
La historia es sencilla: un eminente físico nuclear (Ray Milland) está vendiendo información secreta al enemigo en forma de microfilms que guardan fotografías de documentos secretos. En la cadena de espionaje se produce un imprevisto que pone sobre la pista a la policía. La organización que lo ampara intentará proporcionarle una salida.
Russell Rouse no tuvo la suerte de Kubrick o Robert Aldrich. Autor de sólo once películas, ni fue niño prodigio, ni lo reivindicó Godard, ni lo sacó Scorsese en su documental, ni nada de nada. A veces parece que, como Arthur Ripley, no hubiese existido.
“The thief” es, de entre las cuatro que conozco y junto a “New York Confidential” del 55, su mejor película.
La falta de diálogos en el guión no significa que el film esté planteado como un experimental tour de force, como “Lady in the lake” de Robert Montgomery y su (casi siempre) forzado punto de vista subjetivo. Tampoco como un desafío (un paso adelante, si se quiere) como hizo Murnau en “Der letzte mann” para demostrar el poder total del cine silente. Parece más bien un elemento enriquecedor de la puesta en escena, que queda inusitadamente reforzada, merced a la depuración de la estructura del film. De hecho, hay varios momentos en los que inteligentemente Rouse amaga con introducir alguno, quedando siempre abortado utilizando algún imaginativo recurso, sin tomar atajos ni dejar cabos sueltos. Pensando la película. Sucede así por ejemplo cuando el protagonista conoce a una chica en una habitación que ha alquilado y ella intenta seducirlo dejando la puerta de su cuarto abierta mientras se viste. En un momento la cámara la toma con un contrapicado para sugerir el erotismo de sus largas piernas y el contraplano de Milland, desconfiado y con la cabeza en otra parte, la hace desistir. Como no parece que se vaya a dar por vencida, en vez de decirle algo, cierra suavemente la puerta con la pierna como si todo hubiese sido un descuido. En otro momento Milland descuelga el teléfono para hacer una llamada y Rouse monta en paralelo cómo la policía le tiene pinchada la línea. Como no hay nadie al otro lado de la línea, no hay todavía pista que lo incrimine y a continuación, vemos que las pesquisas se encaminan hacia otros colegas de Milland.
Por otra parte, esta ausencia de palabras, produce un efecto multiplicador de la banda sonora, aunque no por ello doblemente beneficioso. Por un lado se amplifican los ruidos y nos hacen escuchar como pocas veces en el cine de estos años los sonidos de la gran ciudad, los trenes, el tráfico, un teléfono, unos pasos en una calle solitaria. Pero por otro lado nos permite corroborar la escasa aportación y la redundancia de la banda musical, algo que advertimos pero que solemos obviar en muchas películas; realmente casi nunca hace falta ni tanta música ni tanto subrayado de lo que ya vemos.
En primeros planos y en insertos, “The thief” recuerda a Hitchcock (y a Robert Bresson; hay en la primera parte del film algunos que parecen sacados de la futura “Pickpocket”, aunque Rouse prescinde también de monólogos interiores), en planos medios sobre todo en habitaciones y por algo más que por los silencios y la espera, Rouse se anticipa en varios años al cine que en los años 60 perfeccionó Jean-Pierre Melville, y de rebote conecta con el primer Walter Hill. En panorámicas y exteriores (sobre todo cuando hace viento o es de noche), hay algo que recuerda a Jacques Tourneur.
No hay mejor actor que Ray Milland para esta clase de papeles. Su gesto apesadumbrado (párpados abatidos por la culpa, parálisis gestual por no poder abstraerse de sus pensamientos, como el último James Stewart) y su crispación contenida y ambigua le otorgan a su personaje una dimensión adecuada. Da igual que camine más al otro lado o más a éste de la ley (como en “Circle of danger” del propio Tourneur, donde el misterio que trata de desvelar casi acaba dentro del propio protagonista como un conflicto interno; hablaba recientemente Pedro Costa sobre esta “incorporeidad” del cine de Tourneur).
