jueves, 26 de septiembre de 2019

GRANDES EXPECTATIVAS

El gran éxito de púbico de "Bolshaya semya" en 1954 - también en Italia, el segundo país donde más plateas llenó -, un por entonces muy comentado premio coral otorgado a sus intérpretes en el Festival de Cannes y el renombre que adquirió su director, Iosif Kheífits, son hechos que suenan desde hace muchos años a historias inventadas.
En realidad son algo mucho más triste que eso, son amarillentos recortes de periódico que despiertan tanta melancolía como indignación al volver a leerlos en cuanto se contempla esta película con ya muy poca fe en la justicia que debiera restituirle el lugar que merece.
Es una buena paradoja pensar que si hubiese contenido hipócritas proclamas políticas (solo se cuenta una "leyenda urbana" sobre Lenin; ni una palabra se dice sobre Stalin) o al menos hubiese sido oportunamente malinterpretada aprovechando su gran difusión, seguro que engrosaría las listas del cine de propaganda y de vez en cuando tal vez se molestaría alguien en comprobar qué colores pudo haber bajo los barnices. 
Pero la gente, aquellos espectadores, la hicieron suya simplemente porque "era como ellos".
Allí y en todas partes, en la medida en que fue permitido con retrasos y "filtros" varios, ese público asistió al esplendor de los mayores maestros, pero se adhirió también con fuerza - y sin hacer distinciones - al genuino cine popular, accesible y cercano para todos, pero olvidado críticamente desde siempre, aun si fue practicado por cualquiera de los grandes (y pocos no lo hicieron), con lo que la situación no ha hecho más que empeorar con el paso del tiempo. ¿Quién no mira ahora con cierto o absoluto desdén a "Torna!", "Scaramouche", "Wait 'til the sun shines, Nellie", "L'oro di Napoli", "Awaara", "The curse of Frankenstein", "Mát", "El rebozo de Soledad" o "Lili" e incluso a "The flame and the arrow", "When Willie comes marching home", "Japanese war bride", "The thing from another world", "La Tour de Nesle", "Pyaasa" o "Il generale della Rovere"?
Huérfana de defensores, como casi todas ellas, "Bolshaya semya" lleva ya sesenta y cinco años perdiendo hojas mientras mediocridades estilizadas se enredan no se sabe muy bien cómo a la Historia "oficial" y ahí permanecen. Siemprevivas de plástico que no cometen pecados capitales tan pasados de moda como tratar de no hundir a nadie en la miseria por muy incierto que parezca todo, o su reverso, no prometer algo a sabiendas de que no va a haber manera de alcanzarlo.
Qué suerte la de esos espectadores, ¿no es cierto?, probablemente inmerecida - ni a un lado ni a otro de la pantalla era nadie más listo ni mejor a mitad de los años 50 que en cualquier otra época -, vaya constelación de talentos al servicio de cinéfilos primitivos y ocasionales aficionados.
En cuanto pasen diez años y se empiece a hablar de decadencia, en las dos o tres décadas posteriores bien que se batallará por elevar el cine a esas alturas y en buena medida se conseguirá. Cuánto se escribirá, cómo se recuperará el pasado, qué bonitos serán los puentes que se edifiquen para conectarlo con el presente.
Ahora ya no hay tal empeño porque no existe tal problema: ya por fin - y es solo el principio -, nos merecemos el cine que tenemos y lo que no hay quien entienda es cómo se siguen rodando películas como "Mademoiselle de Joncquières", "Ad Astra", "Le chant du loup", "Amanda" o "Village rockstars".
Esta gran pequeña película soviética, donde todo el mundo habla por los codos y nadie sabe un pimiento de lo que ocurre fuera no ya del país, sino de más allá del astillero como no venga en un libro de álgebra o lo haya escrito Tolstoi, tiene una belleza plástica asombrosa, es un prodigio de claridad en su frenesí narrativo pero también de complejidad y emoción en sus momentos de calma y una divertida fábula sobre el relevo generacional.
En cualquier puerto o en ciudades interiores, seguro que hubo cientos, miles de abuelos que no sabían retirarse después de una vida de trabajo como Matvei, nueras desencantadas con el patriarcado irreductible que ellos y sus hijos representaban, como Lida, románticos empedernidos como Alesha o intelectuales de pacotilla que se creían mejores que todos juntos como el que está a punto de arruinar la vida a su querida Katya.
Con estos personajes desviando la atención constantemente no hay manera de presumir en condiciones de progreso industrial. Así, la coletilla que se repiten a menudo unos a otros de "sepultureros del capitalismo" para fraternalmente autodenominarse suena cómica en lugar de solemne, las innovaciones técnicas en el trabajo significan una nada disimulada catástrofe para muchos y la apertura a la dirección de mujeres - incluso más rápidamente de lo que lo estaban haciendo los diabólicos países occidentales -, choca con la imagen repetida, veintisiete años después (me refiero a "Devushka s korobkoy" de Boris Barnet), del mismo y ya por entonces mezquino y arcaico mandamiento gubernamental respecto a la concesión de una simple habitación a una pareja casadera.
Hubiese sido en vano.
No importaría lo que hagan decir o hacer a un personaje, que será verdad si el gesto y la mirada lo transmiten y lo sabremos de inmediato y nunca lo podría ser en caso contrario y también lo sabremos. Esa capacidad para dotar de entidad a un actor o actriz, erigir sus afectos y desapegos para que se muevan libremente, florece por doquier o no surge por mucho que se abone y exponga el encuadre y es uno de los secretos que unen íntimamente a los gigantes y a estos casi anónimos cineastas como Iosif Kheífits.

