miércoles, 13 de mayo de 2020

Y QUE VEAS LAS LUCES A TU ALREDEDOR

"Tonnerre" (2013) y la un poco anterior "Un monde sans femmes" (2011), las primeras películas que vi de Guillaume Brac, no me entusiasmaron. Una dosis de prevención del todo inconveniente y reñida con la curiosidad, por muy justificada que esté teniendo en cuenta la deriva del cine francés actual y la coincidencia de que en ambas estuviese Vincent Macaigne, un actor que me desagrada, con esa brusquedad de gestos, me llevaron a reducirlas, un poco injustamente. La primera me pareció una, otra más, de las películas con rockero improbable en gastada historia de vuelta a casa y romance con jovencita; la segunda, un remedo de los Jacques Rozier de los 70. Vueltas a ver, la verdad es que siguen sin parecerme importantes, pero sí honestas y "Un monde..." me ha crecido mucho hasta convertirse en la segunda que más admiro de las suyas.
La pista Rozier era sin embargo buena.
Buena y poco aprovechada porque ni los que amamos sus películas nos libramos a veces de tratarlo como no merece, de hacerlo un poco de menos frente a sus colegas de generación. Imagino que tiene que ver esto con el hecho de cómo recordamos las películas. Las de Rozier se disfrutan y adquieren su auténtica dimensión al volver a ellas porque es el discurrir de las imágenes, su tono y contagiosa expansividad lo que renace y se consolida cada vez, pero en el recuerdo se escapan entre los dedos, no por ser demasiado frágiles sino porque nosotros, yo el primero, lo somos. Estamos demasiado atareados siempre como para instalarnos en ese estado de fortaleza e inclinación a la plenitud de una manera instantánea y recuperar a Jacques Rozier. Ni por ser poco intrincado ni por caminar al paso de las emociones de los personajes es tan inmediato su cine como lo pueda ser pinchar una canción, que surte efecto en segundos.
Un corto primerizo, "Le naufragé" (2009), prólogo de "Un monde sans femmes", me aportó poco, pero el doble mediometraje al alimón con estudiantes "Contes de juillet" (2017) ya me puso en guardia. Ahondaba en una idea de cine del placer y del presente, con buen humor pese a desdichas o peligros, admitiendo que lo que sucede es, casi siempre, producto del azar y que mantener los ojos bien abiertos basta para entender a la gente... si es que hay algo que entender. Las pulsiones de sus jóvenes protagonistas, antes que por sublimar lo que queda de la infancia y nos rige toda la vida, las registra Brac porque en realidad no hay otra cosa que representar. Es interesante la idea, mejor desarrollada en la segunda parte del film, de un cine anti-escénico, que al menor fingimiento o ante cualquier elemento no instintivo, se desmanda, se sale de cuadro, sin importar que haya una conclusión, que es lo de menos.
Cualquier hecho es trivial o el causante de una catástrofe, es íntimo o notoriamente público y sería un error pensar que sucede esto porque se trata de jóvenes con nada en la cabeza salvo sexo y diversión; esa acotación a la inmadurez no tiene más límites que el punto de vista de quien mira.
Poco, no lo esencial, sin embargo, de esa película y las anteriores, si acaso el escenario de la primera parte de "Contes de juillet", anunciaba "L'île au trésor" (2018), donde el avance ha sido de gigante y el flechazo, definitivo.
Tal vez en pocos años o en pocos meses - si es que no lo ha hecho ya, porque en Berlín estrenó una nueva película, "À l'abordage" (2020) de tan poco incitante aspecto como "Lîle au trésor" -, Brac se despeñe para no volver a levantarse, ejemplos hay para aburrirse, pero lo cierto es que ahí queda esta maravillosa obra que convoca la juventud y la diversión - o sea la felicidad con minúsculas, en lenguaje adulto - y lo hace en un lugar tan poco referencial como el de un área recreativa veraniega a las afueras de París, poco millennial supongo y si algo lo es, será por circunstancias, porque queda a mano en cercanías o autobús de la gran ciudad, por no ser muy cara y por reunir a los que no pueden veranear como Dios manda(ba), en la costa o el extranjero.
Sé que tiene mala defensa "Lîle au trésor".
No deja de parecer un documental sobre un, grosso modo, parque de atracciones, que hasta se podría entender como promocional, si es que tal cosa - atraer más público y sacar brillo a su imagen - fuese algo necesario para un paraje tan popular, siempre lleno de gente y donde la mayor preocupación de los encargados del recinto es vigilar y evitar a los que se quieren colar por todas partes. 
Precisamente con un grupo de estos chicos se abre el film y aparece pronto una clave en el sentido más musical posible, útil para comprender las intenciones de Guillaume Brac, que poco tienen que ver con la perezosa constatación de lo que ha cambiado lo que una vez fue el sitio de su recreo - y donde su admirado, pero no emulado, Eric Rohmer filmó "L'ami de mon amie" en el 87 - o un "informe sociológico" sobre las periferias occidentales.
La cosa es que los chicos no quieren pagar, quién querría y se adentran por un riachuelo y un sendero y consiguen burlar a los de seguridad. Justo cuando están a punto de conseguir su objetivo, el último de la fila mira atrás y dice algo así como "no nos sigue nadie, rápido".
Será un detalle pueril pero que la cámara, el director, no les coarte ni sea un incordiante mirón, que sea "uno de ellos", será la forma de aproximación de Brac a todo tipo de gentes, de edades y razas dispares, animados a comportarse con naturalidad, a contar historias desgarradoras o de cómica y dudosa veracidad, cantar, reirse, no cejar en su empeño de ligar o volver a saltar la valla, a practicar en definitiva el espíritu stevensoniano introducido en la cita de la apertura del film.
Muy grande es ese objetivo y muy discreto y melódico el paso de los fotogramas, como así lo es su final, con una simple escena de dos niños ayudándose a superar un montículo, una más de las "insignificancias" del film, que recuerda a las que tanto prodigaba el maestro Shimizu Hiroshi y que encuentro épica y emocionante.
 
