martes, 8 de octubre de 2024

¿HASTA PARÍS?

Inventar una historia para celebrar la vida o celebrar una historia para inventar la vida. He ahí una cuestión que puede determinar la naturaleza de una película y que por una vez no hace falta resolver.
Pensándolo, la respuesta es simple: se trata de una historia que no es una historia o al menos no lo es tanto de unos personajes, sino de la ciudad que los mira mientras la recorren sin cesar en pos del escenario ideal por si sucede algo ese día y cuando lo hacen la ensucian y a continuación la limpian. Una ciudad que parece encontrar resuello cuando sus habitantes se quedan en sus casas o se marchan al campo a henchir los pulmones.
Quizá por ser verano y haberse extraviado todas los costumbres, los objetos no responden como debieran, especialmente si se quiere que sean apéndices de brazos o piernas y prolonguen un gesto. Tal vez tengan razón Agathe y Pierrot y "el deseo es infinito y la acción es limitada" como dicen.
Lo cierto es que se quitan la palabra de la boca y se adelantan caminando por la calle, la una al otro, él a ella, quizá por esa vieja idea, esa idea vieja más bien, de que lo dicho antes vale un poco más. Se aman y sin que se sepa muy bien por qué (¿porque antes necesitan quererse a ellos mismos?) se comportan como si no significara nada lo dicho o lo sentido, se entienden y al momento se desentienden, nunca saben qué hacer ni dónde ir. No saben cómo vivir. Sí, es una historia de soledades.
No es descabellado pensar que si en algún momento uno de ellos se hubiese encaminado al suicidio, por imaginar lo más opuesto posible al relato, estoy convencido de que no hubiera habido interrupción en el tono. Hay un cierto placer, me refiero a que no hay discontinuidad, cuando no importa nada lo que sucederá después. 
Por una vez deberían contar muy poco las consecuencias que tantas veces se empecinan en menoscabar los hechos, parece pensar su autora.
Cuando nuestra pareja piensa en sí misma, no halla nada. Necesitan saber que podrán irse y por eso congenian con todos los que llegan a la ciudad, con cualquiera. Pierrot extraña Argentina, aunque diga que no es su país y por eso se encuentra a gusto con africanos para los que París es un lugar en el que encontrar una piedra donde sentarse y ese es su hogar.
Desde todos lo sitios desde los que se ve a lo lejos Europa, París son las callejuelas de no sé qué distrito, los mercados ambulantes, los márgenes del Sena, los brutales extrarradios, unos paisanos reunidos en una esquina y, si hay suerte, una ventana desde donde mirar el gran espectáculo de la vida.
 
Montadora de Depardon, script de Bresson, "hija" de Rivette y Rouch, "hermana" de Akerman, Biette, Vecchiali y todos los demás cineastas que dormían al raso en los años 70, Françoise "Franssou" Prenant dirigió su único largo más o menos convencional en 1998 - se estrenó en 2000 -  con el apropiado título de "Paris, mon petit corps et bien las de ce grand monde" y lo filmó en Super 8 y voz en off y en 16 milímetros y sonido directo, dependiendo digamos de la escala de la narración. Bonita idea la del sonido utilizado como las cuerdas de unas marionetas que todo maestro quiere ver libres.
Prenant se había recorrido medio mundo antes de llegar aquí.
Cuando plantó su cámara en Guinea o cuando lo haga en Beirut ("Sous le ciel lumineux de son pays natal", 2001), en Damasco (el fulgurante corto "Reviens et prends-moi" de 2005, con palabras de Kavafis), o en Argelia ("Bienvenue à Madagascar, 2016" y De la conquête", su obra de 2022, invisible desde su paso por el ultimo Cinéma du Réel, cuando escribo estas líneas), se sentirá tan en casa como cuando filmó "Paradis perdu" en los cabarets de su ciudad circa 1975.
Este París que capta su objetivo es un punto de partida y de llegada al mismo tiempo y esta película una oda al tránsito, al sueño, como las que dedicaban los cineastas rusos a Siberia, un territorio mítico, nunca visto aun si se atravesaba.
Las herramientas se repiten: una privilegiada banda sonora (es acaso la cineasta que mejor la ha utilizado junto a Claire Denis), una búsqueda de lo doméstico, de las repeticiones que vertebran las rutinas de un tiempo y un lugar, una capacidad para no embellecer lo feo proporcional a la de no esconder ni afear lo hermoso - el más difícil de los equilibrios para el libre pensador cinematográfico -, y cientos de insertos rimando con planos de los cielos y los suelos, que son los polos, las referencias para saber dónde se está y cuán lejos queda donde se quiere estar.

