jueves, 9 de diciembre de 2021

APÉNDICE VI: THE BEATLES GET BACK

Tan gastado está el apelativo de "documento extraordinario", que pierde un poco el sentido denominar así a lo que es, esta vez sí, uno de los más inusuales y esclarecedores films nunca editados sobre una banda de rock, este "The Beatles Get Back" montado por Peter Jackson sobre las filmaciones que en enero de 1969 dejó archivadas Michael Lindsay-Hogg y de las que se extrajo el previo "Let it be" en 1970, de escasos setenta minutos frente a estos monumentales cuatrocientos setenta.

Se venía hablando desde hace años de este material, del que únicamente era célebre una parte (el emblemático concierto en la azotea del edificio de Apple Records en Saville Road) y de la posibilidad de que viese la luz más de cincuenta años después de su filmación y de la disolución de la banda, acaecida unos meses después. 

Y por fin sucedió. 

Jackson lo hace muy bien. Tal vez debiera haberse denominado (en inglés) "conductor" antes que "director", pero la verdad es que no es intervencionista ni se dedica a dejar señales que lo identifiquen, limitándose a revisar, cortar lo que se presume reiterativo, hacer unas transiciones de aspecto vintage acordes al momento y acentuar el carácter de diario que tenían las imágenes y sonidos captados, más del doble en cuanto a duración estos últimos que los primeros. Cuando se anunció el proyecto y apareció su nombre, recordé su film "Forgotten silver" de 1995, aquel emotivo mockumentary sobre el ficticio gran cineasta neozelandés Colin McKenzie y no me dio mál pálpito. Todo el mundo tiene un pasado y Jackson una vez fue director de cine.

Y no era tan fácil porque estas bobinas no captan precisamente una celebración como por ejemplo de la que se ocupó Martin Scorsese en "The last waltz". Como es obvio, se trata de un momento extraño para The Beatles, tres largos años después de que dejaran de tocar en directo - y con una mezcla de inquietud y vértigo por volver a hacerlo - preparando un disco o un programa de tv o una película y ensayando canciones que finalmente irían a parar a por lo menos seis discos si mis cuentas no fallan: los dos últimos de la banda ("Abbey road" y "Let it be"), los dos primeros en solitario de Paul McCartney, el primero de George Harrison y el segundo de John Lennon, más una serie de improvisaciones sin nombre o con uno "de trabajo" que no cristalizaron en tema alguno.

El interés del material es inmenso para un seguridor de la banda o del rock y el pop del prodigioso final de la década de 1960, no sé si incluidos mitómanos, que suelen encajar bien los indicios, los detalles y los "refuerzos" a su idolatría, pero no sé si tan bien dosis tan excesivas de realidad como la de contemplar a los fab four sin aparente interés en otra cosa que la música, sin glamour, sin el filtro de la producción de George Martin - una figura decorativa todo el metraje y bien poco más pudo hacer con la mitad de estas canciones, que cayeron en las garras de Phil Spector -, riéndose de todo y de todos (de ellos los primeros, como el muy divertido y diría que necesario pasaje sobre la India, que echa abajo el relato trascendental que nunca fue), más bien agobiados y apremiados por circustancias, que creando libremente y mirando a la Historia.    

Y sin embargo, asistimos perplejos a la creación de algunas de sus canciones, cómo progresan con esa mezcla, imposible incluso para profesionales y sé bien de lo que hablo, entre técnica - acordes, modos, tempos, armonías - y entendimiento instantáneo de una mirada, un efecto, un cambio o cualquier elemento que atrapan al vuelo para conseguir pulir estas ideas que son pura leyenda de la música. Es evidente que la familaridad que puede empezar a sentirse conforme pasan los minutos y el hecho de que llegue un momento en que ya no asombre ver cómo se despliega su música, deja con ganas de contemplar el "gran misterio", la composición, las musas bajando domésticas y cotidianas a saludarlos. 

Entre el final de la primera de las tres partes y el comienzo de la segunda, se encuentra el momento cinematográficamente más intrigante del film, cuando amaga George Harrison con dejar la banda. 

Es realmente divertido pensar que después de cien teorías al respecto, mil cruces sobre la cabeza de Yoko Ono - que debía ser muy activa como elemento desintegrador fuera de cámaras, pero absolutamente pasiva delante de ellas - y una buena batalla de trastos a la cabeza lanzados mutuamente por Lennon y McCartney durante buena parte de la siguiente década en forma de canciones, alusiones, desmentidos y furtivos detalles deslizados a la prensa, resulta que aparece un nuevo sospechoso en el pequeño universo que es en sí mismo el final de los de Liverpool. 

Efectivamente, el cine también pudo ser el asesino. La presencia de cámaras coarta conversaciones, censura otras y como punto álgido, provoca un importante enfado en Harrison cuando Lennon le pide que toque de manera sencilla y empieza a poner de ejemplo al brillante guitarrista de Blind Faith (y antes de Cream, The Bluesbreakers y The Yardbirds), Eric Clapton, al que llega a sugerir como su sustituto. Reducido a ese episodio, se trata de una anécdota, pero habría que pensar que durante esos minutos en que se vuelve incluso violenta la contemplación de las imágenes y hasta surge una inesperada chispa de conexión con "Lightning over water" de Nicholas Ray y Wim Wenders, la idea de este escrutinio es la peor imaginable para una banda con problemas.

El mismo concierto mítico en la azotea se revela ahora un gesto aún más absurdo y lúdico, una broma más de las muchas que hacen y ya prácticamente no queda casi nada del hito mediático que siempre trató de promocionarse. Es el extraño colofón a un proceso parcialmente improductivo y abandonado a medias.

Y por otras pistas deslizadas (el manager depredador que acecha y seduce a Lennon, Harrison anunciando que tiene canciones que se quiere "quitar de encima", McCartney y su disciplina sin gran o ningún eco en los demás...) definitivamente ningún bien le hizo al grupo saber que en este momento de recapitulación y abandono de la línea de experimentación continua en el estudio, la cual habían llevado a una de sus más altas cotas, estaban siendo expuestos a los ojos de todos, los débiles, cambiantes y divergentes lazos que aún les unían.  

