miércoles, 10 de febrero de 2021

ABILENE, U.S.A.

La muy establecida idea de que el primitivo cine de vaqueros quedó redimido por "Stagecoach" de John Ford, desheredó a cientos de películas de todas las décadas anteriores a 1939. Los numerosos seriales y las no menos abundantes y audaces fusiones con otros géneros, fueron quizá las más perjudicadas, pero también quedaron para siempre subestimadas las comedias y los melodramas que tan solo tenían al fondo el escenario y la época, pero no tanto los códigos, los personajes, los mecanismos que activaban la acción. Que todas ellas sean miradas desde entonces con condescendencia y candor apenas disimula  el desprecio, la imposibilidad de prosperar críticamente. 
La idea, complementaria a esa auténtica falla que se abre con el mítico western, de que un nuevo gran rumbo fue tomado por el género a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial (y razones de peso hay de sobras para argumentarlo: "My darling Clementine", "Canyon passage", "Pursued", "Duel in the sun", "The sea of grass", "Red River", etc. me temo que menos vistas cuanto más se ha asentado el tópico y por consiguiente menos cinéfilos se molestan en comprobarlo), orilla también y sin contemplaciones a la producción comprendida en unos seis años - desde el hito fordiano de la diligencia - de la principal cinematografía del mundo a pleno rendimiento, quizá en la época en que fue más necesaria para el público.
Por esa tendencia a destacar por encima de todo a lo trascendente y lo excepcional, solo parecen contar en ese lustro largo realmente "The Ox-Bow incident" de William A. Wellman y algunas llamativas incursiones de no precisamente especialistas en el género, como Henry King ("Jesse James"), William Wyler ("The westerner")... o John Ford, que no había vuelto al género desde que rodara "3 bad men" en 1926 y quizá, en parte, esa es la explicación del predicamento alcanzado por el film del muy laureado cineasta.
En tierra de nadie quedan películas, magníficas o notables, como "Buffalo Bill", también de Wellman (un eterno outsider hasta si se ocupaba de los mitos), "Union Pacific" de Cecil B. DeMille, "Virginia City" sobre todo del inmigrante Michael Curtiz o las de otro ilustre visitante como Fritz Lang, más las mejores de los americanos "medianos", que suelen apreciarse más cuanto más se les conoce, como "Tall in the saddle" de Edwin L. Marin, "Dakota" de Joseph Kane, "Badlands of Dakota" de Alfred E. Green, "Brigham Young" de Henry Hathaway, "San Antonio" de David Butler, "Belle Starr" de Irving Cummings, "Wyoming outlaw" de George Sherman, "Apache trail" de Richard Thorpe y todas las que queden aún por desenterrar de una cosecha bastante mejor de lo que la Historia ha sentenciado.
Al filo mismo de la entrada de Estados Unidos en el conflicto, se estrenaron en concreto y con apenas tres meses de diferencia, dos de los westerns más divertidos y dinámicos y seguramente dos de los cinco mejores filmados hasta ese momento,  los entusiasmantes e imprevisibles "They died with their boots on" de Raoul Walsh y "Texas" de George Marshall.
La gran fama (y merecería aún mucha más) de ese inmortal Walsh, contrasta con la muy pobre estela dejada por "Texas" y en general por el cine de este cineasta escurridizo y con mil caras que fue Marshall, del que nadie se ha ocupado a conciencia, abonado vitalicio al vagón de los artesanos impersonales, bon vivants al socaire de los grandes estudios.
Para ser justos, sí que es cierto que Marshall vivió una larga trayectoria sin mayores preocupaciones, nunca atribulado por tener que comprometer a cada paso unas convicciones, una ética de su oficio. Se dedicó a divertirse y a divertir a los espectadores, en una gama de films que mirados por encima no anuncian grandes rupturas.
"Texas" desde luego no parece la punta de lanza de un magisterio insólito trágicamente acallado y sus cualidades parecen naturales de tan habituales antaño: el placer por narrar, una verborrea endiablada, constantes giros y sorpresas argumentales, un sentido del humor con un timing insólito... sin que osase plantearse que con ello estaba derribando cuartas paredes, incumpliendo algún mandamiento del montaje, ejecutando incorrectos saltos de eje o maltratando el sagrado guión con improvisaciones. Marshall, como Leo McCarey - al que a veces se aproxima considerablemente y no me refiero a "Fancy pants", su remake de "Ruggles of Red Gap" porque con la galería de muecas de Bob Hope era imposible - negaría sin dudarlo que cualquiera de las razones detrás de sus decisiones ambicionaban comunicar algo "superior" a la lógica. 
Pero claridad no equivale a simplicidad. 
Reto a cualquiera a que trate de reconstruir el relato de "Texas" aún si justo ha terminado de verla o yendo a la unidad más pequeña del film, a detallar cómo están construidos los personajes - ¿alguien se anima con el dentista-entertainer-conspirador que interpreta Edgar Buchanan? - y no por estar mal expuestos o porque el film oculte información, todos ellos se ven venir desde el primer plano en que aparecen, pero es tan exuberante el despliegue de sus rasgos que cualquier cosa que hagan o digan parecerá durante un instante un disparate - no debe extrañar que acabara Marshall teniendo a Jerry Lewis como actor y hasta codirector no acreditado - hasta que aparezca el eslabón siguiente y pueda asimilarse el dato.  
El ambiente lo permitía. Marshall fabula, pero porque podía hacerlo, ya que el caos no se bosqueja; al contrario, debe ser captado con la mayor fidelidad. Hay que entender que el film se sitúa en un momento de cambios, con una guerra terminada y otra recién comenzada, la de la supervivencia en un territorio virgen inmenso, donde las reglas se establecían conforme alguien las imponía, al faltar súbitamente las dictadas en el campo de batalla. 
Cuando Marshall ruede la divertidísima "The mating game" y estemos en el plácido año de 1959 en que América entera esperaba el retorno de Elvis, Paul Douglas y su familia chiflada serán un reducto rodeado de orden y se impondrá la caricatura, pero esta salvaje Texas no tenía más que miles de kilómetros cuadrados de praderas y algunos poblachos repletos de fanfarrones, buscavidas y aprovechados, con una buena soga colgada de un árbol como amenaza y la oportunidad de darse la gran vida a poco la consiguieran esquivar. 
Y si algo no es "Texas" en modo alguno es un cuento moralizante, porque los dos mayores pícaros del film son los protagonistas, incorporados por unos jóvenes Glenn Ford y William Holden, que por esos misterios de la trasposición de interpretaciones entre películas, acabarán de dirimir bastantes de las diferencias que aquí solo se apuntan al final de la década en "The man from Colorado" de Henry Levin, solo que allí lo harán en otro tono más consciente y consecuente. Curiosamente y aunque el triángulo sentimental será el esquema recurrente en su cine del oeste - y no hay más que echar un vistazo a "The sheepman" de 1958 - Marshall tendrá siempre tendencia a dejar numerosos ángulos abiertos en sus comedias.
Ese poso lo tendrán en cambio obras maduras de Marshall como "The savage" o "Pillars of the sky" ejemplos de tolerancia e indignación por la injusticia, que será el sabor de los grandes westerns que llegaban, los que versaban sobre el espíritu de la conquista, se decantarán por el laconismo, lamentarán los paraísos perdidos y, al final, cerrarán el círculo con los atardeceres de las leyendas, pero que no tendrán nunca más la desinhibición y el vértigo de antaño. 

