martes, 7 de octubre de 2008

GRIFFITHIANO



Se puede intuir su tristeza en las fotografías de la época.
Todo su arte había pasado de moda, le decían; eran tiempos de cambio y el público quería ver otro tipo de películas.
Sus dos únicos films sonoros, "Abraham Lincoln" (1930) y "The struggle" (1931) habían sido rotundos fracasos de taquilla. La crítica de la época - que no existía como tal en realidad - condenó sin pensárselo dos veces, con los más peregrinos argumentos (el más delirante: eran películas anticuadas) esas dos obras maestras que probablemente su autor concibió como films de transición a un nuevo cine, donde esperaba desarrollar la segunda parte de su muy prolífica carrera.
De ahí a su muerte transcurrieron 17 largos años de imperdonable olvido.
A Jean Renoir, Alfred Hitchcock, John Ford, Yasujiro Ozu o Leo McCarey, pese a realizar sólo alguna gran película en el mudo, les fue concedida la oportunidad de adaptarse a la nueva época.
No fue el caso de David W. Griffith. El "padre" del cine americano corrió la misma suerte de Erich von Stroheim o Buster Keaton y asistió dolorosamente exiliado a la reinvención de un arte que en gran medida él había contribuido a crear.
Dos imágenes asaltan la memoria al pensar en las películas de David W. Griffith: la fragilidad y dulzura de sus heroínas, siempre superadas por los acontecimientos, y la extrañeza en la construcción de sus historias. Imágenes de enorme poder emocional engarzadas en secuencias que buscan, como diría mucho después Carl Th. Dreyer, investigar ese mapa apasionante que es el rostro humano.
Muchas de las cosas que sorprenden, desconciertan, asombran o irritan de los Godard, Delvaux, Carax, Bellocchio, Jessua o Eustache (por poner algunos ejemplos de cineastas "de avanzadilla") ya estaban en las películas de Griffith (soterradas a veces, tan patentes que ni se repara en ellas, en otras ocasiones): el uso de las elipsis, la función del primer plano, los insertos simbólicos, el montaje "en bruto", los encadenados que rompen la unidad de espacio, la utilización de la música, los cambios radicales de dimensión del encuadre...
Sus, en apariencia, ingenuas y sencillas "morality plays" esconden muchas sorpresas al espectador que se tome la molestia de revisitarlas.
Griffith fue, a su manera, el primer cineasta impresionista de la historia; le importó menos la perfección y la recreación fidedigna de una historia (aunque pocos narradores mejores que él se me ocurren) y concentró sus esfuerzos en medir la fuerza que cada plano tenía para comunicar una sensación, un sentimiento.
Luego Rossellini, como Matisse, desnudó las estancias, difuminó las siluetas e inundó los rostros de luz y finalmente Jean Luc Godard, el cineasta "abstracto" por excelencia, dio un nuevo impulso hacia territorio desconocido (aún no retomado por nadie) en esta apasionante investigación sobre los poderes de la imagen para aprehender gestos y robar pensamientos. No me olvido de otros exploradores de los meandros del gran río: Nicholas Ray, Mikio Naruse...
Volver a las películas de Griffith es un deber; el más placentero que se pueda imaginar:
En "La calle de los sueños (Dream street, 1921)", un intertítulo que dice "sombras" anuncia una desgracia.
En "El nacimiento de una nación (The birth of a nation, 1915)" - y no hay que olvidar que Griffith nació en Kentucky y por tanto descendía de los perdedores del conflicto -, las cenizas que caen sobre la capa del protagonista asemejan sus vestimentas a las de un rey cubierto de armiño; no cabe retorno más majestuoso.
Una panorámica sobre la playa donde unos pescadores se preparan para enfrentar la muerte como cada mañana al principio de la homérica "The unchangigng sea" de 1910 es el más bello del cine silente.
