lunes, 28 de mayo de 2018

R.E.M.

La última película filmada por Otakar Vávra antes del "cierre" de la cinematografía de la Checoslovaquia estalinista en febrero del 48, es una de las muestras más desasosegantes de la ciencia ficción europea.
"Krakatit" desde luego no hubiese pasado la férrea censura instaurada pocos meses después y cuesta incluso creer que llegara a estrenarse en 1947; su marcado tono irreal y onírico apenas disimula que, si bien adopta el punto de vista de un personaje que genera pocas identificaciones - un científico, delirante y amnésico -, alcanza con claridad a los miedos y presentimientos sobre el futuro inmediato compartidos por millones de desinformadas personas de toda condición.
En la frontera entre el cine negro más expresionista, el cine político y el drama pesadillesco, cruce de caminos en el que nacerá un par de años después una de las películas más influyentes de la década, "The third man" de Carol Reed, se mueve el film de Vávra con llamativo desinterés por el neorrealismo que inundaba ya medio continente y que pronto sería también el "estilo obligatorio" adoptado por las autoridades de su país. Unos mandatarios, por cierto, que en el afán de oponerse al cine americano, debían recordar de antes de la guerra un cine enemigo muy diverso al verdadero de esos años en que aparecen los primeros grandes, inquietos y complejos Preminger, Ray, Polonsky, Ulmer, Tourneur, Fleischer, Zinnemann, Dassin o Lupino.
Los que aún recuerden al Otakar Vávra de los años 60 y 70, cuando era asiduo de festivales con películas "filosóficas" alérgicas al entretenimiento, debieran echar la vista atrás en su obra, a los días de la pabstiana "Panenství" de 1937 o de otra fantasía como "Krakatit" de 1940, "Dívka v modrém", no para desenterrar films redondos, pero sí para encontrar una buena cantidad de ideas visuales y auditivas, no del todo controladas. En efecto, contar o tratar de recordar "Krakatit" no es solo difícil porque la mayor parte del tiempo no sabemos, como le sucede al ingeniero Prokop, qué es plausible y qué una deformidad, cuándo hemos regresado al pasado y cuándo volvimos al presente. También porque Vávra prueba recursos por los que luego se haría famoso el mencionado film de Reed, que parecen audaces cuando funcionan y forzados cuando fracasan, pero que siempre van por encima de la laberíntica línea narrativa.
Basta mirar a los personajes femeninos, tres desdoblamientos freudianos opuestos entre sí, de una, quizá, misma idea mental del reprimido Prokop; una combinación, si se unieran en una sola persona, tan explosiva como las fórmulas químicas que le rondan a él la cabeza.
 
 
Ciencia ficción decía al comienzo, pero por desgracia lo inventado y lo enigmático queda del lado de la mente del angustiado protagonista, ya que la carrera atómica llevaba tiempo corriéndose bajo varios secretos auspicios, gubernamentales o no. No se sabe muy bien cómo, pero aún no nos ha exterminado, a pesar de caer en las manos menos apropiadas.
Ver las águilas de piedra, las cruces gamadas, los monóculos, las pieles y toda la parafernalia nazi que sirve de fondo a cualquier instancia "superior" al modesto entorno de Prokop, lleva directamente al corazón del asunto, a qué hubiese sucedido si los alemanes hubiesen podido o sabido utilizar esta energía devastadora durante la guerra y a "Krakatit" a conectarse con una de las más insólitas películas ...americanas, "The beginning or the end" de Norman Taurog, rodada en Los Alamos.
Pero ¿realmente elucubra sobre el pasado "Krakatit"?
Una buena pista podría ser que se dejó el alegato pacifista, para no admitir parecido alguno de los nuevos gobernantes comunistas con el reguero de personajes siniestros y falsificados que interpelan a Prokop. Tan poco se parecían que permitieron a Vávra defender la democracia y el individualismo. En sueños.
 