sábado, 6 de febrero de 2021

SER Y NO SER

Andrés Linares ha filmado seis películas en cuarenta años, tres en los diez primeros - habiendo codirigido su debut con José Luis García Sánchez, "Dolores" en 1981 - y otras tantas en los siguientes treinta, con largos periodos de inactividad, el último de los cuales ya dura casi una década y parece que será definitivo.

Si nada lo remedia, su nombre habrá aparecido por última vez en un deshilvanado trabajo a cuatro manos de 2012, "Dormíamos, despertamos" (gestada a raíz de las manifestaciones espontáneas del 15 de marzo de 2011 en Madrid) donde su aportación es difícil de calibrar y quizá solo tuvo un cariz paternal, porque poca cosa se prolonga, siquiera nominalmente, del espíritu que levantó su mucho más implicada "Alzados del suelo" en 2004. Una lástima, para los que creyeron de verdad, que hasta esto sea una performance. 

De manera puntual, alguna de sus obras tuvo un cierto eco, más apagado si cabe cuando se trató de sus otros films, los de ficción, pero ya se sabe que hace falta que alguien grite para que funcione el efecto y de Linares poco se ha escrito y nada se dice. Como es habitual que sean sus propias palabras las que acompañen sucintamente a cualquier referencia localizable sobre su trabajo, no debe haber sabido venderlo muy bien o no se ha ocupado en absoluto de ello y en España eso es (pecado) capital, con lo que nadie le echa de menos y ahí yacen en bloque todas sus películas, tildadas - puede comprobarse con una breve exploración - como menores o insignificantes. Y, sin excepción, como singularmente conflictivas de filmar, tendenciosas a la postre, oportunistas o inoportunas, que ya es curioso como alguna gente no acierta nunca y ni siquiera ha sido capaz de acompasarse a alguna de las múltiples edades de oro y generaciones prodigiosas que proliferan en el cine español.

