domingo, 6 de noviembre de 2016

COMO EN LAS PELÍCULAS

La que debiera haber sido una de las carreras más importantes del cine alemán, quedó truncada, como tantas otras, hacia 1933.
Ludwig Berger fue uno más - no de los más famosos entonces, olvidado hoy - de los damnificados por el segundo "golpe" recibido por el cine en pocos años: el fin de la era silente y casi simultáneamente, aquellas elecciones al Reichstag en las que Adolf Hitler finiquitó la República de Weimar y conminó al exilio a docenas de directores que apenas habían tenido tiempo para ejercitarse en la nueva faceta de su arte.
De los buenos años, poco antes de verse obligado su autor a emprender el viaje de rigor por Francia, Holanda o Inglaterra para materializar sus obras, data "Ich bei tag und Du bei nacht", encantadora comedia musical enredada entre varios tonos y géneros, bien cerca del Fejös de "Lonesome", del Machatý de "Ze soboty na nedeli", de varios Lubitsch o Thiele contemporáneos y hasta de algún Wilder futuro. De cuando el cine más se parecía en todas partes y más global fue.
Es realmente absurdo que una actriz como Käthe von Nagy, una de las más atractivas y gráciles del mundo esos primeros años del sonoro, sea apenas un nombre en viejas enciclopedias de una era para nostálgicos, trufada de operetas con sonido a gramola. Y también lo es que un cineasta como Berger permanezca "vivo" en la memoria sólo por haber participado en la versión de 1940 de "The thief of Bagdad" junto a Michael Powell y Tim Whelan, inferior a varias de sus mejores películas, que van desde esta "Ich bei..." hasta "Ballerina" de 1950, con su perfume viscontiano pasando por "Les trois valses" del 38, entre Ophuls y Guitry.
 
No sé cómo de convulsos percibiría Berger estos prolegómenos a la aciaga subida al poder del Partido Nacionalsocialista, pero el horizonte parece despejado mientras se suceden la serie de equívocos - inocentes o no tanto: el film no hubiese pasado ni la censura de Goebbels ni la de Alfieri ni la de Hays, por cualquier peligrosa mojigatería - protagonizados por estos dos insignificantes trabajadores del inmenso Berlín, que se odian y se aman sin mayores aspiraciones.
La inventiva de esta película, que parece tan pequeña como ellos, es asombrosa.
Ya se puede "cortar" "Ich bei tag und Du bei nacht" por donde se quiera, que a una canción - incidental, introducida desde la radio, una función de cine o unos cantantes callejeros, sin suspensiones narrativas - seguirá un elegante travelling y a este un plano con cámara al hombro, a un diálogo refinado un silencio aún más elocuente y a un momento de confusión, uno de lucidez que, como era costumbre por entonces, clarificaba y resumía a cualquiera que se hubiese perdido ya, lo importante.
Esta riqueza, que llegará a ser ambiciosa y por ello más "detectable" en "Les trois valses", fluye en "Ich bei..." con toda naturalidad, como si el cine pudiese ser siempre lo que necesita ser y los mejores cineastas, los que adivinaban más certeramente el registro a utilizar en cada momento.
Es bonita esa idea del cine en marcha que se atrapa al vuelo presente en estos años, tras una gran época de control total desde el otro lado de la cámara y una tragedia que no pudiese evolucionar con naturalidad hacia ninguna parte.

