miércoles, 25 de octubre de 2023

DOS COLORES

En uno de los últimos puestos del ranking de cineastas de mayor personalidad y ambiciones de entre los de su generación, estaría Rudolf Thome, ochenta y tres años y aún vivo. Tal vez en otros tiempos, lejanos incluso ya para el momento de su debut, cuando se pudo ser uno de los mejores de la segunda fila, hubiese ocupado un lugar más digno, pero esa es otra historia... del cine.

No tiene por ello nada de extraño que desde que iniciase su andadura a finales de los años 60 y hasta su aparente retirada en 2012, fue recurrente cada vez que aparecía una nueva obra suya que volviera la misma canción que recordaba que era el sucedáneo de un grande, "el Rohmer alemán" lo llamaron, sin muchos argumentos o ninguno concreto a favor más allá de fondos y ambientes, porque ninguna de las constantes que vertebran el cine de Schérer le preocuparon, ni es didáctico ni pictórico, aunque sí romántico y erótico.

Lo que sí son las películas de Rudolf Thome es poco importantes, tan despreocupadas por trascender que se dirían hasta felices. No hay orden en su filmografía porque no hay puntos de inflexión o fases, ninguna de sus obras es inequívocamente la más conocida y de las treinta que filmó ni una fue sobrevalorada, ni disfrutó de oportuno malentendido alguno que desviase su camino.

La tentación de elegir una de las más insólitas para tratar de conocer mejor su obra - y las tiene bastante extravagantes, sobre todo a medida que avanzaba su carrera y más libre se sentía de hacer lo que le viniese en gana - puede ser un tanto contraproducente, quizá un inconsciente intento de acortar esa brecha que le separa de los Schroeter, Syberberg, Kluge y compañía o de desmentir - ¿para qué? - el nexo con el cine del gran maestro francés, con lo que prefiero hacer exactamente lo contrario y mirar a la más equilibrada y sobria de todas las que conozco, "Liebe auf den ersten Blick" de 1991.

Puede presentarse "Liebe...", aprovechando un cartel tan ad hoc, como la película de la reunificación tras la caída del muro, la película de la nueva Alemania donde ya es posible el romance de un arqueólogo de la antigua RDA y una socióloga berlinesa, la película donde el pasado y el futuro se enamoran... pero en sus imágenes late otro sentido.
 
Más bien diría que "Liebe auf den ersten Blick" es la crónica de un contratiempo, que no hay manera de resolver sin darle la vuelta al curso no de una sino de dos vidas, la historia de una relación entre dos personas que tenían asumido su presente y así habían conseguido olvidar el pasado que se dan cuenta de que deben capitular y comenzar de nuevo. Ella se siente arrastrada sin remedio a algo que probablemente ya le causó mucho dolor antes y él, desconcertado por todo lo que la iniciativa de ella le conduce a hacer, se consiente la reticencia a sabiendas de que será por poco tiempo. 
 
Es "Liebe auf den ersten Blick" la rigurosa, sensible y nada intervencionista filmación de todo ello, sin los aditamentos dramáticos de cualquier guion al uso, lo cual le otorga una inusitada originalidad, pero no por ello un film libre de amenazas sobre las cabezas de los personajes y que están tan precisamente expuestas que un encuadre o un silencio ya pueden cargar la duda y alimentarla: la inseguridad y la incomodidad, la desatención a los niños, volver a subirse a un vehículo (para él), el examen paterno (para ella) y en definitiva cuestionar la fuerza que impulsa a cambiar lo que funciona.
 
A veces todo es tan sencillo como exponer desde el comienzo la moral, que son las intenciones y los límites de toda obra, con los medios del cine, el encuadre, el montaje, la distancia, el ritmo de las transiciones o el uso de elipsis. En "Liebe auf den ersten Blick" se afirman desde el primer travelling en movimiento, desde que Zenon se sube a la bicicleta y la cámara lo acompaña, a su ritmo. De eso se va a tratar, de ir de la mano, sin apremiar ni presionar, observando de cerca. Así sucedía en el cine de Frank Borzage, con el que además comparte escenarios humildes, una extraña fuerza irradiada en todas direcciones en cuanto surge el amor y hasta una unión de la pareja, improvisada, al borde del mar, sin iglesias ni oficiales constataciones. No hay espectáculo más degradante que la intimidad robada y exhibida ni otro mayor que su justa y consentida revelación.
 