viernes, 20 de septiembre de 2019

ANIMALES DE PORCELANA

Desde el aire puro, el color y el acercamiento al pueblo disperso entre montañas ("Wir Bergler in den Bergen sind eigentlich nicht schuld, daß wir da sind", 1974), desciende Fredi M. Murer a la polución, el blanco y negro y cualquier hormiguero urbano de su país, Suiza, para filmar "Grauzone" (1979), una de las más extrañas y fascinantes películas de los años 70.
La escasa fama internacional de este cineasta - aún vivo pero cada vez menos activo, quizá ya retirado - le llegaría años más tarde, con "Höhenfeuer" (1985), especie de continuación de la primera de las citadas y una de esas películas a las que se les adhiere el marchamo de "gloria nacional" desde los primeros aplausos recibidos en festivales, no tanto por arquetípica o ejemplar (el corazón del film lo ocupaba un caso de incesto) sino por repercusión y contribución a la diferenciación de su cine del de otras naciones colindantes, especialmente a ojos de los que no conocen ninguno de ellos.
Ni gracias a ese repentino prestigio concitó una mínima atención el cierre a la "trilogía alpina", "Der grüne berg" (1990), quizá la más sugerente de las tres; también merecieron más suerte las posteriores y aún mejores "Vollmond" (1998)  y "Vitus" (2006), gestadas tras largos periodos en los que Murer perseveró en su idea de filmar implicando a productores, jóvenes asistentes, escritores, etc., más allá de la financiación o para que le proporcionaran un material de partida.
Nada didácticas ni turísticas, tan inconcretas que no parecen ni ficciones ni documentales, ni patria ni tierra forastera parece cuanto capta la cámara de Murer, con una radical falta de gratuita empatía transmitida por nacimiento hacia lo que le rodea, una distancia que sería interesante calibrar - comparándolo con Alain Tanner y mirando hacia arriba, hacia Jean-Luc Godard - si es lo más auténticamente suizo de su cine. 
"Grauzone" pudo ser una fábula de ciencia ficción llena de metáforas dirigidas a un fácil blanco: dar a ver la cara oculta y esquizofrénica de la opulenta super-civilización en la que le tocó nacer, retorciendo un poco lo que hizo el propio Tanner en los convulsos días de "Charles mort ou vif". Quien busque esa película se encontrará tan perdido como la pareja protagonista, inmersa en un borgesiano impasse, de los que el ilustre escritor argentino hubiese inferido de sus lecturas favoritas de novela negra.
 