sábado, 10 de septiembre de 2016

NO TENEMOS SUEÑO

Pasan los años y pasan las revisiones y no hace más que intensificarse el sentimiento de futilidad que desprenden las imágenes de "The last flight", la tan improbable - en aquellos años - como descorazonadora obra maestra de William Dieterle, filmada en ese extraño momento en que el cine no es ni silente ni sonoro, ese ínterin en el que aparecen las películas más genuinamente experimentales de su historia.
La inicial simpatía contagiosa que se pudo tener por esta pandilla de "niños grandes" en busca de la siguiente fiesta que les haga olvidar la vida que les espera y la culpa por haber sobrevivido a la guerra, imagino que "debiera" derivar en compasión conforme uno empieza a cumplir más años de la cuenta y se instala en el futuro que ellos no querían conocer - que no está tan mal, mientras acompañen las mismas cuatro cosas de siempre - pero, bien al contrario, crece el desasosiego.
Tal vez tenían razón y nada más hay después de la juventud. Bendito sea Dieterle por haberse creído esa idea terrible y haberla filmado con aquella velocidad y relajación del screwball americano que tanto espacio dejaba para el drama.
Algo anuncian varios Wellman, La Cava, Monta Bell o Lubitsch previos, es también recurrente acudir al cine de Howard Hawks y resulta lógico acordarse de "The sun also rises", "Kiss them for me" o "Some came running" y hasta de "Husbands", pero "The last flight" es un film sumamente insólito.
Tan ebrio como el que más, pero más espontáneo y surrealista que todos ellos, "The last flight" no tiene casi raíces y parece que sólo sabe lo que no quiere, aferrándose tan emotivamente al presente que habría que conectarlo con "Bande à part" o "Les carabiniers" de Jean-Luc Godard, es decir, con cimas absolutas de la rebeldía cinematográfica, tan pura que es más infantil que adolescente.   
El estilo de filmar de Dieterle propicia el milagro. Su brillante dinamismo, tan concentrado - por estas fechas rodaba media docena de películas cada año, a menudo muy interesantes y aún faltaban varias de las mejores, que llegarán en la siguiente década - era afín al de los maestros de esta etapa de cine breve, imprevisible, ameno e intrépido.
Acompañan también y por desgracia las circunstancias históricas: de esta y de todas las demás guerras salen desubicados y traumatizados miles de jóvenes que no habían ni terminado de vivir como niños, pero esta es la primera del siglo en que se pudo volar, la primera en que todo está más cerca que nunca y todo pasa más rápido que nunca; no estaban en ninguna parte ni eran nadie - spent bullets, como afirma el doctor que los licencia - con la llegada del armisticio.
Y resulta inquietante, aunque no pueda ser otra cosa que un maldita coincidencia, que su guionista John Monk Saunders o varios de sus protagonistas y entre ellos los tres fundamentales, Richard Barthelmess, Helen Chandler y David Manners, ya no los íbamos a volver a ver más a la vuelta de muy pocos años después, retirados o desahuciados, mejor no recordarlo.
Bajo esas tres circunstancias, ya sea en la noche de París o camino de Lisboa, alegres los muertos y apesadumbrados los vivos, no hay tiempo ni para el amor siquiera, siempre en busca de un lugar donde el tiempo no apremie.
Es muy interesante cómo filma Dieterle a la muy perdida heredera Nikki (Helen Chandler), con el pelo revuelto como el de una aparecida en una terraza, diluyendo el blanco erotismo de su espalda mientras recibe una cómica friega o colocándola tan turbada por cuanto le cuentan sobre Héloïse y Abelard en la escena del cementerio de Père-Lachaise como lo estará Ingrid Bergman en "Viaggio in Italia" cuando desentierran a los amantes de Pompeya. Tal vez sólo pretendía Dieterle aprovechar la imagen que había quedado en la retina del público debido a su encarnación de Mina en el célebre "Dracula"de Tod Browning, estrenada meses antes, pero lo cierto es que cuanto más potencia su aspecto virginal y su desvalimiento, mejor la acompasa a las andanzas de los chicos, ella que obviamente no sufre directamente las secuelas de la contienda y que se encuentra cuando los conoce a la espera de encontrar un sitio hacia dónde huir y alguien con quien hacerlo.
Tomándola a ella como centro, el film es angustioso y patético, decimonónico incluso a la hora de otorgarle un rol, pero así al menos encuentra su tabla de salvación, su única posibilidad.  