lunes, 30 de septiembre de 2024

TAN CALLANDO

En la vorágine audiovisual en que malvivimos, aún aparecen algunas pequeñas películas que hacen las veces de uno de esos gratos libros de bolsillo camuflados en la estantería detrás de la de los best seller de turno, esos que venderían su alma al diablo por alargar como sea sus quince minutos de fama. Letra chiquita, colores poco llamativos en la portada, sin ilustraciones ni rastro de ditirámbicas reseñas de dominicales en la faja... libros que no van a disfrutar de una segunda edición y si la tienen, con ese aspecto, sería de mal gusto señalar cuántos millones de lectores ya lo tienen en su poder.

El segundo largo del desconocido cineasta indio Avinash Arun Dhaware, "Three of us" (2023), es uno de esos films intrascendentes. 

No se ocupa de ningún tema de actualidad, en realidad no tiene gran cosa que revelar sobre sus "asuntos", que son tan universales y antiguos que, aunque eso sea lo que abunda, sería una insensatez abordarlos sin discreción. Quizá hace años fue posible, pero hoy día costaría agruparla con otras obras para incluirla en algún ciclo de festivales; nadie lo ha debido intentar de todas maneras.

Puntúa una historia estrictamente fuera del tiempo, porque, grosso modo, retorna al pasado porque se le escapa entre los dedos el presente, pero no hay un prometedor futuro al que esperar. Sus personajes tienen poco atractivo, transcurre en escenarios pobres y nadie envidiaría vivir esta historia que versa sobre las claves eternas del melodrama que espantan ya a casi todo el mundo, una a una, no digamos si aparecen juntas: el amor, la enfermedad, la culpa, la sinceridad, el fracaso o la huella que dejaremos cuando ya no estemos.

Sobrepasa "Three of us" por mucho al debut de su autor, "Killa / The fort" (2014), un film en el que cundía la sensación de encontrarnos ante un relato demasiado conocido. Lo que en esa primera obra iniciática fueron pequeños acentos al borde del decorativismo, un uso de la música a veces inteligente y algunos hallazgos - un revelador contraplano que se echa en falta, una mirada verdadera robada a un intérprete - en "Three of us",  tan bien escrita como filmada, son su materia prima y su razón de ser. De hecho, si se ve antes "Killa", que  presenta sencillamente esa primera edad de la vida, mejor se puede apreciar cómo compondrá "Three of us" su misterio.     

De entre las innumerables y rara vez memorables películas sobre el regreso a los lugares en que aconteció la infancia o la adolescencia, adonde se pertenece afectivamente incluso si los recuerdos amargan o se huyó sin mirar atrás, "Three of us" se distingue, como en su día lo hizo una de las pocas películas que me vienen a la memoria al contemplarla, "Viagem aos seios de Duília" (Carlos Hugo Christensen, 1965) porque su recorrido es voluntario y su tono crece hacia lo fantasmal cuanto más se profundiza en él.

Es casi insólito que en su desarrollo no cunda el desencanto y que se dejen venir con naturalidad imágenes y sensaciones escondidas en el subconsciente, hecho que tal vez proceda de esa confluencia temporal que señalaba que hace que se mire por igual cada gesto, venga del pasado o del presente, otorgándole similar importancia, con parecida urgencia.

Al mismo tiempo, lo evocado en "Three of us" restituye la intimidad de su protagonista, que vive una existencia rutinaria, en la que todos saben todo sobre ella y en la que está acostumbrada a que le den el pie para decir su frase, que es la que todos saben y esperan. Su memoria es solo suya y nadie más puede recomponerla.

