lunes, 24 de junio de 2024

TODAS LAS NOCHES DE CUALQUIER DÍA

Es un placer comprobar que sigue siendo tan aventurado como la primera vez creer que se ha entendido algo más acerca de cuanto contiene "Kong bu fen zi", una de las películas más misteriosas de los años 80. También es reconfortante comprobar que a lo mejor del cine de Edward Yang, entre lo que figura un porcentaje bien distribuido entre todas sus películas, no le salen arrugas a más de cuarenta años ya de sus primeras obras, entre las que podemos considerar esta, la más ambiciosa de cuantas hasta entonces había filmado.

El momento, los años del Taiwan de los grandes cambios políticos (que abriría paso a... la actualidad en que China de nuevo amenaza con invadirla, pero esa es otra historia), afortunadamente no le inspiró una amalgama de pequeñas estampas con grandes aspiraciones sociológicas ni, menos aún, un fresco sobre un tiempo y un lugar, sino lo habitual en su obra, una compleja indagación en relaciones, múltiples y cruzadas, de personajes que vamos conociendo poco a poco y tanteamos de su mano lo que pueden estar pensando de los otros y sobre todo de ellos mismos, de lo que quisieron ser y no pudieron o de lo que nunca serán. 

Que Edward Yang ampliara su radio desde contar lo que le sucedió a él personalmente o a sus amigos ("Hai tan de yi tian", 1982), pasando por una "fábula neorrealista" sobre una ciudad ("Qing mei zhu ma", 1985), hasta alcanzar con esta obra ese tipo de películas en las que se vio reflejado en algún aspecto cualquier espectador de su tiempo, no le invistió de cronista social, ni le convirtió en abanderado o portavoz de nada. Nada que no fuesen sus perfectos encuadres. Se me ocurre una caso similar, un poco posterior, el del cine de James Gray.

La ambición de "Kong bu fen zi", a la que aludía antes, tiene que ver con cómo estructura Yang sus planos, con su riguroso montaje, que llevan al límite esa capacidad suya para otorgar con un mínimo de diálogos un peso dramático a gestos y palabras desconectadas de una narrativa causal, en la que todo sea consecuencia de algo anterior, afirmado o sugerido. Atreverse a ser más prolijo, más hondo y a filmar con mayor determinación utilizando menos elementos o sustituirlos por otros más sencillos.

Ningún documental, por minucioso que fuese, podría restituir la inquietud y al mismo tiempo la sensación de veracidad que la película aprehende de estos personajes a los que conocemos sobre todo por indicios, porque sería precisamente eso, conocerlos, el punto de apoyo para poder registrar con mayor precisión sus circunstancias. 

Y el misterio nace de la depuración de su pensamiento cinematográfico, que precipita en planos breves que cambian de acento cuando duran unos segundos más, sin esperar - estuve tentado de escribir necesitar - a que sea el espectador el que advierta y casi se vea impelido a aportar matices producto de la contemplación sostenida de los mismos. Por supuesto nada enigmático, nada que haya que desvelar, esconden las imágenes de "Kong bu fen zi", que no recurre a alteraciones temporales ni a efectos para alimentar su permanente incertidumbre.

Un elemento realmente raro de esta película es que la confluencia que poco a poco se produce entre las tres principales historias y otras tantas paralelas que fragmentariamente conocemos, no las aclara ni les otorga sentido y en cierto sentido las complica aún más; el hecho de que lleguen a tocarse y contagiarse unas de otras es producto del respeto al espacio, el temporal y el físico, que provoca que varios, si no todos los habitantes del film, acaben encontrándose y entrecruzándose. Qué fácil hubiese sido aprovechar esa libertad de poder dibujar escenarios que no necesitan del progreso general del film, para abandonar cualquiera de los propuestos por capricho o incapacidad para solucionarlo, cosa que nunca hace Yang.

Se esmera por el contrario en la contemplación individual y en la soledad que acecha  a sus personajes y "espera" a que piensen y a que actúen, a veces con la suficiente audacia como para que olviden que son parte de algo mayor que ellos mismos. Mientras, filma con elipsis, gestos inesperados y violencia aún mas sorprendente los encuentros y los desencuentros, de ahí la extraña traducción del título del film, "los aterrorizadores", "los que causan dolor" o hasta "los maníacos del terror", que descubriremos que puede referirse a cualquiera de ellos, en la práctica o en potencia.