viernes, 2 de septiembre de 2016

DE MÚSICA LIGERA

Cumplidos los sesenta y cinco años con su eterno aspecto de profesor de matemáticas y dedicado a un medio como la televisión en el que siempre pareció sentirse cómodo, le pasó, quizá definitivamente, la oportunidad de llegar a ser "algo importante" en el cine al suizo Jean-François Amiguet. Esa posibilidad de alcanzar prestigio cinematográfico quedó en gran medida hipotecada a una defensa sostenida o al menos a un gran apego que la crítica de su país de adopción, Francia, jamás le tuvo, más aún si es más desconocida su última película (de 2010) que la primera, no se han dado a ver - ni subtitulado siquiera - las que alcanzaron un mínimo eco entre ambas y permanecen inéditos muchos de los cortos y documentales que ha venido rodando desde 1971; lo disponible se reúne en un coffret editado por la Cinemateca suiza.
Como no creo en conspiraciones y de síntomas del "estado de la crítica" nada sé, la mala suerte de Amiguet no me puede parecer otra cosa que el resultado de una sonrojante suma de perezas y miopías. Hay tantos argumentos esgrimidos para ensalzar a otros - mejores y peores, mayores y más jóvenes - que se podían haber repetido cuando se pasaron brevemente, por carteleras y festivales, películas como "La méridienne" o "L'écrivain public", que no queda más remedio que pensar que son las mismas razones por las que ha sido penalizado. La levedad, la vibración "juvenil" de sus personajes cualquiera que sea su edad, el afecto por cuanto esquive lo ordinario o un sentido del humor extravagante, copan la pantalla con toda la intensidad vitoreada en las obras de los justamente reconocidos Jean-Claude Guiguet, Jean-Claude Biette o Éric Rohmer... o inadvertida en el cada vez más marginado Robert Guédiguian.
Precisamente fijándonos en el caso de este último, resulta dramático constatar qué poco importan ya - que es tanto como decir qué poco venden ya - las ideas y las fidelidades, cómo ha perdido vigencia valorar a un cineasta por cómo mira antes que por cómo quiere ser visto y cualesquiera otros elementos "íntimos" en otro tiempo de primer orden para definir a un creador cuando se pretendía intelectualizar su obra. La resistencia, la solidaridad o la compasión, por citar tres de los valores en más franco declive y aún fundamentales para Guédiguian, bullían bajo grandes y pequeños acompañamientos estéticos, prolija o fugazmente, pero siempre de manera nítida y siendo con asombrosa frecuencia los destinos de la puesta en escena, lo escogido de entre lo que se deseaba que permaneciera si sólo pudiese ser una cosa.
Hasta los más poderosos creadores formales no alcanzaron su cénit hasta que consiguieron aprehender la verdad del gesto humano. ¿Qué tiene que hacer la faraónica reconstrucción de Montecarlo emprendida para rodar "Foolish wives" frente a aquel momento en que un primer plano mantiene una decena de segundos el rostro de Dale Fuller a través del piecero de la cama en que yace quebrada de dolor?, ¿no era acaso mucho más apasionante la historia de amor emilybrontiana rememorada, sin un sólo flashback, de "Under Capricorn" que sus deslumbrantes continuidades y movimientos de grúa?, ¿por qué no aminora un ápice la grandeza de "Heaven's gate" si se suprimen las dos escenas más espectaculares del film, la del jubileo en Harvard y la de los patinadores?  
En Amiguet, tan lejos de esos privilegios formales, tampoco tienen fácil defensa ni la utopía estrafalaria de "Au sud des nuages", ni el sobrio y realista encuentro de "Sauvage", ni el romanticismo itinerante de "L'écrivain public" o el encantador juego de corazones que propone "La méridienne". El miedo a ser burlado, que decía Radiguet, supongo.
En su cine, desde la primera carta que se lee en "Alexandre", la emoción no provendrá del asombro y sólo asomará cuando un personaje comprende qué es importante, dónde ha dejado escapar una posibilidad de ser feliz. Ahí se concentran sus modestas "escenas cumbre", siempre con una pareja, planos habitualmente sucesivos y dialécticos, que no parecen llegar a conclusiones, pequeños remedios para dudas que nunca se van.  
 
 

lunes, 22 de agosto de 2016

JOYAS TRAVIESAS DEL CEREBRO

El gran regreso de Paulo Rocha a las marquesinas.
Terriblemente rural, "O rio do ouro" - lógicamente su nativo Rio Douro - en 1998, huele a sangre desde la primera escena, una remansada conversación que anticipa la calma con que Rocha filmará una agreste historia.
Nueve años habían pasado desde el segundo gran "eclipse" de su carrera, algunos más desde que finalizó sus labores consulares en Japón a principios de la década anterior y ya muchos desde que fue designado promesa de una cinematografía que justo antes acababa de virar cientos de grados con "Acto da Primavera" en 1962 y al poco de llegar, desapareció.
En el camino que lleva hasta "O rio..." y su prolongación en busca de un final memorable - "Se eu fosse ladrão, roubava" (2011), que ya aparece aquí en variadas formas, no sólo como canción - se quedaron las obras más ambiciosas de Rocha, sobre todo la profusa, fría y secreta "A ilha dos amores", la que me parece su obra maestra, "O desejado ou As Montanhas da Lua" o la breve y sin embargo múltiple "Máscara de aço contra Abismo Azul", filmadas allá por 1982, 1987 y 1989 respectivamente, tan distintas y personales respecto a aquellas primerizas "Os verdes anos" o "Mudar de vida" marcadas por el esfuerzo, tan frustradas por no poder henchir los pulmones.
Nunca le interesaron mucho a Rocha las descripciones muy perfiladas ni las palabras que las adornan, sólo el poder de las imágenes para sustituirlas.
Aquí, el río no es un caudal ni una fuente con la que se establecen relaciones, no parece siquiera tener vida y sí la misión de arrebatar las que pueda, devolviendo el trato que recibe, dragado su fondo a dentelladas hasta convertirlo en puro fango. Ni rastro de magia telúrica, una trampa.
Y una mujer como Carolina (Isabel Ruth: en su rostro está todo el cine de Rocha, el que fue y el que pudo ser) tampoco cumple con ningún papel habitual. Impulsiva e indescifrable, no quiere ni necesita, posee.
 