viernes, 3 de diciembre de 2021

MELODÍAS INTERRUMPIDAS

Así como sería sencillo reconocer un personaje suyo entre una multitud y hasta una frase salida de su pluma nada más escucharla, costaría encontrar una película que contenga, elevado a los mayores exponentes, todo lo que fue capaz de dar un cineasta como Sacha Guitry. El universo, en apariencia finito, de sus grandes películas de los años 30, se ensancha y disgrega tras la Segunda Guerra Mundial hasta tal punto que algunas de sus obras finales no son sus antagonistas, pero sí que las critican y mencionan entre dientes los brillantes hallazgos de las que siempre fueron sus más respetadas y queridas cintas; recordando, por si fuese necesario, que la idea del cine en la comedia está antes y debajo del encanto y la risa.
La fama de la parte final de su filmografía estuvo en entredicho conforme se sucedían los estrenos, muy pronto decreció y ahora es simplemente inexistente. Cinco y siete años después que John M. Stahl y Gregory LaCava, respectivamente, la muerte de Guitry sobrevino ya en un momento en que Francia era el centro neurálgico de la crítica de cine y pudo aún ser reivindicado (casi en exclusiva por Godard y Lourcelles), pero también un momento de tal vez exagerada o conveniente "ruina" del cine francés, unos años en que frente a la envidiada explosión que se producía en USA o Japón, del cine francés y a excepción, claro, de Jean Renoir, solo contaban de verdad un reducido grupo de cineastas - Robert Bresson, Jacques Becker, Jean-Pierre Melville y Jacques Tati; también, un poco menos, Marcel Hanoun y Alexandre Astruc -, mucho más jóvenes que Guitry, Abel Gance o René Clair, a pesar de que estaban filmando algunas de sus mejores películas.  
"La vie d'un honnête homme" es uno de los films menos difundidos de Sacha Guitry, en tierra de nadie por haber aparecido justo antes de los lujosos espectáculos ("Si Versailles m'était conté", "Napoléon") con que se "jubilaba" al autor que había tenido el fugaz arrebato cáustico de "La poison", un autor que será ya inatendido cuando filme en los dos años finales de su vida las tres obras de recapitulación elíptica y reflexiva donde lúcida, ferozmente, comprime su periplo como escritor y director de escena.
"La vie d'un honnête homme" bien podría ser, debería ser, la película clave de Guitry
Muy lejos de los relatos históricos y de las fantasías mundanas que le granjearon su viejo prestigio, contiene sin embargo, en esencia, reducidas a líneas de fuerza, sin el menor adorno, en toda su desnuda potencia, sin puntos finales ni ánimo alguno de despedida, sus constantes: la vana búsqueda de la libertad, la aún más difícil escapatoria de las apariencias, el deseo y el capricho, el desprecio a las convenciones, el gusto por lo sencillo y lo cercano, la tragedia a la vuelta de la esquina de la mayor dicha...
Cómo le hubiese beneficiado una sugestiva conexión con, por ejemplo, un film de su misma estirpe como "Le testament du dr Cordelier", pero me temo que tampoco anda ese supremo Renoir muy sobrado de admiradores. O con el Buñuel mexicano, del que anda más cerca durante el periodo que finaliza con la igualmente ignota y fundamental "Les 3 font la paire" que todos sus contemporáneos.
Resumido, leído su argumento o una vieja reseña tan superficial como sea posible, puede parecer "La vie d'un honnête homme" poca cosa, un cuento moral no muy a la moda de 1952. Ojeado su aspecto general, a poco se contemple una imagen o una escena aislada, se diría en exceso austero, poco ventilado y prosaico. Por otra parte, la presencia de Michel Simon decepcionará (dos veces, pues interpreta un doble rol y eso que nunca estuvo tan contenido este actor genial con tendencia a desbordarse) sin remedio a todo el que esperase verlo repetir su vitriólico y regocijante papel en "La poison".
Pero este film barato y modesto, filmado en diecisiete días, va mucho más allá de la consabida habilidad para los diálogos y el dominio del espacio de Sacha Guitry
A veces es por cómo decide mostrar una escena, como la del primer encuentro de los dos gemelos, modélicamente construida en plano-contraplano para acentuar su oposición. Que no recurra burdamente al trucaje para mostrar a los dos personajes que interpreta Simon juntos es un hito absoluto de la planificación.  
En otras ocasiones es por el cambio de ritmo, como la súbita aparición de la confidencialidad en la escena con la prostituta, una escena que, aislada, es una de las máximas bellezas del cine francés, una escena no solo digna, sino incluso más carnal, más libre que varias de las mejores de "Le plaisir" de Max Ophuls.
A menudo, es por los silencios, de los personajes, de la voz en off y especialmente de las posibilidades abiertas y aprovechadas en lo que sirven a la narrativa, cortadas, inacabadas para no presentarlas como bloques independientes y estancos. A pesar de haber empezado a filmar en 1915, Guitry - y se dirá que por la contaminación teatral sin haber visto una sola de sus representaciones - debe ser el último cineasta debutante por esa época en conquistar el "medio primitivo" de su arte, el plano frontal (las dos parejas y su distancia), el corte a un inserto (la televisión, el dinero), la continuidad funcional entre diversos tonos (la escena del restaurante, la de la canción, la de la cocina con los sirvientes), el gag imperceptible derivado del movimiento de varios elementos al mismo tiempo (la escena del ataúd). Sus películas, a partir de "Deburau" y más tajantemente desde "Je l'ai été 3 fois!", de alguna manera "regresan" a un punto anterior a su época dorada, como si los veinte años "en blanco" que van desde su debut en 1915 hasta el rodaje de "Pasteur" en 1935, se completaran imaginariamente con unas películas maduradas en los estertores del cine mudo. Nunca se pareció más al cineasta con que tanto lo compararon - para hacerlo de menos casi siempre -, Ernst Lubitsch, como entre 1952 y 1957.    
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Nota: Para una vieja copia de peor calidad que la mejor que circula, desconozco la procedencia, he hecho unos subtítulos. Me he apoyado en una máscara de tiempos y unos horrorosos rótulos holandeses que encontré y que he tenido que rehacer por completo. Pido disculpas por los errores de traducción, mi francés es autodidacta y muy mejorable como se podrá comprobar. Enlace aquí

jueves, 25 de noviembre de 2021

VENDRÁN LAS FLORES

Primero está el mundo, el único que cuenta como aseguran los realistas, que corre raudo, ajeno a las urgencias de nadie, eternizando lo trivial. Si se regresa a uno en el que antes ya se había vivido, andará caminando un trecho más adelante del recuerdo. Habrá mudado y hasta puede que sea irreconocible; tocará en ese caso volver a comprenderlo.
Después están, discontinuos, los pequeños episodios por los que nace un romance, felizmente o donde no debía y cuando quizá no querían los protagonistas, a desmano o sin lógica. De repente, la métrica de las rutinas propias pierde su cadencia y se reordena en función de cuánto se progrese considerando las del otro; lo que queda, un poco siquiera, a un lado, desaparece.
Finalmente, doblegando las dificultades y hasta al mismo mundo, que se detiene a mirar, surge el vértigo.
Estas tres "velocidades" del melodrama, en proporciones desiguales, han sido combinadas en un afortunadamente amplio abanico de grandes películas. La mayoría, quizá por un elemento de concentración narrativa, abstraídas en las dos últimas y apenas utilizando unos apuntes de la primera, convertida siempre en útil referente en movimiento para lo que interesa realzar.
Casi todos los melodramas románticos totales compensan la relativa poca importancia de la primera de esas velocidades con una serie de circunstancias excepcionales - una guerra, una misión, un exilio, un ambiente viciado o sometido, la conquista de un territorio incivilizado o desconocido, etc. - que siembren incertidumbre, sobre todo en cuanto al momento en que cada cosa empieza o termina, pues nadie puede saberlo.
La última película dirigida por Urayama Kirio, “Yumechiyo nikki” es entonces la menos célebre de entre las rarezas, de entre los melodramas absolutos sin fondo, o mejor dicho con un fundamental escenario donde no sucede en esencia nada y sin embargo condiciona por completo la puesta en escena. Y no está mal acompañada precisamente: "Some came running", "Corps à coeur", "Strangers when we meet", "Bubù", "Le mirage", "The brown bunny", "Ich will doch nur, daß ihr mich liebt", "Mademoiselle de Joncquières", "Francisca", "The dead" o "Kauas pilvet karkaavat" y una buena cantidad de obras de compatriotas, todos más ilustres, como por ejemplo "Banka", "Oyû-sama", "Akitsu onsen" o "Midareru".
Casi todas ellas podrían ser otra cosa muy distinta y hasta la opuesta, si de ese fondo se extirpara o arrinconara como un objeto de atrezzo al amor y quedase autónomo. El film de Paul Vecchiali sería una divertida comedia múltiple, el de Aki Kaurismäki una triste comedia absurda, los de Vincente Minnelli y Richard Quine, unos (aún más) devastadores retratos de la penúltima América de Eisenhower, el de Vincent Gallo ilustraría inquietantemente el deambular de un psicópata, el de Mizoguchi Kenji tornaría a drama con madre hithcockiana, el de Manoel de Oliveira se alejaría de Victor Hugo para acercarse a Balzac, el de Mauro Bolognini se quebraría por su parte hacia el cine de su buen amigo Pier Paolo Pasolini, el de Gosho Heinosuke sería aún más ambiguo y ya no se sabría cómo de intencionadamente (y, claro, de manera superficial al opacarse el primer plano de atención) lésbico, el de John Huston sería tildado antes de "nórdico" que de costumbrista...
Como nadie puede saber cuándo ni dónde llegará el momento propicio en que revelará lo que se recordará cuando ya no esté entre los vivos, tal vez sea la ausencia de carácter testamentario que tienen obras de vejez de cineastas conscientes de que difícilmente volverían a rodar, lo que otorga una especial exaltación y vigor a esta película deslumbrante, tan carnal y tan poco redentora que es un imposible film final.
En otoño de 1985, cuatro meses después de su estreno en junio, efectivamente moría de un ataque al corazón Urayama Kirio, tras haber completado tan solo nueve de las doce películas que solía decir iba a filmar. Tenía cincuenta y cinco años.
Se había embarcado Urayama dos años antes en el primer proyecto más ambicioso de su vida, dos décadas después de su debut y aún deseoso de dirigir las obras que pudieran convertirlo en el cineasta que una vez quiso ser, cuando compartía estudios y amistades con Oshima y Yamada, Kawashima, Imamura y Yoshida. La expedición, seria y analítica, por las procelosas aguas del pinku eiga de ”Anshitsu” es una incursión muy extraña a su trayectoria - que había llegado hasta la animación -, alejada de ese género del que muy pocos colegas de su generación se libraron.
Yumechiyo nikki” es también un diario como "Anshitsu", pero solo un momento de cada dos porque se lleva los fotogramas volando el fondo del que hablaba; en realidad se trata de una retrospectiva, que pudo ser fúnebre o elegíaca - una enfermedad terminal provocada por la radiación atómica recibida antes del nacimiento - y no es rosa pese a sus títulos de crédito de ese color (y al fondo la nieve, como en "An affair to remember") ni a partir del minuto cincuenta y cuatro cuando él carga con ella, desfallecida, a la espalda, una escena de mayor erotismo que todas las protagonizadas por geishas o modelos desnudas para oficinistas borrachos y pintores de más dudosa moral aún.  
Cómo es capaz de filmar Urayama, como si se tratase de un genuino diagonale, el acuciante drama de esta incomparable actriz, Yoshinaga Sayuri, combinarlo con un misterio escurridizo que aparece en los últimos meses de su vida y no perder de vista el humor del entramado de historias cruzadas de cuantos fueron sus amigos y amigas, retribuye como si este cineasta hubiese al fin culminado una carrera de obras en imparable ascenso. 
A veces basta una sola película para decirlo todo y de hecho demasiadas veces sobran todas menos las que no hacen profesión ni oficio, todas menos en las que subyace un verdadero motivo.