Entra entonces en juego, con todas las de la ley, un asunto que en retrospectiva se ha dicho que subyace en la filmografía de Edward Yang y que su último film, "Yi yi" (1999) si no desmiente categóricamente, sí al menos con la rotundidad propia de los films que no llegan en momentos de recapitulación o vejez, pues como es bien sabido, Yang murió con sesenta años, ocho después de rodarlo. Me refiero a la misantropía o el desapego de Yang por sus personajes, comentarios repetidos en cadena por cierto y concentrados justo en esa parte de su vida, cuando más pruebas dio de lo contrario. Por ser "Kong bu fen zi" un film poco sospechoso de bonhomía, un film tenso, salpicado de arrebatos, quizá es el que mejor puede servir para ver cuánto de verdad hay en ese tópico y me temo que a poco se preste atención a lo que sucede en plano y cómo reverberan sus efectos en las secuencias de las que forman parte, es bastante sencillo sentir que el mimo puesto en cada encuadre individual y en cómo filma los instantes de cariño, cercanía, amistad o compasión, no pueden ser obra de un cineasta indiferente.
 
Lo que sucede es que es muy dura la desolación, insoportable el abandono, que se abre un abismo al ver que tiras la vida a la basura o no encuentras un sitio en el que estar, que no vale la pena vivir sin propósito o querer ser algo que se sabe uno nunca podrá alcanzar (el fotógrafo) o estar convencido de no servir para algo y que de repente, sin motivo, alguien decida que sí (la escritora) o que es peor que la familia no sirva para nada que no tenerla, que es descorazonador decidir cambiar o acabar de una vez con algo y ver que no se tienen arrestos ni para acabar con uno mismo. Yang pudo haber entregado un alegato idealista en unos años efervescentes, pero prefiere mirar como lo haría Chantal Akerman al mundo de Michelangelo Antonioni.

miércoles, 12 de junio de 2024

OJOS VACÍOS

La que me parece no solo la mejor obra de su director sino también, tras numerosas revisiones, la mejor película americana de este siglo XXI, va camino de cumplir veinte años sin que parezca que vaya a conquistar el lugar que merece. Ahora ya pienso que nunca gozará de ese privilegio. 

En su estreno en 2005, "A history of violence" tuvo un relativo éxito entre los espectadores a los que no les importaba nada ni el film ni el cine de David Cronenberg y fue tomada por muchos de cuantos la esperaban ansiosos como una inesperada concesión comercial y una interrupción inexplicable de un ciclo de películas que había tenido en "Crash" (1996) y "eXistenZ" (1999) sus dos puntos más álgidos. El único aspecto de confluencia fue que suponía un replanteamiento de la dirección que su autor se veía obligado a emprender tras el fracaso de "Spider" (2002).

No iba a ser un film aislado, para empeorar un poco más las cosas. 

Su desusada amplitud y hondura y cuanto recuperaba y desarrollaba del cine del pasado - ese cine que algunos de sus seguidores se enorgullecían en proclamar que Cronenberg "ignoraba" -, iba a tener sucesivos ecos en sus dos siguientes obras, "Eastern promises" (2007) y "A dangerous method" (2011), también, como ella, dramas con una latente pero fuerte pulsión hitchcockiana, cambiadas de continente y la última de las tres también de época, pero indagaciones en algunas de las ramificaciones que ya habían quedado expuestas de la manera más fulgurante posible en "A history of violence". El poder en "Eastern promises" y el deseo en "A dangeorus method" siempre, como en "A history of violence", con un hombre que no es lo que parece y una mujer que es al mismo tiempo un alma gemela y una enemiga y lo es en función de su credibilidad, la desnuda, la simple y llana verdad.

Desde la frontera "pacífica" de los Estados Unidos, la mirada del canadiense Cronenberg no a una historia sino a la Historia de la genealogía de la peculiar agresividad inter pares de sus vecinos del sur, concita tanto a westerns como a films de cine negro dentro de su gran tradición. Películas situadas a menudo en los tiempos inmediatamente posteriores a la Guerra Civil o la Segunda Guerra Mundial, películas cargadas de duda, de ambigüedad, películas pequeñas incrustadas en la memoria de un puñado de cinéfilos y películas imponentes, como algunas de William A. Wellman ("Yellow sky"), Anthony Mann (especialmente "Man of the west"), John Sturges (sobre todo "The law and Jake Wade"), Jacques Tourneur ("Out of the past"). Sobre esa afilada doble hoja que rasga un escenario abstracto, frío, incomunicado, como es habitual en el cine de Cronenberg, ahí vive "A history of violence".