No cayó Thome afortunadamente en la tentación de convertir esta sencilla idea en una pieza de cámara ni le pudo el prurito de filmarlo por encima de su lógico y doméstico devenir, tomando como una excusa y poco más lo que sucede entre sus dos intérpretes, la maravillosa Geno Leckner y Julian Benedikt, debutantes ambos. De lo que no estoy tan seguro es de si era consciente de estar filmando una  película del mañana, una película donde una mujer decidida e independiente toma todas las decisiones, siendo igual o más femenina que antes de iniciarse el relato, sin subrayados ni argumentario aprobado de ninguna clase, sin subvertir o travestir tradición alguna y, sobre todo, sin proclamarlo ni comentarlo siquiera. Ya debe faltar menos.

lunes, 16 de octubre de 2023

LA HORA DE TODOS

Un gozoso rebrote, por muy pocos años extemporáneo, del cine de Luis Buñuel y mucho más tardío respecto a varios de los declarados o soterrados maestros del de Calanda, sobre todo Alfred Hitchcock, Tod Browning y Fritz Lang, supone "El corazón de la noche" dirigida por el mexicano Jaime Humberto Hermosillo en 1983.

En estos primeros años de la década de los ochenta, tan identificados con la confluencia de varias de las mejores generaciones de cineastas aclamados por ser creadores de situaciones y mundos tan extraños como fascinantes, es divertido pensar que sea un film de un cineasta tan ajeno a toda presencia rectora en el cine de los demás, de uno que nunca ha contado para nadie en realidad, como Hermosillo el que se lleve al gato al agua

El simple hecho de que pueda ser "El corazón de la noche" una obra tan o más alucinante e inverosímilmente exacta que las de David Cronenberg, David Lynch, John Landis, Lucio Fulci, Dario Argento, Lamberto Bava, Larry Cohen, Noboru Tanaka, Ridley Scott, Brian de Palma, Steven Spielberg, John Carpenter, Tommy Lee Wallace, Jean-Claude Brisseau, Raoul Ruiz, Paul Vecchiali o Wim Wenders es ya un triunfo considerable.

No quiero decir con esto que sea mejor que las películas que todos ellos filmaron en la difusa frontera del thriller y el fantástico, ni siquiera que yo la prefiera, pero sí que me asombra más, que me es más difícil de creer que pueda existir, que me congratula más su desafiante rigor espacial y narrativo, que verla desplegarse ante mis sentidos me produce mayor placer e incluso pienso que debiera servir como test, obligatorio, no sé muy bien para qué, para saber que uno habla de lo mismo que los demás cuando expresa algo, supongo, para ordenar o reducir el desconcierto inherente a esta azarosa manía de escribir y hablar sobre cine.

Como un exiliado en su propio país, Jaime Humberto Hermosillo fue odiado por buena parte de sus compatriotas no sé si debido a lo impermeable que se mostró a modas y corrientes, si por ser un solitario desde finales de los 60, por no esconder su homosexualidad... el caso es que fue visto como un incómodo heterodoxo, un provocador, cuando en realidad se trataba de un hombre tímido y modesto según cuantos le conocieron. Hablar claro a veces es más insoportable que gritar. 
 
Si al menos se hubiese hecho a un lado y hubiese vivido revendiendo alguno de sus presuntos cachibaches, si se hubiese quedado armando en un rincón sus mecanos con toda probabilidad chirriantes y se hubiese olvidado de tratar de ser un artista cabal, hubiese sido tolerado. Pero Hermosillo tenía talento y de cuando en cuando demostraba que era capaz de filmar algunas  películas inimaginables para los necios que le negaron el pan y la sal. Entre autores fieles a sí mismos y fieles al cinematógrafo, prefiero sin dudarlo a los segundos, porque al menos no tienen excusas. Hermosillo nunca las buscó. Más de ciento veinte años contemplan a cualquier cineasta, décadas y más décadas llenas de hitos, de logros excepcionales, fuera de todo orden, cuando nadie esperaba nada, en contra de los más exquisitos prejuicios. 