sábado, 13 de noviembre de 2021

EL PRÍNCIPE PROMETIDO

Las habladurías sobre el mundo imaginado por Alexander Ptushko - folklore, bonhomía, magia, mitología - son, por sí mismas y sin necesidad de ver sus películas, argumentos más que suficientes como para hacer correr despavoridos a una mayoría de cinéfilos actuales. 
Ni con la mayor confianza en las posibilidades plásticas del cine, parece sensato esperar otra cosa salvo general extrañeza y alergia sentimental ante las imágenes que impresionó este cineasta consagrado a las más fantásticas historias.
Como me temo que solo conectaría con los condescendientes y con los que aún cultivan "placeres culpables", que son dos de las actitudes que más desprecio, si solo fuese capaz de confesar que me gustan notas y estrofas aisladas o los colores de sus obras, es mejor ir al grano y decir que en particular de una de ellas, “Alye parusa”, no solo disfruto de algunos de sus planos del mar, de la música de Igor Morozov o de secuencias como esa serie de encadenados justo al comienzo, del atribulado Longren, que ha regresado a su casa para encontrar que su mujer se murió de frío tratando de sacar adelante a su hija, la ve crecer. En realidad, muchas revisiones y muchos años después de la primera vez, a pesar de su previsible peripecia, me parece una película admirable.
Si retrocediéramos a su estreno en 1961, ya sería difícil compartir la discreta emoción que puede comunicar una obra perdida desde su macimiento en la noche de los tiempos y tal vez solo si estuviese camino de cumplir "Alye parusa" un siglo - la novela de Alexander Grin que muy elípticamente adapta es de 1923 - resultaría menos anacrónica su defensa.
El valor representativo del film es casi nulo porque no resume ni ejemplifica el cine de Alexander Ptushko, que es mayormente otra cosa, pero supongo que una anomalía desgajada de una obra tan alejada de cánones es doblemente singular. 
Ojalá hubiese una docena de películas maravillosas suyas, mas suele adolecer su cine de ciertos excesos que “Alye parsusa” evita, pero que no la han rescatado tampoco del olvido en que permanece sumida: abusos de vestimentas, decorados y disfraces, de un blanquísimo sentido del humor o de una fantasía infantil que demasiados niños no entienden cómo les fascinaba en cuanto crecen un poco.
Lo que bulle en la cabeza a pájaros de Assol, como le sucedía a la huérfana de "Lili" de Charles Walters, es estrictamente incomprensible para todos, espectadores incluidos, cuantos la miren por encima del hombro y lo mismo sucede con el desheredado Capitán Grey que nunca dejó de jugar a ser Robin Hood. Al propio Ptushko también, que no quiso filmar una miniatura del barco con las velas rojas que tantos años esperó Assol y mandó comprar dos mil quinientos metros cuadrados ante el asombro de la Mosfilm.
Nada hay más serio que la fe, los sueños o la rebeldía, así que ya pueden pasar otros sesenta años y "Alye parusa" no va a rejuvenecer un ápice ni revestirá su pequeña alma aventurera de novedades para ser abanderada de nuevas causas. 
La que indiciariamente representa, la del romanticismo, no encontró en ella un arquetipo clásico, a pesar de las apariencias.
Personajes románticos, sí, pero por separado, ajenos a la posibilidad de compartir un destino común y de hecho tendrá que materializarse, casi por casualidad, una profecía tomada durante años por un disparate, para que no termine siendo el film una tragedia. 
El parlamento final, oportuna y certeramente solemne - porque no son privados los gestos que lo provocan - da el último paso necesario para que sea este un raro ejemplo de film romántico sin amor, que debe ser lo más parecido a uno religioso sin Dios.  

sábado, 30 de octubre de 2021

EL CINE PROBABLEMENTE


La revista mexicana El Cine Probablemente (enlace a la web y a su instagram) lanza su primer número en papel estos días, tras un periodo de preventa que comenzó en los últimos días del verano. Ya puede encargarse un ejemplar.

Rafael Guilhem, Jorge Negrete, Salvador Amores y Abraham Villa Figueroa son los amigos que se han embarcado en esta aventura, tan nueva siempre como el entusiasmo que se le procura.

Dentro del interesante contenido, incluyen una entrevista que me solicitaron con motivo de la publicación del libro "En los márgenes de la historia del cine" y que nos llevó hasta la creación de este espacio y por cuantos caminos iban apareciendo.

Gracias a ellos, buen trabajo y mucha suerte.

viernes, 22 de octubre de 2021

ABSOLUTAMENTE NADA

En algún lugar entre los cines de Jean-Luc Godard y de la pareja formada por Danièle Huillet y Jean-Marie Straub, fluye - estuve tentado de escribir nació, pero lo cierto es que amalgama pasadas pero también futuras películas - "Zwischen zwei kriegen", del alemán Harun Farocki, maestro de la construcción de "imágenes que piensan" antes que compositor o teórico. Arrastra fama de cineasta frío y difícil Farocki, de ser tan combativo que deviene rijoso, cuando en realidad se trata de un didáctico. Al menos reconforta saber cuánto pudo ayudar al futuro director Christian Petzold, porque resulta terrible pensar en el aparentemente solitario y único posible destino de todos los precitados y cuantos precursores eligieron. En los Petzold, muchas de sus ideas, devinieron elementos de thriller y fantasía, que es buen terreno para crecer.