Violencia en sus más diversas formas. Mercenaria, reactiva, sexual, verbal, la que provocan las falsas alarmas, la que ejercen los medios de comunicación, la que perdurará cuando el peligro haya pasado. Ninguna exclusiva de EEUU por supuesto, pero casi todas las que encontraron allí su mejor oportunidad. La película no las analiza, ni las cita siquiera, quizá porque son de sobra conocidas. Las variables políticas, sociales o económicas se difuminan al fondo de los encuadres: por las dimensiones del territorio y la rápida evolución de los medios de transporte, los que querían huir o cambiar de vida, cruzaban fronteras de estados que serían países en cualquier otra latitud y allí podían mutar o empezar de nuevo; por la concentración de población en un exiguo porcentaje de la superficie del país, en enormes zonas proliferan pequeños modelos a escala de las ciudades-mito donde no es posible vivir con propiedad como americanos, por lo que el relato se transformó en fe...

Importan sin embargo, como pocas veces, los argumentos cinematográficos. Tal vez Estados Unidos solo exista como tal en el cine, la literatura o la música y no hay leyendas ni elementos familiares que no hayan sido en buena medida transfigurados y duraderamente desmentidos por la experiencia real de vivir allí.
 
Cronenberg, un director cerebral y tan valiente como para no dejar en off lo que otros eluden filmar, por terrible que sea, era, cómo no lo supimos antes, el cineasta perfecto para tocar todos estos resortes sin pretender aleccionar o decir nada más, para simplemente mostrarlos en toda su crudeza, sin pecados que expiar, sin Dios en el que creer para rogarle que baje a salvarnos. Los asesinatos de la apertura, la paliza del hijo de Tom Stall (un gran Viggo Mortensen) a su castigador de pasillo de instituto, el impresionante plano de sexo entre Tom y su mujer Edie (Maria Bello, qué actriz más desaprovechada) o cualquier otro suceso a vueltas con el leitmotiv de la película están filmados del mismo modo: impasible, directa, brutalmente. El tópico tan repetido de que la violencia genera violencia, hecho añicos. La violencia nace en cualquier parte, de la nada, sin motivo, sin sentido, sin coartadas, contra natura, sin control por parte de nadie, como el amor o la misericordia. 

Así, nacen monstruos, que por muy ominosos que parezcan, casi se quedan pequeños con los de sus siguientes films. El Tom que retorna a su pasado, su hermano (un William Hurt muy de cómic) o el jefe de los esbirros (Ed Harris) son poca cosa frente al turbio patriarca de la mafia rusa de "Eastern promises" (o el propio personaje de Mortensen en ese film) y al lado del Dr. Jung de "A dangerous method", aún capaz de mantener su hipócrita integridad de terapeuta después de desvirgar a su solícita paciente, admitiéndose lo que que su ilustre colega Sigmund Freud no le recomienda pero tampoco le soslaya: que la represión nos puede parecer muy civilizada pero no es más que un mecanismo de defensa, que es hora de admitir de una vez por todas que somos un cúmulo de contradicciones.
 
Pero si "A history of violence" me parece una película de una envergadura superior, es porque evita ensañarse con sus hallazgos y tiene la suficiente generosidad como para dudar y fijarse, aferrarse a veces, a los sentimientos de sus zarandeados habitantes. Porque nada puede haber más opuesto al equilibrio desplegado por la película que las pulsiones humanas que hacen habitable aún el mundo. Abundará en esta dirección Cronenberg cuando filme "Eastern promises", que es lo más cercano que ha estado nunca a filmar un melodrama, con sus rimas constantes con "Torn curtain" y ese final con un inequívoco recuerdo al que tuvo de uno de los más canónicos films del género, "Written on the wind" de Douglas Sirk.
 