Arun Dhaware la acompaña junto a los otros dos vértices de este triángulo tan poco zarandeado por las pasiones, pero tan vulnerable como la frágil condición de ella, sin efectos, con continuas elipsis, sin sentimentalismo, podando palabras y ahorrando planos de recurso que condicionen al espectador, alcanzando con ese simple método la elocuencia más allá de las emociones.
 
No se podría explicar de otra manera cómo mientras parece que el film quiere acompañarla a ella aviniéndose con sus recuerdos y anotando cómo se contempla frente al amor de su adolescencia, son otras dos historias de parejas las que acaban ocupando el centro del relato, parejas que se ponen a prueba, con la reafirmación y la catástrofe aguardando vigilantes.

lunes, 24 de junio de 2024

TODAS LAS NOCHES DE CUALQUIER DÍA

Es un placer comprobar que sigue siendo tan aventurado como la primera vez creer que se ha entendido algo más acerca de cuanto contiene "Kong bu fen zi", una de las películas más misteriosas de los años 80. También es reconfortante comprobar que a lo mejor del cine de Edward Yang, entre lo que figura un porcentaje bien distribuido entre todas sus películas, no le salen arrugas a más de cuarenta años ya de sus primeras obras, entre las que podemos considerar esta, la más ambiciosa de cuantas hasta entonces había filmado.

El momento, los años del Taiwan de los grandes cambios políticos (que abriría paso a... la actualidad en que China de nuevo amenaza con invadirla, pero esa es otra historia), afortunadamente no le inspiró una amalgama de pequeñas estampas con grandes aspiraciones sociológicas ni, menos aún, un fresco sobre un tiempo y un lugar, sino lo habitual en su obra, una compleja indagación en relaciones, múltiples y cruzadas, de personajes que vamos conociendo poco a poco y tanteamos de su mano lo que pueden estar pensando de los otros y sobre todo de ellos mismos, de lo que quisieron ser y no pudieron o de lo que nunca serán. 

Que Edward Yang ampliara su radio desde contar lo que le sucedió a él personalmente o a sus amigos ("Hai tan de yi tian", 1982), pasando por una "fábula neorrealista" sobre una ciudad ("Qing mei zhu ma", 1985), hasta alcanzar con esta obra ese tipo de películas en las que se vio reflejado en algún aspecto cualquier espectador de su tiempo, no le invistió de cronista social, ni le convirtió en abanderado o portavoz de nada. Nada que no fuesen sus perfectos encuadres. Se me ocurre una caso similar, un poco posterior, el del cine de James Gray.

La ambición de "Kong bu fen zi", a la que aludía antes, tiene que ver con cómo estructura Yang sus planos, con su riguroso montaje, que llevan al límite esa capacidad suya para otorgar con un mínimo de diálogos un peso dramático a gestos y palabras desconectadas de una narrativa causal, en la que todo sea consecuencia de algo anterior, afirmado o sugerido. Atreverse a ser más prolijo, más hondo y a filmar con mayor determinación utilizando menos elementos o sustituirlos por otros más sencillos.

Ningún documental, por minucioso que fuese, podría restituir la inquietud y al mismo tiempo la sensación de veracidad que la película aprehende de estos personajes a los que conocemos sobre todo por indicios, porque sería precisamente eso, conocerlos, el punto de apoyo para poder registrar con mayor precisión sus circunstancias. 

Y el misterio nace de la depuración de su pensamiento cinematográfico, que precipita en planos breves que cambian de acento cuando duran unos segundos más, sin esperar - estuve tentado de escribir necesitar - a que sea el espectador el que advierta y casi se vea impelido a aportar matices producto de la contemplación sostenida de los mismos. Por supuesto nada enigmático, nada que haya que desvelar, esconden las imágenes de "Kong bu fen zi", que no recurre a alteraciones temporales ni a efectos para alimentar su permanente incertidumbre.

Un elemento realmente raro de esta película es que la confluencia que poco a poco se produce entre las tres principales historias y otras tantas paralelas que fragmentariamente conocemos, no las aclara ni les otorga sentido y en cierto sentido las complica aún más; el hecho de que lleguen a tocarse y contagiarse unas de otras es producto del respeto al espacio, el temporal y el físico, que provoca que varios, si no todos los habitantes del film, acaben encontrándose y entrecruzándose. Qué fácil hubiese sido aprovechar esa libertad de poder dibujar escenarios que no necesitan del progreso general del film, para abandonar cualquiera de los propuestos por capricho o incapacidad para solucionarlo, cosa que nunca hace Yang.

