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viernes, 23 de mayo de 2014

LIVIA PULCHRA

Como un fantasma errante que aparece una mañana sacado de un cuento de Edgar Allan Poe en la invernal RíminiDaniele Dominici (Alain Delon), todo ya vivido, nada en particular por delante, se diría que pertenece a otro siglo, a otra estirpe.
Ni las agudas notas de la trompeta de Maynard Ferguson que inundan de jazz la banda sonora y le persiguen por el embarcadero, perturban su aura.
Le hablarán de política y no querrá saber nada, de educación y tampoco. Dejó de enseñar para vender libros, o eso afirma, sin el cansancio propio del desencanto.
Su destartalado Citroën de antes de la guerra, su aspecto de tuberculoso, los monosílabos de cine negro que pronuncia, cómo desprecia modas y sin embargo recuerda a Petrarca... poco existencialismo cabe si no se existe, si no se está.
"La prima notte di quiete" es un réquiem desesperado por las batallas perdidas y las pocas ganas de afrontar todas las que puedan venir.
Salvo una.
Un plano del rostro de Vanina (Sonia Petrova), una melancólica fille perdue, hermosa mercancía en manos de cualquiera, será suficiente para invocar lo poco de quijotesco que le queda a Daniele.
La restauración de esta obra maestra de Valerio Zurlini, penúltima de las películas que rodó, encargada por la Titanus a Giuseppe Rotunno, restituyó por fin toda la belleza del negativo original, ajado prematuramente, como si hubiese querido hacer lo que sus protagonistas, borrar el pasado y no pensar en el futuro.
Porque el romanticismo de "La prima notte di quiete" no tiene brillo ni bien merecidos descansos, con lo que tampoco precisa de gestos.
Vemos a Daniele con la mirada clavada - y perdida al mismo tiempo - en Vanina mientras baila con el playboy Gerardo, un rato después de haber intimado con ella, y Zurlini lo paraliza bajo las luces de colores de la sala de fiestas, impidiendo no sólo que escenifique un desplante, sino también la posterior reacción de ella, tal vez arrepentida, tal vez amnésica de los besos y la complicidad.
Cuando se aferren definitivamente el uno al otro, ella parecerá de nuevo la jovencita con que comerció su monstruosa madre (Alida Valli, que quién hubiese pensado en los años 40 que haría papeles como este o el de la condesa de "El diablo se lleva a los muertos" de Bava) y él no se mostrará heroico, sino más indeciso que nunca, torpe, hastiado de su indolencia, de no poder alcanzar, ni con ella, el equilibrio que lleva persiguiendo media vida, esa paz que sólo consigue encontrar en una sublime madonna de Piero della Francesca, en libros (elegidos, no parece conocer al muy vendido Bedeschi) o hasta en la rutina cautiva de los delfines del acuario municipal.
No se acercó Wenders tanto a Nicholas Ray como lo hizo aquí Zurlini, además pisando el terreno siempre atribuido a Visconti y que también fue de Bolognini y de Maselli.
En algún lugar entre el ansia de libertad y el amor desincronizado de uno y el peso del pasado y las circunstancias del otro, cobra vida el film.
Paradójicamente en quien veremos anticipada la tragedia será en dos secundarios, que a diferencia de los protagonistas, viven, les ocupa el presente. Ven la televisión, se dejan llevar, miran por el dinero, sienten deseo.
Monica (Lea Massari), la mujer de Daniele, se deprime esperándolo y se aferra a las migajas que le deja
Él la utiliza y en cierto modo no sabrá hacer mucho más con Vanina, erradicada como tiene la ternura y esa mezcla de coraje y fantasía necesaria para poder entregarse a alguien.
Zurlini inteligentemente filma sus encuentros sexuales con Monica y Vanina de modo idéntico, animal, sin una galantería.
Por su parte, el frívolo Spider (Giancarlo Giannini), intrigado por su hermetismo y dicen que enamorado de él, será quien averigüe algo que Daniele prefirió enterrar hace muchos años.
Despeñado de su árbol genealógico, sin una noble lira, Daniele arriesgará y perderá, o eso quedará escrito, porque las vidas de los demás no entrañarán victoria distinta a la de la supervivencia.

