En ese momento, sin que todavía suene un acorde de la banda sonora y aunque hace ademán de saludar al imaginario público, con las enredaderas mecidas por el viento y el único sonido de los pájaros de fondo, parece caer en la cuenta que nadie lo estaba observando y queda extrañamente desubicado y solitario; a continuación, sobre unos grabados de ciudades europeas y unos mapas color sepia, entran los títulos de crédito.
Es la escena de apertura, la primera de una hermosa serie, que conforma “Dvoryanskoe gnezdo”, una de las más olvidadas grandes películas y milagro de Andrei Mikhalkov-Konchalovsky en 1969, hipnotizado por la novela de Ivan Turgenev.
Allí, en esa casa desde donde su viejo maestro de música sueña por su parte con su patria y nada parece lo que era o quizá nunca fue lo que tanto anheló en sus viajes, qué más da, se enamora sin remedio de la joven Elizaveta, que duda. En ese momento retorna Varvara, que por la prensa creyeron que había muerto.

Pero Andrei Mikhalkov-Konchalovsky parece en estado de gracia, prendado de Visconti, de Vidor, de Bergman y además liberado milagrosamente de modernidades coyunturales. Y lo que es más importante, es capaz de mantener mágicamente ese do sostenido que marca la apertura, sin caer en los errores habituales: llenar el film de personajes excéntricos, empeñarse en poner la Historia por delante de la historia... de hecho, concede a elementos habitualmente secundarios un papel primordial.

Y la música, una evocadora melodía con balalaika que es el pasado mismo que quiere volver sin conseguirlo, puntúa hábilmente los momentos en que los personajes parecen por fin encontrar la salida - y certifica el amargo destino de todos, al ser igualmente la base de la canción que ellas cantan para de alguna manera despedirse de él - y desaparece y deja paso a la orquesta cuando es la sociedad entera, los prejuicios y la tradición quienes les arrebatan la capacidad de decidir.
Las últimas escenas, con Fyodor inmerso en las diversiones de la ociosa aristocracia, repleta de Condes de ancestrales estirpes que como la suya tocaban a su fin y arribistas como el contumaz pretendiente de Elizaveta, que tienen como único objetivo ascender en las altas esferas de San Petersburgo, parecen anunciar el destino del país en los años venideros; apenas 50 faltaban para que se derrumbase la Rusia de los Zares.