En el plano final de "The musketeers of pig alley" (1912), revelador precedente de la muy original saga de los "Padrinos" de Francis Ford Coppola, el brazo de un policía entra en cuadro por la derecha con un billete en la mano, dando a entender la complicidad entre guardianes de la ley y gángsters.
En "Las dos tormentas (Way down east, 1920)" un inserto de una mano que se resguarda anticipa una odisea.
En la fundamental "La aurora de la dicha (Isn´t life wonderful, 1924)", Inga peregrina al mercado con las manos llenas de billetes y al llegar comprueba que no le sirven ni para comprar un trozo de carne; en un travelling se da el derrumbe económico de un país.
"Corazones del mundo (Hearts of the world, 1918)" esconde la secuencia más pavorosa del cine bélico: un oficial alemán arroja un recién nacido por la ventana entre risas histéricas.
En su última cinta silente, "La melodía del amor (Lady of the pavements, 1928)", con una sensibilidad sólo igualada después por George Cukor, un breve primer plano desnuda a un personaje, que comprende sin vacilar lo que de verdad siente; la vergüenza por el engaño al que ha sido sometido y el amor verdadero se confunden en un gesto memorable.
En la hermosísima "Lirios rotos/La culpa ajena (Broken blossoms, 1919)", Lillian Gish, una chica - como el Fray Junípero rosselliniano de "Francesco, giullare di Dio" (1950) -, de inocencia y abnegación infinitas, se verá abocada a una cruel muerte a manos de su violento progenitor (Donald Crisp, que 22 años después será paradójicamente el padre que nunca tuvimos en "Qué verde era mi valle (How green was my valley, 1941)" de John Ford). Sólo un paria oriental encarnado por Richard Barthelmess intentará salvarla de su destino y, como Ingrid Bergman en "Europa 51" (R. Rossellini, 1951), será visto por los demás como un loco peligroso, de tan bueno les parecerá trastornado.
No es David W. Griffith sólo un ilustre pionero, un seminal creador de formas, no debe tenerse ante sus películas un respeto institucional o un interés arqueológico; Griffith es, o mejor aún, sorprendentemente resulta ser, uno de los más grandes cineastas y uno de los que más lejos llevaron su idea del cine.
Ahí está ese monumental experimento narrativo llamado "Intolerancia (Intolerance, 1916)", donde, por medio del montaje paralelo, se dan la mano pasado, presente y futuro con una audacia sólo igualada después por otro film icónico, "2001: Una odisea del espacio (2001: A space odissey, 1968)" de Stanley Kubrick.
Este hombre extraordinario, de extracción humilde y que empezó en el cine por casualidad, lector apasionado de Dickens, Poe, Thackeray o Hardy, avanzó ensimismado y solitario en la conquista de los resortes de un arte que pronto se transformaría en un lucrativo negocio que no le interesaba.
Su condición de outsider e inadaptado no debe, pues, sorprender.
Nunca se creyó un genio ni alardeó de nada pese a sus múltiples triunfos.
En Griffith se dieron cita varias virtudes que no le suelen hacer a uno progresar mucho en la vida: la modestia, la honradez, la austeridad, la búsqueda de la verdad, la obsesión por la pureza...
Por desgracia, hace muchas décadas que el arte de Griffith (y de los Sjöstrom, Stiller, Dovjenko, Murnau o Pabst) es un arte perdido.
Se ha confundido claridad y pureza con simplismo, clasicismo con inmovilismo, auténtica belleza con encanto "naive"...
Dijo una vez de él Orson Welles: "Ninguna ciudad, ninguna industria, ninguna profesión ni forma de arte deben tanto a un sólo hombre. Todo director que le ha seguido no ha hecho más que eso: seguirle".
¿Estamos aún a tiempo de enmendar semejante injusticia?.