Se esmera por el contrario en la contemplación individual y en la soledad que acecha  a sus personajes y "espera" a que piensen y a que actúen, a veces con la suficiente audacia como para que olviden que son parte de algo mayor que ellos mismos. Mientras, filma con elipsis, gestos inesperados y violencia aún mas sorprendente los encuentros y los desencuentros, de ahí la extraña traducción del título del film, "los aterrorizadores", "los que causan dolor" o hasta "los maníacos del terror", que descubriremos que puede referirse a cualquiera de ellos, en la práctica o en potencia.

Entra entonces en juego, con todas las de la ley, un asunto que en retrospectiva se ha dicho que subyace en la filmografía de Edward Yang y que su último film, "Yi yi" (1999) si no desmiente categóricamente, sí al menos con la rotundidad propia de los films que no llegan en momentos de recapitulación o vejez, pues como es bien sabido, Yang murió con sesenta años, ocho después de rodarlo. Me refiero a la misantropía o el desapego de Yang por sus personajes, comentarios repetidos en cadena por cierto y concentrados justo en esa parte de su vida, cuando más pruebas dio de lo contrario. Por ser "Kong bu fen zi" un film poco sospechoso de bonhomía, un film tenso, salpicado de arrebatos, quizá es el que mejor puede servir para ver cuánto de verdad hay en ese tópico y me temo que a poco se preste atención a lo que sucede en plano y cómo reverberan sus efectos en las secuencias de las que forman parte, es bastante sencillo sentir que el mimo puesto en cada encuadre individual y en cómo filma los instantes de cariño, cercanía, amistad o compasión, no pueden ser obra de un cineasta indiferente.
 
Lo que sucede es que es muy dura la desolación, insoportable el abandono, que se abre un abismo al ver que tiras la vida a la basura o no encuentras un sitio en el que estar, que no vale la pena vivir sin propósito o querer ser algo que se sabe uno nunca podrá alcanzar (el fotógrafo) o estar convencido de no servir para algo y que de repente, sin motivo, alguien decida que sí (la escritora) o que es peor que la familia no sirva para nada que no tenerla, que es descorazonador decidir cambiar o acabar de una vez con algo y ver que no se tienen arrestos ni para acabar con uno mismo. Yang pudo haber entregado un alegato idealista en unos años efervescentes, pero prefiere mirar como lo haría Chantal Akerman al mundo de Michelangelo Antonioni.

miércoles, 12 de junio de 2024

OJOS VACÍOS

La que me parece no solo la mejor obra de su director sino también, tras numerosas revisiones, la mejor película americana de este siglo XXI, va camino de cumplir veinte años sin que parezca que vaya a conquistar el lugar que merece. Ahora ya pienso que nunca gozará de ese privilegio. 

En su estreno en 2005, "A history of violence" tuvo un relativo éxito entre los espectadores a los que no les importaba nada ni el film ni el cine de David Cronenberg y fue tomada por muchos de cuantos la esperaban ansiosos como una inesperada concesión comercial y una interrupción inexplicable de un ciclo de películas que había tenido en "Crash" (1996) y "eXistenZ" (1999) sus dos puntos más álgidos. El único aspecto de confluencia fue que suponía un replanteamiento de la dirección que su autor se veía obligado a emprender tras el fracaso de "Spider" (2002).

No iba a ser un film aislado, para empeorar un poco más las cosas. 

Su desusada amplitud y hondura y cuanto recuperaba y desarrollaba del cine del pasado - ese cine que algunos de sus seguidores se enorgullecían en proclamar que Cronenberg "ignoraba" -, iba a tener sucesivos ecos en sus dos siguientes obras, "Eastern promises" (2007) y "A dangerous method" (2011), también, como ella, dramas con una latente pero fuerte pulsión hitchcockiana, cambiadas de continente y la última de las tres también de época, pero indagaciones en algunas de las ramificaciones que ya habían quedado expuestas de la manera más fulgurante posible en "A history of violence". El poder en "Eastern promises" y el deseo en "A dangeorus method" siempre, como en "A history of violence", con un hombre que no es lo que parece y una mujer que es al mismo tiempo un alma gemela y una enemiga y lo es en función de su credibilidad, la desnuda, la simple y llana verdad.