"Zwischen zwei kriegen" de 1978, una de las más perfectas de cuantas conozco suyas, sería sin embargo complicado elegirla como la mejor de sus obras, que tienden a cobrar sentido al complementarse unas a las otras, a veces estrictamente. "Zwischen zwei kriegen" viaja acompañada de "Erzählen", tres años anterior - pero que vio la luz en el proceso de creación de "Zwischen..." -, dirigida a medias con la cineasta finlandesa Ingemo Engström, en color y quizá también una tardía réplica de las películas más dialécticas del Grupo Dziga Vertov.
Se trata, en todo caso, de su film económico.
Literalidad doble, porque pese a poder ser considerado, así lo señala su título, como una reflexión bélica, a cuanto ocurre entre dos guerras, en concreto durante la República de Weimar (1917-1933), se trata de buscar a las deidades pecuniarias que suelen provocar, dilatar y dilucidar cualquier conflicto: el dinero, las materias primas, la posición estratégica de un territorio. Y económico - qué curiosa acepción de la ciencia ejecutora por excelencia - porque esta película se filmó sin apenas medios, ningún apoyo institucional, durante un largo periodo de tiempo y de espaldas al factor comercial del cine.

Muy al comienzo, avisando a navegantes, hay ya un "peligroso" pensamiento, demoledor si lo expresa un alemán, aunque sea uno medio indio como Farocki, por boca de uno de sus personajes. A un lado quedan la bala disparada y que abate un enemigo y la bala disparada sin causar víctimas pero que mantiene activa la maquinaria industrial que se enriquece fabricándolas. Al otro, los jinetes del apocalipsis del poder: la inacción, la negación, la deserción.
En el hipócrita escenario de la gloria, barro y sangre, dar voz o escucharle los pensamientos a quienes empuñan las armas es demasiado duro para cualquiera... que no justifique el fin. Aquí mueren todos los parlamentos antibelicistas, los torpes y los sensibles, los explícitos y los que fueron tomados como bromas negras. 
Extraña sensación la de sentir tan lejos el documental como la ficción. 
Y extraña anticipación a la fiebre futura de mirar cualquier aspecto de la realidad con esa lente de la economía siempre presta a explicar por qué ha ocurrido cualquier circunstancia. La visión excesivamente reducionista del film - deja de lado la historia, que a veces es producto del azar, del coraje para cambiar las tornas - es por desgracia premonitoria.
La vieja - entonces no tanto - idea de Godard sobre el cine y cuan cerca estaba de ser una industria manufacturera y lejos de poder convertirse en un instrumento que pudiese servir a la clase obrera, la toma Farocki para, directamente, medirla.
Filmar es reflejar las vicisitudes de la filmación, cómo costó impresionar cada metro de película, si fue provechoso o terminó en un callejón sin salida lo que se propuso cada plano.
Y como los números no cuadran, como el bienestar proclamado era verdad para unos pocos y una gran mentira para la mayoría, la película no puede de ninguna manera consistir ni concluir en un vano recuento.
No es casualidad por tanto que para finalizar, evoque al más impresionante plano de una película de 1932, "Kuhle wampe, oder: wem gehört die welt?" de Slatan Dudow (y Bertold Brecht), una de las más vivas muestras del muy poco halagüeño panorama que había quedado hacia el final de esta era y que fue el perfecto escenario para el advenimiento del Tercer Reich.
Allí, en el suelo, borrada por la lluvia, estuvo la silueta de alguien que no fue obligado a morir por la prosperidad.

domingo, 26 de septiembre de 2021

APÉNDICE V: AMÉRICA, AMÉRICA

Tan seco y duro como impresionante, "Hostiles", el, de momento, último film de Scott Cooper, parece que no tuvo ni estreno en salas y me temo que en otras épocas hubiese sido un cartucho de vídeo arrinconado en un estante con aspecto de subproducto para nostálgicos. 
En 2017 quizá era peor aún, porque un simple trailer disuasorio o una breve reseña, tan breve como esta, de un viaje hacia el norte, desde New Mexico a Montana, para trasladar a un indio enfermo y su familia por parte de los soldados que los habían combatido, corría el serio riesgo de confundirse con un exabrupto patriótico y de reescritura de ciertas cosas que no fueron contadas como era debido, aprovechando que comenzaba la infausta era Trump.
Nada que ver. 
Película sin vencedores ni vencidos, sin una imprecisión, extrañamente sobria - quizá demasiado: los diálogos resultan casi inaudibles -, digna y solitaria, como los géneros de los que se desgaja, el western otoñal y el cine bélico de los años 70 del pasado siglo. 
Cada nueva muesca en esos viejos revólveres solía traer de vuelta la "actualidad" de los mismos, las injustas comparaciones con el pasado y los aún más desproporcionados vítores a poco que recuperasen la gloria de entonces, poco o mucho, como si esa fuese su función.
Ahora da la impresión de que nunca existieron, que este territorio está inexplorado, que es más cierta que nunca la extrema libertad de los códigos, que las posibilidades son tan vastas como las que podría deparar una ciencia abandonada.
Excelentes los actores y actrices y gran foto del interesante Takayanagi Masanobu
 
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El más reciente disco del cada vez más inclasificable Scott H Biram, "Fever dreams" (2020) va camino de correr la misma suerte que los anteriores once y la que acompañó a los de Hank III (nieto del mito Hank Williams), que parece haber tirado la toalla para vergüenza de todos.
A Scott parece no importarle nada no importarle nada a casi nadie. Le abandonaron los que lo seguían en el circuito country cuando empezó a distorsionar guitarras, mezclar su música blanca con las negras y hacer en definitiva lo que le dictaba su conciencia. Más solo cada año que pasa, graba en su estudio tocando todos los instrumentos y se autoproduce. Lejos de tratar de paliar el fracaso comercial que le espera, no se publicita en redes sociales ni hace promoción. 
En las cada vez más escasas entrevistas que concedía declaraba su deuda con Lightning Hopkins y con King Crimson (!) lo que tampoco ayudaba precisamente a ubicarlo; pero ya no habla. En su lugar lo hacen estas trece canciones cortas e hirientes, una de las colecciones, si no la colección más apasionante de su carrera. 
Le hace justicia a un tema de Townes Van Zandt nada menos ("Highway kind") y entrega algunas de las más lúcidas composiciones de su vida: "Hobo jungle", que podría estar en cualquiera de los grandes discos de Iggy Pop, "Drunk like me", la sacudida punk de "Watcha gonna do?" o mi favorita, "Everything just slips away".