lunes, 6 de octubre de 2008

PURA PIROTECNIA CINEMATOGRÁFICA


"The unsuspected" (1947) es la película con la que culmina Michael Curtiz una serie de films donde el grado de estilización y depuración de la elegancia de la puesta en escena, la brillantez de los diálogos y la perfección de los resortes del argumento son los elementos no que resultan de la película sino que son su base, de donde parte. Después de "Casablanca" del 42, "Passage to Marseille" del 43, "Mildred Pierce" del 45 o la deliciosa "Life with father" del 47, por poner los ejemplos más destacados, "The unsuspected" riza el rizo de los fuegos de artificio del cine de intriga-noir-alta comedia en un ejercicio de virtuosismo nunca visto antes ni después.

Realmente es una película confusa, vacía e inverosímil pero es tan increíblemente brillante, inteligente y deslumbrante que resulta un gran film de todas formas. José Luis Guarner la adoraba y es comprensible. Se ve la película con una media sonrisa bobalicona y se experimenta un placer especial con cada giro de su muy enrevesada trama a pesar de que cuando termina la proyección no sepas casi nada de los personajes y tengas una sensación de que han estado jugando contigo. En ese sentido, "The unsuspected" enlaza con "Psycho" de Hitchcock o con algún film del menos dotado Mario Bava, vehículos de culto al cine como ilusionismo.

No hay actor más perfecto para estos papeles que Claude Rains, que curiosamente es también soltero como en "Notorious"; casi se diría que la gran diferencia entre los maquinadores de intrigas imposibles de antaño y los de ahora es que antes eran solteros y hoy son padres de familia numerosa. Ted North, un actor de poco recorrido, borda su imitación de Clark Gable y la siempre genial Audrey Totter tiene reservadas algunas de las mejores líneas de diálogo de la época.

miércoles, 1 de octubre de 2008

¿UN MODERNO "A BOUT DE SOUFFLE"?




Punto límite de la muy singular trayectoria de Jean Claude Brisseau, "Les savates de bon Dieu" (2000) es tan irregular y desconcertante como sublime y emocionante. Qué gusto debe dar hablar de lo que a uno realmente le da la gana, saltarse convenciones dramáticas, haciendo una auténtica película subversiva, que no conoce límites. "Les savates..." no se parece a ninguna otra película. Empieza siendo la historia de un inadaptado y pasa por la huida de dos amantes más un simpar príncipe filósofo para terminar siendo un canto a la rebeldía cívica, lo que eran las películas de Nicholas Ray o del primer Godard.


Con esos colores fluorescentes de Romain Winding y la extraña belleza de Raphäele Godin, apenas hace falta que Brisseau enlaze dos escenas inncesarias y alguien recite un maravillosos poema de Prevert para que el film alcance un nivel de emoción indescriptible. Como el vértigo de un momento mágico. Como "Pierrot le fou", como "They live by night".


Es la típica película que el subconsciente convierte en perfecta, a pesar de que en su desarrollo haya elementos quizá un tanto discutibles. Es tanta la sensación de plenitud cuando estallan los coches de policía, cuando se marcha Élodie, cuando los alumnos salen de clase gritando que ya no son niños, cuando el protagonista aprende a leer...


Mucho antes, en 1983 y 1988, Jean Claude Brisseau nos legó sus dos obras maestras: "Un jeu brutal" y "Noce blanche", a las que quizá deberíamos añadir "Céline" del 92. Después de "Les savates...", Brisseau ha rodado dos películas casi hermanas, la extraordinaria "Choses secretes" de 2002 y por ahora la última de su trayectoria, "Les anges exterminateurs" (2006) y que con juicio de por medio puede terminar con la carrera de este discípulo de Maurice Pialat y del primer Eric Rohmer. Ojalá no sea así. Le necesitamos.