 
"Grauzone" quiere en cambio aprehender la dócil pero decidida escapatoria de la claustrofobia que produce cuanto ha dejado de funcionar como debiera: la vida familiar, el trabajo, el tiempo libre, el sueño... mientras desde el mundo exterior llegan confusas noticias, ráfagas inconexas de certezas que se tornan amenazas y de indicios que, inexorablemente, empeoran. 
Sospecho que la única manera de que sea tomada por "realista" - para preocuparse un poco menos, dada la inutilidad de cualquier iniciativa en contra - pasa por creer en conspiraciones, en que nada es lo que parece, en que nos controlan y trazan secretamente nuestro destino sin que sepamos una palabra hasta que es demasiado tarde para reaccionar. No dudo por supuesto que ese sea el gran sueño de élites y mabuses de todo tipo.
Los que más bien crean que son el azar o el absurdo inherentes a la vida y la inoperancia e ignorancia de muchos que ejecutan tales vigilancias y manipulaciones, los factores que distribuyen (pésimamente) la suerte, encontrarán un film que comunica un aún más profundo sentimiento de desasosiego e invalidez, donde los desajustes y desgracias ajenas, que se suelen mirar como un pasatiempo, de repente le pueden concernir a uno y de seguro le aplastarán.
La paranoia que asolaba al "espía espiado" Gene Hackman en "The conversation" de F.F. Coppola, será por ese carácter al que aludía al principio, no parece afectar ni dibuja una mueca en la cara del funcionarial Alfred (Giovanni Früh, de gran parecido físico con Roman Polanski y no encajaría mal este personaje en su cine), al que la "epidemia sentimental" que invade la película casi complace porque le permite hacer lo que de otra manera ni se le ocurriría o se atrevería.
El perfecto y preciso arranque, prodigiosamente medido, se anestesia y está a punto de detenerse completamente varias veces al poco rato, con acelerones cada vez más inesperados, lo cual lleva a otro pensamiento godardiano a propósito de esos contrastes entre maestría clásica - el siglo del cine - y fogonazos que convocan artes de otras centurias para dar luz a cuanto quedó deshilvanado y secreto.