Desde la frontera "pacífica" de los Estados Unidos, la mirada del canadiense Cronenberg no a una historia sino a la Historia de la genealogía de la peculiar agresividad inter pares de sus vecinos del sur, concita tanto a westerns como a films de cine negro dentro de su gran tradición. Películas situadas a menudo en los tiempos inmediatamente posteriores a la Guerra Civil o la Segunda Guerra Mundial, películas cargadas de duda, de ambigüedad, películas pequeñas incrustadas en la memoria de un puñado de cinéfilos y películas imponentes, como algunas de William A. Wellman ("Yellow sky"), Anthony Mann (especialmente "Man of the west"), John Sturges (sobre todo "The law and Jake Wade"), Jacques Tourneur ("Out of the past"). Sobre esa afilada doble hoja que rasga un escenario abstracto, frío, incomunicado, como es habitual en el cine de Cronenberg, ahí vive "A history of violence".

Violencia en sus más diversas formas. Mercenaria, reactiva, sexual, verbal, la que provocan las falsas alarmas, la que ejercen los medios de comunicación, la que perdurará cuando el peligro haya pasado. Ninguna exclusiva de EEUU por supuesto, pero casi todas las que encontraron allí su mejor oportunidad. La película no las analiza, ni las cita siquiera, quizá porque son de sobra conocidas. Las variables políticas, sociales o económicas se difuminan al fondo de los encuadres: por las dimensiones del territorio y la rápida evolución de los medios de transporte, los que querían huir o cambiar de vida, cruzaban fronteras de estados que serían países en cualquier otra latitud y allí podían mutar o empezar de nuevo; por la concentración de población en un exiguo porcentaje de la superficie del país, en enormes zonas proliferan pequeños modelos a escala de las ciudades-mito donde no es posible vivir con propiedad como americanos, por lo que el relato se transformó en fe...

Importan sin embargo, como pocas veces, los argumentos cinematográficos. Tal vez Estados Unidos solo exista como tal en el cine, la literatura o la música y no hay leyendas ni elementos familiares que no hayan sido en buena medida transfigurados y duraderamente desmentidos por la experiencia real de vivir allí.
 
Cronenberg, un director cerebral y tan valiente como para no dejar en off lo que otros eluden filmar, por terrible que sea, era, cómo no lo supimos antes, el cineasta perfecto para tocar todos estos resortes sin pretender aleccionar o decir nada más, para simplemente mostrarlos en toda su crudeza, sin pecados que expiar, sin Dios en el que creer para rogarle que baje a salvarnos. Los asesinatos de la apertura, la paliza del hijo de Tom Stall (un gran Viggo Mortensen) a su castigador de pasillo de instituto, el impresionante plano de sexo entre Tom y su mujer Edie (Maria Bello, qué actriz más desaprovechada) o cualquier otro suceso a vueltas con el leitmotiv de la película están filmados del mismo modo: impasible, directa, brutalmente. El tópico tan repetido de que la violencia genera violencia, hecho añicos. La violencia nace en cualquier parte, de la nada, sin motivo, sin sentido, sin coartadas, contra natura, sin control por parte de nadie, como el amor o la misericordia. 

Así, nacen monstruos, que por muy ominosos que parezcan, casi se quedan pequeños con los de sus siguientes films. El Tom que retorna a su pasado, su hermano (un William Hurt muy de cómic) o el jefe de los esbirros (Ed Harris) son poca cosa frente al turbio patriarca de la mafia rusa de "Eastern promises" (o el propio personaje de Mortensen en ese film) y al lado del Dr. Jung de "A dangerous method", aún capaz de mantener su hipócrita integridad de terapeuta después de desvirgar a su solícita paciente, admitiéndose lo que que su ilustre colega Sigmund Freud no le recomienda pero tampoco le soslaya: que la represión nos puede parecer muy civilizada pero no es más que un mecanismo de defensa, que es hora de admitir de una vez por todas que somos un cúmulo de contradicciones.
 