Momentos escogidos que esculpen emocionantemente el film. Cómo resuena en la memoria la frase de Edie cuando le propone a Tom el divertido juego de volver a la adolescencia "que nunca tuvieron juntos" cuando sabemos que él llegó a aquel pueblo con un pasado para enterrar. Cómo duelen las palabras de su hijo, que de repente no sabe quien es su padre. Cómo se aferra Tom a lo que ha logrado construir y se desviviría por repetir al día siguiente las pequeñeces de la vida doméstica. Cómo lo mira Edie en el plano de clausura, por primera vez a su tercer yo, ni el que fue ni el que quiso ser, sino al que será ya para siempre.

lunes, 3 de junio de 2024

EL MAL EXISTE

Como el entierro de alguien a quien despreciamos y tanto nos daría que estuviese aún vivo en el ataúd antes de que lo metan bajo tierra para siempre, inaudibles sus gritos y súplicas, invitados a no decir nada, no por respeto sino por indiferencia... quizá esa no sea la mejor de las disposiciones para empezar a ver ninguna película, ni siquiera esta, la más radical de las obras del cineasta mexicano Felipe Cazals, "La manzana de la discordia" (1968), pero al cabo de unos minutos es difícil no refugiarse en esos pensamientos.
 
Huelga decir que instalada en ese tono tan ajeno a captar la atención del espectador que busca complicidades con lo que se le muestra, no contó apenas nada para el prestigio del que disfrutó su autor en los años setenta del pasado siglo. Es evidente que lo que después de este debut se dijo de él y cuantas veces se le relacionó con el patrón gringo Sam Peckinpah, en el muy aventurado caso de que no fuesen vanos los elogios dedicados a su vez al californiano, eran medias verdades.
 
"La manzana de la discordia" ya elevaba al máximo exponente lo mejor del cine de Cazals, algo no muy del gusto corporativo de industria alguna porque se trataba de un film rodado en un par de semanas, al margen de la profesión, en los más indigentes escenarios: un burdel, un convento, una carretera polvorienta y una casa en ruinas. Cazals debía estar en unas condiciones bastante críticas para cometer este atentado contra todo lo establecido, incluido su propio oficio, del que bien podía haberse despedido en ese mismo instante. Los sindicatos, siempre prestos a defender a la colectividad, quisieron lincharlo. De no mediar unas condiciones generales de heterodoxia y un momento social y político convulso, lo hubiesen conseguido, por el bien de todos, qué duda cabe.

"La manzana de la discordia" no busca agradar ni buscar partidarios. Es un incómodo y vergonzante ejemplo de que no hace falta ayuda ni casi presupuesto, nada más que arrestos y fe, para hacer gran cine, como sucede con tantas películas de Luc Moullet, Júlio Bressane o Jon Jost, que también nacieron con el único fin de llorar, patalear y no dejar dormir a nadie, como un bebé insoportable que nunca será otra cosa que eso y que sin embargo es, nos guste o no, la esencia misma de lo humano.

Ni de izquierdas ni de derechas es el asunto central del film, el exterminio de caciques y déspotas de toda clase, que es (fue) un principio moral de hombres de bien ejecutado por perros, a cambio de mucho dinero o por una asquerosa botella de tequila, tipos sin escrúpulos como estos tres parias que no dudarían en matarse también entre ellos. Cazals no narra su historia, ni está interesado en reflexiones psicológicas de ninguna clase. Registra y corta, a veces cuando el efecto termina, otras para que lo haga y poder pasar a la siguiente estampa. Observa desde una distancia y a continuación pareciera querer introducir la cámara por la boca de estos personajes que no forman parte de nada, ni son síntomas de una enfermedad social concreta.

La decisión de dejar abierta la conclusión y no cerrar con un baño de sangre o la intervención de la autoridad, ahonda el desasosiego. Hay que considerar la inquietud que provocó la falta de ambigüedad de la película, el hecho de que todo sucedía allí y en esos momentos. Y volvería a hacerlo en cualquier momento porque reverberan las palabras de la víctima, recordando que como él los había a docenas y serían cada vez más.

La agresividad de la película sin embargo nada tiene que ver con la ruindad o el desprecio a toda sensibilidad imaginable, sino con su quietud, su falta de explicaciones, sus silencios, su incoherencia y, especialmente, por cuanto usurpa sin rubor del género al que, más o menos, pertenece, el más noble de todos, el western. De ahí toma gran parte de su itinerario, pero no enarbola ninguna de las tergiversaciones de las variantes italo-españolas tan en alza en esos años. Esto es: no tiene sentido del humor, no tritura mitos ni arquetipos, no es posible establecer conexiones con el cine de blaxploitation o de artes marciales (menos aún con el de samuráis) y no lo acompaña en ningún momento una música apropiada, solo ruidos estrepitosos y a veces una banda sonora atonal. 
 