 
 
 
Rocha podría haber optado por sublimar, elevar incontroladamente la gradación de los colores, adornar con una banda sonora a semejanza de la máquina de huesos de Tom Waits, detonar una catarata de ajustes de cuentas.
En lugar de ello, se mantiene fiel a los recuerdos de su tierra, a los acordeones de los ciegos y a los ensordecedores vencejos, a esa normalidad aburrida o violenta convertida siempre en folklore, lánguida, tan afectada siempre por lo exterior, que no precisa ser invadida, sólo perturbada.
Carolina y la pequeña femme fatale Melita (Joana Bárcia, que no habla apenas y a la que solo veremos en primer plano justo al final), escenifican la tragedia, de una manera tan poco pagnoliana como menos hitchcockiana, sin aparente conciencia de en qué medida afectará a los personajes, pero tampoco al espectador.  
Carolina se pasea por la habitación de los hechos restregando sus manos ensangrentadas por las paredes y los quicios de las ventanas - producto de una certera y única puñalada, la saña es para los que no están seguros o no saben lo que hacen - y ni siquiera entonces Rocha la mira con "otra" distancia, recurso que también aplica a las dos escenas mudas en que Melita es besada, al reanimarla con un poco casto boca a boca y de nuevo succionado el veneno de una abeja inoculado en su pecho, las dos veces por parte del viejo António (Lima Duarte), víctima "noble" y único nexo de unión de la historia con el pasado, con el río al que se vuelve para morir.    

domingo, 29 de mayo de 2016

NOCHES POR DÍAS

En 1986 quedaban ya lejanos los ecos del breve momento de atención mediática con el que fue agraciado Rob Nilsson.
Ocho años habían transcurrido desde su debut, "Northern lights", firmado junto a John Hanson, una colección de recuerdos ateridos de frío recuperados de la vida en el Dakota del Norte de los años diez del pasado siglo, que acaparó premios en festivales y, creo, le labró un prestigio "equívoco".
Se le relacionó inmediatamente con Ingmar Bergman, supongo que por el idioma que hablaban varios personajes en parte del film, por una dureza existencial inevitable dada la geografía y la pobreza reinantes y por el parecido físico del protagonista con Max von Sydow. Una conexión superficial además de apresurada, porque aquello la verdad sonaba a balada melancólica, compasiva y telúrica, a John Steinbeck, Dorothea Lange y Woody Guthrie.
Jugando a ese juego publicitario que, a veces, sirve para tender puentes útiles con el cine del pasado, no hubiese estado mal la ocasión de todas maneras para levantar la mirada y recordar "Ingmarssönerna", "Karin Ingmarsdotter" y a otros grandes Victor Sjöstrom, con los que quizá tenía más relación o rebuscar hacia los lados y echar otro vistazo a alguno de sus contemporáneos, tampoco muy populares precisamente, como Jem Cohen y Charles Burnett.
Ahora eso ya no importa gran cosa porque ninguno de estos acomodos y cicerones hubiesen podido evitar la condena al recorrido marginal e intermitente que se disponía a iniciar Rob Nilsson.
No es casualidad de todas formas y haciendo una pequeña digresión sobre el cine de su tiempo, que tanto Nilsson como Cohen, Burnett y casi cualquier director activo en el cine underground americano terminasen filmando a músicos y músicas que congeniasen con algunos o bastantes de sus puntos de vista.  
Cohen se alió con Fugazi - la banda que formó Ian Mackaye para "desacelerar" y de paso hacer aún más impenetrable el hardcore de los pioneros Minor Threat - Burnett se acercó al blues y a Nilsson no se le ocurrió otra idea que la de filmar a un tipo tan misterioso y huraño como John Cale - y de invitado no muy bien avenido, Brian Eno - en un extraño film llamado "Words for the dying", cuarto vértice de un año sorprendentemente afanoso para el ex-Velvet Underground, recién editado el álbum del mismo título, estando en puertas "Songs for Drella" junto a Lou Reed y antes del consecutivo "Wrong way up"... junto a Eno.
Todo eso fue ya en 1990, cuatro años después de que Nilsson filmase el que creo - a falta de ver "On the edge" del 85 - es el mejor film de su carrera y un, afortunadamente, apropiado homenaje - aún en vida, no valiéndole ya mucho la pena ciertamente - a John Cassavetes, "Signal 7".
Rodado en vídeo y sin luz artificial, luego hinchado a 35 mm para estrenarlo en (muy pocos) cines y finalmente lanzado en formato doméstico por Coppola a mitad de los 90, a día de hoy, como le sucede a los retratos y retazos de Wendy Clarke y Alain Cavalier, "Signal 7" lo tiene difícil para ser algo más que un artefacto itinerante por museos o universidades.
Tal vez ni la mitad de los Cassavetes pudieran ser ya otra cosa.
De la épica modesta de los granjeros hijos de inmigrantes que resistían la fuerza de los bancos por cambiar su forma de vida en "Northern lights", rescolda aún en "Signal 7" la camaradería y la solidaridad, en esta ocasión entre taxistas de una ciudad norteamericana cualquiera, aún consternados por una muerte, aún con sueños en la cabeza (el teatro), aún con capacidad para indignarse o para empeñarse en dignificar su trabajo, ni dibujados como ejemplares frente a sus problemas ni tampoco para que nos parezcan pequeños los nuestros.
La ausencia física de mujeres en el film - antes de la escena final, sólo hay un breve y amargo interludio con una chica judía - acentúa cuanto las incumbe: las anécdotas con ellas se hacen historias, cada vez más grandes y más lentas; las auténticas historias se convierten en anécdotas.
Afectuosas y a veces muy divertidas, las palabras y las imágenes más compuestas no hay manera de desligarlas de las casuales, gran baza cassavetiana que honra Nilsson de arriba abajo.
Y filma la última ceremonia del film como lo hubiesen hecho Fleischer o Peckinpah, mirando a la cara de las compañeras inseparables, la soledad, la fatiga, la frustración por no haber podido ser lo que se quiso. Preparando el nuevo día, que ya llega.