domingo, 21 de septiembre de 2008

UN ARTÍCULO HABLADO



El gran cineasta portugués Manoel de Oliveira cumple cien años el 11 de diciembre de este año. Lo celebrará montando su nueva película: “Singularidades de uma rapariga loira” que actualmente rueda en Lisboa.
El cine portugués (de un nivel históricamente similar al español y con algunas cosechas mejores que la nuestra, por mucha “excepción cultural” y por mucho autobombo que nos demos en los medios) nos es sumamente desconocido. Es curioso como siendo Portugal nuestro país vecino, apenas conozcamos directores o actores lusos. Será que les vemos como quien tiene un pariente pobre. Allí no están Saint Tropez ni Portofino, según creo. Ellos sin embargo nos conocen bastante bien. La vieja Iberia.
CRÍTICOS, ¿QUÉ CRÍTICOS?
Manoel de Oliveira siempre ha ido por libre. Ni ha formado parte de ningún movimiento, ni debe gran cosa a la prensa – que han acabado por otorgarle la “inmunidad crítica” que se da a los veteranos, pero que sospecho en el fondo sigue viendo su cine por obligación y con bastante distancia – ni ha sabido “programar” su carrera para alcanzar un estatus que le permita vivir bien. No me lo imagino conduciendo un Porsche, no creo ni que tenga carnet de conducir.
Cada nuevo paso que da, inusitado para una persona de edad tan avanzada, es regocijantemente sorprendente. En esta década su producción es más abundante que nunca. Ha rodado 9 largometrajes y 6 cortos desde 2000.
La vejez no trae de la mano la sabiduría, sí el cansancio y el desencanto. No he conocido un director más sabio que Jean Vigo, que murió de tuberculosis con 29 años. Oliveira está más vivo y es más curioso que la mayoría de la gente de esta profesión. Todavía conserva la capacidad de indignarse, que no es poca cosa y es capaz de ser penetrante tanto si nos habla de un obcecado religioso que creyó en la utopía de que los hombres éramos iguales fuera cual fuera nuestra raza, como si retoma una fascinante historia de Luis Buñuel, cuarenta años después, por el simple placer de hacerlo, entablando un diálogo soñado con el maestro aragonés en celuloide después de haberlo hecho seguro que muchas veces mentalmente.
ENSAYOS Y PALABRAS
Cine de arte y ensayo. Nunca supe muy bien qué significaba tal cosa. Podría ser una buena definición, sólo que al revés, de la forma de proceder de Oliveira. Cine de ensayo que deviene arte. Aproximaciones sucesivas, concéntricas, a veces ensoñaciones diurnas, un puro meandro narrativo, que conduce a un objetivo capital: conocer. El arte de saber. Dicen los manuales científicos que para llegar a conocer un hecho se ha de aplicar un método que permita poner de manifiesto su verdadero ser. Esto va en contra del estilo cinematográfico como se podrá suponer. Por desgracia hay muchos ejemplos de directores de comedias que se atascan con un drama, que lo hacen grandilocuente, pesado, hueco y falso. Manoel de Oliveira tiene tantos estilos como películas, porque cada tema requiere un método diverso. ¿Cómo se puede rodar igual una epopeya colonialista que un drama íntimo con tres personajes?
