martes, 26 de julio de 2022

ACRÓNIMOS

Seguramente la película más dura de todo el cine clásico americano, no la firmó un director de los considerados "de avanzadilla", ni ningún cineasta bajo sospecha por sus filias ideológicas, ni siquiera uno de los que ostentaban el poder suficiente para conseguir hacer valer sus ideas frente a las de los jefes de los grandes estudios.
En ninguna de esas categorías está "Voice in the mirror", película del antiguo director de westerns Harry Keller, hombre de la Universal sin historial conocido de rebeldías, yendo y viniendo de la domesticada televisión de mitad de los años 50 y que solo figura en los libros de Historia por haber recibido, en paralelo a la filmación de esta película, el ingrato cometido de arreglar algunos planos para tratar de hacer un poco más comprensible "Touch of evil". 
Tan aventurado como sugerente es pensar que el influjo de ese monstruoso Welles nonato alcanzó a Keller y es que nadie repara nunca en lo que mascullan entre dientes los que actúan, con uniformes o con sonrisas, contra su voluntad o su ética. Ni en los que las descubren en ese preciso instante si no sabían que las tenían. 
Habrá hasta quien interprete que se dio libertad a este olvidado director precisamente por haber puesto uno o dos insignificantes cascabeles al grueso cuello del (ya no tan) peligroso elefante en la cacharrería de Hollywood, pero lo cierto es que ya debía estar muy avanzada la filmación de "Voice in the mirror" cuando sobrevino la misión si los testimonios no mienten y las fechas cuadran. En todo caso solo cabe pensar para Harry Keller en el contagio al entrar en contacto con la intimidad del cine de Welles, por primera vez desde hacía muchos años protegido y expansivo como tanto le gustaba, no en influencias estilísticas ni rítmicas. Tal vez solo - o nada menos - le afectó en el atrevimiento para no cejar en un empeño, la valentía para mostrar en toda su crudeza, la entereza para no mirar hacia otro lado.
Con "Voice in the mirror" caen cual castillo de naipes una buena cantidad de tópicos, incluidos dos de los más repetidos. 
Primero, el que atribuye la visión más aguda sobre el país siempre a europeos tan hábiles a la hora de deslizar, bajo todas las formas posibles, comentarios y críticas no toleradas a los de casa. Dudo mucho que a ninguno de los que estuvieron de paso o se establecieron para años, incluidos los más prestigiosos, les hubiesen permitido filmar este meteorito y menos aún estrenarlo.
En segundo lugar, el cómodo recurso de adjudicar todas las osadías que contiene un film tan lacerante como este a uno de los (poco) conocidos hombres libres de su tiempo.
En efecto, resulta sorprendente su tono hasta para ser un guión de Larry Marcus, el avispado escritor de "The bigamist" de Ida Lupino, "Dark city" de William Dieterle, "Cause for alarm!" de Tay Garnett o "Backfire" de Vincent Sherman, todas ellas atravesadas o impregnadas por el más descarnado realismo sin edulcorar de cuanto estaba sucediendo en las calles de USA. 
De hecho, extirpados los elementos románticos de otros films a vueltas con los estragos de la bebida, como "The lost weekend" de Billy Wilder, "Days of wine and roses" de Blake Edwards, o "The hustler" de Robert Rossen, "Voice in the mirror" solo puede conectarse con los films de la era precode y en especial con uno maldito y gigantesco, "The struggle" de David W. Griffith.
El de la dependencia del alcohol y su sucesión de degeneraciones es solo uno y no sé si el más devastador de los retratos del film, pródigo en implacables viñetas familiares y laborales, de pareja, de amistad y vecindad, sin apenas violencia física en primer plano pero con un nivel de ensañamiento verbal insólito para 1958 y una incomodidad que no se atenúa ni con el final del flashback que ocupa la mayor parte del film.
El porcentaje de cuento, de fábula, que toda historia pensada para interesar a los demás suele albergar, es en "Voice in the mirror" testimonial y la mirada de Keller, tan recta como para no permitir que crezca más allá de las apariencias. Realmente no hacía falta esperar a las primeras obras de John Cassavetes, Kent McKenzie y compañía - y no tengo en cuenta a los pocos que hubiesen visto piezas de Gregory Markopoulos o Stan Brakhage -, porque ya sabíamos de sobras que el país no era tan distinto como parecía de los demás. Nada ajeno era aquel cine rutilante a la amargura de "Akasen chitai", ni a la tristeza de "L'uomo di paglia", ni a la hipocresía de "Le signe du Lion", ni siquiera a las penurias de "La vida por delante", pero no era nada común ver reunidos en una misma película a tantos personajes débiles, sumisos, perdedores, abandonados a su suerte, fantasmales. 
Dignidad, sí, como siempre - es el tema principal de todo el cine americano - pero de unos seres tan desvalidos...
Muy destacable el uso o mejor dicho el aprovechamiento obtenido por no mostrar determinados elementos. Ni el reflejo en el espejo (de detrás de la barra del bar) al que alude el título del film, ni los dibujos fallidos de la enésima oportunidad en un trabajo para Jim (un gran Richard Egan), ni la rutina diaria de Ellen (Julie London, que interpreta la balada de apertura) ni el cuadernito de aritmética del viejo Tobin (Arthur O'Connell), ni tantos otras oportunidades para imprimir dramatismo, patetismo o ampliar el punto de vista, son utilizados por Keller, que como tantos cineastas sin genio, brilla cuanto más quita y esconde, ese viejo arte devenido vicio.
Y la eterna duda sobre los actores y actrices, que de repente parecen mucho mejores en buenas manos, es decir, la gastada canción sobre la dirección de intérpretes como único valor del cine colateral al producido por las mentes superiores, tiene aquí otro capítulo para no sacar conclusiones o para pensar en una sencilla y lógica: los que no podían mirar a la distancia suficiente para ver todo el conjunto se aplicaban en los detalles. No parece suficiente para hacer de menos a nadie.