lunes, 23 de mayo de 2016

A LAS ESTRELLAS

La más grande historia de amor contada por Raoul Walsh, tan intensa y absoluta que quizá le hubiese otorgado un lugar de privilegio si hubiese sido él uno de los jóvenes cineastas que debutaban en el cine americano por aquellos años, la protagoniza el personaje femenino más admirable de su obra, tanto y tan irreprochablemente como el Ben Allison de "The tall men" o el Socks Barbarossa de "Glory alley", por mencionar dos difíciles de olvidar una vez se les conoció.
Tal vez Ann Sheridan era la otra actriz más adecuada, aparte de Ida Lupino, para interpretar a la cabaretera de esta película, "The man I love", que no suele contarse entre los monumentos de su trayectoria, supongo que por puro exceso de obras extraordinarias. El fulgor de "Pursued", su siguiente película, la relega a un segundo plano, como le ocurrirá en buena medida a una de las maravillas que la suceden, "Silver River".
Secreto documental sobre la música de su tiempo (arranca con una gran balada de Gershwin, de la que toma su título y le marca el tono como si de una clave se tratase y luego está flanqueado por canciones y arreglos de, nada menos, Rodgers & Hammerstein, Jerome Kern, Johnny Green, Max Steiner o Hugo Friedhofer, sonando íntegramente, en los ambientes en los que cobraron notoriedad, de costa a costa), esa historia de amor entre Petey Brown (Lupino) y el torturado San Thomas (Bruce Bennett) "evita" además que el film sea también una inopinada crónica sobre la vida corriente en los Estados Unidos hacia 1946.
Y no parece un film ambicioso y quizá no lo sea, porque a lo que presta verdadera atención no es a ese exuberante panorama del jazz de la posguerra con sus múltiples conexiones sociológicas ni tampoco se postula como una "respuesta" al neorrealismo que por entonces había prendido en Europa y que demuestra dominar Walsh desde los estudios de la WB tan bien como el mejor de los italianos (y casi antes que todos; nada extraño porque allá por los tiempos de la depresión de los 30 fue uno de los cineastas que había batido ya ese terreno), preocupaciones que parecen pequeñas, relegadas al fondo de la puesta en escena, en cuanto aparece, de espaldas, en una comisaría, un hombre.
Muchas veces hemos visto a actores y actrices enamorarse en pantalla, plausible, románticamente, con una disposición para tal encuentro, un foco que los alumbraba, hasta en adversas circunstancias.
 
 
 
 
A veces por juventud, otras por ímpetu entregado a absorbentes quehaceres de alguno de ellos y las más de las veces por un simple planteamiento ideal, no aparecía la búsqueda, la trayectoria de fracasos o triunfos finiquitados, necesaria para que surgiera precisamente entre ellos y en ese momento preciso, ese sentimiento.
Veíamos cómo se producía y nos abstraíamos con ello. Una sublimación de la pureza, tan bellamente contada, perfectamente irreal.
El cine de Nicholas Ray, la misma Lupino y compañía precisamente se plantó ante las dudas y el vacío de las más variadas parejas formándose, de cualquier edad y condición, esas que sólo el cine negro había traído a escena precariamente, con la coartada de la fugacidad.
En "The man I love", sin desentenderse de sus otras tramas paralelas, Walsh es capaz de contar como pocos, antes o después, una posibilidad de bajarse en marcha de este mundo que no vale la pena y que de repente - no importa dónde si se tiene con quién - podría ser un buen sitio para quedarse.
Un film como este, sobre los equilibrios emocionales, es asombroso cómo se retroalimenta del mayor de los terremotos del corazón, investida ella ya no con aquella luz expansiva de Murnau o Borzage, reconciliadora y gozosa, sino con la vibración que "pertenece" a los últimos Dreyer, Ford o Donskoi, sentida hacia los adentros y sólo percibida por los iguales, donde quiera que estén.    