martes, 7 de septiembre de 2021

CAERÁS

Media docena de correos llenos de ocurrencias y de buen humor por su parte es todo cuanto conservo de mi breve correspondencia con el cineasta Patrick Tam, al que localicé cuando se "retiró" del cine en 2006 para ser profesor, tras filmar "Fu zi", la primera película suya que vi. 
Por suerte no ha sido tanto así, quiero decir que no cumplió su palabra y ya parece que por fin se distribuirá el film colectivo fechado en 2020 donde le acompañan viejos colegas como Ringo Lam (que ya no podrá verlo en las marquesinas), Tsui Hark o Johnnie To y que aguardaba estreno desde hacía años. 
Él nunca lo aclaraba del todo, me daba la impresión de que tenía demasiado orgullo sinceramente entendido como modestia, pero siempre pensé que aquella decisión de cambiar de oficio mucho tuvo que ver con que hubiera esperado otra acogida para esa su primera obra en quince años; más aún teniendo en cuenta que la última que había conseguido terminar es la que él mismo consideraba su gran hito, "Sha shou hu die meng", de 1989, con lo que no se trataba de una intentona baldía y extemporánea por parte de quien ya debiera haber entendido que lo que hacía no valía nada. Entre veras y bromas, decía que nadie estará completamente olvidado hasta que deje de importarle a él mismo.
Son muy pobres las excusas para justificar la indiferencia que rodeó a "Fu zi", una de las grandes películas asiáticas de este siglo y uno de esos pretextos - que en plena marea alta de la gran ola de un nuevo cine asiático quedaba muy lejos aquel cine hongkonés de los años 80 - es sintomático de que en cine lo nuevo entierra a lo viejo, hablemos de mainstream o de lo más minoritario que pueda imaginarse. Simplemente falso es otro de ellos, que todo ese cine violento y malabarístico de la corriente que lo vio nacer no interesaba a nadie; no hay cine que interese a más público que el más llamativo y superficial, pero ni eso fue el cine de Tam en los días de "Ming jian (The sword)" o "Zui hou sheng li (Final victory)" ni eso era, ni remotamente, "Fu zi". 
Lo que no había cambiado para Tam aunque fuese 2006 y el mundo mirase a Hong Sang-soo, Suwa Nobuhiro, Raya Martin, Hou Hsiao-hsien, Jia Zhang-ke, Apichatpong Weerasethakul, Wong Kar-wai, Kawase Naomi, Tsai Ming-liang, Lav Diaz, Kurosawa Kiyoshi, etc. (qué pena dónde quedan algunos ya) era el complicado, imposible a veces, balance de sus "peligrosos romances profanos" (en peligro más bien creo yo, pero no era cuestión de contradecirle), ese en el que nunca, como solía comentar, supo qué pesaba finalmente más en plano de esos tres aparentemente combinables elementos pero que solo por parejas habían funcionado bien desde los albores del cine. Por supuesto era consciente que era uno de ellos, la violencia, el que distorsionaba el conjunto, pero cómo evitar, cómo evadirse de la memoria, de mil historias escuchadas, de los propios recuerdos.
Utilizar la luz, la música o el montaje para encontrar un equilibrio de fuerzas fue su batalla y volver de nuevo, por enésima vez a la más bella de todas ellas, "Sha shou... (My heart is that eternal rose, en su bonito título internacional)", no ayudará gran cosa a paliar el desagravio, pero sí reconfortará. Por ver a Tam en plenas facultades, exuberante y exacto donde lo tentador era ser muy rápido y muy espectacular, minucioso hasta con los más hilarantes o brutales actos de sus, a menudo, totalmente irreflexivos personajes, pero dispuesto a tirarse de cabeza a por un brillo o un momento fugaz de emoción sin pensar en ridículos o sonrojos.
De ingenuos salvajes como Patrick Tam debiera estar lleno el cine.
De poco sirvió decírselo - no tenía la menor inclinación musical hacia el rock y sospecho que debía sonarle peor aún el más duro -, pero siempre creí que su cine era tan puro como los grandes discos de metal del momento. Y qué momento: "Rust in peace", "Cowboys from hell", "Painkiller", "Never, neverland", "Lucifuge", "Seasons in the abyss"... casi nada.
De los cuatro actos de que consta "Sha shou hu die meng", el segundo está en elipsis y el tercero se compone de dos largas escenas que conectan al resto del film y le dan sentido, con lo que tan solo asistimos a la presentación y el desenlace, quedando el corazón del film limitado a unos flashbacks y a una carta que recuerda Rick, el protagonista, cuando vuelve del habitual punto de partida - o a veces el central - de su cine, el exilio. 
Pocas veces por cierto un retorno ha sido dado mejor en cine, en un plano en el que por un metro o un segundo, no coincide con la chica que quiso. Un plano que no es y un plano que lo es todo.
Habría que ir más lejos. Es lo que no se ve, lo que queda en duda, lo que permanece inexpresado o se frustra, lo que eleva al film muy por encima de su premisa y su desenlace, que muy poco se apartan del canon de venganzas mafiosas con absurdos (porque suceden por cualquier motivo y nunca solucionan nada) baños de sangre. 
No es que Tam sea el único cineasta de su generación "con entrañas", en realidad y en contra de la idea de un cine coreografiado, primario y banal sembrada por quienes no consiguieron sacudirse los prejuicios ni viendo algunos films (y especialmente por los que no vieron ninguno completo y ya sabían todo), raro es el cineasta de esta célebre hornada que no es crítico e inteligente, raro el que no vibra con la justicia, la recuperación del honor, la estrepitosa caída de abyectos mafiosos o de sus esbirros.
Quizá Patrick Tam sea simplemente el que más abiertamente se arriesga a centrarse siempre en parejas o alguno de sus componentes, amores complicados o malogrados, muriendo si es necesario con tal de no ver en pie cuanto odian.
La pareja de "Sha shou hu die meng" casi ni se toca en todo el film y quizá ni siquiera lo sea a ojos de muchos a quienes tampoco servirá de nada decirles que no los comprendo ni los envidio.

domingo, 6 de junio de 2021

UN COSTE DE OPORTUNIDAD

Los vaivenes ministeriales, a los que por largo tiempo ha permanecido ajeno Sergei Nikitich, le afectaron por sorpresa. No se puede creer que su cargo se lo vayan a dar ¡a alguien que ni siquiera se le parece!, a un moderno. Tantos años de entrega, tanto orden dispuesto según su voluntad, tantos pidiendo siempre a su puerta, para nada, piensa. Cuando creía haber alcanzado un techo en su carrera, tras una fusión, le relevan a cajas destempladas. Al marcharse del edificio, un coche idéntico al suyo hace sonar el claxon para ocupar su plaza; la cámara, que permanecía en el asiento de atrás del vehículo, se apea para filmar el momento. Cuando vaya a pedir explicaciones, le tratarán como a quien no ha comprendido el principio inexorable de todo trabajo, que el tiempo pasa, que los empleos no son una propiedad, ni las oficinas hogares. En una película americana no habría faltado la escena de la caja de cartón para recoger las pertenencias, entre las que seguro habría un retrato de su mujer con los niños pequeños, que delataría los muchos años transcurridos. A Sergei le cabe todo en un maletín, hasta una pistola que parece más un fetiche siniestro de la guerra que una posibilidad de salida honrosa. Alguna gente se siente segura rodeada de cosas que no pueden utilizar. En la salita contigua a su despacho hay un sofá donde más de una vez habrá dormitado; para no estar a la vista y considerando su poder, no podría ser un espacio más casto.

Su secretaria le quiere desde hace tiempo, pero pocas veces se lo habrá reconocido a ella misma. Debe tener unos veinte años menos, pero se arregla para parecer mayor. En los últimos momentos antes de que abandone él su puesto, no sabe cómo suavizar en la práctica la fría distancia que ha venido queriendo acortar desde su soledad. Tal vez, súbitamente, se ha convencido de que ahora que lo detienen a la fuerza de su rutina, ya no va a tenerlo cerca para que empiece a mirarla de manera diferente. Se apresta a darle sus señas como quien cumple con un trámite de última hora. Aún no ha salido sola en ningún plano, ni mucho menos hay un momento que escrute su vida privada, como fácilmente hubiese intercalado un cineasta sin tantos años a cuestas como para saber que se debe guardar ese recurso para otro momento en que se redoble el efecto. 
Lo recibe en el apartamento que él le consiguió con su influencia, pero lo que reina es la cortesía de viejos colegas que en realidad no saben demasiado el uno del otro. La dirección de intérpretes potencia sutilmente esa ascendencia de él sobre ella e incluso sobre la vivienda: siendo la primera vez que entra, pasa de una habitación a otra sin pedir permiso, como siempre suele hacer en presencia de ella, inspeccionando "su" posesión, que le parece tan poca cosa. Ella en cambio le habla como nunca, maternalmente. Resulta que estuvo casada, pero le sugiere que perdió hace mucho de vista a los hombres, lo que lejos de interesar a Sergei, no parece resultarle ni siquiera indiscreto, a lo sumo un detalle biográfico que no computaba y que le da la razón, como todo; ni siquiera se pregunta si ella ha llegado a pensar así a su pesar o por decisión propia. 
Seguramente Sergei nunca le ha regalado el menor gesto y ella se reprocha no haberse arriesgado a sentir el ridículo de querer darle a entender algo, lo que fuese, la verdad acerca de ese indeterminado vínculo al que nunca sabe poner palabras. 
En una segunda visita - después de que ella se haya asentado como subordinada de su sustituto - esta vez sí, al advertir que él no la quiere para otra cosa que para lo que se quiere a un viejo amigo al que recurrir cuando las cosas van mal en casa, se derrumbará entre lágrimas.

