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martes, 9 de octubre de 2012

ENTRETENIDOS HASTA LA MUERTE

Cuarenta años después de iniciar su carrera en los lejanos estertores del cine mudo de los países "periféricos", Manoel de Oliveira, 64 años, rueda su segundo largometraje no documental, "O passado e o presente".
Cortometrajes y ensayos jalonaban su trayectoria desde "Douro, faina fluvial" de 1931 hasta ese año de 1971 en que, como siempre, sin previo aviso y sin siquiera proponerse "hacer otra cosa" - nada que ver desde luego con su "debut", el film neorrealista, adelantado a su tiempo, "Aniki Bóbó" del 42 -, Oliveira vira en una dirección que podríamos llamar la definitiva, si bien aún no tendrá el ritmo de producción del todo asombroso de estos años que vivimos.
Acercarse a un film como "O passado e o presente", donde tantas cosas nacen para Manoel de Oliveira, puede ser un asunto prolijo.
Se podría hablar del film haciendo hincapié en el interés por el color y por la pintura que ya desde los 50 había plasmado Oliveira, un tanto pedestremente, recorriéndose pequeños pueblos en busca de historias cotidianas o por aproximaciones familiares o amistosas a la trayectoria de gente que le interesaba y cómo en "O passado e o presente" parece aplicar por fin rotundamente a una historia sublimada con unos escandalosos rojos, azules y dorados. 
También no estaría de más pensar en cómo hasta el estreno de "O passado e o presente", ubicar a Oliveira, por muy bien que se conociera la marginal (entonces mucho más) cinematografía lusa, era tarea complicada y que cuando se produce el nacimiento del film, la extrañeza y la falta de asideros para relacionar lo que hacía con el trabajo de los demás encuentran al fin un fácil enganche: Buñuel y Godard
Más inseguro que ambos, menos proclive también a ser sobreexpuesto, en cierto modo "nuevo" por estos lares, Oliveira parece avanzar hacia ese terreno (que también fue el de Lubitsch, Guitry o Renoir), cerrado, codificado, ridículo y ordenadamente burgués, ese mundo donde el español estaba paralelamente trasponiendo su experiencia mejicana ("Le journal d'une femme de chambre", pero sobre todo Belle de jour" y "Le charme discret de la bourgeoisie") o por donde el galo había transitado en ocasiones, voraz como un relámpago ("Le mépris", "Une femme mariée", "Pierrot le fou", "2 ou 3 choises que je sais d'elle" o "Week End") y hacerlo con una tranquilidad se diría que empírica, tratando de responderse a una pregunta que tantos grandes films corroboran pero que parece le interesaba comprobar por sí mismo: ¿preservará lo inventado, tan bien como lo documental, la memoria? 
Las casualidades (era una idea de la Fundación Gubelkian, un moderno centro de mecenazgo) apoyarían ese argumento de falta de esfuerzo teórico por su parte, ya que el film fue de la mano para su exhibición de un pequeño film de Paulo Rocha, "Pousada das Chagas", con el que compartirá el operador que le ayudará a plasmar por fin esa visión, Acácio de Almeida, y donde presumiblemente conoció Oliveira a un actor que muchos años después será clave en su cine, Luis Miguel Cintra.
Consecuencia de todo ello, otro aspecto interesante sería quizá abordar la película como uno de los films más genuina y casualmente experimentales, especialmente y más allá del cromatismo (con más razón del decorativismo) por contener una de las claves que luego serán importantes en su cine: la arquitectónica.
Bastantes años antes de dar definitivamente un desusado protagonismo a las palabras y limitar el movimiento y la acción, tanto aquí como en su posterior "Benilde ou a Virgem Mãe", más aislada y oscura, Oliveira se diría que mira atentamente, desde ese arranque mudo tan sorprendente con Mendelssohn atronando, hacia una meta muy poco "demostrable", como es la de disponer a los personajes y filmarlos en las estancias y los espacios abiertos pero no por el "pueril" objetivo de saber cómo hacerlo sino porque pretende que sepamos qué pensaban... a pesar de lo que decían.
No estaría mal entonces señalar que busca tal cosa, aplicando a una situación inverosímil - una mujer que sólo se enamora de sus maridos cuando mueren -  y desarrollada en un contexto donde si no hay reglas de etiqueta para algo, se inventan sobre la marcha para salvar las apariencias, utensilios sencillos y tan o más antiguos que el cine mismo: el silencio, el uso selectivo y sin que sirva de acompañamiento otorgado a la música, la constante movilidad de la cámara describiendo panorámicas y semicírculos en torno a los personajes o el efecto tan naturalista y necesariamente humanizador que consigue al usar sonido directo.
Todo eso como decía, podría ser interesante, pero de poco serviría para transmitir la experiencia de contemplar sus imágenes.
Apenas sugerirían la intensa sensación de cercanía, casi un eclipse, que sufre "O passado e o presente" por parte de "Vertigo".
Muy pobremente ayudarían a comunicar que esta es una de las películas donde más fehacientemente se percibe que la realidad no se manifiesta en toda su totalidad.
Difícilmente permitirían pensar que Oliveira filma a los perdedores, los hombres, con más afecto que a las mujeres, tan hermosas. Cuarenta años después, otra Angélica como la de este film, llevará a uno de ellos a las puertas de la locura necrofílica.
Y probablemente harían proclamar que su autor claramente se afanaba en buscar un hueco entre los modernos realizadores europeos cuando es más sensato inclinarse a seguir pensando que aún continuaba soñando con Murnau

