La ejemplar nueva obra de Ken Burns no va a servir para nada.
Sería absurdo pretender que fuese precisamente eso, un ejemplo, que pasara a formar parte de las materias de estudio en colegios o facultades. A nada parecido puede aspirar el cine, aunque su difusión sea la mayor posible; debe ser por el medio, porque cualquier estudio publicado en los canales adecuados, en revistas prestigiosas o por fundaciones influyentes por ejemplo, parece y por tanto es más creíble que el más concienzudo de los documentales. Es la maldición eterna de las imágenes en movimiento, multiplicada en la era digital y es solo el principio; la fotografía, más antigua y primaria, le lleva ventaja: siempre he encontrado revelador que cuando se reconstruye un film mudo incompleto con instantáneas de rodaje o de pruebas de vestuario, su poder de evocación, en definitiva la verdad que desprenden, sea tan grande o mayor que la de las bobinas supervivientes.
Perdidas de antemano esas batallas, asumida la desidia hacia todo lo que no se publicita como importante - y la celeridad con que lo que sí tiene tal vitola, es sustituido por lo siguiente que interesa vender -, solo queda dar a ver, ahora y en el futuro, esta obra verdaderamente monumental y mirar a otras cuestiones, no menores, pero sí un poco menos frustrantes y sobre las que se puede hablar sin tener en cuenta la actualidad del cine y del mundo, como por ejemplo invitar a pensar en cuántas películas contiene "The US and the holocaust" y qué le otorga tal profundidad.
Decía películas dentro de esta película porque pocas veces un film contemporáneo no amaga o deja indicados, sino que abre y cierra docenas de secuencias que podrían haberse desgajado autónomamente y convertirse, por completo, en otras obras. Que lo consiga un documental que no inventa o modifica nada de lo que encuentra, uno que trata sobre un tema tan visitado y hasta agotado como el del genocidio de los judíos y que además sea un americano mirando donde más duele, a las conexiones de su país con el desastre, a menudo ocultadas o directamente falseadas, es una hazaña.
Política, sociológica y humanamente, aterra pensar que absolutamente ninguna gran conclusión de esperanza y progreso puede extraerse, desde el punto de vista norteamericano, de lo que ocurrió y de la espiral descendiente que llega a nuestros días.
Burns y compañía rebuscan hasta la última imagen y la última palabra que dibuje a Estados Unidos, liberador oficial del yugo nacionalsocialista a los europeos, como lo que fue, un país tan ambiguo como tantos con los judíos y con muchas e influyentes voces internas tan convencidamente antisemitas, xenófobas y racistas como los que más. Impresionan los desfiles del KKK en la Avenida de Pensilvania o las esvásticas ondeando en el MSG lleno hasta la bandera, pero son solo la punta del iceberg de una larga tradición de mezquindad institucional y de trampantojos diplomáticos para no hacer patente el fariseísmo y el desconocimiento por lo que sucede fuera de sus fronteras.
En los perturbadores diez minutos finales, lejos de cerrar brindando una salve por la asimilación histórica que resplandecerá con las nuevas generaciones, Burns mira de frente al monstruo, ese que ni con una bala de plata nadie pudo nunca matar, el del olvido y la ignorancia, ese que volverá a emerger indemne en la próxima catástrofe.