sábado, 20 de junio de 2020

SINIESTRA FORTUNA

Oficialmente, el cine moderno, en los años 50, quizá antes, finiquitó al cine de parejas. Cuanto sucedía hasta que se formaban centró una vez todo el interés, en buena medida por una herencia literaria que con los años decayó. 
Algunos de aquellos cineastas, de todas partes, habían ido más allá de la muerte, al infierno si fue necesario, investigando y defendiendo la validez de esa particular idea, que era también una idea del mundo.  
No se acaba desde luego ahí el romanticismo y de hecho si hay un cineasta que es el paradigma del cambio, ese es Jean-Luc Godard y tiene varias y al menos una de las películas más profundamente preñadas por ese viejo compás ("Pierrot le fou")
En la gran época propicia para contar estas historias, es donde abundan los especialistas, mas no fue uno de estos últimos el norteamericano de ascendencia y adopción germana Arthur Robison, del que sin embargo cuenta la leyenda que, como si se tratase de una inquietante rima con el plano final de su última película, la muerte le embaucó y no pudo ver terminada "Der student von Prag", la película con la que consiguió adentrarse más desaforadamente en las varias fronteras de ese, digamos, anhelo.
Sucedió en 1935, cuando solo contaba cuarenta y siete años, unas pocas semanas después de completado el rodaje y la penumbra retórica y anticuada en que se sumergen tanto la generación a la que pertenece como el lustro largo de tránsito del cine mudo al sonoro, hicieron el resto.
En 2020 ninguna de esas sombras han sido despejadas y más bien parece que devinieron en negras manchas. A nadie le interesa Robison ni en el fondo tampoco el arte de doblegar el espacio mediante contraluces más allá que para catalogar reputados "fósiles" como "Schatten, eine nächtliche halluzination" de 1923. Tampoco hay manera de derribar el tópico sobre la manida difícil adaptación de un lenguaje a otro, por más que sean legión las obras que lo desmienten con rotundidad.
"Der student von Prag", que también podría ser un famoso film de terror, ya nada más es un dato, una cifra, en concreto la tercera versión de un relato "a la Goethe" que había conocido mayor atención en las dos respectivas décadas anteriores. Uno de tantos desapercibidos finales de carreras alargadas fuera de su contexto.
Se pasa así de largo delante de una película fantasmagórica, ni a este ni a aquel lado de la cordura, tangente al cine de Abel Gance y a las historias en noches en vela de Alexandre Astruc hasta alcanzar incluso a Leos Carax y Philippe Garrel
Como sobre todo varios Gance contemporáneos (y hasta posteriores: pienso incluso en "Vénus aveugle"), "Der student von Prag" invade el cine sonoro, sometiéndolo sin la inseguridad que debiera haber acomplejado a tantas películas que se abrían paso desde los últimos y más libres y perfectos films mudos. Con la resistencia de Robison, del citado maestro francés, de Chaplin, Sternberg, Murnau y Stiller si hubiesen vivido, Dreyer, Griffith y Stroheim si se lo hubiesen permitido, Eisenstein, Browning, Pabst, Vertov, Sjöstrom o varios japoneses y con la complicidad de Pagnol, Cukor y varios debutantes, cabe soñar con un paralelo cine mudo muy vivo al menos hasta la guerra y una evolución natural del cinematógrafo, no dictada por razones comerciales.
No fue así y el retroceso imparable de todo lo que se muestra poco o se da a ver mal, arrasa a cineastas sensibles como Robison y a películas como esta, armada con interpretaciones salidas de la noche de los tiempos como la de este diabólico ser, Carpis, que incorpora Theodor Loos, con escenas de trucajes "primitivos" (pero que creo más imaginativas que muchas posteriores) y con pobres ingenuos como Balduin (un apuesto Anton Walbrook, aún con su nombre germánico en las marquesinas) como infausto protagonista.
Quizás y solo quizás aún impresionen las lámparas iluminadas en las calles, esa cortina del casino soplada por el averno, el duelo - que tanto recuerda a varios de Ophuls -, la aparición en el carruaje y otros ornamentos de pura artesanía en blanco y negro
Menos entusiasmantes son las mujeres, ni la fascinadora (Dorothea Wieck), primera víctima de Carpis y una puerta de paso hacia la famosa obra de Gaston Leroux "Le fantôme de l'Opéra", que encuentro una prima donna sin misterio, ni la fascinada (Edna Greyff), demasiado sumisa. Pero quizá se trate de algo intencionado, porque en la confusión de los deseos y en el acto de caer en la cuenta que se codicia algo solo para poder prescindir de ello, está la mayor tragedia del film.

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