domingo, 21 de septiembre de 2008

UN ARTÍCULO HABLADO



El gran cineasta portugués Manoel de Oliveira cumple cien años el 11 de diciembre de este año. Lo celebrará montando su nueva película: “Singularidades de uma rapariga loira” que actualmente rueda en Lisboa.
El cine portugués (de un nivel históricamente similar al español y con algunas cosechas mejores que la nuestra, por mucha “excepción cultural” y por mucho autobombo que nos demos en los medios) nos es sumamente desconocido. Es curioso como siendo Portugal nuestro país vecino, apenas conozcamos directores o actores lusos. Será que les vemos como quien tiene un pariente pobre. Allí no están Saint Tropez ni Portofino, según creo. Ellos sin embargo nos conocen bastante bien. La vieja Iberia.
CRÍTICOS, ¿QUÉ CRÍTICOS?
Manoel de Oliveira siempre ha ido por libre. Ni ha formado parte de ningún movimiento, ni debe gran cosa a la prensa – que han acabado por otorgarle la “inmunidad crítica” que se da a los veteranos, pero que sospecho en el fondo sigue viendo su cine por obligación y con bastante distancia – ni ha sabido “programar” su carrera para alcanzar un estatus que le permita vivir bien. No me lo imagino conduciendo un Porsche, no creo ni que tenga carnet de conducir.
Cada nuevo paso que da, inusitado para una persona de edad tan avanzada, es regocijantemente sorprendente. En esta década su producción es más abundante que nunca. Ha rodado 9 largometrajes y 6 cortos desde 2000.
La vejez no trae de la mano la sabiduría, sí el cansancio y el desencanto. No he conocido un director más sabio que Jean Vigo, que murió de tuberculosis con 29 años. Oliveira está más vivo y es más curioso que la mayoría de la gente de esta profesión. Todavía conserva la capacidad de indignarse, que no es poca cosa y es capaz de ser penetrante tanto si nos habla de un obcecado religioso que creyó en la utopía de que los hombres éramos iguales fuera cual fuera nuestra raza, como si retoma una fascinante historia de Luis Buñuel, cuarenta años después, por el simple placer de hacerlo, entablando un diálogo soñado con el maestro aragonés en celuloide después de haberlo hecho seguro que muchas veces mentalmente.
ENSAYOS Y PALABRAS
Cine de arte y ensayo. Nunca supe muy bien qué significaba tal cosa. Podría ser una buena definición, sólo que al revés, de la forma de proceder de Oliveira. Cine de ensayo que deviene arte. Aproximaciones sucesivas, concéntricas, a veces ensoñaciones diurnas, un puro meandro narrativo, que conduce a un objetivo capital: conocer. El arte de saber. Dicen los manuales científicos que para llegar a conocer un hecho se ha de aplicar un método que permita poner de manifiesto su verdadero ser. Esto va en contra del estilo cinematográfico como se podrá suponer. Por desgracia hay muchos ejemplos de directores de comedias que se atascan con un drama, que lo hacen grandilocuente, pesado, hueco y falso. Manoel de Oliveira tiene tantos estilos como películas, porque cada tema requiere un método diverso. ¿Cómo se puede rodar igual una epopeya colonialista que un drama íntimo con tres personajes?
