viernes, 12 de septiembre de 2025

A MI PESAR

Otro gallo hubiese cantado al cine de Catherine Breillat si hubiese resuelto más películas como lo hizo cuando filmó su segunda obra, "Tapage nocturne" en 1979.

No se le ha podido negar a esta cineasta, aunque tal vez ahora ya sí, su obstinada audacia, los riesgos que ha solido correr, sobre todo porque los entendió como necesarios; incontables ejemplos de mala praxis, muy lucrativas, detonan por doquier en toda clase de películas a vueltas con los temas que le suelen interesar. Tal vez Breillat nunca logró sentirse del todo cómoda en el tono y la distancia y volvió una y otra vez a tratar de encontrarla, porque a por respuestas no parecía nunca ir.

La sexualidad, el deseo y el desamparo inmanente a lo que siendo tan propio, tan íntimo, solo adquiere su completo sentido en el intercambio con los demás, han dado mil vueltas y se han probado los más variados ropajes en sus films, a menudo con coherencia y una curiosidad que devino preocupación de tanto importarle lo que el encuadre al final reflejaba.

La hondura es otra cosa. 

Cuando otras veces ha alcanzado la plenitud o la ha rondado ("Sale comme un ange" de 1991, "Breve traversée" de 2001), coincide como en "Tapage nocturne" que ha borrado todo rastro de investigación, de tesis. No es la única vía para filmar la intimidad, pero una de las más fértiles. Y no es sencilla. Basta con pensar que se trata de impedir que sus espectadores sean voyeurs sin que puedan adoptar el muy amplio rango de puntos de vista que tratan pertinazmente de travestirnos para que no experimentemos el vértigo de mirarnos y mirar de verdad. No es poca cosa evitar tener enfrente no solo a los onanistas habituales, tampoco a terapeutas, detectives, policías o asistentes sociales, quitando a todos los asideros y tapando los escondites, dejando a cada cual frente a sí mismo. 

En "Tapage nocturne" sin embargo se libera Breillat de algo más, de un límite narrativo. 

Aquí habría que hacer una precisión o quizá una imprecisión. Estamos en el territorio de Jean Eustache y de la cascada que mana en el cine francés desde la venida de Jean-Luc Godard y la modernidad equivalente al cine en primer(ísim)a persona. Empuñar una cámara sin el amparo de un estudio y quizá ni siquiera de un equipo de colaboradores acreditados, hizo también más personales a las películas porque les permitió virar radicalmente de intereses. Desde la contemplación con toda la mesura y el sentido de la justicia posible de lo extraordinario (hasta el punto de convertir en ordinario lo que muchos nunca ven con sus propios ojos: el amor, el heroísmo, la maldad) se pudo pasar a filmar inestablemente lo más vulgar, en el sentido de lo más corriente: el tedio, la insensatez, no ya a los inadaptados sino a los que deambulan por la vida sin que les importe lo más mínimo el futuro. 

Breillat prescinde de una historia como tal, se acerca peligrosamente a sí misma, se contradice y al mismo tiempo se afirma a cada paso. ¿En qué? Quizá en una idea de lo sagrado del placer, sucio, a costa de marchitar el cuerpo, pero que nos pertenece.   

Por donde caminaban Maurice Pialat, Jean-Claude Brisseau o Philippe Garrel, a tientas, como nuevos salvajes - ah, los hijos de Nicholas Ray - se puede encontrar a Breillat por confiar en ella misma y en una actriz extraordinaria.

Antes de hablar de esta inolvidable Dominique Laffin, que uno no dudaría ni un segundo en calificar de la mejor intérprete que nunca vio en muchos planos del film, habría que hacerlo de la luz de la película.

Un rellano de una escalera que se queda a oscuras y sirve para hacer una elipsis prodigiosa, cuartuchos inmundos y bares, aún más feos y más llenos de gente que se cree con derecho a saber qué quieres con solo mirarte, camas y más camas y los más absolutos silencios que tanto anhela sean cómplices nuestra protagonista... el film entero está modulado por la iluminación de Jacques Boumendil, que parece sencilla y funcional. El gran cine francés y sus milagros.

Sin escucharlo, se podría disfrutar de la película como de un paisaje y no es la belleza su mayor baza, sino algo muy cinematográfico: cómo se eleva una comunicación desde el estruendoso ruido de los ambientes por obra y gracia de lo que queda a la vista y lo que se oculta. 