 
"El corazón de la noche" es simplemente o nada menos que un film que responde las preguntas del plano anterior en el siguiente, sin acentos estilísticos de ninguna clase, una película ácrata y al mismo tiempo ávida de justicia, con una muy patente debilidad canónica, el escaso carácter del protagonista, una falta de personalidad tal vez imprescindible para edificarlo porque hábilmente su creador buscó contrapesos, algunos muy germánicos como la iluminación - de Gabriel Figueroa - y la arquitectura, severa y laberíntica de planos interiores o exteriores y otros que no necesitaba importar: la enigmática belleza de la actriz Marcela Camacho y a Pedro Armendáriz Jr
 
Imagino a Hermosillo acribillando a preguntas a este último sobre "Fort Apache" o cualquiera de las tres películas que el padre interpretó para John Ford, su director favorito - un orgullo que le perjudicó en su época de estudiante, cuando lo tachaban de reaccionario -, mientras trataba de convencerlo para que tomase parte en este guion perfecto sobre un argumento perfectamente descabellado de José de la Colina, este increíble film noir erótico, este bastardo que es difícil saber si es más hijo de "Viridiana" que de "Tristana", de "Ministry of fear" o de "M".

Desde el arranque, con me parece que un claro influjo del comienzo de la novela "Sobre héroes y tumbas" de Ernesto Sábato y hasta el final, que salta atrás en el tiempo, hasta los albores del cine sonoro, hasta "Freaks", reverberan mil detalles de puesta en escena.
 
Así, cuando escapan estos anónimos amantes y van a casa de un amigo de él - tras una inaudita colección de planos de ellos dos desnudos huyendo por ventanas, azoteas y parkings subterráneos -, al igual que cuando van a parar a casa de su madre como último recurso o en todo el sorprendente tramo final, los detalles de puesta en escena integran, como relámpagos, toda esa extrañeza: el cubo de ponche ardiendo en la fiesta de cumpleaños, un cenicero humeante que delata la rápida huida de quien iba a acogerles, la madre con el cabello rapado, como en "The naked kiss" (y hay más cosas que traen a la memoria el cine de Sam Fuller), descubierta por el hijo, la grúa, el linchamiento y el postrero sacrificio.
 
Gran banda sonora, la ultima que compuso para él, de Joaquín Gutiérrez Heras.

miércoles, 27 de septiembre de 2023

ILUSIONES DEL OJO

 

La película más carnal de Kumar Shahani. El cine hacia las raíces de la historia, consagrado al ritmo y a la belleza. 

No parecen las anteriores unas definiciones muy objetivas de "Khayal ghata", ¿verdad?. Pues cosas parecidas se dijeron en 1989, cuando le fueron impuestos unos fugaces laureles en festivales, desgraciadamente por el prurito exótico de quienes los entregaban porque, ojalá estuviese yo equivocado, muy pocos la volverían a ver nunca ni les movió su visionado a buscar lo filmado por este cineasta cartesiano, austero, lírico y secreto.

Cuanto aprendió Shahani con Robert Bresson - curiosamente en el rodaje de uno de sus films menos representativos, "Une femme douce", donde fue su asistente - pierde por completo las señales clásicas y se adentra en un terreno aún más desconocido que el del cine no narrativo, que no había nunca cultivado dicho sea de paso, en esta película que se podría definir como una abstracción romántica, un cantar de los cantares. Sus personajes se remontan siglos atrás y llegan hasta el presente para traer, a medio camino entre la leyenda y el folklore, un estilo de canto desconocido fuera de la India, el khayal.

Habría que proyectarla en paralelo con la un poco anterior "Dhrupad" de Mani Kaul, hermana o pariente muy cercano a ella, porque las obras que circundan a "Khayal ghata" de algún modo atenúan su efecto. "Tarang" había sido aplaudida en 1984, doce años después de su deslumbrante debut "Maya darpan", pero eso tuvo demasiado que ver con sus hechuras épicas, unas dimensiones acordes a su interminable proceso de gestación. "Kasba" de 1990, a partir de Chejov, de alguna manera terminó de "enmendar" el atrevimiento de su antecesora; se trata de un film muy duro, amargo, deshabitado haya o no seres humanos en cuadro. Lo opuesto a ambas es "Khayal ghata", pero sospecho que fue donde realmente aplicó Shahahi con mayor gusto lo aprendido en su juventud.