En su domicilio, Sergei dormía y comía en familia los domingos, siempre a disgusto por todo: la música, el alboroto de los niños, la televisión... 
El día que vuelve, sin dar una explicación, mira a los que se reúnen a su mesa se diría que orgulloso de que los demás no han podido saber de él más de lo que ha querido que supieran. Se hace el silencio cuando regresa de su habitación a tomarse un té, tal vez es el primer momento que recuerde en que ese placer de detener las conversaciones de los demás a su paso, le resulta extraño. 
Desde la primera mañana en que despierta en casa sin tener que poner rumbo a su trabajo, todo adquiere un sesgo marcial. Sin la fiebre del consumismo campando a sus anchas - que hubiese devorado la película entera: se hubiese apuntado al gimnasio, desempolvado hobbies abandonados... competido en fin contra sí mismo para declararse ganador al menos de algo - pocas opciones había de lo contrario. 
Tal vez le hubiese gustado confesar uno por uno a todos, una alternativa doméstica a recibir formalmente como acostumbra con superiores e inferiores, pero se da cuenta que igual que le ocurría a él, nadie cuenta a nadie que no se interese por ellos, sus problemas; problemas que han nacido y han crecido bajo su mismo techo, problemas que siempre ha percibido sin matices, corrientes, que no requerían su intervención. 
El hijo menor, sin ir más lejos, cumplió ya veinte años casado con Vika, una niña grande que no advierte su desnortamiento y pasan los días rodeados de amigos tan ociosos como ellos, todos con esa urgencia de vivir "a la última" pero con el retraso temporal respecto a las modas de fuera que tan familiar nos era aquí. Es 1981 y suenan éxitos de los 70 de Abba y Manfred Mann en el tocadiscos. 
La hija mayor, Marina, le dice que se siente vieja y le arranca una sonrisa; decirle eso a él que lo acaban de jubilar, no comprendiendo que no solo los años alimentan el cansancio de vivir. La mujer con quien la tuvo, su primera esposa, está en un asilo y él, como de tantas otras cosas que no venían en sus memorándums, no tenía noticias.

Su mujer hace ya muchos años que vive otra vida, paulatinamente compuesta por los descartes de su matrimonio. Como a él no le gusta la música, va a conciertos, como no le gusta la compañía, sale con amigos. Los gustos de su marido son tan poco refinados que, a los ojos de sus amistades, seguro que ha mejorado en todo. 
El único momento diario que comparten, en la cama, lo rueda Yuli Raizman sin luz de intimidad. Él la contempla de soslayo desvestirse pero ella le regaña para que mire hacia el otro lado, que ya no tiene edad. No le quiere dar la mano, pues le parece un gesto que fingiría desandar el camino divergente que tanto tiempo lleva recorriendo. Una noche que llega tarde, él se mete a toda prisa medio vestido bajo las sábanas y se hace (muy mal) el dormido mientras ella le reprocha que si no les habla, no va a entender ni a sus propios hijos. Como vimos antes en el autobús, en el mercado o en un paso de peatones, ya hasta en su propia casa a Sergei le afloran gestos grotescos, al borde mismo de la farsa. No es nada difícil imaginarse a Nino Manfredi en pantalla más de una vez y con él a todos los personajes que se dan cuenta, tragicómicamente, de que no saben vivir.

Cuando se dispone a recuperar algo de lo que ha perdido, yendo al circo, volviendo a perderse en los ambigús, Raizman rueda las escenas clave. Primero con su mujer, con muchas palabras y luego sin palabras, de vuelta a su habitación. Y en la mesa, donde hace un comentario divertido - el sentido del humor es la única forma de integrarse que genera placer, las demás son un dolor de muelas - al que todo el mundo reacciona gozosamente. Un hombre tan circunspecto como él, se sorprende al comprobar que ese don que nunca tuvo, funciona. Hay que ser muchas cosas para conseguir lo que entonces está comenzando a intuir que ha dejado orillado y ahora anhela: marido, padre, patriarca, abuelo, consejero, referente... y no hay manera de delegar, ni de hacer consultas, salvo con la almohada. Seguramente ninguno de sus proyectos - de ingeniería de automoción, no muy precisos - ha sido tan complicado.

Una llamada del Ministerio, le devuelve al principio del relato. Un coche vendrá a recogerlo y debe vestirse. Mientras lo hace se siente menos satisfecho de lo que jamás hubiese pensado y se permite incluso dar la bienvenida a una poco conveniente compañera que nunca se había permitido, la duda. Un reenfoque hacia el espejo en que acaba de hacerse el nudo de la corbata, el primer closeup del film, cierra a negro sin dar tiempo a nada más. Es un plano contenido y lleno de preguntas, que dibuja un rostro cansado y perdido, un plano que suplica continuar, pero no es posible porque de esos planos brotan flashbacks y solo funcionan hacia atrás. Es justo.

"Chastnaya zhízn" es la penúltima película filmada por Yuli Raizman.