El cine actual y Oliveira es uno de sus más inspirados ejemplos, ha devuelto la palabra al lugar que perdió hace muchos años. Arnaud Desplechin, Nicolas Klotz, Phillippe Grandrieux, Hong Sang-soo, Patrick Tam, Aparna Sen o su compatriota Pedro Costa forman la avanzadilla de una de las causas que Jean Luc Godard creyó perdidas. La palabra como elemento de fuerza dramática incomparable, la palabra como catalizadora de las imágenes (entiéndase el contrasentido), diálogos que hacen virar una película de lado a lado y que no se pierden en un maremoto de imágenes, que tienen un poso definitivo al finalizar la proyección. Como en las viejas películas de Henry King o George Cukor, como en los intertítulos de Griffith o Bauer, como en los momentos privilegiados de las películas de Jean Renoir.
No por casualidad es Oliveira el director que más respeta la integridad de las lenguas. En alguna de sus películas conviven hasta cinco o seis distintas. Si eso no es multiculturalidad y globalización, que baje alguien y nos lo haga mirar. Y luego dicen que no es moderno, que sus películas son arcaicas, anticlimáticas, frías y pedantes. Seguramente si mañana surgiera, muy dudoso me parece ya, un Séneca o un Freud, diríamos de él que es un elitista insufrible, que está pasado de moda. La gente necesita viajar y leer más. No haciendo cruceros + excursiones. No leyendo best sellers en la playa. Viajar y leer.
LA AUDACIA DE PENSAR
Se ha estudiado muy poco la prodigiosa inteligencia de Otto Preminger. Habrá directores mejores, unos pocos quizás y habría que discutirlo, pero nadie ha pensado una película y de nadie se puede sentir que lo que vemos es la culminación de un trabajo - como una de esas tesis doctorales que ocupan varios años y se resumen en un puñado de folios – como viendo una película de Otto Preminger. Tal vez si su cine fuera la medida de todas las cosas, y no sería mal asunto, podríamos entender mejor el cine de Manoel de Oliveira. No porque realmente tengan mucho en común, sino porque son dos referentes del pensamiento cinematográfico si es que tal cosa existe.
Se pone de manifiesto siempre en sus películas un aspecto que en las de otros directores permanece inédito, o peor aún, automatizado: lo que vemos es un montaje ordenado, según un criterio intransferiblemente personal, de una serie de reflexiones sobre un tema - largas o cortas, elípticas o detalladas en grado sumo - pero siempre fieles a un proceder invariable.
Es curiosa la capacidad de disfrute que tenemos con la música. Realmente nos ennoblece poder encontrar placer en la más abstracta de las artes. Y es curioso lo deformada que tenemos esa capacidad al enfrentarnos con una película. En cuanto no comprendemos algo, nos enfadamos o nos desentendemos. Un gran film debe ser como un plato de alta cocina. En su punto, equilibrado, atractivo a la vista, ni dulce ni salado, ni amargo ni ácido. ¿Cómo se comen entonces las películas de Rossellini o las de Ray, las de Straub, las de Claire Denis?. Desequilibradas, raras, con un acabado nada “profesional”, en contra de los cánones, a veces feístas y hasta difíciles de seguir. Pero cuanto placer en sus momentos álgidos, cuán lejos el punto máximo alcanzado, cuanta emoción en unos pocos planos.
Llegará un día en que tengamos que hablar de Manoel de Oliveira en pasado.
Cuando llegue ese momento, los que le hemos venerado, recordaremos, como la marea retrospectiva que clausura “Tristana”, una secuencia de imágenes fugaces que nos restituirán con alegría su cine.
Las barcazas remontando el Duero, los campesinos mirando a través de los cristales, los tinteros y las plumas, las armaduras achicharrándose al sol, las discusiones en torno a velas, la voz sedosa de Leonor Silveira, el Mediterráneo azul tal y como algún día fue.