El contraste con la otra película subversiva del año en su país, es tan iluminador como deprimente. 
 
De "La manzana de la discordia" no habla nadie y no es fácil de encontrar, a veces ni aparece en filmografías de su autor. "Fando y Lis" (Alejandro Jodorowsky, 1968), en cambio cuenta con varias ediciones a lo largo de los años al alcance de cualquiera y está "de plena actualidad"; de hecho aún no ha sido alcanzada por el cine de uno de sus máximos subproductos, el aclamado Yorgos Lanthimos, que deberá tratar de ser más daliniano si quiere ser digno de acometer alguna vez un Arrabal. El carnaval de escenas "impactantes" de ese debut, nada tiene que ver con la suicida tentativa de ascética anarquía de Cazals. Las imágenes de Jodorowsky se olvidan conforme se ven, las de Cazals permanecen en el recuerdo, como muertos.

sábado, 27 de abril de 2024

¿QUIÉN ME QUERRÁ?

Functus officio, Mauro Rioboo
 
"Stasera niente di nuovo" es una breve película de 1942 de la que no se debe haber dicho nada demasiado elogioso o alguien lo recordaría alguna vez. Ni de ella ni de su remake de 1955, "L'ultimo amante" escuché hablar apenas. Tampoco es fácil encontrar algo positivo sobre el autor de ambas, Mario Mattoli, que no tuvo prestigio ni cuando los críticos de cine eran espectadores.

La historia que austeramente cuenta fue una de las muchas sublimes proyectadas durante la guerra para un público sobrecogido por la marcha de la contienda y que nunca había imaginado que necesitaría tanto escuchar su idioma o reconocer lugares y costumbres en las películas. El melodrama italiano estuvo cerca, bajo esas enrarecidas circunstancias, de ser su género universal, el que lo amalgamaba todo, el que más entusiasmo despertaba. Nadie debería extrañarse de su mala fama si el ambiente donde prendió no podía estar más alejado del que nos ha dado por denominar cultural: salas llenas de amas de casa, niños y ancianos.
 
Fuera de ese contexto, como corresponde a toda noble materia, su peripecia llena de lágrimas y el celuloide que la contiene, precipitan como testigos del pasado. Pero hasta para los que sabemos poco de antigüedades, debería ser evidente que su valía no tiene nada que ver con los ochenta largos años que la contemplan y sí con que se sigue tratando de una película sorprendentemente veraz, honda y acongojante.
 
No sabría muy bien cómo defender la actualización del 55, competente y curiosa si no se conoce el original, pero que desvirtúa las frágiles bellezas de "Stasera...", las diluye o las ignora, porque si algo queda claro viéndolas consecutivamente es que Mattoli no fue un especialista del melodrama, que supongo algo hubiese ayudado a difundir su nombre: no hay transcurridos esos trece años ni un acento perfeccionado, ni una seguridad acumulada, ni apenas justificación para los veintitantos minutos que se extiende "L'ultimo amante" más que su predecesora. 

Mattoli fue más bien un pícaro, un superviviente de los gustos cambiantes del público, un público que en 1942 aún tardaría unos años en sentirse reflejado en "la orgullosa verdad" del cine de la calle y que nunca renegó de la "rutina" de su cine doméstico ni quiso verlo arrasado por otro, un cine que tantas grandes obras - tantas como las derivadas por la revolución que llegaría con "Roma cittá aperta" - había dejado desde mediados de la década anterior.

Las incursiones de Mattoli en el género - hay que ver por supuesto "La vita ricomincia" del 45 y otras - están por ello tan adaptadas por ese aprendizaje continuo a todo tipo de velocidades y tonos como si se tratase de un ignoto macmahoniano y como tal sortea todos los lugares comunes en las pequeñas distancias y sin embargo se mantiene fidelísimo al espíritu que preside el género.
 
Lo más interesante es que arma esa dualidad de una manera más políticamente incorrecta de lo que puede parecer.

