jueves, 27 de junio de 2019

ENCANTO, POLVO, SILENCIO

Que no se termine nunca. 
Poco más ni nada mejor se puede decir de una película que por determinadas razones - que van más allá del cine, ligadas a debilidades, recuerdos o querencias, a veces difíciles de verbalizar o entender hasta para uno mismo -, nos resulta especial.
Si sucede cuando se trata de un reverenciado clásico, antiguo o moderno - no tiene por qué ser desde la primera vez, tal vez en revisión -, uno comprende de súbito esa grandeza hacia sus adentros y ya le dará igual lo que diga nadie: lo hizo suyo pese a que aminore el entusiasmo oficial, aun si desaparece de listas que uno siempre mira o hasta si cae en desgracia.
Si ese deseo irrefrenable surge con un film tan desconocido como "Johnny come lately", el placer adquiere otros matices.
Quien se haya dedicado a trillar la filmografía de William K. Howard, seguramente partió del gancho habitual, "The power and the glory" de 1933. Lo escrito sobre ese único film, a partir de un famoso texto de la Kael en los años 70 en el que proclamaba las grandes similitudes que tenía con "Citizen Kane", deben ser como nueve décimas partes de todo lo referido a su autor.
Cualquiera, supongo, ha podido sospechar que ese póstumo prestigio debió "imputarse" en buena medida al guionista de "The power..." y un muy buen trecho más anticipatorio respecto a Welles que él, Preston Sturges. Si, además, se hizo la prospección de la obra de Howard cronológicamente, es difícil no haber perdido más pronto que tarde la esperanza de hallar algo grande.
Lo había.
Esta comedia capriana de maneras walshianas o este drama wellmaniano de traviesa alma fordiana - a uno le cuesta definir lo que ama y menudo lío sentimental tiene quien hincó rodilla en la que fue tierra fértil para las risas y las lágrimas - filmada enmedio de una guerra, tiene todo el aspecto de cosa menor y ya entonces, ahora ni puedo imaginarlo, de anticualla.
Dos cabos fácilmente atables disuadirían al menos confiado en reputaciones: James Cagney acababa de ganar por fin el premio Oscar y con la ayuda de su hermano William (productor) pudo hacer por fin lo que le vino en gana - está hasta "relajado", si tal cosa es posible - y en el rol femenino principal, Howard hace debutar a una actriz de sesenta y cuatro años, Grace George, que llevaba toda la vida en los teatros de Broadway y que sin sospecharlo, pasó a ocupar uno de los primeros lugares entre las numerosas mujeres admirables que llenaron los cines de ese año 1943 (inolvidables las de "Vredens dag", "Le ciel est à vous", "Holy matrimony", "The song of Bernadette", "La Malibran", "Romanze in moll"...)
 
 
 
Desde que se encuentran por primera vez, el ímpetu de ambos - a veces pura resistencia estatuaria - divierte, contamina y revoluciona tanto como lo haya podido hacer la pareja con más "química" que se haya publicitado nunca y ni se aman ni se terminan de compenetrar.
Tan solo son un par de "peligrosos" cómplices, derrocados pero invictos, en la América del turn of the century con el cuarto poder fulleriano traspuesto de las calles de Manhattan a algún pueblo a medio camino entre dos que no pueden ser más distintos, aquel soñado de Kentucky donde vivió el Juez Priest y el que surgió de la más célebre pesadilla de los años 40, Pottersville.
Hondo en la pausa y trepidante en cuanto se mueve, gloria a William K. Howard por finalizar su carrera - le quedaban un par de años y películas en activo - sin monsergas ni tratando de envanecer fotogramas, incluyendo - "The bells of St Mary's" en la garganta - una ambigua y sublime despedida. 
Con decir que la simpar Hattie McDaniel, la música hecha actriz, que parece rodar siempre al ritmo de un trío dixieland - realmente no era necesaria esa musiquilla zumbona que le solían poner - es el personaje más escéptico del film... 
¿Cuántas cosas "no cuadran" para que nuestra pareja pueda culminar su pequeña gran hazaña? ¡Todas!
Por supuesto es una ingenuidad creer que se puede lograr una victoria así. Vaya idea chiflada la de que una viejita y un vagabundo consigan desenmarañar las argucias de los poderosos partiendo de menos de cero, sin dinero casi, ni una razón imperativa de por qué hacerlo, sólo con la verdad.
Más ingenuo aún es creer que se puede lograr tal cosa contando con lo que quede en la gente de agallas y espíritu de justicia, sin utilizarla, ni venderle humo ni convocándola siquiera. 
El colmo ya es pensar que se pueda considerar una gran película una que no subvierta realistamente tanto dislate y que ose mirar a esas dos quimeras como si realmente fueran el idealismo y la política.
Todos estos incautos y especialmente los últimos, tienen todo mi aprecio.

domingo, 23 de junio de 2019

¡SICILIA!