 

miércoles, 16 de mayo de 2018

SENCILLA COMO MIS CAMPOS

Son muchas las obras que hicieron crecer y afianzaron a las estrellas, el público y los cineastas - tal vez por ese orden - de la mejor época del cine mexicano, aproximadamente entre los años 40 y los 60 del pasado siglo; tantas que tal vez destaque más el conjunto, el muy musical universo comunicante y familiar brindado a dos generaciones de espectadores y añorado desde entonces por varias más.
Es probable sin embargo que, después de batir una buena porción del terreno, se concluya que llamativamente faltan grandes películas, escaseando, eso sí, las inservibles y las necias. Una mayoría tienen gran interés y todas algo.
Mirada a la distancia apropiada, tendría, grosso modo, forma de diamante.
No me parece baladí señalar esa "geografía" porque el empeño histórico ha sido el de tratar de ordenar en forma de pirámide, buscando el aspecto natural de cualquier cinematografía, tendencia me parece que especialmente contraproducente para mirar a esta.
Por cierto que  no sé qué problema tienen las mesetas, más agradables para adentrarse y con más recodos para descansar.
"Flor de durazno" debiera ser un paradigma de esto que digo, porque poco o nada tiene que envidiar a las más nombradas películas mexicanas, pero ¿quién la recuerda?.
Pertenece al poco llamativo Miguel Zacarías, uno de los críticamente menos reputados directores aztecas de entonces, tan en segundo plano siempre que al menos tampoco se le prestó atención cuando se despeñó en los últimos años de su carrera. Nunca se postuló como autor, tal cosa seguramente no se le pasó ni por la cabeza, ocupado siempre como estuvo en servir a la industria que lo distinguió como uno de los mejores conductores de divismos, pero uno es lo que hace, no lo que pretende hacer.
Tal vez si se hubiese mirado mejor "El peñón de las ánimas" (1943), éxito y punto de partida para una pareja mítica (María Félix y Jorge Negrete), otra suerte hubiese corrido el nombre de Zacarías, pero era demasiado fácil tirarla al cesto de los melodramas desmesurados y ahí se quedó, esperando que se descubriese su, irónicamente, sobrio y preciso perfil.
"Flor de durazno" es otra muestra soberbia de cómo contar una historia moralmente previsible - aunque zarandeada por pasiones de verdad: decoro y ética solo acuden a las puertas del desastre - con un mínimo de elementos, disponiendo cada encuadre y cada punto de vista para primar la construcción de situaciones, no buscando el brillo inmediato mediante el exceso. Ni cuando es fulgurante parece ser rápida, producto de un control sobre la interpretación y movimientos de cada intérprete en el plano.
Para colmo y suponiendo que pudiese ser apreciada por cuanto exhibe de discreta maestría narrativa - que parece imposible ya, si cuando fue tal cosa algo parecido a una virtud, no sucedió - habría que liberarla además de tres pesadas losas: ser el remake de un viejo film argentino, el primero protagonizado por Gardel que le ha quitado - no por visto, pero sí por nombrado - el poco eco que pudiese tener, el hecho de estar escrita por un personaje infame como Hugo Wast y, lo más inexcusable, que ninguno de los protagonistas, ni la bonita Esther Fernández, ni Roberto Romaña, ni David Silva, accedieron nunca al estatus que tenía el aquí secundario Fernando Soler, aún ahora, setenta y tantos años después, el gran aliciente comercial del film.
Miguel Zacarías
Se malogra así la oportunidad de recordar una película que de tan decantada, se eleva sobre sus ambientes mexicanos (o argentinos originales) y llega "por otro camino" del escogido por el Luis Buñuel de "Abismos de pasión" al romanticismo intemporal.
La lectura de la carta, sin puntos ni comas, por parte de Rina, el close-up que la encuentra a ella recostada en el portal cuando se fuga y ya prepara una salida para su desesperación al reencuadrarla, el melocotonero que "se cruza" en su camino cuando iba a prostituirse, el sensacional arranque con el crespón negro sobre el brazo de Fabián y casi cualquier cosa que haga o diga el personaje de Fernando Soler, pocas veces mejor y más variado, son solo algunos ejemplos de soluciones de puesta en escena concisas y realistas, como las de Henry King o Raffaello Matarazzo.
Y si tan arduo ha sido que los maestros obtengan reconocimiento...