Pero si "A history of violence" me parece una película de una envergadura superior, es porque evita ensañarse con sus hallazgos y tiene la suficiente generosidad como para dudar y fijarse, aferrarse a veces, a los sentimientos de sus zarandeados habitantes. Porque nada puede haber más opuesto al equilibrio desplegado por la película que las pulsiones humanas que hacen habitable aún el mundo. Abundará en esta dirección Cronenberg cuando filme "Eastern promises", que es lo más cercano que ha estado nunca a filmar un melodrama, con sus rimas constantes con "Torn curtain" y ese final con un inequívoco recuerdo al que tuvo de uno de los más canónicos films del género, "Written on the wind" de Douglas Sirk.
 
Momentos escogidos que esculpen emocionantemente el film. Cómo resuena en la memoria la frase de Edie cuando le propone a Tom el divertido juego de volver a la adolescencia "que nunca tuvieron juntos" cuando sabemos que él llegó a aquel pueblo con un pasado para enterrar. Cómo duelen las palabras de su hijo, que de repente no sabe quien es su padre. Cómo se aferra Tom a lo que ha logrado construir y se desviviría por repetir al día siguiente las pequeñeces de la vida doméstica. Cómo lo mira Edie en el plano de clausura, por primera vez a su tercer yo, ni el que fue ni el que quiso ser, sino al que será ya para siempre.

lunes, 3 de junio de 2024

EL MAL EXISTE

Como el entierro de alguien a quien despreciamos y tanto nos daría que estuviese aún vivo en el ataúd antes de que lo metan bajo tierra para siempre, inaudibles sus gritos y súplicas, invitados a no decir nada, no por respeto sino por indiferencia... quizá esa no sea la mejor de las disposiciones para empezar a ver ninguna película, ni siquiera esta, la más radical de las obras del cineasta mexicano Felipe Cazals, "La manzana de la discordia" (1968), pero al cabo de unos minutos es difícil no refugiarse en esos pensamientos.
 
Huelga decir que instalada en ese tono tan ajeno a captar la atención del espectador que busca complicidades con lo que se le muestra, no contó apenas nada para el prestigio del que disfrutó su autor en los años setenta del pasado siglo. Es evidente que lo que después de este debut se dijo de él y cuantas veces se le relacionó con el patrón gringo Sam Peckinpah, en el muy aventurado caso de que no fuesen vanos los elogios dedicados a su vez al californiano, eran medias verdades.
 
"La manzana de la discordia" ya elevaba al máximo exponente lo mejor del cine de Cazals, algo no muy del gusto corporativo de industria alguna porque se trataba de un film rodado en un par de semanas, al margen de la profesión, en los más indigentes escenarios: un burdel, un convento, una carretera polvorienta y una casa en ruinas. Cazals debía estar en unas condiciones bastante críticas para cometer este atentado contra todo lo establecido, incluido su propio oficio, del que bien podía haberse despedido en ese mismo instante. Los sindicatos, siempre prestos a defender a la colectividad, quisieron lincharlo. De no mediar unas condiciones generales de heterodoxia y un momento social y político convulso, lo hubiesen conseguido, por el bien de todos, qué duda cabe.

"La manzana de la discordia" no busca agradar ni buscar partidarios. Es un incómodo y vergonzante ejemplo de que no hace falta ayuda ni casi presupuesto, nada más que arrestos y fe, para hacer gran cine, como sucede con tantas películas de Luc Moullet, Júlio Bressane o Jon Jost, que también nacieron con el único fin de llorar, patalear y no dejar dormir a nadie, como un bebé insoportable que nunca será otra cosa que eso y que sin embargo es, nos guste o no, la esencia misma de lo humano.