El cine actual y Oliveira es uno de sus más inspirados ejemplos, ha devuelto la palabra al lugar que perdió hace muchos años. Arnaud Desplechin, Nicolas Klotz, Phillippe Grandrieux, Hong Sang-soo, Patrick Tam, Aparna Sen o su compatriota Pedro Costa forman la avanzadilla de una de las causas que Jean Luc Godard creyó perdidas. La palabra como elemento de fuerza dramática incomparable, la palabra como catalizadora de las imágenes (entiéndase el contrasentido), diálogos que hacen virar una película de lado a lado y que no se pierden en un maremoto de imágenes, que tienen un poso definitivo al finalizar la proyección. Como en las viejas películas de Henry King o George Cukor, como en los intertítulos de Griffith o Bauer, como en los momentos privilegiados de las películas de Jean Renoir.
No por casualidad es Oliveira el director que más respeta la integridad de las lenguas. En alguna de sus películas conviven hasta cinco o seis distintas. Si eso no es multiculturalidad y globalización, que baje alguien y nos lo haga mirar. Y luego dicen que no es moderno, que sus películas son arcaicas, anticlimáticas, frías y pedantes. Seguramente si mañana surgiera, muy dudoso me parece ya, un Séneca o un Freud, diríamos de él que es un elitista insufrible, que está pasado de moda. La gente necesita viajar y leer más. No haciendo cruceros + excursiones. No leyendo best sellers en la playa. Viajar y leer.
LA AUDACIA DE PENSAR
Se ha estudiado muy poco la prodigiosa inteligencia de Otto Preminger. Habrá directores mejores, unos pocos quizás y habría que discutirlo, pero nadie ha pensado una película y de nadie se puede sentir que lo que vemos es la culminación de un trabajo - como una de esas tesis doctorales que ocupan varios años y se resumen en un puñado de folios – como viendo una película de Otto Preminger. Tal vez si su cine fuera la medida de todas las cosas, y no sería mal asunto, podríamos entender mejor el cine de Manoel de Oliveira. No porque realmente tengan mucho en común, sino porque son dos referentes del pensamiento cinematográfico si es que tal cosa existe.
Se pone de manifiesto siempre en sus películas un aspecto que en las de otros directores permanece inédito, o peor aún, automatizado: lo que vemos es un montaje ordenado, según un criterio intransferiblemente personal, de una serie de reflexiones sobre un tema - largas o cortas, elípticas o detalladas en grado sumo - pero siempre fieles a un proceder invariable.
Es curiosa la capacidad de disfrute que tenemos con la música. Realmente nos ennoblece poder encontrar placer en la más abstracta de las artes. Y es curioso lo deformada que tenemos esa capacidad al enfrentarnos con una película. En cuanto no comprendemos algo, nos enfadamos o nos desentendemos. Un gran film debe ser como un plato de alta cocina. En su punto, equilibrado, atractivo a la vista, ni dulce ni salado, ni amargo ni ácido. ¿Cómo se comen entonces las películas de Rossellini o las de Ray, las de Straub, las de Claire Denis?. Desequilibradas, raras, con un acabado nada “profesional”, en contra de los cánones, a veces feístas y hasta difíciles de seguir. Pero cuanto placer en sus momentos álgidos, cuán lejos el punto máximo alcanzado, cuanta emoción en unos pocos planos.
Llegará un día en que tengamos que hablar de Manoel de Oliveira en pasado.
Cuando llegue ese momento, los que le hemos venerado, recordaremos, como la marea retrospectiva que clausura “Tristana”, una secuencia de imágenes fugaces que nos restituirán con alegría su cine.
Las barcazas remontando el Duero, los campesinos mirando a través de los cristales, los tinteros y las plumas, las armaduras achicharrándose al sol, las discusiones en torno a velas, la voz sedosa de Leonor Silveira, el Mediterráneo azul tal y como algún día fue.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