domingo, 13 de mayo de 2018

MAYOR Y MENOR

La dispersión de la obra de Edgardo Cozarisnky empezó a acentuarse de tal modo hacia finales de la década de los 80, que en muchas de sus filmografías ni siquiera figura "Domenico Scarlatti à Seville", un film hecho para televisión y que forma parte de la serie "Opus", producida por la musicóloga Mildred Clary para la cadena Arte.
Hay por delante una buena labor recopilatoria para quien quiera ver todo lo filmado por Cozarinsky.
Para ese año 1990 en que se une al proyecto de Clary, al menos ya era un poco más fácil para cualquier seguidor de su obra augurar cuál iba a ser la próxima parada de la carrera del cineasta argentino, un desconocido en Europa en los primeros 70 cuando filmó su intrigante debut, "Puntos suspensivos o Esperando a los bárbaros", película desaparecida durante años y que se ha empezado a poder ver unos cuarenta después de su estreno, con lo que ni controvertida pudo ser.
En las dos siguientes décadas Cozarinsky poco a poco fue consolidando su nombre en torno a la investigación, sin rastro de nostalgia, sobre la memoria propia o las vidas de otros y cuanto quedó en él al conocerlas. 
Hasta llegar al punto de inflexión que supone su excepcional "Boulevards du crépuscule" (1992), donde en cierto modo Cozarinsky recomienza su andadura y ata definitivamente sus dos pasados, el argentino y el francés, hay de todo en su carrera: un thriller entre Abel Ferrara y Raul Ruiz, "Les apprentis sorciers" (1977) - que no haría mala compañía a un ilustre solitario, "Invasión" de Hugo Santiago -, un primer documental sobre la fascinante figura de Ernst Junger ("La guerre d'un seul homme", 1982, en buena medida borrador del gran "Ernst Junger: journal d'occupation" de 1999), una disquisición sobre la "figura paterna" de tantos cineastas, Jean Cocteau ("Autoportrait d'un inconnu", 1983) o una extraña y discutible aproximación a un cuento de "El Aleph" ("Guerriers et captives", 1990), quizás uno de los más inadaptables de Borges.
Se percibe que Cozarinsky había llegado a una buena tierra con caminos por delante cuando se contempla "Domenico Scarlatti à Seville", tan provechosa para quedarse como interesante si quería continuar.
No solo en el mimo estático con que filma la música o en las palabras que consigue arrancar para glosarla, también y sobre todo en las imágenes con las que responde.
Las intrincadas sonatas para clavicordio del maestro barroco, interpretadas por uno de sus mayores admiradores, el pianista alemán Christian Zacharias y enfrente un inusitado periplo por una ciudad con una memoria muy débil de los días en que estuvo "tocada" por Bárbara de Braganza y Farinelli, aquella Sevilla para Manoel de Oliveira.
Con lo primero ya bastaría. Zacharias, un erudito entusiasta y simpático, no necesita invocar recitales en palacios ni teatros para enseñar a amar la música de Scarlatti, sino compartirla como surgida de una sinagoga, una mezquita o uno de los varios rincones (que una vez fueron) plácidos de la ciudad en los que reflexiona, se embelesa y trata de hacer comprensibles esos remolinos de notas que suenan completos entre los yesos y las fuentes del Alcázar, aflorando esa sonoridad punzante de cuando la cuerda del piano quiso parecerse a la de la guitarra.
De lo segundo, se ocupa con gusto Cozarinsky, indagando en los alrededores del folklore, que pertenece al presente mientras aún mire atrás y no sea todo tópico. Unas niñas aprendiendo a bailar y tocar los palillos, los bordados de los trajes de luces, los azulejos componiendo vírgenes, un gitano borracho cantándole al río... ni procesiones, ni tablaos, ni sangre en el albero, ni caballos.
Las tres penetrantes miradas, extranjeras, contando como la primera a la de Scarlatti sobre la música española, resultan esclarecedoras e invitan a dejar de pensar que se puede poseer y legar lo que no se conoce.