miércoles, 27 de marzo de 2024

NIRVANAS

De "los cuatro grandes de la Gaumont", como recogía un antiguo eslogan publicitario de dudosa eficacia, en los últimos lustros se ha restituido a su verdadero lugar en la historia del cine silente francés a dos de ellos, Léonce Perret y, sobre todo, a Louis Feuillade, de nuevo punta de lanza del estudio... cien años después. Pocas noticias en cambio hay de los otros dos integrantes del cuarteto, el muy oscurecido Émile Cohl, del que puede localizarse apenas una muestra de su obra animada y Jean Durand, al que si acaso se recuerda vagamente por sus pequeñas piezas cómicas de la década de los años 10 y por ser uno de los pocos europeos asiduos al género americano por excelencia, el western.

Fallecido en 1946, Jean Durand no filmó nada después del advenimiento de los nuevos tiempos y hoy día es uno más de los damnificados por una certeza generalizada y desmentida con cada gran hallazgo efectuado: que el cine que queda por descubrir de muchos periodos y géneros, será, a lo sumo, complementario del ya conocido o interesantes apéndices o rarezas y que muy pocas películas descarriadas o desatendidas en su día se pueden recuperar para la causa.

Si aventurado es aplicar ese apriorismo a cualquier género, no tiene ningún sentido cuando se trata del cine mudo. Por al menos dos razones, a veces en convivencia nada provechosa: porque pueden aparecer - aunque cada año que pasa parece más difícil - las obras dadas por perdidas y porque proliferan docenas, quizá cientos de autores abandonados por los mil rincones de su época; una era, la única, que no conoció decadencia y tuvo un injusto, bárbaro finis terrae que la cercenó en su momento de mayor refinamiento y perfección. 

Desde luego ni islotes de geografía curiosa ni fortificaciones escondidas por la espesura de la jungla, sino "nuevos territorios" parecen las obras silentes emergidas en los últimos años de cineastas como Evgenii Bauer, Ruth Ann Baldwin, Albert Capellani, Humberto Mauro o Alfred Machin para pensar que son los últimos que quedaban por desenterrar.

 
La investigación, muy parcial, sobre esa referida primera etapa de la obra de Durand, no arroja muchas pistas, ni siquiera del lugar que puede ocupar dentro del género que aparentemente más cultivó, la comedia, pero con el asentamiento definitivo del largometraje y conforme avanzaba, sin imaginárselo siquiera, hacia el ocaso de una era, todo parece cambiar. 
 
Tal vez no estén tan solos Griffith o Browning y haya más cineastas cuyas grandes obras finales en ese periodo, desprendidas de recursos que ellos mismos inventaron y borradas todas las marcas de autor antes de que el cine tuviera conciencia de que contaba con ellos, han sido ignoradas a pesar de haber conquistado la cumbre que se tardó casi treinta años en volver a subir, la de las más elocuentes y accesibles películas.

 

Una prueba fulgurante de ello es su penúltima obra, "La femme rêvée" de 1929, recientemente restaurada, proyectada en el Festival de Pordenone de 2017 y editada en blu-ray. Como no escandalizará ya a casi nadie no conocer un film como este a pesar de esos esfuerzos, supongo que los que sí se sientan impresionados al verla recordarán por qué dieron por perdida la poca esperanza que tenían en la justicia crítica.

El aspecto majestuoso que presenta ahora "La femme rêvée", sin mácula, hace que brillen sus bellezas técnicas: el uso de la profundidad de campo, el dominio de los distintos tamaños de plano, el equilibrio de las composiciones o el preciso ritmo narrativo.

La factura con que nos ha llegado gran parte del cine mudo, envuelto en ese velo de antigüedad que fuerza a los espectadores a compensar todos esos grandes progresos, intuidos o entrevistos en los casos más graves, no es esta vez coartada para sobrevalorar la película. Ahí están, esplendorosos. Pero siguen siendo, todos y cada uno de ellos, o facultades naturales de los cineastas o productos de un aprendizaje que podríamos denominar colectivo.

 

Es necesario ir más allá y apreciar cómo, dónde, por qué se utilizan esas herramientas.

Durand lo hizo para hacer un cine que sirviese para entender a los personajes. Un cine para no apresurarse a dibujarlos en una dimensión, para no entregárselos al público que no estaba dispuesto a tener paciencia, para filmarlos pensando y dudando. Si el hilo conductor es convencional o previsible, como en este caso - una novela "a lo Blasco Ibáñez", con claro arraigo en la más famosa obra de Choderlos de Lacios -  ahí está el reto, en afinar la puesta en escena, cristalizarla en las más puras estampas.

"La femme rêvée" se convierte por ese proceso en casi una investigación, Sobre la acción y la duda, - como todo Hawks -, sobre la confianza, sobre el azar y sobre la vana pulsión por erradicar el deseo para alcanzar la felicidad, lo cual la convierte en ¡una enmienda a la totalidad a Schopenhauer!

Tirando de ese último hilo, el del deseo, el personaje central del film es uno que apenas aparece en pantalla, solo unos instantes al principio y ya al final, en un desgarrador epílogo.
 