Una cabalgada, cerca del centro del film, viene del plano de apertura de "Lancelot du Lac" de su mentor, un plano sin luz - de K. K. Mahajan, el fotógrafo de Mrinal Sen - a las puertas de un palacio ya lo había filmado antes Andréi Tarkovsky, una tormenta lejanísima en el horizonte es de Miklós Jancsó... pistas que deben orientar a través de esta amalgama de fotogramas robados a la noche de los tiempos que parecerían improvisados - estuve tentado de escribir pasolinianos - si no fuera porque están registrados con el mayor mimo y expresividad, planos de los que es preciso comprender su sensualidad antigua y ritual antes de que se empiece a dejar de pensar en cómo se equilibran las asimetrías de su construcción porque se entienda toda la película como un capricho, que es exactamente lo que no es.

Hay en definitiva que verla como si solo se la estuviera escuchando, valga el sinsentido que nace de su banda sonora, su materia prima y terminada, su sustancia. Nada costaría imaginarla como la obra que verán las mujeres de "Shirin" de Abbas Kiarostami.

¿Se trata de una película musical? Sí, pero una utilitaria, ese adjetivo que perdió toda su nobleza. Limpia la mirada y desembota sentidos antes de llenarlos. Un solo instrumento, el surbahar, con la constante vibración de sus arpegios, consigue completar ese recorrido casi sin ayuda de nada más.  

Shahani compone "contra" el plano, como hará muy poco después Alain Cuny, como hicieron tantos cineastas del pasado. El mayor de todos, Roberto Rossellini y así tal vez se entienda mejor por qué Jean-Luc Godard lo calificó de pintor, porque había caído en la cuenta de que se debe filmar lo cotidiano como algo impenetrable y lo que no se puede conocer como accesible, a la santa Ingrid Bergman de "Europa 51" vista por el mundo como una enajenada y a San Francisco de Asís, ya que no cuenta otra cosa que su propia visión, borrado el punto de vista colectivo por el paso del tiempo, como a un corriente hombre bueno. Dije contra pero quiero decir contra su encadenamiento, para volver a la pregunta más radical que hay que hacerse cada vez: ¿qué es un plano?

Así y solo así puede ocupar su lugar la música, que no rellena espacios, sino que alumbra, planos y secuencias.

La irrupción de una locomotora a siete minutos del final de repente hace saltar siglos al film, como aquella de Kurosawa Akira en "Akahige" y prende la mecha de uno de los finales más hermosos que haya tenido película alguna. Podría esperar lo que hiciese falta para contemplarlo, porque es para mí lo mejor que filmó Kumar Shahani y una cumbre del cine indio y oriental.

sábado, 9 de septiembre de 2023

EMPEQUEÑECIENDO LAS EXPECTATIVAS

Aparecieron en apenas tres años, entre 1997 y 2000, pero Jem Cohen trabajó una década para alumbrar, consecutivamente, "Lucky three: An Elliott Smith portrait", "Instrument: Ten years with the band Fugazi" y "Benjamin Smoke", tres singulares acercamientos a la música de quienes, por entonces, eran, sin mística, solo amigos, incluso desde la adolescencia.

Si se pudiera aunar todo Fugazi en Ian McKaye, quien es precisamente con el que Cohen mantenía una relación más longeva, tendríamos tres protagonistas y tres historias muy poco bellas en el corazón de la música norteamericana, una banda sonora de mejores y peores épocas pero siempre repleta de espinas y herrumbre alrededor.

La muerte inminente de dos de ellos (Benjamin en 1999, Elliott en 2003), barnizaría pronto a dos de estos tres films de un color tirando a negro y con ese aspecto se ha quedado en buena medida también el cine de Cohen, cronista involuntario de finales, márgenes e intemperies, como si, inquietantemente, hubiese podido elegir un destino incierto para aquello que le interesara. 

