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jueves, 26 de marzo de 2015

NO DECIR AMÉN

Única película filmada por Josef von Sternberg entre 1930 y 1935 sin Marlene Dietrich como protagonista, despachada desde su estreno - en primer lugar por Theodore Dreiser, autor de la novela en que se basa el film - como un feo borrón en su expediente, oscurecida luego por la famosa versión de George Stevens en 1951 - imagino que poco podrá hacer al respecto la que dirigió Lino Brocka en 1980 -, "An American tragedy" casi forma buena dupla con "A woman of the sea", la película de su carrera a la que se puede decir que aguardaba un destino aún más infausto: no ver la luz siquiera.
Para cualquiera que se fijó en Sternberg desde su impresionante debut, "The salvation hunters" y que hubiese admirado igualmente "The docks of New York", poca sorpresa pudo caber sin embargo cuando apareció esta nueva "flor en la basura", otra vez tan sobria, elíptica y recta con lo fácil que resultaba para sus protagonsitas caer en justificaciones y culpas ajenas, una película incluso de mayor alcance que las anteriores penetrando en la intrahistoria de ese país que lo había adoptado y reconocido como cineasta.
El aspecto moral de todas ellas, su "combate" contra lo que muestran, precisamente eligiendo "las mismas armas" y despojándose por tanto de cualquier elemento que deformara la puesta en escena, no es ni distinto ni menos elaborado que aquel que brilló en toda la serie de películas con su actriz fetiche, que muy llamativamente acabará sacrificándose, entregándose, cambiando, olvidándose incluso de sí misma y dándole con ello un sentido último muy poco esperable - surgía de lo más privado - a personajes tan cuidadosamente construidos como los suyos para separarse de los demás, para tener dominio sobre cuanto les afectaba, para conquistar un hito, para "triunfar".
Decir que el cine de Sternberg vale sobre todo por esa ética no es decir mucho, pero estoy seguro que me importa y emociona sobre todo por haberse atrevido a no perderla nunca de vista.
"An American tragedy" dedica una parte muy importante de su metraje a inspeccionar qué tiene que decir la sociedad sobre lo que antes hemos visto registrado con la más escrupulosa neutralidad, una historia que desde el principio se nos advirtió - con un cartel - estaba dedicada a quienes tratan de hacer un mundo mejor para los jóvenes como este gris Clyde Griffiths (Phillips Holmes, cándido y desubicado como un amateur, pero moldeable para que pareciese determinado, capaz de todo, por manos tan hábiles como las de Sternberg o las de Ernst Lubitsch en su extraordinaria "Broken lullaby"), uno de tantos chicos que fácilmente caían en problemas y creaban otros mayores sin ser particularmente productos "defectuosos" ni paradigmas de los males de su tiempo. 
En este sentido, el film viene a ser algo así como el antagonista perfecto de "Scarface" de Hawks, que toma tan exactamente las opciones opuestas a "An American tragedy" que no puede ser otra cosa que una comedia.
"An American tragedy" prescinde del humor, de la velocidad, de la música o el melodrama tendentes a buscar las simpatías del público, difumina los contextos incluso (es Nueva York bastante antes del crack del 29, pero podría ser perfectamente la deprimida ciudad que quedaría después) y dibuja una serie de estampas de una expresividad asombrosa a pesar de su desnudez que es difícil entender cómo es posible que no se cuenten entre las mayores hazañas de su creador.