Ni de izquierdas ni de derechas es el asunto central del film, el exterminio de caciques y déspotas de toda clase, que es (fue) un principio moral de hombres de bien ejecutado por perros, a cambio de mucho dinero o por una asquerosa botella de tequila, tipos sin escrúpulos como estos tres parias que no dudarían en matarse también entre ellos. Cazals no narra su historia, ni está interesado en reflexiones psicológicas de ninguna clase. Registra y corta, a veces cuando el efecto termina, otras para que lo haga y poder pasar a la siguiente estampa. Observa desde una distancia y a continuación pareciera querer introducir la cámara por la boca de estos personajes que no forman parte de nada, ni son síntomas de una enfermedad social concreta.

La decisión de dejar abierta la conclusión y no cerrar con un baño de sangre o la intervención de la autoridad, ahonda el desasosiego. Hay que considerar la inquietud que provocó la falta de ambigüedad de la película, el hecho de que todo sucedía allí y en esos momentos. Y volvería a hacerlo en cualquier momento porque reverberan las palabras de la víctima, recordando que como él los había a docenas y serían cada vez más.

La agresividad de la película sin embargo nada tiene que ver con la ruindad o el desprecio a toda sensibilidad imaginable, sino con su quietud, su falta de explicaciones, sus silencios, su incoherencia y, especialmente, por cuanto usurpa sin rubor del género al que, más o menos, pertenece, el más noble de todos, el western. De ahí toma gran parte de su itinerario, pero no enarbola ninguna de las tergiversaciones de las variantes italo-españolas tan en alza en esos años. Esto es: no tiene sentido del humor, no tritura mitos ni arquetipos, no es posible establecer conexiones con el cine de blaxploitation o de artes marciales (menos aún con el de samuráis) y no lo acompaña en ningún momento una música apropiada, solo ruidos estrepitosos y a veces una banda sonora atonal. 
 
El contraste con la otra película subversiva del año en su país, es tan iluminador como deprimente. 
 
De "La manzana de la discordia" no habla nadie y no es fácil de encontrar, a veces ni aparece en filmografías de su autor. "Fando y Lis" (Alejandro Jodorowsky, 1968), en cambio cuenta con varias ediciones a lo largo de los años al alcance de cualquiera y está "de plena actualidad"; de hecho aún no ha sido alcanzada por el cine de uno de sus máximos subproductos, el aclamado Yorgos Lanthimos, que deberá tratar de ser más daliniano si quiere ser digno de acometer alguna vez un Arrabal. El carnaval de escenas "impactantes" de ese debut, nada tiene que ver con la suicida tentativa de ascética anarquía de Cazals. Las imágenes de Jodorowsky se olvidan conforme se ven, las de Cazals permanecen en el recuerdo, como muertos.

sábado, 27 de abril de 2024

¿QUIÉN ME QUERRÁ?

Functus officio, Mauro Rioboo
 
"Stasera niente di nuovo" es una breve película de 1942 de la que no se debe haber dicho nada demasiado elogioso o alguien lo recordaría alguna vez. Ni de ella ni de su remake de 1955, "L'ultimo amante" escuché hablar apenas. Tampoco es fácil encontrar algo positivo sobre el autor de ambas, Mario Mattoli, que no tuvo prestigio ni cuando los críticos de cine eran espectadores.

La historia que austeramente cuenta fue una de las muchas sublimes proyectadas durante la guerra para un público sobrecogido por la marcha de la contienda y que nunca había imaginado que necesitaría tanto escuchar su idioma o reconocer lugares y costumbres en las películas. El melodrama italiano estuvo cerca, bajo esas enrarecidas circunstancias, de ser su género universal, el que lo amalgamaba todo, el que más entusiasmo despertaba. Nadie debería extrañarse de su mala fama si el ambiente donde prendió no podía estar más alejado del que nos ha dado por denominar cultural: salas llenas de amas de casa, niños y ancianos.
 
Fuera de ese contexto, como corresponde a toda noble materia, su peripecia llena de lágrimas y el celuloide que la contiene, precipitan como testigos del pasado. Pero hasta para los que sabemos poco de antigüedades, debería ser evidente que su valía no tiene nada que ver con los ochenta largos años que la contemplan y sí con que se sigue tratando de una película sorprendentemente veraz, honda y acongojante.
 