Cuesta, duele, verlas, sobre todo si se ha llegado a amar la música de un descarriado cantautor de Nebraska, una inolvidable banda de hardcore punk y un insólito folkman con alma de chamarilero.

Otros retratos, algo parecido a esmerados informes, hubiesen arruinado para siempre la parte invisible de sus respectivas memorias. Arrebatárselas a cambio de nada hubiese sido conceder demasiado.

Jem Cohen entendió que debía filmar de manera diversa y a distintas distancias a todos ellos.

A Elliott Smith solo se le podía rodar como si se tratase de un paisaje, como esa ciudad de Nueva York que Cohen vio de niño recién llegado a Estados Unidos y que fue la materia prima de sus primeros trabajos. Siempre desubicado, a gusto donde otros echarían a correr para refugiarse, Elliott no sabía donde poner las manos si no estaba tocando su guitarra y se encontraba siempre "lejos" de la belleza de su música, tanto como un campesino de la que centellea en la naturaleza donde trabaja.

Los tres temas que capta Cohen con su cámara no sirven para explicar la victoria comercial que postreramente tuvo su música, en los días finales, ni una popularidad con la que no supo, como con tantas cosas, qué hacer. Casi diría que las ponen en cuestión, las convierten en un gran malentendido.

Su versión del "Thirteen" de Big Star afortunadamente es una de esas tres canciones de este breve film, con lo que algo queda mojado por los efluvios de otra historia, una para no perdérsela. 

Un bucket de flores de Marie Menken brilla por cierto en cuatro planos con colores cálidos, los únicos que vibran ajenos a sus acordes.

Fugazi eran por su parte una buena excusa para hacer un completo análisis de lo que fue el punk rock. Los filmó diez años Cohen, como uno más de la banda, sin límites, encima de los bafles o debajo del público, fuera y dentro de sus conciertos, que aunque tuviesen lugar en clubes, siempre parecían celebrarse en gimnasios de high school.

Hacía tiempo que habían colapsado las más célebres bandas británicas del género y teóricamente ya era la era del post punk, el post hardcore y no sé cuántos apelativos más, absurdos e innecesarios. Precisamente fue en esos años cuando emergieron y se mantuvieron más tiempo con vida tantas y tantas bandas que trataban de que no se apagase la llama, de costa a costa, de Minor Threat a Black Flag, las primeras, las madres del invento en USA.

A Jem Cohen sin embargo y por suerte, le interesa poco poner orden y "estudiar el caso", la contradicción intrínseca a lo que nace y crece fuera de su tiempo.

No se puede disponer para ser admirado lo que nació bastardo y torcido, la música que negaba a la música como exceso y que debía sonar mal, buscar y destruir a cuanto había traicionado a la sencillez y la agresión de los comienzos del rock. Fugazi ayudan a aumentar si cabe el caos - curiosa encomienda para una de las bandas más cerebrales del movimiento -, contraponiendo sus reflexiones afiladas (y argumentadas) a cualquier pregunta que se les pudiera hacer, con la más absoluta libertad escénica. Y nunca hubo un público más educado, más consciente de lo que estaba viendo.   

Se dirá y se dijo que hacía ya tiempo que habían publicado sus mejores discos, que les convenía la exposición. Bastan, me parece, diez minutos para saber que "Instrument" es "un Jonas Mekas" plácidamente ralentizado. Un asunto privado, para los que aún sepan distinguirlo de la publicidad.

Por último, para mirar a Benjamin y sus Smoke y también al film que lo circunda, hay que introducir un elemento nuevo, el humor, necesario para entender a este nativo de Cabbagetown, Atlanta que habla de la endogamia y de esnifar pegamento como de las "cosas buenas de la vida".

No fue Benjamin un kamikaze, como el demente GG Allin, no se travestía ni destrozaba todo a su paso para provocar a puritanos ni para llamar la atención, sino fruto de un auténtico desorden mental, de una disfuncionalidad que venía de la infancia vivida en ese inmundo suburbio y de las pastillas de nembutal que tomaba sin descanso desde mucho antes de ser un adulto. 
 