Es extraordinaria la escena hacia el final cuando contempla los luminosos de la ciudad que se dispone a abandonar para siempre: los billares, los restaurantes, las salas de fiestas, los estadios de baseball… diversiones que probablemente un científico como él nunca disfrutó, pero que seguramente anhela haber vivido o poder vivir todavía y que son en última instancia y una vez más, sin una palabra de por medio, un símbolo del bienestar de aquella América. Qué difícil le resulta traicionarla.
La falta de diálogos en el guión no significa que el film esté planteado como un experimental tour de force, como “Lady in the lake” de Robert Montgomery y su (casi siempre) forzado punto de vista subjetivo. Tampoco como un desafío (un paso adelante, si se quiere) como hizo Murnau en “Der letzte mann” para demostrar el poder total del cine silente. Parece más bien un elemento enriquecedor de la puesta en escena, que queda inusitadamente reforzada, merced a la depuración de la estructura del film. De hecho, hay varios momentos en los que inteligentemente Rouse amaga con introducir alguno, quedando siempre abortado utilizando algún imaginativo recurso, sin tomar atajos ni dejar cabos sueltos. Pensando la película. Sucede así por ejemplo cuando el protagonista conoce a una chica en una habitación que ha alquilado y ella intenta seducirlo dejando la puerta de su cuarto abierta mientras se viste. En un momento la cámara la toma con un contrapicado para sugerir el erotismo de sus largas piernas y el contraplano de Milland, desconfiado y con la cabeza en otra parte, la hace desistir. Como no parece que se vaya a dar por vencida, en vez de decirle algo, cierra suavemente la puerta con la pierna como si todo hubiese sido un descuido. En otro momento Milland descuelga el teléfono para hacer una llamada y Rouse monta en paralelo cómo la policía le tiene pinchada la línea. Como no hay nadie al otro lado de la línea, no hay todavía pista que lo incrimine y a continuación, vemos que las pesquisas se encaminan hacia otros colegas de Milland.
Por otra parte, esta ausencia de palabras, produce un efecto multiplicador de la banda sonora, aunque no por ello doblemente beneficioso. Por un lado se amplifican los ruidos y nos hacen escuchar como pocas veces en el cine de estos años los sonidos de la gran ciudad, los trenes, el tráfico, un teléfono, unos pasos en una calle solitaria. Pero por otro lado nos permite corroborar la escasa aportación y la redundancia de la banda musical, algo que advertimos pero que solemos obviar en muchas películas; realmente casi nunca hace falta ni tanta música ni tanto subrayado de lo que ya vemos.
En primeros planos y en insertos, “The thief” recuerda a Hitchcock (y a Robert Bresson; hay en la primera parte del film algunos que parecen sacados de la futura “Pickpocket”, aunque Rouse prescinde también de monólogos interiores), en planos medios sobre todo en habitaciones y por algo más que por los silencios y la espera, Rouse se anticipa en varios años al cine que en los años 60 perfeccionó Jean-Pierre Melville, y de rebote conecta con el primer Walter Hill. En panorámicas y exteriores (sobre todo cuando hace viento o es de noche), hay algo que recuerda a Jacques Tourneur.
No hay mejor actor que Ray Milland para esta clase de papeles. Su gesto apesadumbrado (párpados abatidos por la culpa, parálisis gestual por no poder abstraerse de sus pensamientos, como el último James Stewart) y su crispación contenida y ambigua le otorgan a su personaje una dimensión adecuada. Da igual que camine más al otro lado o más a éste de la ley (como en “Circle of danger” del propio Tourneur, donde el misterio que trata de desvelar casi acaba dentro del propio protagonista como un conflicto interno; hablaba recientemente Pedro Costa sobre esta “incorporeidad” del cine de Tourneur).
Es extraordinaria la escena hacia el final cuando contempla los luminosos de la ciudad que se dispone a abandonar para siempre: los billares, los restaurantes, las salas de fiestas, los estadios de baseball… diversiones que probablemente un científico como él nunca disfrutó, pero que seguramente anhela haber vivido o poder vivir todavía y que son en última instancia y una vez más, sin una palabra de por medio, un símbolo del bienestar de aquella América. Qué difícil le resulta traicionarla.