jueves, 24 de marzo de 2016

MI SEGUNDO NOMBRE

El sueño de construir una gran carrera cinematográfica se le empezó a desvanecer a Elvis Presley hacia las navidades de 1961.
Poco antes se había estrenado la divertida "Blue Hawaii", que había dirigido Norman Taurog, y el "Coronel" Tom Parker se afanaba desde entonces en contar los billetes que llovían por fin de las recaudaciones tras un par de años interminables en que, a causa del servicio militar del mito, se las había tenido que apañar con recopilatorios y temas inéditos para mantener en funcionamiento el negocio.
Como era costumbre en la vida de Elvis, en esos meses en que quiso ser, a su manera, "uno más" entre los reclutas, le sucedió de todo: murió su madre, se enconó definitivamente la relación con el botarate de su padre, tuvo mil líos con chicas y entre ellos uno con Priscilla, de 14 años, con la que se terminó casando cuando ella llegó a 21, descubrió y abusó de las anfetaminas y el karate... y por si no fuera poco, se empeñó en volver a donde había dejado su primer idilio con el cine, el nacido de la justamente bien recibida "King Creole" (Michael Curtiz, 1958) y calzar de una vez por todas los zapatos de Monty Clift y Brando.
La tentativa se materializó en dos films, el western "Flaming star", dirigido Don Siegel y "Wild in the country" por Philip Dunne, los mejores de su vida.
El fracaso inapelable en taquilla de ambas finiquitó la fase "seria" de su periplo en Hollywood y, a diferencia de otras ocasiones, no necesitó esa vez Parker de grandes dotes de persuasión para convencer a su pupilo de que ese no era el camino que debía seguir.
A menudo lo había empujado a colocarse en una posición incómoda o extraña - nada aún comparado con lo que sucedería en los 70 - pero los millones de lp's vendidos de la BSO de "Blue Hawaii" - en gran medida debido al éxito de la sublime canción "Can't help falling in love" que había compuesto George David Weiss - y la habitual tendencia a "superponer" pasiones por parte de Elvis hizo el resto.
El personaje simpático y decidido que incorporaba en el film de Taurog, el desfile de chicas guapas y el tono ligero y nada pretencioso de la trama distrajeron además cualquier atisbo de crítica hacia el film, inmediatamente entendido como "lógico" dentro de un "capricho" que nadie - salvo Parker, que ya había vivido un par de vidas o tres, a cual más complicada, antes de dar con Elvis y olía el dinero como un sabueso - supongo que pensaba que se iba a prolongar aún siete años más.
Las reseñas fueron más que positivas, "tranquilizadoras": el Rey estaba bien muerto.
Muchos fans hacía tiempo que lo habían "asesinado" y a partir de entonces no se esforzarán mucho en diferenciar sus álbumes de sus películas. ¿Quién recuerda el estupendo musical "Girls!, girls!, girls!" por algo más que por su emblemática "Return to sender"?
También se perdió una oportunidad, quizá inmejorable y además doble. No sólo la de interesar a muchos rockeros por el cine de Jerry Lewis, Blake Edwards, Frank Tashlin y otros cineastas afectados por la banalización imparable del rock n' roll a casi todos los niveles, sino también la de atraer a cinéfilos que habían tomado la ironía y la comedia aplicada a la "música del diablo" como una caricatura sarcástica de una generación a la que no querían entender.
Así las cosas, nadie se extrañó cuando John Lennon "rebajó" poco después a Elvis hasta el estatus - se entiende que de aburguesado o algo peor - de Bing Crosby, en el típico exabrupto del que pide paso y no cae en la cuenta ni por asomo de que ni el acusador ni el acusado superaban en más de una cosa fundamental... a Crosby.
Pero ni la insolencia de los jóvenes de la British Invasion ni la hipocresía de veteranos como Sinatra, ni las maniobras orquestadas por Parker para apartarlo de su obsesión, impidieron afortunadamente que Elvis se convirtiera en todo un actor.

Más aún que en el magnífico film de Siegel, que le ofreció un papel de mestizo intenso y trágico, sería en "Wild in the country" donde Elvis, bastante inadvertidamente, dio lo mejor de sí con el más "pequeño" y adusto de sus personajes, este escritor incipiente construido a las órdenes de un cineasta recordado sobre todo por sus (algunos viejos, otros no tanto) guiones para Ford, King, Mankiewicz o Tourneur y mucho menos por haber filmado poco antes una obra maestra como "Ten North Frederick" en el 58, demasiado ignorada me parece.
Como dos excelsos Minnelli entre los que no desafina, "Tea and sympathy" y "Some came running", "Wild in the country" se pasea en scope por la brutalidad y la sensibilidad de la América de finales de la gran década con pocas conclusiones agradables y una mujer equilibrando un imposible.
Una mujer que se implicará más de lo que hubiese imaginado en la huida hacia adelante de este problemático Glenn Tyler, tan incapaz de disponer, ordenar o controlar nada, como de quererla, pueril y absolutamente.
Una mujer que recuerda a aquella inolvidable consorte incorporada por Deborah Kerr en la primera de las maravillas minnellianas citadas, mucho antes que a la reprimida Martha Hyer - desdoblada femeninamente en la atolondrada Shirley MacLaine de la segunda y eso a pesar de la presencia de Tuesday Weld y Millie Perkins teóricamente dispuestas para cumplir ese rol -, interpretada con admirable economía de recursos por Hope Lange.
Dunne construye todo el film sobre las miradas entre ellos, sin diálogos ni alteraciones temporales o de ritmo llamativas.
Hasta las digresiones se intuyen venir cuando algo les separa y eso es algo que también va más allá del libreto de Clifford Odets o del gran trabajo de la montadora Dorothy Spencer.