Reducida a sus líneas de fuerza, "Stasera..." es una canónica y como decía al principio, irrelevante muestra del más exacerbado y sentimental cine que se iba a morir en Italia con el armisticio, pero mirada con detalle, esto es, su planificación, su uso de la música, sus elementos en off, sus insertos o su dirección de actores y actrices, remite a dramas silentes, a películas de avanzadilla del cambio de era o a films expresionistas precursores del cine negro: a Fejös, Cavalcanti y Sternberg, por ejemplo ... y, sin disimulo ni heterodoxia que valga, como si fuese lo más natural del mundo, ¡al cine del enemigo!, al cine americano, que es el que había absorbido e integrado todo ese caudal de influencias.

Hasta que llegue la ola comandada por De Sica y compañía, sentida más propia, patriótica incluso, que nueva por unos espectadores que de repente no se habían vuelto cinéfilos modernos ni nada parecido, películas como "Stasera niente di nuovo" ya incorporaban la mayoría de los elementos que elevaron a sus célebres sucesoras, negando la discontinuidad y la mayor. 

¿Qué puede ser más positivista que la mirada sobre este gacetillero alcohólico, esta chica perdida de provincias, este médico que no confía en las medicinas y esta redención desoladora?
   
Decir que toda la película está en la mirada de Maria Bellotti (Alida Valli) puede parecer un adorno retórico, pero no lo es tanto si digo que está en sus oídos.
 
Esos (verdes) ojos aparecen una noche en una comisaría de policía y se resisten a cerrarse en la escena de clausura, una más pero no la primera borzagiana (la vuelta al hospicio, la boda) de una película que sube a unas alturas irrespirables en los cuatro o cinco momentos en que podía haberlo hecho y se mantiene apegada al suelo el resto del tiempo, dura, recalcitrante. Interpretaba Valli con ellos y aquí es privada de tal expresividad porque debe ver y no mirar, ni siquiera cuando Mattoli trata de hacerle tomar conciencia de quién es, utilizando las imágenes de la película suya que debía estar en cartelera, "Abbandono" de 1940, un melo febril de nula fama.
 
Es cuando retira la mirada de la pantalla, cuando escucha la película, cuando realmente reacciona. Igual que le sucedió en el momento en que conoció a Cesare Manti (Carlo Ninchi) una noche en que él se sentía morir en Turquía. Igual que le sucederá cuando deje atrás por fin a ese proxeneta que la lleva de café en café para venderla a quien más pague por ella. Mala fortuna tendrá cuando pueda de nuevo escuchar noticias de su casa y del árbol que por fin ha conseguido trepar a su ventana, pero al menos entonces, un instante, recuperará la capacidad para ver.

lunes, 8 de abril de 2024

BEYOND S&S

Enlace a la lista alternativa al canon de la revista británica Sight and Sound, publicada por la web They Shoot Pictures, Don't They?

miércoles, 27 de marzo de 2024

NIRVANAS

De "los cuatro grandes de la Gaumont", como recogía un antiguo eslogan publicitario de dudosa eficacia, en los últimos lustros se ha restituido a su verdadero lugar en la historia del cine silente francés a dos de ellos, Léonce Perret y, sobre todo, a Louis Feuillade, de nuevo punta de lanza del estudio... cien años después. Pocas noticias en cambio hay de los otros dos integrantes del cuarteto, el muy oscurecido Émile Cohl, del que puede localizarse apenas una muestra de su obra animada y Jean Durand, al que si acaso se recuerda vagamente por sus pequeñas piezas cómicas de la década de los años 10 y por ser uno de los pocos europeos asiduos al género americano por excelencia, el western.

Fallecido en 1946, Jean Durand no filmó nada después del advenimiento de los nuevos tiempos y hoy día es uno más de los damnificados por una certeza generalizada y desmentida con cada gran hallazgo efectuado: que el cine que queda por descubrir de muchos periodos y géneros, será, a lo sumo, complementario del ya conocido o interesantes apéndices o rarezas y que muy pocas películas descarriadas o desatendidas en su día se pueden recuperar para la causa.

Si aventurado es aplicar ese apriorismo a cualquier género, no tiene ningún sentido cuando se trata del cine mudo. Por al menos dos razones, a veces en convivencia nada provechosa: porque pueden aparecer - aunque cada año que pasa parece más difícil - las obras dadas por perdidas y porque proliferan docenas, quizá cientos de autores abandonados por los mil rincones de su época; una era, la única, que no conoció decadencia y tuvo un injusto, bárbaro finis terrae que la cercenó en su momento de mayor refinamiento y perfección. 