miércoles, 18 de septiembre de 2019

LLUVIA NOCTURNA SOBRE EL MONTE BA

Miguel Marías

Es curioso que IMDb no haya aprovechado una línea que tiene para “créditos excéntricos” en la (escasa) información que proporciona de esta película china de 1980, porque, aparte del habitual (y casi siempre existente) director, el entonces debutante Wu Yigong, figura en los subtítulos en inglés del film un “general director”, que aún me pregunto qué puede significar: ¿un supervisor, el iniciador del proyecto, un viejo cineasta sustituido por enfermedad, por sospechas de desviacionismo, o por su origen probablemente burgués? Porque se trata de un conocido cineasta de los años 30, Wu Yonggang (n.1907), que por entonces tenía 73 años y todavía realizaría alguna película más antes de fallecer dos años después, y había pasado a la historia del cine chino por ser el autor de la excelente “Shen nu”(La diosa, 1934), primera de las treinta que hizo.
No es infrecuente que en la República Popular China, como en la antigua URSS (o en los Estados Unidos de Hollywood), figuren o no, hayan intervenido en bastantes películas dos o más directores, pero en todas partes resulta tarea trabajosa y casi inútil tratar de averiguar por qué, en qué orden, por deseo u orden de quién… y en qué medida la película terminada contiene las aportaciones (a veces críticas o antitéticas) de unos y otros.
Para 1980, al menos oficialmente, se había dado por clausurada la llamada Revolución Cultural Proletaria que imperó en China entre 1966 y 1976, aunque el grado de reconocimiento de sus estragos (millones de muertos ignorados en Europa, en especial por los entonces autodenominados “maoístas” o “pro-chinos”) osciló de un año a otro y no sólo cuando yo visité Pekín (ahora Beijing) en 1987, ni en 1989, cuando Tiananmen, sino todavía hoy (este año se han retirado del Festival de Berlín dos películas chinas que al parecer trataban de o aludían a este periodo que duró al menos diez años, afectó a muchos millones de personas y prácticamente redujo a cero la producción de películas, con la excepción de un par de ballets ideológicos).
De modo que sospecho que hacía falta, además del apoyo implícito, teórico, general y abstracto del gobierno del repuesto Deng Xiaoping, bastante valor para hacer una película tan clara y explícitamente crítica de la Revolución Cultural como “Bashan Yeyu” o “Ba Shan Ye Yu” (1980), de estos dos Wu no sé si emparentados (es un apellido muy frecuente en China, incluso entre directores de cine: conozco al menos cinco). Por cierto, el título suele traducirse, inexplicablemente, como “Lluvia de anochecer” aunque, por lo visto, literalmente significa, aún más misteriosamente, “Lluvia nocturna sobre el Monte Ba”.
Otro misterio es que en el cine oriental en general, y especialmente en el chino, abunden, todavía hoy, pero especialmente en los años 30 y, más sorprendentemente, en la década de los 80, los más auténticos herederos de Frank Borzage, Leo McCarey, John M. Stahl, Gregory LaCava, John Ford, Henry King, Frank Capra, Douglas Sirk o Vincente Minnelli. No es tan raro que quien hizo “Shen nu” admirase a Borzage en 1933; lo es mucho más que lo haga en 1980 Wu Yigong, nacido en 1938 y en ese momento autor tan solo de un cortometraje, aunque en 1983 realizase la muy reputada “Cheng nan jiu shi”(My Memories of Old Beijing), que no he conseguido ver.
De esa presunta filiación parte el enorme poder emotivo que, muy sobriamente, tiene para mí esta película, como las de Borzage en los años 30, a la vez muy clásica y muy libre, muy sencilla y muy compleja, muy fluida y muy elíptica, muy serena y muy sintética. Las múltiples historias de los ocho personajes reunidos en la Cabina 13 de 3ª clase del enorme barco fluvial que va de Sichuan a Wuhan por el río Chiangjian, más otros cinco también a bordo, y dos que quedaron en tierra en el puerto de partida y otros dos que sólo aparecen en breves y oportunos flashbacks constituyen un material narrativo extremadamente denso, que “Ba Shan Ye Yu” resume en unos 80 minutos, lo cual es uno de esos prodigios narrativos que el cine parece haber perdido casi por completo.
Actores para nosotros totalmente desconocidos, anónimos y desprovistos de cualquier connotación, que sin embargo al cabo de cinco minutos nos resultan conocidos y por tanto creíbles, y que, en consecuencia, nos importan como personajes …todavía más que los algo paralelos de una de las películas más recientes de Jia Zhang-ke, “Jiang hu er nv”(La ceniza es el blanco más puro, 2018) y mucho más que los de la película china más celebrada (quizá gracias al suicidio de su autor) de los últimos años, “Da xiang xi di er zuo”(An Elephant sitting still, 2018) de Hu Bo. Probablemente, porque es más sencilla y modesta, aunque los dos Wu - Yigong y Yonggang - se permitan la irónica venganza de hacer “héroes positivos” de todos los personajes inicialmente presentados como (o tomados por) “negativos”, y de sabotear otro de los mandamientos sacrosantos del “realismo socialista”, multiplicando a escala coral las “tomas de conciencia” de los personajes más dogmáticos, en uno de los happy endings más solidarios y compartibles desde “You Can’t Take It With You”(Vive como quieras, 1938) de Capra.
Es curioso también que esta película china de 1980, fruto de la presunta colaboración de un viejo cineasta y un joven debutante, se inscriba en una asaz gloriosa tradición del cine fluvial que va desde Mark Donskoí y algunos otros soviéticos hasta “Steamboat ‘Round the Bend” (1935) de John Ford o “Bend of the River”(1951) de Anthony Mann, al tiempo que entronca con una más amplia tendencia a crear un microcosmos de personajes contrastados y hasta contrapuestos reunidos por el azar en un lugar (digamos “Grand Hotel” y sus epígonos) o que se desplazan en el espacio y en el tiempo (basados casi siempre en el cuento “Boule de suif” de Maupassant y cuyo más célebre ejemplo sería “Stagecoach”(La diligencia, 1939) de Ford. En este caso cabría imaginar una influencia subterránea de King Vidor, especialista en hacernos ver a los espectadores lo que él decide mostrarnos, que tiende a ser cómo un personaje contempla lo que hacen o se dicen otros dos personajes: véase, sobre todo, “Ruby Gentry”(Pasión bajo la niebla, 1952), pero es un proceder frecuente en su filmografía y que los Wu aplican con gran sentido y hábiles panorámicas en “Ba Shan Ye Yu”. Es, en el fondo, la versión cinematográfica de lo que puede ser la función de la poesía, según lo que el poeta “reaccionario” Qiushi (Li Zhiyu) trata de explicarle a la policía secreta Li Yan(Qiang Ming), “dar a ver y hacer pensar por uno mismo”.