El amigo de la protagonista, que vivió toda su vida reprimiendo sus sentimientos, quizá el más auténtico de todos los habitantes del film, el menos adaptado a un medio que exija sacrificar opiniones y maneras, el ingenuo salvaje, el único que no alberga ninguna clase de dudas acerca de cuál es su "mujer soñada", ahora ya sabe cuál será uno de los recuerdos que no querrá tener.

sábado, 9 de marzo de 2024

SOSTENER LA GRACIA

A Lin Cheng-sheng le gustan las introducciones.

Planos que se van abrochando unos a otros, en montaje paralelo casi siempre, delineando apuntes en espacios que no delatan identidad escénica alguna y sobre los que se mueven quienes aún no parecen ni actores ni actrices. Minutos que su autor no utiliza para despertar la atención de ningún espectador como hacen tantos directores, sino más bien para habituar la mirada a una cadencia. Así, van apareciendo los primeros de muchos planos largos y diáfanos, las primeras lentas aproximaciones a conversaciones y detalles de la puesta en escena, algún suave cambio de eje e irán cobrando presencia los sonidos del ambiente y las canciones, hasta componer otra película, una que imanta a las imágenes.

Si se detecta la marcada consciencia de cada encuadre o movimiento de cámara, se deducirá que este cineasta taiwanés, tan poco célebre, debe ser una más de las promesas malogradas o no del todo confirmadas del reciente cine asiático, una lista prolija, por desgracia. Cualquiera que se sorprenda con las bellezas de su sencillo estilo se podría hacer entonces la gran pregunta: ¿por qué si sus películas alcanzan lo que otras tratan de buscar denodadamente - revelar, sin aparente artificio, la verdad que yace en gestos y palabras - le han sido tan esquivos los reconocimientos?. Tal vez reconocer es un verbo demasiado riguroso. Identificar y recompensar, en una sola palabra... 

"Mei li zai chang ge / Murmur of youth", su segunda película, es tal vez la primera que habría que ver de Lin Cheng-sheng, la que más pistas aporta sobre qué clase de gran cineasta sin continuidad fue. Ha filmado diez, cada vez más espaciadamente.

Más honda y audaz que su debut del año anterior, "Chun hua meng lu / A drifting life" (1996), que ya llamó la atención de muchos "coleccionistas de operas primas prometedoras" que asisten a festivales occidentales, "Mei li..." es sin embargo más frágil y reductible a un eslogan que su predecesora y más aún lo será hoy, donde proliferan, interesadamente, historias de amor entre dos chicas como la que incluye.

A diferencia, a gran diferencia de otras muchas veces, de ese romance no depende "Mei li..." y es solo otro más de los episodios a vueltas con los insignificantes acontecimientos que viven Ling y Chen con el desencanto agazapado debajo de cada hallazgo. Y además está tan modélicamente filmado como lo que es: un tembloroso e insospechado suceso para sus protagonistas. Con las mismas alforjas, será capaz Lin Cheng-sheng de filmar un encuentro incestuoso en "Fan lang / Sweet degeneration" (1997), después de madurarlo durante cien minutos de metraje, sin coreografías, afligida, veladamente. Un par o tres de películas más adelante, en 2001 por ejemplo, cuando filme "Ai ni ai wo / Betelnut beauty", esas escenas ya se parecerán demasiado a las de otros, cada solución la habrá pensado ya antes alguien mejor y se esfumará la aventura del descubrimiento del camino propio. 

Este es aún el cine de los cuerpos. Sin propósito, sin contexto histórico, sin credo. Simple deseo, elemental lucidez.   

La calma expositiva de la película se construye sobre la extrañeza de no sentirse parte de nada, por no saber una palabra sobre el pasado, muy poco sobre el presente y solo tener alguna certeza para el futuro - saber qué no se quiere, que no es gran cosa -, con lo que conforme el pasado de la que mejor llegamos a conocer, Ling, sea desvelado (su abuela, a la que todos y hasta ella misma auguran apenas unos días más de vida y a la que tratan como si ya hubiese perdido la cabeza por completo), nuestra protagonista sabrá algo más sobre sus circunstancias y ya no se preocupará más por lo que depare el mañana; un recorrido conocido, el que nos lleva al corazón mismo del melodrama, un género al que reticentemente pertenece el film.

Quizá por esto último, esta es una gran película sobre la afinidad, sobre la capacidad para sincronizarse con otros, entenderlos hasta si nada dicen o actúan despreciando las lógicas de lo cotidiano. El amor recordado, seguramente deformado por el recuerdo, de la abuela de Ling y solo explicado en un extraordinario plano nocturno por su padre, la acerca más en realidad a sí misma que a Chen, que, con esa perfecta estructuración que define al film, deberá entonces recorrer el camino que tanta veces vimos que ella hacía cuando volvía de verla. 

El epílogo de esa inmersión, ya con los créditos sobre negro, utilizando solo la banda sonora, fundiendo un sonido en otro, es hermoso e insólito.