lunes, 5 de mayo de 2008

JOHN WAYNE. Héroe americano

DUKE FOREVER

No fue probablemente una gran pérdida para el fútbol americano. Uno de esos zagueros ciclópeos que no dejan pasar ni el aire como mucho; no tenía físico de corredor.

Marion Robert Morrison no tenía las cosas muy claras aquel verano de 1927 cuando conoció a un director de cine “principiante” llamado John Ford, que aquellos años pululaba como tantos otros por Hollywood aprendiendo el oficio, tomando nota de lo que Griffith, Murnau y compañía hacían.

Había nacido John Wayne.

Desde ese momento hasta la última película en la que colaboraron juntos pasarían casi 40 años de estrecha amistad, que ha dejado como fruto un puñado de obras maestras inolvidables, a las que habría que sumar un buen número de films importantes, algunos incluso superiores a los que hizo con el genio de Maine, rodados a las órdenes de la plana mayor de los directores americanos de la gran época: Walsh, Ray, Wellman, Curtiz, Dwan, Hathaway, Hawks… con este último sin ir más lejos rodó, aunque esté mal decirlo (por respeto a Ford o Walsh y más teniendo en cuenta que Hawks cultivó muy poco el género) el mejor western de todos los tiempos en mi opinión, “Río Rojo (Red river, 1948)” y otras tres obras capitales: el film de aventuras “Hatari!” (1962), sobre todo y los westerns “Río Bravo” de 1959 y “El Dorado” de 1967.

John Wayne tuvo la misma oportunidad como actor que había tenido Ford como director. Pudo aprender haciendo películas, algo directamente inviable hoy día. Así, el papel que lo revela como un gran actor no llegó hasta probablemente 1945, con cerca de 100 rodajes a sus espaldas, cuando un Ford con una visión de la vida muy cambiada después de volver del frente, filma “No eran imprescindibles (They were expendable)”, impresionante estampa de la retaguardia en la segunda guerra mundial que extrañamente no suele mencionarse nunca como lo que es: una de las películas bélicas fundamentales. Es un trabajo clave porque va a sentar las bases de su muy peculiar estilo interpretativo.

Con el paso de los años y quizá hasta sin proponérselo, John Wayne se transformó, para mí sin duda, en el mejor actor de todos los tiempos. Imagino que no será una opinión muy compartida, y menos ahora, pero yo estoy dispuesto a hacer hasta la demostración matemática si es preciso.

Decía Orson Welles que interpretar es lo más parecido a esculpir una estatua: se trata de quitar lo que sobra. Si no tienes personalidad, estás muerto, no sirve de nada intentar convertirte en otro, porque sería una farsa y puede que tuviera razón. Sobran los ejemplos de actores “del método” que han acabado siendo una parodia de ellos mismos o avergonzado a sus fans, doblegados al cine de palomitas, mientras que muy pocos actores de los llamados “naturales” (y hablo de gigantes como Cary Grant, William Powell, Herbert Marshall, Glenn Ford, Totó, Marius Goring, etc.) hicieron películas indignas de su categoría.

Lo que fue capaz de hacer Duke en “Centauros del desierto (The searchers, 1956)”, “Escrito bajo el sol (The wings of eagles, 1957)”, “El hombre tranquilo (The quiet man, 1952)”, “El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, 1962)” o “La legión invencible (She wore a yellow ribbon, 1949)”, por mencionar quizá lo más granado de su monumental carrera no admite comparación posible.

Si hubiera que reducir su despliegue de talento a un solo film, me quedaría sin duda con “Escrito bajo el sol”, una película que supone el momento álgido de su colaboración con Ford, tras rodar la homérica “Centauros del desierto”, que sin duda fue concebida como un proyecto de mayor alcance, de esas películas en las que un director pone a prueba hasta sus propias convicciones personales.

Pero sucede a veces que un proyecto más pequeño, una película rodada por el placer de hacerlo, deviene en una obra genial de insondable profundidad y emoción. Así sucede también con el remake de “Tú y yo (Love affair, 1939)” que acometió precisamente ese mismo año 1957 Leo McCarey.

La sencilla, aunque de recóndita grandeza, historia de su amigo, el marino Spig Wead que sacrificó su felicidad personal en pos de una vida de aventuras, dio la oportunidad a Ford y a Wayne de componer una de las películas más hermosas de la historia del cine, un carrusel de emociones que a mí por lo menos me provoca una sensación que muy pocas películas más me producen: me conmueve, hasta si hace mucho que no la veo, siendo el ejército y el patriotismo dos de las cosas que me son más ajenas, al mismo nivel que “El verbo (Ordet, 1954)” de Dreyer y la religión.

La alegría de vivir, la felicidad rota, la amistad, el recuerdo, la derrota, el amor… no sé de ningún actor que haya transmitido en una sola película (a veces en la misma escena y hasta en un único plano) todo eso, de la forma más sencilla posible, sin declamaciones ni aspavientos, mirando, moviéndose, hablando, fumando, pensando.

1 comentario:

Anónimo dijo...

TIENES MÁS RAZÓN QUE UN SANTO. CUAND PERSIGUE A SU SOBRINA EN CENTAUROS DEL DESIERTO, QUE NIO ÉL MISMO SABE SI LA CAZARÁ O RESCATARÁ; CUANDO ROBERT MITCHUN LE PREGUNTA EN ELDORADO POR QUÉ HACE LO QUE HACE, QUE ES AYUDARLE, Y ES PATENTE QUE SE CALLA LA EXPLICACIÓN MÁ IMPORTANTE, PORQUE SON AMIGOS. LA MIRADA A MAUREN OHARA CUANDO LA VE POR VEZ PRIMERA EN EL HOMBRE TRANQUILO... JOHN WAYNE ES EL CINE.
CUANDO ALGUIEN ME DICE: NO SABÍA ACTUAR, RESPONDO: ES CIERTO, Y JOHN FORD Y HOWARD HAWKS NO TENÍAN NI IDEA DE CINE, POR ESO LO CONTRATABAN.