Muy pocas películas de esta etapa en que el cine silente vira hacia el sonoro tienen una acumulación de recursos "conceptuales" tan lúcidos, hasta el extremo de que puede parecer que esta tesitura tantas veces señalada como traumática, fuese la ideal para este arte.
En un solo plano, Sternberg es capaz de dar el ambiente y la "cantinela" que tantas veces encontraría el chico para haberse apartado de su familia (la madre, declamando altisonantemente la enésima plegaria a Dios para que lo cuide), un plano que ahorra introducciones y le permite a Sternberg arrancar el film con una escena pre-code inmersa ya en el primer (y definitivo si nada cambiase) "casillero" para Clyde, una escena que no predispone a su favor, como tal vez sí lo hubiese hecho cualquier dato acerca de sus orígenes.
Un modélico primer plano de Clyde alineado con otros botones del hotel, evitará en otro momento exponer con mayor detalle el golpe de suerte que le lleva a ser nombrado para un poco relevante cargo en la empresa de su rico tío. De uniforme, uno más entre muchos, se refuerza la idea de la casualidad, un elemento más importante que el destino para la película.
Y qué decir de la escena sin diálogos en que la pobre Roberta (Sylvia Sidney) accede - para no perderlo - a tener relaciones sexuales con él, dada con una nota que no leemos, una fatua mirada de él, una sonrisa nerviosa de ella y la muy llamativa ausencia por parte de Clyde de la frase en clave que acordaron utilizar para mostrarse afecto en público, que no pronuncia como haría otras veces en que el cortejo era aún inocente.
Cunde la sensación en esos y otros momentos privilegiados, de que Sternberg sólo necesita de la alquimia del gran fotógrafo Lee Garmes y del sonido cuidadosamente captado con el mayor realismo posible, para expresarse completamente. Ni trama ni casi actores le son realmente imprescindibles para perfeccionar su "vocabulario", que crece a pasos agigantados.
Y lo hace incluso en la extensa parte final - un tercio del film - con el procesamiento al protagonista, que además de poder funcionar autónomamente de lo narrado anteriormente (vale la pena hacer el experimento), se desarrolla, contra pronóstico - suelen ser episodios aburridos, procedimentales y estéticamente flácidos - con nuevos bríos, en una de las más gráficas demostraciones de que ni el perdón ni la justicia tienen gran cosa que enmendarle a la conciencia.
Sternberg hace numerosas elipsis sobre circunstancias importantes del juicio, sustituyéndolas por titulares de prensa o por breves escenas sobre sus prolegómenos o finales, pero significativamente se detiene para mirar con detalle otras teóricamente menos importantes o a menudo obviadas.
Filma la intervención del comisario de policía con toda su pereza tropical y un exabrupto de un asistente al proceso sin dejar que sea un inserto, explicitando sus consecuencias; decisiones que combinadas con la de mostrar brevemente la chapucera deliberación del jurado, proporcionan buenas pistas acerca de su concepto de la culpa y el perdón "sociales", que no pueden importarles y en los que no puede confiar menos, pues sólo sirven para mantener un orden, no para encontrar la verdad. 
Del mismo modo, tampoco le interesan ni la ejecución final ni el asidero religioso de nuevo aportado por la madre, escamoteando la posibilidad de acceder a contentar el lógico impulso de los espectadores por abandonar la proyección habiendo "aislado" el caso de cuanto a ellos pueda alguna vez ocurrir.