lunes, 31 de mayo de 2021

LOS PRÓXIMOS MIL AÑOS

En el otoño de 1955, unos meses después del estreno de "Shin heike monogatari", la segunda película filmada en color por Mizoguchi Kenji, aparece una nueva variación, que no secuela, sobre otra parte del mismo texto que había servido de base a esa penúltima cinta del maestro, la conocida obra por entonces "en curso" del escritor Yoshikawa Eiji, que rondaba y recuperaba uno de los más célebres cantares tradicionales de su país, fechado en el siglo doce.
El film en cuestión, "Shin heike monogatari: Yoshinaka o meguru sannin no onna", muy opacado desde entonces, se revela como una de las grandes obras de Kinugasa Teinosuke, uno de tantos cineastas japoneses mal conocidos en Occidente; tan mal que es incluso célebre, pero por películas que quizá ni lo representen ni estén para nada entre lo mejor que hizo - me refiero a "Kurutta ippêji" de 1926 y "Jigokumon" de 1953 -, alzadas únicamente en función de la estela crítica dejada cuando fueron, respectivamente, un hito resucitado de la vanguardia silente (de la que, si existió, él nunca formó parte) y una de las más comentadas "perlas de festival". Cuesta creer que alguien pueda darse por satisfecho con ese exiguo botín sabiendo que la obra de un director rebasa ampliamente el centenar de títulos, pero no hay más películas de Kinugasa en casi ninguna parte.
No sé si responde al hecho de que "Shin heike monogatari: Yoshinaka o meguru sannin no onna", como otras suyas, fue una película costosa y popular en Japón o debemos culpar al repetido - y no investigado a fondo por nadie - tópico acerca de la mansedumbre de Kinugasa respecto a las órdenes de los jefes de la Daiei (cuestionable, como poco, en un veterano del cine mudo sobrado de crédito comercial y co-firmante de los guiones de sus films), pero lo cierto es que ambos ingredientes se unen a la dificultad para acceder a su obra y ni aún así debieran distraer de la posibilidad de que nos encontremos ante otro más de los grandes directores nipones, desatendidos y disminuidos hasta por sus propios compatriotas.
La hondura, la intensidad y el despliegue de puesta en escena simultánea de varias capas melodramáticas contenidas en esta gran epopeya trágica, multiplica al menos por dos lo que ya Kinugasa había mostrado en alguna de las pocas pistas disponibles que pueden atestiguar una evolución, como "Kawanakajima kassen" del 41, laberíntica película llena de sombras, de amenazantes señales de enemigos, asombrosamente cristalizada y refinada en "Shin heike..." para, por ejemplo, alumbrar alguna, y una en particular, de las escenas de batalla más impresionantes que haya dado el cine.
Es interesante que no tratándose de un film abstracto, no es precisamente sencillo de seguir porque no se recrea apenas en los escasos entreactos líricos que la recorren.
Las tres mujeres a las que alude el título, las tres "en torno" al protagonista, puntúan, desvían a veces o reconducen otras la intrincada e imparable estructura de la película, pero no la reducen a una vistosa gran excusa. Así sucede en todo film que no se aprovecha de sucesos asentados como históricos para distorsionarlos cuanto sea necesario y centrarse en otros inverosímiles superpuestos y también en los films que no retuercen cualquier hecho hasta que quede actualizado.
Un público al que se puede ofrecer esta densa historia sin ninguna clase de sensacionalismo (el mismo que disfrutó de las grandes obras de Preminger, Mankiewicz, Mann, Kazan o de Santis) es cuanto necesita "Shin heike monogatari: Yoshinaka o meguru sannin no onna" y una vez lo tuvo.
En este mundo de tradiciones y traiciones, de servidumbres irrevocables y cruentas luchas en la sombra por el poder, no cabe otra cosa que filmar a personajes tratando de no ahogarse en un mar revuelto, sin calma ni futuro por delante, vivos, si tienen suerte, hasta el plano siguiente y esto Kinugasa lo mantiene admirablemente durante ciento veinte minutos. No parece que pudiera existir no ya un mejor, ni siquiera otro cine cuando se despliega ante nuestros ojos semejante poderío visual.
Mucho menos de lo previsible debe tal efecto al uso del color, al que ya parece que permanecerá unido para siempre el nombre de Kinugasa. El fabuloso Eastmancolor de "Jigokumon", que hasta del mismísimo Dreyer cosechó elogios, reduce considerablemente su espectro en "Shin heike monogatari: Yoshinaka o meguru sannin no onna" y en todo caso requeriría de un estudio detallado, comparativo y contrario - siempre lo es, por muy interesantes que sean los resultados - a la inmediatez de lo que las imágenes comunican. 
Para aprehender la capacidad del film para penetrar en los sentidos, me parece más útil fijarse en la adecuación de la banda sonora, que encuentro ejemplar, pues anuncia y acompaña discreta, sutilmente, los momentos de zozobra y de momentánea alegría, sin copar un protagonismo épico que parecía inevitable. 
O el encuadre en exteriores, siguiendo los mismos patrones geométricos y "planos" de los suntuosos interiores. La profundidad de campo puede ser también un recurso que realce la belleza de lo que se sitúa más cerca del objetivo, sin que prime el efecto espectacular del recurso.
Y desde luego hay que hablar de sus mujeres. 
Yamabuki (Yamamoto Fujiko), asilvestrada y fiel más allá de lo que ningún soldado sería, Tomoe (Kyô Machiko), fría y secretamente vulnerable, equidistante pero solo en presencia de otros y Fuyuhime (Takamine Hideko), carnal y "resignada" a ser libre de las retóricas de palacio, a punto de cambiar in extremis el rumbo del film; con las tres concede Kinugasa esa posibilidad que ni las intrigas ni las emboscadas, los ejércitos abanderados o la política pueden dar, la de asentarse en otra parte, lejos, muy lejos, cuanto más lejos mejor de las vanidades del mundo. 

sábado, 22 de mayo de 2021

DAMES / DEMOISELLES

No estaría de más admitir que el aspecto brumoso y deteriorado que durante años ha presentado la única copia disponible de "Her man" concordaba con su lejanísima fama de película proscrita. 
Era exactamente lo que podía imaginar quien quisiera conocer una de las piedras en el zapato más molestas para los censores que pondrían coto de una vez por todas a estos excesos en el cine americano a la vuelta de un par de años.
Cómo resistirse a pensar en latas de celuloide puestas a salvo clandestinamente y apiladas en algún oscuro lugar hasta que los pases televisivos las sacaron del ostracismo, bobinas afectadas por el salitre, el humo de tabaco y los efluvios alcohólicos de sus propias imágenes.
Ahora que ha despejado esa vieja y familiar niebla en forma de restauración museística y ya por fin pueden lucir los complicados movimientos de cámara y la inventiva visual de este cineasta extrañamente atrevido llamado Tay Garnett, lo cierto es que "Her man"... es aún más inofensiva de lo que parecía.
Lo cual por supuesto no significa que sea inocente de los cargos que se le imputaron.
Al fin y al cabo se referían a la normalidad con que contempla el asesinato, la prostitución o el chantaje, es decir, culpable de no querer fingir, a pesar de que todo el mundo sabía que no era así, que tales ambientes solo se encontraban en sitios como esta Habana sternbergiana con impronta mexicana, que podría ser San Francisco, pero es, contra todo pronóstico, la propia isla caribeña.
La comedia queda al fondo, distrayendo del drama de chicas como esta aniñada Frankie (Helen Twelvetrees), situaciones ni la mitad de duras que las que exponían tantos Chaplin celebrados y recomendados para todas las edades y en los que se invertía el orden y lo más hilarante alejaba y hacía parecer llevaderas circunstancias insoportables. 
En ese equilibrio entre extremos sale escaldado casi siempre "Her man", salvo en la triunfante escena que precede al final, pues cada vez que pierde de vista a sus acuciados protagonistas, el film se instala en un tono de slapstick alcohólico, que no por conocer bien Garnett el terreno de sus días junto a Mack Sennett, funciona como debiera.
No necesita la película dar rodeos ni hacer como que teje velados embustes para alumbrar exageradas degradaciones sociológicas, simplemente las capta como si fuesen ineludibles, con un entusiasmo - contiguo al del musical - del todo chocante con la fama de estatismo y falta de fluidez atribuida a esta época, componiendo por doquier secuencias entre múltiples obstáculos de decorado y extras.
Garnett, para su desdicha crítica y a pesar de esos vistosos travellings, nunca fue un sofisticado, uno de esos cineastas para los que todo sucede a sus imágenes y nada a sus personajes; tal vez por eso se han olvidado las unas y los otros. 

