, de film sobre pintor y su modelo y no es de la elocuencia de esa parte de la que más deba sentirse orgulloso Perret.
Es la entrada en acción de la vampiresa (la más "auténtica" posible por cierto, con refugio en los Balcanes) interpretada por Nita Naldi la que, más que un triángulo afilado, comienza a dibujar sobre el film una obsesiva pirámide de escenas que no se cierran sino que se acumulan con creciente violencia, como tantos melodramas muy posteriores construidos sobre la espera y la incapacidad para resolver los conflictos, tensos, rotos sin desmoronarse.
Conforme se suceden, ella se empecina, decae y añora, mientras él se deja llevar, se falsifica a sí mismo y olvida. Tanto que le toma la mano y parece contar sus pulsaciones cuando convalece de un intento de suicidio, indiferentemente, hablándole sobre el amor y cómo cambia con el tiempo, dándole lo que nunca se darían quienes se quieren: un consejo. Para enseñarle a vivir sin él.
Sentada en la habitación de aquel hospital, Lolette parece sin embargo la paciente de un sanatorio, aún no colapsada, pero tan afligida como el Scottie de "Vertigo".
La crueldad de esos momentos es insoportable. Y también lo contrario. Hablan de lo que sintieron como si fuese otro, un tercero, un intruso que soliviantó sus vidas, algo que ni la fatua Princesa que ha venido a arruinarlo todo será capaz de borrar.
El sentimiento como un personaje, esculpido indeleble, amoralmente incluso, en la memoria. Una idea de Marker, Godard o Duras