De no haber formado un banda, hubiese dado con sus huesos en una secta de tipos que quedan los sábados para avistar ovnis como alguien dice en el film y no tendríamos estas canciones, que tanto gustaron a Patti Smith, canciones a medio camino entre Chuck E. Weiss y The Fugs, crispadas, sensibles, amargas.

Cohen (y Peter Sillen, que firma la codirección) las superponen a esta riada de imágenes deprimentes, detritus de la ignorancia manipulada por la televisión y como tales, eslóganes catchy para gente con problemas cognitivos. 
 
Nada puede aprenderse de cuanto se dice, ninguna lección, pero es significativo caer en la cuenta de cómo se parecen las inflexiones y las pérdidas de alguien desahuciado de treinta y tantos años a las de maduros privilegiados como John Mellencamp ahora a sus setenta.

lunes, 7 de agosto de 2023

UNA HORA DE OSCURIDAD ANTES DEL AMANECER

La ejemplar nueva obra de Ken Burns no va a servir para nada. 

Sería absurdo pretender que fuese precisamente eso, un ejemplo, que pasara a formar parte de las materias de estudio en colegios o facultades. A nada parecido puede aspirar el cine, aunque su difusión sea la mayor posible; debe ser por el medio, porque cualquier estudio publicado en los canales adecuados, en revistas prestigiosas o por fundaciones influyentes por ejemplo, parece y por tanto es más creíble que el más concienzudo de los documentales. Es la maldición eterna de las imágenes en movimiento, multiplicada en la era digital y es solo el principio; la fotografía, más antigua y primaria, le lleva ventaja: siempre he encontrado revelador que cuando se reconstruye un film mudo incompleto con instantáneas de rodaje o de pruebas de vestuario, su poder de evocación, en definitiva la verdad que desprenden, sea tan grande o mayor que la de las bobinas supervivientes.

Un poco menos descabellado es esperar que esta película, "The US and the holocaust" (2022) generara algo de debate y que incluso evitara el destino al que parece abocada, el de viajar un tiempo por algunos canales de televisión o internet dedicados a la Historia donde será vista - y poco discutida - por los habituales consumidores de este material para luego quedar confinada definitivamente a las atestadas estanterías de testimonios a vueltas con la mayor catástrofe del siglo XX.

Perdidas de antemano esas batallas, asumida la desidia hacia todo lo que no se publicita como importante - y la celeridad con que lo que sí tiene tal vitola, es sustituido por lo siguiente que interesa vender -, solo queda dar a ver, ahora y en el futuro, esta obra verdaderamente monumental y mirar a otras cuestiones, no menores, pero sí un poco menos frustrantes y sobre las que se puede hablar sin tener en cuenta la actualidad del cine y del mundo, como por ejemplo invitar a pensar en cuántas películas contiene "The US and the holocaust" y qué le otorga tal profundidad. 

Mientras algunos cineastas, incluso buenos, se repiten sin pudor alguno o injertan - a veces, con años de silencio - algunas nuevas ideas a las pocas o muchas certezas que ya habían crecido en su obra, Ken Burns filma sin descanso complejos y prolijos films, batiendo terrenos de toda clase, cambiando de país y de siglo como si fuese lo más natural, pasando de la música a la política y de ahí al deporte, la literatura o la sociología, generando un caudal de ideas y sugerencias tan audaces como razonadas, con una seguridad que cuesta calificar como apelable y que debe abrumar hasta al más ferviente de sus seguidores, por cierto invisibles. Su actividad en estos últimos años es tan fecunda que para seguir el ritmo de sus trabajos, últimamente firmados junto a Lynn Novick y aquí también por Sarah Botstein, hay que ver cada año miniseries de hasta ocho episodios y cuantiosas horas de metraje tan serias y amenas como cualquier película de su clase debiera aspirar a ser.

Decía películas dentro de esta película porque pocas veces un film contemporáneo no amaga o deja indicados, sino que abre y cierra docenas de secuencias que podrían haberse desgajado autónomamente y convertirse, por completo, en otras obras. Que lo consiga un documental que no inventa o modifica nada de lo que encuentra, uno que trata sobre un tema tan visitado y hasta agotado como el del genocidio de los judíos y que además sea un americano mirando donde más duele, a las conexiones de su país con el desastre, a menudo ocultadas o directamente falseadas, es una hazaña. 