Desde luego ni islotes de geografía curiosa ni fortificaciones escondidas por la espesura de la jungla, sino "nuevos territorios" parecen las obras silentes emergidas en los últimos años de cineastas como Evgenii Bauer, Ruth Ann Baldwin, Albert Capellani, Humberto Mauro o Alfred Machin para pensar que son los últimos que quedaban por desenterrar.

 
La investigación, muy parcial, sobre esa referida primera etapa de la obra de Durand, no arroja muchas pistas, ni siquiera del lugar que puede ocupar dentro del género que aparentemente más cultivó, la comedia, pero con el asentamiento definitivo del largometraje y conforme avanzaba, sin imaginárselo siquiera, hacia el ocaso de una era, todo parece cambiar. 
 
Tal vez no estén tan solos Griffith o Browning y haya más cineastas cuyas grandes obras finales en ese periodo, desprendidas de recursos que ellos mismos inventaron y borradas todas las marcas de autor antes de que el cine tuviera conciencia de que contaba con ellos, han sido ignoradas a pesar de haber conquistado la cumbre que se tardó casi treinta años en volver a subir, la de las más elocuentes y accesibles películas.

 

Una prueba fulgurante de ello es su penúltima obra, "La femme rêvée" de 1929, recientemente restaurada, proyectada en el Festival de Pordenone de 2017 y editada en blu-ray. Como no escandalizará ya a casi nadie no conocer un film como este a pesar de esos esfuerzos, supongo que los que sí se sientan impresionados al verla recordarán por qué dieron por perdida la poca esperanza que tenían en la justicia crítica.

El aspecto majestuoso que presenta ahora "La femme rêvée", sin mácula, hace que brillen sus bellezas técnicas: el uso de la profundidad de campo, el dominio de los distintos tamaños de plano, el equilibrio de las composiciones o el preciso ritmo narrativo.

La factura con que nos ha llegado gran parte del cine mudo, envuelto en ese velo de antigüedad que fuerza a los espectadores a compensar todos esos grandes progresos, intuidos o entrevistos en los casos más graves, no es esta vez coartada para sobrevalorar la película. Ahí están, esplendorosos. Pero siguen siendo, todos y cada uno de ellos, o facultades naturales de los cineastas o productos de un aprendizaje que podríamos denominar colectivo.

 

Es necesario ir más allá y apreciar cómo, dónde, por qué se utilizan esas herramientas.

Durand lo hizo para hacer un cine que sirviese para entender a los personajes. Un cine para no apresurarse a dibujarlos en una dimensión, para no entregárselos al público que no estaba dispuesto a tener paciencia, para filmarlos pensando y dudando. Si el hilo conductor es convencional o previsible, como en este caso - una novela "a lo Blasco Ibáñez", con claro arraigo en la más famosa obra de Choderlos de Lacios -  ahí está el reto, en afinar la puesta en escena, cristalizarla en las más puras estampas.

"La femme rêvée" se convierte por ese proceso en casi una investigación, Sobre la acción y la duda, - como todo Hawks -, sobre la confianza, sobre el azar y sobre la vana pulsión por erradicar el deseo para alcanzar la felicidad, lo cual la convierte en ¡una enmienda a la totalidad a Schopenhauer!

Tirando de ese último hilo, el del deseo, el personaje central del film es uno que apenas aparece en pantalla, solo unos instantes al principio y ya al final, en un desgarrador epílogo.
 
El amigo de la protagonista, que vivió toda su vida reprimiendo sus sentimientos, quizá el más auténtico de todos los habitantes del film, el menos adaptado a un medio que exija sacrificar opiniones y maneras, el ingenuo salvaje, el único que no alberga ninguna clase de dudas acerca de cuál es su "mujer soñada", ahora ya sabe cuál será uno de los recuerdos que no querrá tener.

sábado, 9 de marzo de 2024

SOSTENER LA GRACIA

A Lin Cheng-sheng le gustan las introducciones.