No sabría muy bien cómo defender la actualización del 55, competente y curiosa si no se conoce el original, pero que desvirtúa las frágiles bellezas de "Stasera...", las diluye o las ignora, porque si algo queda claro viéndolas consecutivamente es que Mattoli no fue un especialista del melodrama, que supongo algo hubiese ayudado a difundir su nombre: no hay transcurridos esos trece años ni un acento perfeccionado, ni una seguridad acumulada, ni apenas justificación para los veintitantos minutos que se extiende "L'ultimo amante" más que su predecesora. 

Mattoli fue más bien un pícaro, un superviviente de los gustos cambiantes del público, un público que en 1942 aún tardaría unos años en sentirse reflejado en "la orgullosa verdad" del cine de la calle y que nunca renegó de la "rutina" de su cine doméstico ni quiso verlo arrasado por otro, un cine que tantas grandes obras - tantas como las derivadas por la revolución que llegaría con "Roma cittá aperta" - había dejado desde mediados de la década anterior.

Las incursiones de Mattoli en el género - hay que ver por supuesto "La vita ricomincia" del 45 y otras - están por ello tan adaptadas por ese aprendizaje continuo a todo tipo de velocidades y tonos como si se tratase de un ignoto macmahoniano y como tal sortea todos los lugares comunes en las pequeñas distancias y sin embargo se mantiene fidelísimo al espíritu que preside el género.
 
Lo más interesante es que arma esa dualidad de una manera más políticamente incorrecta de lo que puede parecer.

Reducida a sus líneas de fuerza, "Stasera..." es una canónica y como decía al principio, irrelevante muestra del más exacerbado y sentimental cine que se iba a morir en Italia con el armisticio, pero mirada con detalle, esto es, su planificación, su uso de la música, sus elementos en off, sus insertos o su dirección de actores y actrices, remite a dramas silentes, a películas de avanzadilla del cambio de era o a films expresionistas precursores del cine negro: a Fejös, Cavalcanti y Sternberg, por ejemplo ... y, sin disimulo ni heterodoxia que valga, como si fuese lo más natural del mundo, ¡al cine del enemigo!, al cine americano, que es el que había absorbido e integrado todo ese caudal de influencias.

Hasta que llegue la ola comandada por De Sica y compañía, sentida más propia, patriótica incluso, que nueva por unos espectadores que de repente no se habían vuelto cinéfilos modernos ni nada parecido, películas como "Stasera niente di nuovo" ya incorporaban la mayoría de los elementos que elevaron a sus célebres sucesoras, negando la discontinuidad y la mayor. 

¿Qué puede ser más positivista que la mirada sobre este gacetillero alcohólico, esta chica perdida de provincias, este médico que no confía en las medicinas y esta redención desoladora?
   
Decir que toda la película está en la mirada de Maria Bellotti (Alida Valli) puede parecer un adorno retórico, pero no lo es tanto si digo que está en sus oídos.
 
Esos (verdes) ojos aparecen una noche en una comisaría de policía y se resisten a cerrarse en la escena de clausura, una más pero no la primera borzagiana (la vuelta al hospicio, la boda) de una película que sube a unas alturas irrespirables en los cuatro o cinco momentos en que podía haberlo hecho y se mantiene apegada al suelo el resto del tiempo, dura, recalcitrante. Interpretaba Valli con ellos y aquí es privada de tal expresividad porque debe ver y no mirar, ni siquiera cuando Mattoli trata de hacerle tomar conciencia de quién es, utilizando las imágenes de la película suya que debía estar en cartelera, "Abbandono" de 1940, un melo febril de nula fama.
 
Es cuando retira la mirada de la pantalla, cuando escucha la película, cuando realmente reacciona. Igual que le sucedió en el momento en que conoció a Cesare Manti (Carlo Ninchi) una noche en que él se sentía morir en Turquía. Igual que le sucederá cuando deje atrás por fin a ese proxeneta que la lleva de café en café para venderla a quien más pague por ella. Mala fortuna tendrá cuando pueda de nuevo escuchar noticias de su casa y del árbol que por fin ha conseguido trepar a su ventana, pero al menos entonces, un instante, recuperará la capacidad para ver.

lunes, 8 de abril de 2024

BEYOND S&S

Enlace a la lista alternativa al canon de la revista británica Sight and Sound, publicada por la web They Shoot Pictures, Don't They?