jueves, 17 de marzo de 2016

LA JUVENTUD

Al mismo tiempo que van saliendo a la luz algunas de las mayores películas silentes francesas descubiertas o recuperadas en los últimos años, se va removiendo poco a poco el panorama de aquellos años, un relato dominado desde hace lustros por rusos, prusianos, escandinavos y norteamericanos que tomaron y llevaron muy lejos el testigo de las dos parejas de hermanos "padres" de casi todo, Lumière y Méliès.
Los Feuillade, Capellani, Antoine, Epstein, Fescourt o De Gastyne que van apareciendo o remozándose en retrospectivas para festivales y las primeras copias domésticas que empiezan a circular, equilibran agradablemente el llamativo déficit de obras mudas importantes que parecía tener el cine francés hasta la llegada de tantos maestros que alcanzaron su verdadera plenitud en el sonoro. Faltaba y aún falta la épica, que apenas tiene a varios Gance y algún Feyder como representantes y no abundan tanto como en otras cinematografías las grandes obras realistas.
Las fundamentales "Germinal" o "L'assomoir" de Albert Capellani casi responden puntualmente a esas últimas carencias que mencionaba y las aún más gigantescas "Barrabas" y "Vendèmiaire" - ¿el "film del año"... casi cien después de rodarse? - de Feuillade enriquecen y, sobre todo, obligan a repensar otras muchas cosas dadas por buenas sobre estos cineastas, que cada vez parecen más amplios y originales, y su época, que se agranda con los años para equipararse a los 50 con cada vez más argumentos.
Léonce Perret, hacia 1920
Tambien de Léonce Perret han ido sumándose poco a poco nuevas obras a las conocidas, desplegándose mágicamente desde los breves planos de recuerdo, muchas veces quebradizos, incluidos en documentales o recopilaciones del cine que fue. Películas breves e intensas de los albores de los años 10 o filmadas cuando tocaban a su fin, como la bella "The unknown love / Les étoiles de la guerre" del 19 o joyas de la siguiente década como sobre todo la prolija y apabullante "La femme nue", un monumento de fluidez y audacia de puesta en escena que nada tiene que envidiar de ninguna otra película de 1926.
Un concepto sin absolutos - no como la belleza o la armonía, más resistentes al largo paso del tiempo - como la modernidad, tan recurrente en determinados momentos de renovación de la Historia del cine, inunda cada plano de la "clásica" y nada postulada como "rompedora" "La femme nue", la obra que prefiero a día de hoy de Perret.
Si asombrosos resultan sus planos atestados de actores y actrices en movimiento y cómo capta la empatía o el desasosiego de alguno de ellos sin tocar el encuadre, sin subrayar ni esgrimir un dominio del recurso - tantas veces conducente a banales reenfoques o a insertos para asegurarse que se perciben por todos -, aún más impresiona su paciencia para ir al detalle de la historia íntima, lindante con Borzage o Griffith en la pobreza y con Stahl o Stroheim en la riqueza, que primero viven y luego separa a Lolette y Pierre, unos fabulosos Louise Lagrange e Iván Petrovich.
Poco tiene "La femme nue", pese a que así lo aparenta su apertura, de film sobre pintor y su modelo y no es de la elocuencia de esa parte de la que más deba sentirse orgulloso Perret.
Es la entrada en acción de la vampiresa (la más "auténtica" posible por cierto, con refugio en los Balcanes) interpretada por Nita Naldi la que, más que un triángulo afilado, comienza a dibujar sobre el film una obsesiva pirámide de escenas que no se cierran sino que se acumulan con creciente violencia, como tantos melodramas muy posteriores construidos sobre la espera y la incapacidad para resolver los conflictos, tensos, rotos sin desmoronarse.
Conforme se suceden, ella se empecina, decae y añora, mientras él se deja llevar, se falsifica a sí mismo y olvida. Tanto que le toma la mano y parece contar sus pulsaciones cuando convalece de un intento de suicidio, indiferentemente, hablándole sobre el amor y cómo cambia con el tiempo, dándole lo que nunca se darían quienes se quieren: un consejo. Para enseñarle a vivir sin él.
Sentada en la habitación de aquel hospital, Lolette parece sin embargo la paciente de un sanatorio, aún no colapsada, pero tan afligida como el Scottie de "Vertigo".
La crueldad de esos momentos es insoportable. Y también lo contrario. Hablan de lo que sintieron como si fuese otro, un tercero, un intruso que soliviantó sus vidas, algo que ni la fatua Princesa que ha venido a arruinarlo todo será capaz de borrar.
El sentimiento como un personaje, esculpido indeleble, amoralmente incluso, en la memoria. Una idea de Marker, Godard o Duras