De la actriz no sabría bien qué decir. Dolería demasiado empezar por el final, diciendo que murió apenas un lustro después, con treinta y tres años, de un ataque al corazón. Así que honores para ella. Son aún los años 70 y recordaré siempre las interpretaciones de Romy Schneider con Andrzej Zulawski, Marlène Jobert con Maurice Pialat, Ottavia Piccolo con Mauro Bolognini, Nora Aunor con Lino Brocka, Ingrid Caven con Reiner W. Fassbinder, Hèléne Surgére con Paul Vecchiali, Mizuhara Yukî con Sone Chusei o la de Jenny Agutter con Monte Hellman, por citar varias de las que me parecen más conmovoderas, pero lo que es capaz de hacer Laffin en esta película admite poca competencia. Vulnerable, destruida, exultante, carnal, cadavérica, confundida por ella misma y por los demás, desnortada, aniñada, desubicada (la increíble escena de la grabación musical en el estudio), plena y vacía, a veces en el mismo plano... un despliegue de recursos incomparable sin una sola línea de diálogo "importante" que echarse a la boca, en penumbra, anónima, indescifrable. 

miércoles, 3 de septiembre de 2025

UNA ETERNIDAD

La sucia impunidad amparada por la ignorancia, esa que tantas veces denunció el cineasta colombiano Luis Ospina, desde los ángulos más incómodos de la documentación, había cobrado en 1982 una nueva dimensión para su carrera con la filmación de "Pura sangre", lógicamente y desde su mera apariencia, un giallo y un film de terror, pero también una farsa y sin embargo un no menos pavoroso drama. A partir de ella, el color del cristal con que mirar su obra debe cambiar.
 
Tantos metros de película impresionados con las mendicidades de una nación y un continente entonces aún muy ensimismado, con miles, millones de oriundos que nunca verían nada más que sus vecinos, su cacique y, los domingos, a su pequeño Dios, implosionan en este, valga el oxímoron, fresco podrido, donde nada ni nadie se libra de una buena parte de responsabilidad.
 
Ninguna dificultad podía disuadir a Ospina

Desde los viejos, los locos tiempos en que conoció a su compinche Carlos Mayolo o al inolvidable Andrés Caicedo, en aquella Cali todo lo opuesta que se pueda ser al Macondo de turno, esa ciudad más parecida a Tromaville que a Gotham City y a la que rebautizaron como CaliwoodOspina se rio a mandíbula batiente de la vida y de la muerte, sin querer nunca ser conciencia ni voz de nadie o representante de nada, pero resultando siempre un verso suelto y sus films unos espejos que devolvían las feas estampas de las brujas de su tiempo. 

El viejo enfermo seguramente por su propia mala sangre, el hijo sin escrúpulos, los esbirros amorales, el pueblo llano, de tan llano sin luces, los medios de comunicación siempre primando el sensacionalismo, las creencias, las palabras que mandan hacer y las que convencen... todo es abominable y todo es filmado por Ospina con implacable normalidad, como una prolongación del conjunto de bobinas recopiladas por los nada éticos reporteros de "Agarrando pueblo", su film de 1977.

No sirven de pista las imágenes de "Johnny Guitar" o las de "Citizen Kane" que escupe el televisor en dos planos para entender "Pura sangre", un aquelarre que sí puede convocar al Fritz Lang de los Mabuse, al más afilado cine mexicano bajo el influjo de Buñuel, al cine negro norteamericano, a "Les yeux sans visage" de Georges Franju y, indirectamente, a los cineastas experimentales que habían construido como Ospina su obra sin dinero, sin apoyo institucional, sin público y, a veces, hasta sin cámara.

La premisa del film se agota rápidamente, se repite y se enroca en una espiral de escenas lindando con lo absurdo que son su verdadera razón de ser. No hay progreso ni rastro apenas de investigación policial y la resolución es grotesca desde cualquier ángulo porque lo que a Ospina le interesa es mostrar no ya el mal en acción, sino la más absoluta y vulgar de las rutinas de quienes ostentan el poder frente a quienes no, qué fácilmente se puede manipular todo para que nadie sepa nunca quién es de verdad el causante de los males de un pueblo, fiándolo todo al analfabetismo y la sumisión. 
 
Quien se conforme con pensar que esto es lo que solo podía suceder en Latinoamérica o en los melodramas del gran cine filipino que le era contemporáneo, seguramente pasa por alto que este thriller desestructurado conecta con el cine "ultrarrealista" del inglés Alan Clarke, con las osadas y marginales obras del mexicano Jaime Humberto Hermosillo, con las últimas obras del norteamericano Sam Fuller o las primeras de su compatriota Abel Ferrara

La idea de Caicedo de la que surge la película, con los ricos chupadores de la sangre de los pobres, se contamina además de la lectura de los libros de Sartre, de la proliferación de las primeras pornochanchadas brasileñas y de la cotidiana violencia gráfica de los periódicos colombianos, donde en el rincón más insospechado aparecían fotos de asesinados y torturados. Por supuesto Ospina sufrió la hipócrita censura de turno, tal vez por no fingir que se escandalizaba.

Filmada con entusiasmo, toda nocturna, borracha y desvergonzada, "Pura sangre" va a parar a la orilla de dos personajes ajenos a los sucesos narrados, el venerado, que no venerable, magnate azucarero y el zombie al que acusan y que habla de crímenes que tal vez solo habrá cometido en un delirio de drogas o alcohol. Dos muertos vivientes sobre los que cargar las tintas de la leyenda porque la verdad es insoportable.