 
 
 

domingo, 10 de mayo de 2020

SIN TI

De un cineasta ignorado en el paupérrimo panorama del cine italiano reciente, Vincenzo Marra, llegó - es un decir, su recorrido terminó con los festivales de la temporada - en 2015, tras catorce años de carrera subterránea, la dura y veraz "La prima luce", historia de un matrimonio a la que no alcanzó a tocar ni uno de los laureles otorgados a Noah Baumbach hace poco por un film que encuentro tan inferior que sería absurdo siquiera volver a mencionarlo.
No resulta un gran consuelo que en el erial en que se convirtió esa cinematografía a partir de los años 80 del pasado siglo, broten cada vez más de tarde en tarde especímenes de rara fuerza, logros individuales que si no comprometen el futuro, sí que tambalean el presente de quien se arriesgue a no buscar corrientes ni ambientes propicios para lucirse, quien cuente con la coherencia como única vestimenta. Qué desoladora estampa para el que fue uno de los más pujantes y críticos cines de Europa.
Curtido en la filmación de documentales, consigue Vincenzo Marra que cada idea que desarrolla resulte creíble, sin especial insistencia en ninguna, película tras película, lo que juega en contra de su prestigio, que parece que no se mida por otra cosa que por las parcelas que se ocupan.  Tiene la temeraria costumbre además de hacer que ningún actor profesional abuse de astucias, diría que dándoles las mismas orientaciones con las que logra que ninguno amateur tenga un ataque de importancia.
En "La prima luce", que parecía abonada para grandes introspecciones, Riccardo Scamarcio y Daniela Ramírez en varios breves momentos - que se advierten mejor en revisión: doble placer si se cazan a la primera - y en los momentos decisivos, no parece que se refieran a guión o personaje alguno y sí a lo que de verdad sucede en una pareja con problemas. Pocas diferencias veo, sean "de escuela" o no, entre el resultado que obtiene de ellos y el que pudo registrar de los pescadores sicilianos y argelinos de "Tornando a casa", los presidiarios de "Il gemello", el arribista - y Fanny Ardant, que hace su mejor interpretación en treinta años - de "L'ora di punta", el ubicuo "L'aministratore" o el padre a la fuerza de "Vento di terra", todos fidedignos representantes de sí mismos, no caras para generalizantes y fútiles aspiraciones sociológicas.
Los años más duros (no los primeros, los últimos, los que incluso intentaron travestir como los de la recuperación general y dejaron a tanta gente atrás) de la que parecía "la crisis económica" de varias generaciones y se está quedando en penúltima o antepenúltima de una saga deprimente, están concentrados en la determinación cruda y automática de él, abogado de oficio en un momento en que a todo el mundo le va mal y en la expresión afligida de ella, chilena emigrada a Italia - es decir, habiendo hecho el viaje en el sentido equivocado, porque parece que desde hacía mucho había más oportunidades allá que acá -, cansada no tanto de su vida (que no es más intolerable que la de tanta gente, no le falta aunque no le satisfaga su trabajo y no vive mal) sino agotada por errores, el ambiente y la extrañeza, la certeza de no ver una perspectiva mejor adelante. "La prima luce" es quizá la gran película sobre ese maldito lustro.
Pero no se trata de un fresco, a la vista de todos, estamos ante una modesta acuarela casera.
No hay gente ahí fuera, ni familia ni amigos. Bari no es Bari y Santiago no es Santiago. Hay un niño que anuda a dos personas que se quieren y se ignoran cada día porque la rutina devora al más pintado y si no lo hubiera, habría discordias y habría palabras cálidas que quedarían sin decirse, muertas.
Termina la película y uno está seguro de no haber visto calles ni plazas, tal vez, no es seguro, algún bar, un par de habitaciones y una playa, absorbidos todos los escenarios por una planificación no solo "a la altura de los hombres" como se dijo hace mucho, sino dispuesta para que solo cuente lo que emana de ellas y ellos. Ni un plano de recurso, porque provocaría vértigo un encuadre en que no aparezca uno de los dos, algo estaría mal.  
La mayor audacia de Marra no es tanto la de saber manejar esa dependencia que sus personajes tienen de sus, imposible dudarlo, muy precisas notas, como si se limitara a seguirlos; estriba en cambio, por ejemplo - y qué mejor ejemplo - en hacer que un actor pierda las referencias y parezca un tipo confundido y dude hasta de sí mismo en una escena de juicio tan penetrante como patética, que aflora un asunto terrible y diario, el de la violencia. No la que estalla, sino la que late hasta entre quienes convendrían que no la conocen de nada.
Que se aventure además a no dar lecciones de mundanidad en un final no apto para proclamados realistas, entre cuyas virtudes no deben estar ni la cordura ni la misericordia, ya me parece colosal.
Tenemos lo que tenemos, somos lo que hemos ido recopilando, no nos olvidamos de todo porque sí. Cambia apenas el hecho de que admitirlo puede ser un gesto natural o a veces una auténtica heroicidad.
Muy bien por cierto habría que mirar este y cualquier final de película de Vincenzo Marra, no solo porque suelan contradecir las expectativas que fueron creciendo con el paso de los minutos, sino también porque suelen restituir justo esa verosimilitud que había sido aparentemente decepcionada.
No faltaron los miopes que lo tacharon de falso, quizá porque les devolvió su propia imagen al espejo.