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Un poco posteriores, de mitad de los años 30,  son los dos largometrajes que filmó Louis Valray, "La belle de nuit" y "Escale", recientemente promocionados por parte del MOMA. Aún hay un mediometraje anterior y un corto ya en la década siguiente, de los que aún no hay noticias.
Elegido precusor de la nouvelle vague por Vecchiali - no es el único, ni siquiera entre los que solo él citó -, podría aprovecharse el elogio para invitar mejor a ver todo Sacha Guitry, del que es imposible no acordarse contemplando la peripecia sentimental de este autor teatral burlado por su joven esposa y un amigo al que salvó durante la Gran Guerra.
Los apuntes vívidos en exteriores, las veloces continuidades y elipsis y cualquier signo de juventud y audacia ya se sabe a qué foco dirigen siempre la mirada, como si el cine francés hubiese vivido alguna vez en catacumbas a fuerza de tanto proclamarlo, pero esta vez no tiene mucha importancia el cansino desprecio, porque a mitad de film irá a dar con sus huesos - el protagonista y la película misma - en uno más de los numerosos giros "epónimos" de "Vertigo" que en el mundo han sido y que como se sabe incluye obras anteriores a la existencia del mismo cine y por supuesto posteriores al hito hitchcockiano, hacia el que todo gira. Desde ese instante, la mencionada relatividad del film respecto a sus contemporáneas o a las frescas obras de finales de los años 50, pasa a segundo plano.
Volviendo a Guitry, para el maestro no cabría semejante humillación marital ni por supuesto una venganza tan vulgar y por eso es más fácil aún cambiar de punto de vista y tomar aprecio sobre todo a ella, a Maithé, a la "segunda mujer", perdida para la causa de la decencia y aún el único personaje notable del film, tan ajeno al mismo que podría haberse expresado mejor con intertítulos. Cuando más brilla, en el flashback por el que conoceremos su pasado y en las escenas en que corona el giro que le ofrece el presente, no se precisan diálogos, ni música, ni veraces fondos.
Como hizo Tay Garnett en "Her man", Valray introduce por sus pies - qué bonito resulta un primer plano en movimiento - no al personaje sino al lugar a donde se dirige "libremente". Es la belleza multiplicada por la rutina, la misma del viaje en tren, de los planos diurnos filmados en Toulon, la ciudad natal del cineasta y donde también filmó "Escale", de las callejuelas, del puerto y de cuanto confiere al film un atractivo pagnoliano.
En las ilusorias oportunidades para alcanzar la felicidad, que ella ya había defenestrado, poca confianza puede tener, aunque parece que es la única que se da cuenta de ello.
De paja parecen tanto el amante de la primera mujer como el mismo cuando lo es de la segunda y también un tercero que entra en liza, variaciones no muy originales sobre vetustos prototipos románticos, lo que sumado al mal perder del marido y al destino que espera a Maithé, dibujan un panorama misántropo que debe ser la clave - siempre lo es - para que se valide el film como realista.
Pero me temo que la isla "de cartón piedra" de "Her man", de donde tratarán de salir tan indemnes como puedan sus héroes, es más verdadero y menos irreal que el rutilante París que abandona Maithé después de su extraña aventura. 

viernes, 30 de abril de 2021

FOCO 8/9

La revista brasileña FOCO publica un nuevo número (doble) después de más de seis años de silencio. Enhorabuena a los editores, Bruno, Valeska, Lucas y Matheus por el gran trabajo.

Se incluyen seis textos míos, tres de ellos inéditos.

- Dentro del especial dedicado a Richard Fleischer, va un texto sobre el film "Bandido" (enlace)

- En el monográfico sobre Sergio Sollima, escribo acerca de "La resa dei conti" (enlace)

- La sección Jornal reproduce las notas que escribí sobre Raffaello Matarazzo incluidas en el libro "Ojos Sin Rostro: Once Maletas para el Cine Europeo" (Ártica, 2017) (enlace)

- Igualmente, se traduce un comentario, ya publicado aquí (vínculo al original), sobre el film "The gun hawk" de Edward Ludwig (enlace

- Finalmente y sobre el cineasta canadiense Jean-Pierre Lefebvre, la revista ofrece dos textos, uno también reimpreso, sobre "Les dernières fiançailles" y otro nuevo sobre el film "Jusqu'au coeur" (enlace a ambos)

domingo, 18 de abril de 2021

LA TIERRA DE LA POCA LLUVIA

Si de los medios y condiciones ideales para alumbrar una película rara vez se habla salvo para lamentar no haber dispuesto de ellos, se repetirán una y otra vez las mismas historias. Desbarajustes presupuestarios, lamentos por no haber podido contar con tal o cual actriz o actor, la intervención de un maquiavélico productor con oscuros propósitos, cuando no de Ministerios alertados por difusas amenazas...

Ninguna leyenda acompaña a "Water and power" de Pat O'Neill, una de las más apasionantes composiciones fílmicas, que trata de concentrar un tiempo, unos ciento cincuenta años desde los días de la fiebre del oro hasta 1989 y un lugar, un perímetro no tan extenso, desde las estribaciones occidentales de la Sierra Nevada hasta la costa, un valle inestable tectónicamente, una herida caldeada en la tierra si se contempla a vista de pájaro y que no tendría mayor interés si no hubiese nacido allí una de las más monstruosas ciudades, Los Ángeles. 

Quizá sea más interesante dejar de lado esas ficciones y conspiraciones y pensar en todas las herramientas que son útiles para intensificar y completar, incluso para otorgarle un verdadero sentido a una película y en el caso de "Water and power" yo trataría de imaginar un visor con la capacidad de retrotraerse en el tiempo y también un precipitado, un time lapse, que hubiese permitido traer todas las imágenes y sonidos, un aluvión de ellos, para evocarlos o solaparlos sin esfuerzo. Esas debieron haber sido sus circunstancias.

¿Siglo y pico de qué? No de Historia como (in)discutible suma de descubrimientos, sucesos e hitos culturales, sí de historias y varias nos serán contadas en unos breves y evocadores rótulos, pero no son trascendentes. Anécdotas que quedaron en el olvido - la pantalla estará casi siempre en negro - y que sirven a O'Neill para, entre cualesquiera dos de ellas, superponer siluetas y huellas sonoras notoriamente inmateriales (por acontecer en cobertizos y otros escenarios utilitarios y por invocar otros tiempos), sobre zonas residenciales e industriales, monumentales obras de ingeniería o laberintos de autopistas que nadie echará de menos cuando desaparezcan. Lo viejo sobre lo nuevo y así sucederá también cuando O'Neill utilice viejas bobinas de películas. No solo los travellings eran cuestiones morales.

Y el agua, claro. 

Un encadenado de dos panorámicas, una de las remansadas corrientes que parece que no nunca vayan a querer descender hacia el mar - pero que nos damos cuenta que circulan a una velocidad impropia - y la ciudad de noche iluminada con las luces de coches, ventanas, neones y semáforos capturados también con el mismo frenesí, será uno de los pocos momentos explícitos que aúnan tanto el intercambio como la analogía que preocupan al film. Como el hielo resquebrajado sobre las aguas del mar que parecía filmado en blanco y negro y estaba en color de "Time and tide" de Peter B. Hutton, parece una imagen más y sin embargo es capital.

Cuando lo expuesto a esa alterada velocidad es un cruce de calles con su bullicio aún mas acentuado, en aparente cambio continuo y como contraste una cara marmórea de la montaña recorrida por el sol, dilatándose y contrayéndose, ni intercambio ni analogía parece haber y entonces es cuando cobra protagonismo la música. Pocas películas han contado con más adecuada banda sonora, en pocas ha modelado la música mejor las rimas y diálogos de imágenes y en pocas se ha acompasado rítmicamente mejor a ellas. La banda sonora incluso evita, por efecto de la desincronía (aparece unos segundos más tarde, sobre una escena de habitación con extraño misterio, a lo Jean-Claude Rousseau) la pueril y ramplona metáfora ecologista de naturaleza saqueada por el hombre, desde el primer plano, que es un suicidio anónimo desde un colosal puente también sin nombre, una apertura pre-créditos que empieza "por el final". El jazz de Albert Ayler y Lester Bowie (que es lo que más suena en la película, aunque también violines, coros y percusiones) como no podía ser de otra manera, no comentan ni mucho menos invitan a juzgar lo que hay en cuadro, sea un camión cargando miles de kilos de madera junto al río o la construcción de un nido sobre un pobre desecho que aguanta el envite de la marea y la razón es simple: la música es también una creación artificial y solo debería servir en cine para lo mismo que la iluminación o el montaje, para marcar una cadencia, un tono, un nexo entre fotogramas.

Sobre la legitimidad nada se diría que "Water and power" quiere resolver, asumiendo la intromisión que todo film tiene en el entorno que capta, por muy a cubierto que quiera sentirse su realizador. Valga más esa precaución que todos los intentos de falsear la belleza que ejecutan quienes se creen con ambos derechos, el de saber y el de poder.