domingo, 30 de agosto de 2009

LOS AMORES DE ROBERTA

Un prodigio de inteligencia narrativa y de sensibilidad. No cabe decir otra cosa - y se ahorran muchos circunloquios e introducciones - después de revisar la que es probablemente la mejor (pero no la única realmente grande) película del muy olvidado Valerio Zurlini.
Yo iría más lejos y aunque sólo sea por el puro placer de hacerlo, diría que “Estate violenta” es la mejor película italiana de los 50 no filmada por Rossellini. Mejor aún que el gran debut de Ermanno Olmi, tan buena como la personalísima incursión de Pietro Germi en el cine negro o su gran epopeya migratoria, tan memorable como varias obras neorrealistas más o menos tardías de De Santis, Soldati, Castellani y compañía, más redonda que varios Viscontis y Fellinis con mayor fama, tan grande como varios Matarazzo… y fuera de esa década, mejor que otras películas que trataron un tema parecido firmadas por Maselli o de Sica.
Hay grandes películas que se contemplan con expectación, esperando con paciencia el deslumbramiento que provocan sus fogonazos de genio, que llegan por sorpresa o culminando una, a veces incluso ardua, dificultosa, concienzuda construcción. Ninguna de estas hizo Zurlini o tal vez sólo la última, “Il deserto dei tartari”.
Otras en cambio, se disfrutan con regocijo continuado al paso de sus fotogramas. Encontramos como las piezas van encajando pero no con la cansina mirada de quien ve armar un puzle a partir de una fotografía, sino con la admiración que deriva de ver resolver un problema matemático; se trata de solucionar una serie de escollos con las dos únicas armas permitidas: la inteligencia y el buen gusto. “Estate violenta” es un modelo, una bandera de estas últimas.
Sus modestas dimensiones argumentales y sus muy medidas ambiciones - es al fin y al cabo una historia de amor con el lejano pero cada vez más presente eco de la guerra - le permiten alcanzar la excelencia sin las típicas complicaciones que acarrean las pretensiones. Zurlini nunca parece que se propuso legar al mundo un fresco histórico, tal vez consciente de adonde había llegado el cine de su país en el decenio anterior, que logró, casi en tiempo real (y a veces con una clarividencia futura que raya en lo increíble) registrar una serie de acontecimientos que desviaron el rumbo del siglo XX con una mezcla, aún no superada, de humanismo y realismo. Después de “Germania, anno zero”, “Paisá” o “Roma, ore 11”, ¿Qué sentido puede tener (estamos en 1959) seguir incidiendo en ese camino?

¿Por qué es mejor que otras películas de parecidas intenciones?
Como las grandes películas de Vincente Minnelli y como varios Naruse con los que tiene un sorprendente parecido, “Estate violenta” es un artefacto de precisión en el que nada parece milimetrado, sino producto de la inspiración. Nunca se llega a saber cuánto puede haber en las más brillantes escenas que la jalonan (las dos fiestas, la tarde en el circo, la escena de la playa desierta al amanecer, el bombardeo al tren) de trabajo previo de guión y preparación y cuánto de ideas de rodaje que potencien el efecto final, pero en pocas películas se puede ver una mejor utilización de la profundidad de campo, un mejor aprovechamiento de toda la dimensión del plano, un mejor uso de la fotografía, el vestuario y la música o unas interpretaciones tan perfectamente moduladas (Eleonora Rossi Drago, hermosa y trágica, Trintignant en su mejor papel junto al de “Il sorpasso” de Risi) de manera que no se quiebre el delicado equilibrio de la puesta en escena, triunfante en ese muy complicado campo del romanticismo, del que es uno de sus más perfectos ejemplos.
La dosificación de sus elementos es perfecta; no se trata de una película “adornada” con un esqueleto convencional. Realmente parece que nadie nunca antes hubiese rodado el deseo, la clandestinidad de los amantes, un beso robado mientras suena “Temptation”. La limpieza y la esencialidad de estos momentos, que parecen sacados de un tratado de emplazamiento de cámara, de encuadre y de ritmo, es ejemplar.
Años después Zurlini legaría otro de los grandes melodramas románticos y mi otra película favorita de su carrera, la sublime “La prima notte di quiete” de 1972, con un inolvidable Alain Delon. Entre medias llegaría la popular “La ragazza con la valigia” (la menos valiosa que conozco de las suyas y aún muy buena), la subvalorada y durísima “Seduto alla sua destra” (con un Woody Strode “nacido” del “Sergeant Rutledge” de Ford), el denso drama “Cronaca familiare” o la muy original “Le soldatesse”, con Anna Karina, para finalizar con la pétrea adaptación de “Il deserti dei tartari” de Dino Buzzatti.
¿Alguien ha podido ver “Le ragazze di San Frediano”?