Solía decir que era la película preferida de cuantas rodó y no es difícil entender por qué.
"I girovaghi" (1956) es una de las varias interrupciones del ciclo americano de obras que recorren la parte central y más conocida de la variopinta filmografía del muy desarraigado argentino Hugo Fregonese. De muy ardua localización, poco o nada parece influir esa declaración para contribuir a hacerla accesible.
Salió pronto de su país Fregonese debido a su llamativa asimilación de géneros americanos - la suerte que pudo haber corrido Manuel Mur Oti aquí en España -, pero volvió muy al final y, aunque se asentó, no tuvo ningún éxito formidable en Hollywood; si a todo ello se suman esas escapadas a Italia o Alemania de todavía menos lustre, su carrera termina por adquirir una forma zigzagueante, muy poco conveniente para resumirlo, con estela un tanto apátrida. Demasiados films "de nadie", de esos que se enarbolan de uno en uno y de tarde en tarde, sin conferirle el estatus acorde a su gran talento.
Los hay que subieron en consideración, especialmente el muy interesante policiaco "Apenas un delincuente" y el extraordinario "Apache drums", pero no deja de ser decepcionante que haya sucedido porque concurren argumentos de "importancia histórica" que solo importan a los historiadores, importándoles estos ya nada a nadie: el primero porque tiene un acusado componente político y de fresco social y el segundo porque fue el único western - y el único film en color - producido por Val Lewton.
La obra huérfana por excelencia, históricamente trivial pero una de las dos o tres mejores que hizo, es esta "I girovaghi", la más genuinamente nómada de todas, lo que quizá explique esa debilidad por ella del cineasta, porque es una buena semblanza o una recolección de pensamientos suyos y de cuantos salieron una vez fuera con sus ideas y sus cosas a cuestas, cargados de sueños, tan profesionales que les llegó a llenar de veras su trabajo incluso si se habían resignado a no cambiarse nunca de vestimenta si al público les parecía que algo les sentaba bien o a tener que desempolvar la vieja maleta con la que llegaron por la más peregrina circunstancia.
Con uno de los más bellos usos del scope y del color que conozco en un film europeo de los 50, protagonizado por un actor como Peter Ustinov inopinadamente excelso, conteniendo uno de los retratos femeninos más impresionistamente conmovedores que recuerde (el que compone en cuatro frases, miradas y gestos Carla del Poggio) y a pesar de sus conexiones, comunicantes o anticipatorias con obras descomunales como "Le carrosse d'or", "Moonfleet" o "Utajo oboegaki" - pienso que en mayor medida que con otras japonesas como "Ukigusa" o "Zangiku monogatari" - o muy buenas como "Heller in pink tights", "The sundowners" o "Lola Montès" (estas dos últimas también con el mismo Ustinov), no hay quien entienda que un film de este calibre lleve más de sesenta años "perdido".
El plano del maestro de marionetas Don Alfonso (Ustinov), escéptico, molesto con ese nuevo fenómeno que le roba a su público, pero no pudiendo sin embargo evitar reír mientras asiste a la proyección de "The bank" de Chaplin, comprendiendo al instante que el cine acabará no solo con su medio de vida, sino con el de todos los colegas y competidores de variedades itinerantes que recorrían los pueblitos del sur de Italia, debería ser icónico.
 
 
 
 
Pero hay más que esa mezcla de rebeldía y melancolía.
La idea típica de film coral como una especie de carrera de relevos o de concatenación de episodios para conformar un cuadro mayor, encuentra en "I girovaghi" una variante "escapista" interesante, mediante un único recurso.
En efecto, el niño Cardello, teórico hilo iniciático del cuento de Luigi Capuana en que se apoya Fregonese, queda desplazado de muchos de los momentos importantes y pocas veces tendremos la convicción de que aprendió o de que aportó otro punto de vista a cuanto acontece.
Cada hecho, reverbera y es devuelto por cada personaje, mudado, ya sea mediante la utilización de una elipsis o con planos de espera, atentos a captar un matiz que no será verbalizado y deberá deducirse de la respiración del encuadre, de la relación de los actores con los objetos y de que los sintamos pensar, una mecánica que un gigante como Henry King elevó a inasible arte.  
Todos, el viejo trotamundos que no esperaba enamorarse a sus años, su mujer, que se ha resignado a ser también su madre, el chico que nunca tuvo ninguna y huyó del destino de seminarista que le habían preparado como del mismísimo Diablo, la bailarina cansada de que no llegue la oportunidad que la juventud y la belleza le han otorgado temporalmente, el público y hasta nosotros mismos, somos parte de todos los mundos que se terminan y de los que queda siempre la misma cosa, otro camino por delante.