Un puñado de personajes recorren las casi siete horas de metraje de "The US and the holocaust", minuciosas e inquietantes se miren por donde se miren. Con cada uno de ellos, que van apareciendo y desapareciendo conforme los acontecimientos invitan a ello, surge la tentadora idea de no perderlos de vista, de saber más de ellos, de acompañarlos más trecho, el objetivo de toda exposición narrativa. Los anónimos son tan interesantes o más que los conocidos (Anna Frank y su familia, sobre todo) y conforman un reparto que pronto se vuelve familiar: el pobre emigrante que no pudo llevar a su familia a América por mucho que lo intentó, el burócrata, uno de tantos desconocidos Schindler, que puso a salvo sin decir palabra a cientos de personas, la mujer que no murió en un campo de exterminio por pura casualidad, todos tan reales, tan dolorosamente imborrables... como los actores y actrices de "Paisà" o "Wohin und zurück".

Política, sociológica y humanamente, aterra pensar que absolutamente ninguna gran conclusión de esperanza y progreso puede extraerse, desde el punto de vista norteamericano, de lo que ocurrió y de la espiral descendiente que llega a nuestros días. 

En cambio sí varias de las más descorazonadoras: que ningún país quiere a los inmigrantes ni a los exiliados ni a los desheredados salvo que cumplan la función que se les reserva cuando y como se les indique, que cuando vienen tan mal dadas, hasta desde tan lejos, ayudar es un gran riesgo y no mirar ni saber un cómodo instinto y que en una tragedia de dimensiones tan gigantescas resultaron masivamente increíbles las mayores pruebas recabables pero hubo menos rechazo que escepticismo  respecto a las proclamas para exaltar a las masas y los lemas de dominación del mundo y superioridad de raza conforme invadían países y se encontraban con más y más judíos a los que expulsar primero y simplemente exterminar después, quizá hasta más atracción que indiferencia ante toda la sarta de manipulaciones, malinterpretaciones, las partes tomadas por el todo y los sofismas que elaboraron Hitler y compañía a partir de Schopenhauer, Fichte, von Bismarck, Hegel y hasta Lutero.

Burns y compañía rebuscan hasta la última imagen y la última palabra que dibuje a Estados Unidos, liberador oficial del yugo nacionalsocialista a los europeos, como lo que fue, un país tan ambiguo como tantos con los judíos y con muchas e influyentes voces internas tan convencidamente antisemitas, xenófobas y racistas como los que más. Impresionan los desfiles del KKK en la Avenida de Pensilvania o las esvásticas ondeando en el MSG lleno hasta la bandera, pero son solo la punta del iceberg de una larga tradición de mezquindad institucional y de trampantojos diplomáticos para no hacer patente el fariseísmo y el desconocimiento por lo que sucede fuera de sus fronteras.  

En los perturbadores diez minutos finales, lejos de cerrar brindando una salve por la asimilación histórica que resplandecerá con las nuevas generaciones, Burns mira de frente al monstruo, ese que ni con una bala de plata nadie pudo nunca matar, el del olvido y la ignorancia, ese que volverá a emerger indemne en la próxima catástrofe. 

viernes, 30 de junio de 2023

JACQUES TOURNEUR EN ESPAÑA

La editorial Providence alumbra, después de muchos años desde que germinó la idea, la edición española del libro "The cinema of nightfall" (McFarland and Co. Inc, 1998) de Chris Fujiwara, sobre el cineasta Jacques Tourneur.  

A la edición original, corregida por el autor y que conserva el prólogo de Martin Scorsese, se le ha añadido una introducción firmada por Miguel Marías y un epílogo, que he escrito yo.

A la venta en su web en breve. 

En su instagram y facebook actualizan las noticias sobre esta y otras publicaciones.

lunes, 15 de mayo de 2023

PARA MERECER ESTO

Una fría y agazapada violencia acecha tras cada plano de "Vengeance is mine", penúltimo film del independiente Michael Roemer, lejanamente célebre en los años 60, cuando cualquiera lo pudo confundir con un cineasta de color combativo por "Nothing but a man", un hito de la lucha contra el racismo. Filmado para televisión y recuperado recientemente, este sin duda es el film por el que debiera ser recordado, su obra maestra.
 