jueves, 11 de junio de 2009

LOS ÚLTIMOS JONAS STERNBERG


La década de los 40 es un decenio perdido para Josef von Sternberg. El fracaso crítico de “The Shanghai gesture” en 1941 - que alguien que no mencionaré aquí calificó como la más hermosa mala película de la historia del cine – la coincidencia de la irrupción ese año de Orson Welles que echa el cierre al cine de los años 30 donde él había sido protagonista y el posterior fiasco de “Duel in the sun” le obligaron a posponer sus tres últimas películas a los años 50, una década en la que ya no se le recordaba, estando su figura siempre ligada para los americanos a Marlene Dietrich y esa época a caballo entre el mudo y el sonoro, donde mejor encajaba su ampuloso y exuberante estilo, todo oropel y desmesura visual. Estaba bien retirado ya, su sitio estaba en otra época, pensarían muchos.
En 1950 debía haber reaparecido con la sorprendente “Jet pilot”, una comedia que hubiese tenido un recibimiento muy distinto de haberla firmado Preston Sturges pero que como las últimas obras de Chaplin y Lang, parecieron fuera de tono ya en su día. Tardó en estrenarse siete años, con lo que figura en las filmografías como su última película.
Janet Leigh en “Jet pilot” es la encarnación de la feminidad para mí. Es curioso, pero dos de las más perfectas mujeres hawksianas, ésta y la Elizabeth Allen de “Donovan´s Reef”, ni están en películas de Hawks ni nunca trabajaron con él. La sombra de la gran Marlene de los 30 es demasiado alargada para dejar ver a esta deliciosa criatura. Sternberg, siempre asociado al dominio de las luces y las sombras (a veces es complicado ver “Crime and punishment” por citar una sola, valdría cualquiera, y prestar atención a otra cosa que no sea el despliegue fotográfico y compositivo del film) fue capaz de reinventarse en el tramo final de su carrera y hacer dos películas inimaginables, ésta y la última, “Anatahan”. Son por cierto, mis favoritas de su carrera junto a “The docks of New York” y "Blonde Venus".
Entre medias está la divertida, hiperbólica y brillantemente hueca “Macao”, que casi llega a ser excelente, atribuida según donde se lea a Nicholas Ray y hasta a Mel Ferrer (y que quizá pertenezca más a Howard Hughes que a nadie) , tan pirotécnicamente cegadora – Mitchum aún más relajadamente vitriólico que en “Out of the past” o "Angel face"- como estándar, que no da la razón (porque no la tenían) pero si de alguna manera señala en lo que pudo devenir su carrera, en un intento de adaptar géneros de nuevo cuño (algo así como el “noir ultramarino”, que cuenta con ejemplos tan esplendorosos como la muy popular “Gilda” o la semidesconocida “The chase” de Arthur Ripley), lo que “The Shanghai gesture” quizá ya anticipaba.
No es fácil imaginar una película sonora de F. W. Murnau. Todos los que le veneramos hemos tratado de imaginar siempre cómo sería “Der Januskopf” o todas aquellas bobinas perdidas para siempre, pero ¿cómo pudo haber sido su cine en los años 30 o 40?. Tras su enemistad con Flaherty es probable que hubiese retomado alguno de los caminos ya recorridos en el mudo, donde hay lugar, como en Dreyer, para más cosas de las que el tópico manda. “Anatahan” puede andar cerca de ese Murnau imposible, una conjunción de imágenes de enorme poder visual, tan esenciales como puros símbolos a las que la palabra dota de entidad; de otra entidad, mejor dicho. En todo caso, es una película imposible para un director que no creciera en la era silente.


Anatahan”, como “Moi, un noir (Trechville)”, se construye sin diálogos audibles (en japonés sin subtitular; me pregunto qué visión tendrá un nipón de ella) y sobreponiendo la narración a los mismos (a veces explicando a continuación lo que sucede, otras sin decir una palabra sobre ello, en muchas ocasiones tapando esa voz en off los propios diálogos), pero a diferencia de la (gran) obra de Jean Rouch, y yendo más lejos estructuralmente hablando, éste elemento no es utilizado para fabular o construir en paralelo una ficción, sino para distanciar el punto de vista: Sternberg es quien más sabe de sus personajes y de la leyenda que narra, pero no parece saberlo todo ni aspira a conocerlo; buscar y registrar, ése es el objetivo. Incluso llega a interrogarse por la acción que se desarrolla, interpelando directamente al espectador. El efecto es tan raro (que significa escaso) como fascinante y además es coherente porque lleva al límite su concepción del cine; desde los albores del sonoro solía entregar a algunos actores el texto que debían memorizar sin signos de puntuación, sólo palabras, no eran ellos quienes debían decidir ni la entonación ni dónde acababa su frase.
Anatahan” rivaliza con las más grandes películas. Su formato cuadrado y la pobreza de su blanco y negro (la copia en circulación está demasiado contrastada para afirmar nada tajante sobre el revelado, pero no parece bueno o tal vez la conservación sea deficiente) no deben impedir percibir su misterio y su asombrosa belleza. En pocas películas ha quedado mejor recogido el erotismo (un pie, un rostro, una caricia, un desnudo), los fenómenos meteorológicos y conceptos como patria o civilización.
Anatahan”, que linda con varios Fuller y más de un Buñuel, coincide en el tiempo con “Viaggio in Italia”, con “Le carrosse d´or”, o “Ukigumo”. En ese lapso de tiempo de apenas tres años, el cine avanza más que en los más de 50 que han transcurrido desde entonces.