jueves, 25 de marzo de 2021

CONFORTABLEMENTE ADORMECIDOS

Un plano en el que, tras una explosión, una chica corre envuelta en una manta aluminizada ofrecida por los bomberos camino de una fiesta, la fiesta en que la asaltarán todos los fantasmas de su edad y de las que le faltan por cumplir, es tal vez el momento más exultante de "Travolta et moi", episodio de Patricia Mazuy para la serie "Tous les garçons et les filles de leur âge" del canal Arte y uno de los films que mejor han capturado la sempiterna fantasía adolescente que ilustra, mejor que ningún, otro el instante que aprehende el mencionado encuadre, la de mandar al infierno a la familia, al futuro, las obligaciones y la reputación para quedarse con la diversión, el sexo, la música y el vértigo. 
Cuando se piensa en el lugar "correcto" de esta película, donde hubiesen querido estar nuestros protagonistas, quiero decir, vienen a la mente las bonitas hileras de casas californianas con porche y rampa serpenteante entre el césped por donde campaban a sus anchas aquel verano del 78 los gamberros de familia pudiente de "Over the edge" de Jonathan Kaplan, por ejemplo; ese mundo perfecto donde sonaba "Aint talkin bout love" y, sencillamente, mañana no existía. 
Pero en esta fría y gris Francia de provincias invadida a contramano por la fiebre del sábado noche, que solo existió en cuatro guetos elitistas de Nueva York por muchas ilusiones que se hicieron los Tony Manero de este mundo, a una chica en la que nadie se hubiese fijado como Christine le quedan solo dos opciones, perder por adelantado o perder ella misma, callarse o gritar.
No importa que este Nicolas del que se queda irrazonable e irremediablemente colgada parezca sacado de un remedo de "Le diable probablement" y nadie en su sano juicio debiera fiarse de sus acotaciones no sea las cumpla, no importa lo que escribió Nietzsche, menos aún las letras de Aerosmith y menos todavía las de esa lunática alemana, Nina Hagen, en el caso de que alguien las entendiera, no importan ni siquiera los amigos, tan solo cuenta una cosa: sentir que por una vez hay cosas que giran en torno tuyo y no al revés.
La imagen que queda en la retina de la cámara, con el "White riot" de The Clash - qué bien hubiese quedado "Ain't it fun" de los Dead Boys - atronando en los altavoces de la pista de patinaje, "... quiero un disturbio blanco que sea mío y de nadie más..." es la mejor ilustración del final de algo, algo que para esta chica ni siquiera había empezado, los mejores años de su vida.
La emoción con que Mazuy sigue toda esta kamikaze peripecia, como si estuviese tirando del brazo a cada momento a su joven protagonista para que se asomase por el visor y saber cómo lo hubiese mirado ella, es la única explicación que necesita esta película admirable y desoladora, que se enreda en los propios recuerdos como un boomerang y que se quiere y se entiende como a todas y cada una de esas memorias embellecidas y por supuesto inventadas de los años en que bailan una extraña danza las ilusiones y en un mismo día recuerdas que quisiste suicidarte por la mañana e irte, exultante, al fin de mundo por la noche porque no te da la gana de reponer el orden inverso de los acontecimientos.
Cubre además y con creces esta tardía película punk una llamativa laguna que habían dejado los cineastas franceses, quizá los más dotados para haber podido captar en su día aquel breve interludio que detonó al mismo tiempo en que los Bee Gees hacían bailar a medio mundo y que era el complemento y no el reverso, como parecía, de ese festivo espejismo. 
Siempre pensé que debieron haber sido ellos y no los británicos o los norteamericanos, pero solo unos pocos reflejaron en sus películas algo de aquella visceral reacción al sopor virtuoso que había crecido hasta límites absurdos durante la década. 
Está Jean-Luc Godard (interesado estrictamente en otras músicas y solo una vez en unos precursores de este agitado y prematuro final de siglo como los Stones unos años antes y en realidad más pendiente de sus procesos que de los efectos) como atestiguan varios extractos desde principios de los 70 y hasta antes (desde "Weekend" y tirando del hilo, desde el principio de su carrera) y están, más tangencialmente, Maurice Pialat ("Loulou"), Jean-Claude Brisseau, Jean-Claude Guiguet ("Les belles manières") y Paul Vecchiali (y no solo por "Corps à coeur").
La mayoría de los demás directores indicados para haber vibrado y obtenido algo valioso de todo aquello, estaban a otras cosas (Jean-Claude Biette, Chantal Akerman, Alain Tanner, Jean Eustache, Chris Marker, Luc Moullet o Jacques Rivette) o "no estaban" (Philippe Garrel). 
Por desgracia lo que ha quedado es mucho menos estimulante: onanismos varios, biopics llenos de mentiras y algún destello en películas de Brian Gibson, Allan Moyle, Alan Parker, Martha Coolidge, Miles Copeland, Don Letts, Susan Seidelman, Derek Jarman o Penelope Spheeris, que devoré en busca de algo que me habia convencido que era imposible encontrar y resulta que estaba gestándose detrás del mostrador de una panadería.
Imagino que a pocos importará. 
Sí, desperdigados entre sus nerviosas imágenes, están varios de los más certeros instantes robados a la ficción sobre aquella masiva crisis de personalidad - enfangada y recordada más por la moda y la política -, pero los cineastas renunciaron a mirar desde las posibles - y no tan malas como parecían - edades posteriores de la vida, conforme eclosionaban las grandes músicas "para adolescentes" de la segunda mitad del siglo XX, tratándolas como poco más que un pasatiempo. Tuvieron más suerte quienes vivieron el jazz, el folk, el blues, el soul o, in extremis, el rock n' roll, con las películas que han quedado, pero envejecieron, sin desfallecer, los glammies y los hardcorianos, los fans del sleaze o del pop de la costa oeste y con ellos se van sus recuerdos.