La tensión narrativa, la capacidad para comunicar un control ilusorio siempre a punto de quebrarse, de poco sirve si no se sabe luego qué hacer con los pedazos que caen, cómo recomponerlos si cabe hacerlo. Ya a ningún cineasta, en la era de las desafecciones, parece interesarle, pero en realidad es que no saben hacerlo,

Alemán de nacimiento, Roemer sí sabe, pero hace cuarenta años - tiene ahora noventa y cinco - podría parecer ya un tanto desubicado en medio de la estridente década de los 80 con un film tan poco amable y tan radical como este. Ese es el destino de los que caminan por su cuenta, no solo que nadie les acompañe, sino que nadie les vea pasar; por esos senderos abandonados transitaba Paul Newman y se paseará Bernard Émond. Dicen que, a medio camino de ambos, una vez también lo hizo Margaret Tait

"Vengeance is mine" serpentea en territorio conocido, la América de la trastienda perpetua de los grandes sueños, (Delaware, pero podría ser en cualquier esquina del mapa) un lugar donde buscar una nueva vida es ritual cuando la anterior colapsó por los mil motivos de costumbre, qué mas da quién tuvo la culpa. Los colores del horizonte, la música, el mar, tanto aire sin contaminar... extraño paraíso habitado por deprimidos y desengañados.

La primera película de las dos que contiene "Vengeance is mine", parte del rostro de Jo (Brooke Adams), en el que se dibuja una bonita sonrisa cuando la sombra que se apresura a cubrirle el rostro desde cualquier ángulo permite que aparezca quien pudo ser: una chica feliz, que sin embargo no tiene madre o mejor que no la tuviese para lo que le dice o cómo la mira, no tuvo hijos - se los quitaron - y mejor que tampoco hubiese conocido a los hombres que conoció. Con inteligencia Roemer la dirige relajada, acomodada en posiciones corporales como una gata que encontró el rincón mullido de la habitación y por eso cada golpe, verbal o físico, se siente más terrible, más desasosegante. La filma Roemer como se filmaría a alguien que se tranquilizaba de niña pensando en que estaba muerta y así cesaba la falta de cariño que la ahogaba.

En una casa frente al mar, junto a nuevos amigos, creyó que comenzaba algo, pero era un espejismo, como todas las esperanzas que tuvo antes en su vida. Las complicaciones propias empezarán a mezclarse, compensarse y finalmente anularse con las ajenas, que presenciadas en una impúdica primera línea, aturden tanto como si se sufrieran directamente. Ahí comienza la segunda película, más intensa aún, pero diferente. Si antes funcionaba "Vengeance is mine" de afuera hacia adentro, ahora lo hará al revés, como una onda expansiva.

Está magnífica en las escenas domésticas de ruptura y mutuos desagravios, unas escenas secas, sin música, impresionantes y lo estará a partir de ese momento todo el resto del metraje, la hermana mayor que Jo creyó haber encontrado, Donna (Trish van Devere), ambigua y doliente por algo que hace más mal a los demás que a ella misma. Desde que aparece, la película se desliza por el filo de sus laberintos y primero Roemer prueba la resistencia sentimental de ambas protagonistas, que a veces no pueden ni mirarse para poder decir lo que quieren decir, como Naruse Mikio, Henry King y los grandes planificadores de diálogos desde lo callado y desde los silencios. Muy pocas veces en el cine ha sido dada una enfermedad mental como la que padece Donna de una manera tan lacerante.

Más tarde, cuando se constata que nadie va a ganar nada porque ya todos perdieron demasiado, aparece lo primario, extraordinariamente decantado por Roemer, que tenía material de sobra para un grand guignol o para un melodrama arreglalotodo. Fiel al drama, surge no lo fácil, tampoco lo obvio, sino lo auténtico: la inocencia, la moral, la capacidad para rebelarse contra la injusticia, la defensa de la pureza y todo lo que es solo si muere sin contaminarse de la podredumbre de este mundo o nunca lo será.

El último plano es de Bergman o de Godard. Honor a quien lo conjuga y no lo toma prestado.