"Okayo no kakugo" es realmente breve.
Aparte de durar sólo cincuenta y seis minutos, se despereza con un preámbulo que no quiere presentar ni fijar "personalidades" sino introducir un momento, un instante - es un film contemporáneo, con la segunda guerra entre China y Japón al fondo y la mundial a la vista - y para colmo se resuelve con un interludio inusitadamente extenso y teatral: más de diez minutos de kabuki que parecen recrear, reinterpretar, tal vez mirar desde otro punto de vista, lo sucedido.
Su sentido, su centro, no importa las veces que se contemple, se escurre entre los dedos como el agua, no tiene densidad, no sacia.
Es tan sólo una chica, una actriz, una jovencísima Tanaka Kinuyô con el corazón - ya no adolescente, el de una mujer, pero el mismo al fin y al cabo - roto. Nada menos.
El misterio del cine de este gigante semidesconocido llamado Shimazu Yasujirô, redoblado al simplificarse. Nada menos.
Su maestra de baile le consuela. Él se casará con otra. No pasa nada, es sólo una oportunidad de las que vendrán. Palabras que pronuncia quien vimos al comienzo comiendo con paciencia y deleite, demostrando haber aprendido una de las lecciones "necesarias" para ser adulto. Su marido marchó al frente, ganó honores. Volverá. Ahora es tiempo de cumplir con obligaciones y esperar también para ella, admirada por todos.
Shimazu sin embargo filma el enamoramiento de la insignificante Okayo prendado de la misma tragedia por lo efímero de un Ophüls o un Renoir.
La toma turbada cuando aparece por primera vez el apuesto fotógrafo Shunsaku (Uehara Ken) en el que ya se había fijado antes de ponerse en marcha la película, la centra en el plano y la reencuadra mientras lo sigue por la calle, la espera mientras se arregla el pelo mirándose en un escaparate aunque la acción se haya desplazado hacia un lateral, la observa cómo mira a Shunsaku leer el periódico y cómo se decepciona porque él no levanta la vista de las noticias, la pierde de vista un momento en un montaje paralelo para que veamos a la otra chica, la que simbólicamente ocupará "su lugar" aunque aún no sepamos ni quién es ni el por qué de esa interrupción...
Sus lágrimas desconsoladas cuando no sólo asume la pérdida sino también cuando reconoce ante su maestra - y quizá ante sí misma, terminando de vencer a su propio pudor - que lo quiere, no deja Shimazu que sean intrascendentes.
Esa especie de carga estática, si se admite el paralelismo de pura Física, que Okayo acumula con placer mientras alberga alguna esperanza, estalla en esos pocos segundos que son la contraportada de las fotografías que él le hizo, donde aparecía coqueta y feliz.
Adquiere entonces un valor extraordinario el fundido a negro que hizo Shimazu sobre una de ellas, que apenas recordábamos como simpático porque acompañaba a unas palabras de él, diciéndole que las instantáneas no le hacen justicia, las únicas atentas que le dedica.
Como en algún gran McCarey, no hay más que tirar del hilo para caer en la cuenta que a esa escena, sucedía una de una extraña audacia, con Okayo arrodillada junto al fonógrafo cantando una canción a capella cuando el disco se terminó, un plano fijo de casi dos minutos (que Shimazu no corta y sólo deja que alguien lo "estropee" reclamándola para que haga una de sus tareas, como a toda buena Cenicienta) que me parece el frugal resumen de la película: la música y cuanto la interrumpe.
Aún más hermoso y original es el que la devuelve al mimo de la cámara tras haber atendido a su torpe casero, ese en que recorre (más abrigada, más lentamente, pareciendo de hecho mayor) arriba y abajo el portal de la tienda donde él acude a revelar sus fotografías, un plano donde no sucede tampoco "nada", sólo crece un poco más el desasosiego y la comedia se vuelve un poco más, drama.
Tras el insólito interludio soñado por ella con que parece clausurarse el film al que aludía al principio - que apuesto a que hubiese fascinado a DeMille - retorna Shimazu a la pequeña y yaciente Okayo y la ventana donde cae la nieve de 1939.
6 comentarios:
Sí, esa aparente inanidad de las situaciones, tan cotidianas como las caseras de Ozu pero desprovistas de su geometría, colocan a Shimazu en un maestro de instantes vividos aparente y despreocupadamente por hermanos, novios o, como aquí, maestra y discípula. "Okayo" registra, con la mayor sencillez no exenta de verdadero calado, el poso de dos amados que se sienten o se intuyen respirando al lado a pesar de las diversas distancias que los separan. La maestra es capaz de recrear a su marido, Okayo debe consolarse con el recuerdo de una frase. La recreación es casi mizoguchiana, con ese asombroso travelling que nos descubre la soledad de ambas mujeres tras la "conversación" con el marido. El recuerdo y su ambigua pervivencia es, como has señalado, muy Ophüls.
Poco podría añadir a lo expresado por Jesús en uno de sus grandes artículos y al preciso complemento de Mario.
Por decir algo sobre esta inmensa pequeña película, aunque ya lo han hecho ellos, y mejor, se me ocurre hablar sobre las rimas (comienza y termina –como los primeros Ioseliani- con una panorámica desde/hacia las ventanas donde, tras anunciarse primero la nieve, cae ahora la lluvia: la vida sigue), sobre los ecos (al inicio tardamos en saber si la maestra está de verdad hablando con su marido -¡no aparece el ansiado contraplano!-, al final dudaremos durante toda la larga escena si el baile de Okayo es soñado o sucede en una representación teatral -¡no aparece el contraplano de los espectadores!-), sobre el motivo recurrente de las danzas (y que son todas ensayos menos la última, que resultará, sin pretenderse, definitiva y perfecta).
Eco de Murnau: en la secuencia final hay un montaje paralelo entre el salón, repleto de gente, de la casa del novio, donde se celebra la boda, y el salón vacío, sólo está Okayo, de la casa ajena donde la joven vive como criada; durante la ceremonia la maestra mira hacia la derecha y ve en el contraplano a la novia, que pudo ser Okayo, corte a Okayo, sola en la casa, que mira a la derecha y vemos el mismo ¿contraplano? de la novia.
Tiene esa capacidad Shimazu, tan privativa de algunos muy grandes, de crear una discreta expectación con cada movimiento de cámara.
En ese arranque en que la maestra "dialoga" con su marido, se abre el ángulo y sólo vemos a Okayo al fondo, desenfocada, y entonces vuelve a cerrarse el plano y se dirige al retrato colgado en la pared de quien entonces sabremos que marchó a la guerra.
Con ese movimiento, Shimazu "incluye" a Okayo en la paralela historia de la maestra y su marido ausente y le proporciona un eco que aprovechará en varias ocasiones para, sin el menor subrayado, hacer que vuelva a revertir sobre su mentora.
Con ese mismo tratamiento de los espacios y del tiempo se construye (ahí están hitos como el de Mizoguchi y el deslumbrante travelling lateral que introduce el flashback de "Yuki fujin ezu") el más insondable cine japonés.
Leo que Shimazu hizo en veinte años más de cien películas. Si cinco o seis más están a la altura de ésta, Shimazu se colocaría entre los grandes.
Jesús, veo que están subtituladas en YouTube "Tonari no Yae-chan", "Sunkinsho: okoto to sasuke", "Konyabu sanbagarasu" y "Ani to sono imoto" ¿las recomiendas?
Me parecen cuatro obras maestras.
Subtítulos en español de "Okayo no kakugo":
http://www.opensubtitles.org/es/subtitles/6089008/okayo-no-kakugo-es
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