Planos que se van abrochando unos a otros, en montaje paralelo casi siempre, delineando apuntes en espacios que no delatan identidad escénica alguna y sobre los que se mueven quienes aún no parecen ni actores ni actrices. Minutos que su autor no utiliza para despertar la atención de ningún espectador como hacen tantos directores, sino más bien para habituar la mirada a una cadencia. Así, van apareciendo los primeros de muchos planos largos y diáfanos, las primeras lentas aproximaciones a conversaciones y detalles de la puesta en escena, algún suave cambio de eje e irán cobrando presencia los sonidos del ambiente y las canciones, hasta componer otra película, una que imanta a las imágenes.

Si se detecta la marcada consciencia de cada encuadre o movimiento de cámara, se deducirá que este cineasta taiwanés, tan poco célebre, debe ser una más de las promesas malogradas o no del todo confirmadas del reciente cine asiático, una lista prolija, por desgracia. Cualquiera que se sorprenda con las bellezas de su sencillo estilo se podría hacer entonces la gran pregunta: ¿por qué si sus películas alcanzan lo que otras tratan de buscar denodadamente - revelar, sin aparente artificio, la verdad que yace en gestos y palabras - le han sido tan esquivos los reconocimientos?. Tal vez reconocer es un verbo demasiado riguroso. Identificar y recompensar, en una sola palabra... 

"Mei li zai chang ge / Murmur of youth", su segunda película, es tal vez la primera que habría que ver de Lin Cheng-sheng, la que más pistas aporta sobre qué clase de gran cineasta sin continuidad fue. Ha filmado diez, cada vez más espaciadamente.

Más honda y audaz que su debut del año anterior, "Chun hua meng lu / A drifting life" (1996), que ya llamó la atención de muchos "coleccionistas de operas primas prometedoras" que asisten a festivales occidentales, "Mei li..." es sin embargo más frágil y reductible a un eslogan que su predecesora y más aún lo será hoy, donde proliferan, interesadamente, historias de amor entre dos chicas como la que incluye.

A diferencia, a gran diferencia de otras muchas veces, de ese romance no depende "Mei li..." y es solo otro más de los episodios a vueltas con los insignificantes acontecimientos que viven Ling y Chen con el desencanto agazapado debajo de cada hallazgo. Y además está tan modélicamente filmado como lo que es: un tembloroso e insospechado suceso para sus protagonistas. Con las mismas alforjas, será capaz Lin Cheng-sheng de filmar un encuentro incestuoso en "Fan lang / Sweet degeneration" (1997), después de madurarlo durante cien minutos de metraje, sin coreografías, afligida, veladamente. Un par o tres de películas más adelante, en 2001 por ejemplo, cuando filme "Ai ni ai wo / Betelnut beauty", esas escenas ya se parecerán demasiado a las de otros, cada solución la habrá pensado ya antes alguien mejor y se esfumará la aventura del descubrimiento del camino propio. 

Este es aún el cine de los cuerpos. Sin propósito, sin contexto histórico, sin credo. Simple deseo, elemental lucidez.   

La calma expositiva de la película se construye sobre la extrañeza de no sentirse parte de nada, por no saber una palabra sobre el pasado, muy poco sobre el presente y solo tener alguna certeza para el futuro - saber qué no se quiere, que no es gran cosa -, con lo que conforme el pasado de la que mejor llegamos a conocer, Ling, sea desvelado (su abuela, a la que todos y hasta ella misma auguran apenas unos días más de vida y a la que tratan como si ya hubiese perdido la cabeza por completo), nuestra protagonista sabrá algo más sobre sus circunstancias y ya no se preocupará más por lo que depare el mañana; un recorrido conocido, el que nos lleva al corazón mismo del melodrama, un género al que reticentemente pertenece el film.

Quizá por esto último, esta es una gran película sobre la afinidad, sobre la capacidad para sincronizarse con otros, entenderlos hasta si nada dicen o actúan despreciando las lógicas de lo cotidiano. El amor recordado, seguramente deformado por el recuerdo, de la abuela de Ling y solo explicado en un extraordinario plano nocturno por su padre, la acerca más en realidad a sí misma que a Chen, que, con esa perfecta estructuración que define al film, deberá entonces recorrer el camino que tanta veces vimos que ella hacía cuando volvía de verla. 

El epílogo de esa inmersión, ya con los créditos sobre negro, utilizando solo la banda sonora, fundiendo un sonido en otro, es hermoso e insólito.