El hecho de que pudiera accederse con facilidad a sus películas y circulasen copias adecuadas para poder apreciarlas, que ni una cosa ni otra se dan hoy día, quizá alcanzaría para que se detectaran una serie de constantes temáticas - la traición y la delación, la amistad, el compromiso político, la obsesión por revertir los errores del pasado... - que en el mejor de los casos proyectarían de él una imagen coherente pero apuesto a que insuficiente para que se le pudiese catalogar como autor, ya que la muy heterógenea y en apariencia "utilitaria" estética externa de sus películas impediría mínimos consensos en ese sentido. Por supuesto, de confirmarse ese estatus, su cine se elevaría a una nueva esfera, pero no serviría absolutamente para nada: hay, ahora más que nunca, docenas de autores tan reconocibles y personales como abominables.


"Doblones de a ocho" de 1990 es la película que ocupa el ecuador - que no el centro temporal, vacío - de su carrera y que me parezca la mejor junto a la última en solitario, "La vida en rojo" (2008), no sirve para presentarla como ideal para abrirle a Linares expediente de reputación superior porque está tan marginada como el resto y supongo que tampoco para resumirlo, porque la mitad de cuanto ha filmado es de factura documental. Sí quizá para, apoyándose en la anterior, "Así como habían sido (Trío)", poder trazar una paralela a cineastas contemporáneos y compatriotas mejor apreciados en general pero tampoco muy vigentes ya, directores con una breve pujanza en su mayoría durante un tramo (el inicial casi siempre o uno igual de breve posterior) de sus carreras: Antonio Drove, José Luis Borau, Mario Camus, Manuel Gutiérrez Aragón, Felipe Vega, José Luis Garci o Pablo Llorca. Pero imagino que no va a ser muy útil esta referencia en cuanto se aprecie que tal trayectoria tomó un vector oblicuo, sería cuestión de calcularlo, en su obra límite "La vida en rojo" y ahí se fueron al traste las posibles hermandades con otros, que si no es su destino, lo parece.

Evocación melancólica, quimérico lamento mejor dicho - aunque pueda parecer un contrasentido, pero se trata de algo en buena medida que pudo ser pero no fue - vestigio sentimental sustraído de la mala fortuna, las malas decisiones o la recta inocencia que no tiene camino por delante en un mundo torcido, "Doblones de a ocho" es también una aproximación no marinera, pero al borde mismo del mar, a "Treasure island" de Robert Louis Stevenson y como tal, una fantasía adolescente, solo que a su envés: no contagia las ganas en ningún momento de que se hubiese convertido en realidad. 

Comunica en cambio una gran desazón su pequeña aventura iniciática y maldita la hora en que hubo que afrentarla para corroborar lo que todos menos el protagonista ya sabían. No hay bellos perdedores ni gloria en la derrota porque esta, como sucede en cualquiera de sus películas, parte de ella, vive en su enmarañado seno y aún tiene los arrestos para sacar algo en claro sin engañarse.

Los mismos actores y actrices, inolvidables en manos de unos pocos y cromos repetidos en los de la mayoría (Omero Antonutti, Icíar Bollaín, Emma Penella, Luis Ciges, Fernando Guillén padre e hijo, Loles León...), la misma época tantas veces retratada por películas españolas (los años 60, reconocibles por cualquiera), un suceso que apenas valdría para periódicos comarcales... nada extraordinario parece ofrecer esta película de aire aturdido y ensimismado, pero bien escrita, determinada, orgullosa, emotiva y dura, muy dura, devastadora si se complementa con las demás que ha hecho, que deben conocerse para no tener la idea equivocada que puedan dar algunas elipsis sobre los momentos más dramáticos, pues si hay un cineasta que no ha eludido filmar crudamente lo que los demás callan, es este, una y otra vez, señalando lo que muchos vivieron o bien saben y han preferido olvidar.  

Tal vez ese atrevimiento es el que ha pagado Linares sin saltarse un plazo, en pesetas y en euros, a tirios y troyanos, con intereses pendientes aún hoy, que tan espuriamente como de costumbre, nos dicen que todo ha cambiado y ¿acaso alguien lo duda? a los que olvidaron también los olvidarán.