lunes, 29 de febrero de 2016

NÁUFRAGOS

El incendio de los laboratorios Madrid Films, declarado la tarde del primero de agosto de 1950 devoró tal y como se recuerda, ya lejanamente supongo, una parte considerable del cine español filmado hasta la fecha. Por supuesto, si hacemos caso a las teorías conspirativas de turno, se quemaron porque había allí almacenadas algunas bobinas "comprometedoras", así irremisible y expeditivamente extraviadas sin tener que tomarse la molestia de seleccionarlas de entre las demás. Las imágenes de los noticieros de la época, con docenas de latas humeantes apiladas en la calle, son desoladoras, tanto como si se hubiese perdido el mejor de los archivos, aunque es probable que pocas de aquellas películas fuesen muy valiosas.
Ardieron ese día por ejemplo casi todas las que había hecho Eduardo García Maroto, que ya poco más dirigió y un puñado de las que hasta la fecha había filmado Jerónimo Mihura, que aún recordaba en sus últimos años, con circunspecta nostalgia, los tiempos en que junto a su hermano Miguel había intentado transponer a la España de los 40 lo que sus admirados Lubitsch y Capra venían haciendo en Hollywood desde el decenio anterior.
A no ser que aparezcan copias de los masters en alguna parte, nunca sabremos si en varias de esas obras dadas por perdidas fueron capaces de igualar la insólita proeza que en varias ocasiones Edgar Neville o una vez Llorenç Llobet-Gràcia sí alcanzaron y de la que no se quedó lejos Juan de Orduña, pero al menos en una de las supervivientes, la última que rodaron cuando tocaba a su fin la década, los hermanos Mihura alumbraron la película que permite imaginar que eso es posible.
"Mi adorado Juan", sesenta y siete años ya a sus espaldas, sigue siendo una de las comedias más audaces del cine de cualquier cinematografía de esos años.
Atrevida y original sobre todo porque el elemento de fantasía del guión - ese descubrimiento científico para dejar de una vez por todas de perder el tiempo durmiendo y no acusar la fatiga, que resulta inverosímil porque se materializa y no permanece como una quimera -, no es el que activa la suspensión de incredulidad del film, sino que es el tratamiento de asuntos pedestres convertidos en fundamentos "perturbadores" los que lo hacen: vivir con poco, rechazar la adulación, no pedir nada a cambio de mucho o repetir con alborozo modestas rutinas.


Tal es la determinación y adhesión a esas ideas que la planificación puede ser muy americana y recordar, además de a los maestros citados, a Van Dyke, LaCava, Wellman o Cukor, pero esa ciudad, estas peripecias o el mundo que se intuye al fondo del encuadre y de las palabras, parecen circunstanciales ante el influjo del personaje que las vive sin esgrimirlas como consigna ni pretender "convertir" a nadie. Juan (un perfecto Conrado San Martín) está apegado a un espacio pequeño, es de pocos alardes, más bien escurridizo y desconcertantemente equidista del anarquismo... y del buen samaritano de Leo McCarey, lo cual conduce directamente a Charles Chaplin.
De Chaplin o Lubitsch se pueden aprender muchas cosas, no sólo a hacer elipsis y a construir cómicamente una escena con cualquier situación, también, sobre todo diría, a componer una mirada sobre el mundo puramente cinematográfica que haga de nuevo subversivo el gesto humano.
Uno de los momentos más sorprendentes, cuando Juan se presenta en casa con un niño que ha encontrado en la calle y le dice a su mujer que ya tienen hijo, que los embarazos son demasiado largos - y ella acepta -, devolviéndolo sin pensarlo a donde lo encontró cuando sopesa que debe trabajar más para mantenerlo, que es un momento de hilarante crueldad casi sacado del arranque de "The kid", funciona como entonces, porque ha conseguido "demostrar" que es la misma conducta de moral "instantánea", la que lleva a la mayor de las entregas y al mayor de los desentendimientos.
Eloísa (Conchita Montes) y su padre (un fenomenal Alberto Romea) entran y salen con sus crisis de la "comuna" reunida en torno a Juan, pero en lugar de aportar sensatez y calma, son quienes protagonizan los momentos más divertidos, tomando la iniciativa incluso, por puro convencimiento.