LA VIDA PRIVADA DE SHERLOCK HOLMES


Interior. Noche de espesa bruma en Londres.
Un cochero llama al 221 b de Baker Street. Ha encontrado una mujer desmayada tras lanzarse al Támesis.
Lleva un papel en la mano con esa dirección impresa y unas extrañas manchas de tinta. Sherlock Holmes la observa a distancia con ojos inquisitivos.
Interior. Día. Una soleada y feliz mañana.
Una carta encima de la mesa. Holmes se levanta aturdido, la mirada perdida.
Una de las más hermosas historias de amor que el cine ha contado se acaba para siempre.
La peripecia vibrante que conduce de un momento a otro adquiere un matiz angustioso, trágico...
Son muchas las películas que han llevado a la gran pantalla relatos basados en el famoso personaje creado por Sir Arthur Conan Doyle en 1887, con mayor o menor fortuna cinematográfica, pero no es hasta el estreno de "La vida privada de Sherlock Holmes (The private life of Sherlock Holmes)" en 1970 cuando se le hace verdadera justicia a uno de los grandes iconos de la literatura inglesa de todos los tiempos.
Esta película admirable es además, en mi opinión, la obra máxima del vienés Billy Wilder, uno de aquellos románticos empedernidos disfrazados de cínicos, que veía como su época de éxito tocaba a su fin, no porque su talento e inspiración le estuviesen abandonando (al año siguiente rodará la otra película que prefiero de su filmografía, "Avanti"), sino porque el tipo de cine que las modas traían, ni le gustaba ni le daba la gana amoldarse a él.
Junto a su guionista I.A.L. Diamond, Wilder elaboró un guión episódico que exploraba las facetas que se adivinan, pero rara vez se materializan en palabras e imágenes a la hora de indagar en la esquiva y compleja personalidad de su héroe de juventud Sherlock Holmes (que como le ocurre a otros grandes personajes salidos de la pluma de un escritor, trascienden las fronteras de las propias historias que protagonizan para adquirir vida propia): su extraordinaria sagacidad, su precisión rayando en lo sobrehumano, la relación de amistad que mantiene con su fiel ayudante, el despistado y crédulo Dr. Watson... pero también su famosa misoginia, su presunta homosexualidad, su hermetismo, su recurrente adicción a las drogas cuando el aburrimiento o el dolor se apoderan de él.
El fracaso en taquilla no obstante fue rotundo. Concebida inicialmente en cuatro flashbacks y una duración cercana a 3 horas, el film fue mutilado en la sala de montaje y reducido a dos historias retrospectivas y poco más de 120 minutos.
Su aspecto fragmentario y el carácter de obra personal y a contracorriente de lo que se esperaba de Billy Wilder, no satisfizo al público, que se empezaba a acostumbrar al efectismo reinante y necesitaba subrayados cada pocos minutos para enterarse de algo. Mala época para sutilidades.
Pero no importa; como le ocurre al díptico indio de Fritz Lang, "El tigre de Esnapur / La tumba india (Der tiger von Eschnapur / Das indische grabmal, 1959)", con el que tiene no pocas concomitancias, esta película esencial sobre la renuncia, esta reflexión sobre la aventura y la fatalidad del amor, remonta cualquier dificultad para erigirse en una de la obras cumbres del cine romántico, sin ni siquiera parecerlo, secretamente, de puntillas.
A un primer y divertidísimo set piece cómico a vueltas con la ambigüedad sexual de Sherlock Holmes, pleno de gracia e inventiva, hasta el punto de ser de lo mejor que rodó Billy Wilder en clave screwball, sucede una penetrante y al mismo tiempo ligera reflexión sobre una personalidad tan fascinante.
Es éste segundo flashback, el retrato de una vida entera sacrificada a favor de la obsesiva dedicación a un don - que deviene en una fatigosa y subyugante profesionalidad: Holmes es el perfecto personaje "hawksiano" - que se desmorona en una secuencia privilegiada, a la que converge, una vez conocida, toda la película como si de un agujero negro se tratase.
Apenas unos cuantos planos la integran, pero es quizá la más conmovedora secuencia rodada nunca por Billy Wilder, que desde que se alió con Diamond a finales de los 50 fue progresivamente haciéndose más director de cine que guionista y concediendo menos importancia a diálogos vitriólicos para centrarse más en la puesta en escena.
Habría que preguntarse qué importancia tiene el hecho de que Wilder recurra al pasado, cosa que hizo muy pocas veces más, para elaborar el film, pero lo cierto es que resulta paradójico que de esta forma y con la perspectiva que da el tiempo, Wilder se acercara quizá más de lo que él mismo hubiese imaginado a su maestro Ernst Lubitsch, que aunó como pocos el encanto y la vivacidad de la comedia con el amargo poso del melodrama.
No hay más que revisitar los momentos álgidos de obras como la infravalorada "Bésame tonto (Kiss me stupid, 1964)", "El apartamento (The apartment, 1963)" o la inolvidable "Avanti" para comprobar cuántas cosas se pueden decir, cómo se puede aprender a vivir, la lucidez que puede alcanzarse, rodando lo que es en apariencia un divertimento sin más pretensiones que la de hacer reír.
En esta ocasión, a ello contribuyen decisivamente una excepcional banda sonora del húngaro Miklos Rozsa, un cameo de Christopher Lee, encantador como Mycroft, el hermano de Sherlock Holmes, siempre al servicio de Su Majestad... aunque con sospechosas conexiones con secretas organizaciones criminales o los decorados victorianos de Alexander Trauner.
A una primera visión encandilada por el misterio y el disfrute del apasionante caso detectivesco, suceden otras (el placer de la relectura; qué necesario para apreciar el gran cine) donde la mirada se posa en el verdadero corazón de la película y es entonces cuando ante nuestros ojos, cobra su auténtica dimensión.
Se repara así en detalles que parten ya desde incluso los títulos de crédito, en la pieza compuesta por Rozsa para ilustrar la inasible historia de amor que fluye subterráneamente a lo largo del film (como en “La voz de la montaña (Yama no oto, 1954)” de Mikio Naruse) o los primeros apuntes en la planificación de las escenas, de un tono melancólico y derrotista, una suerte de “lirismo negro”, típico de un cineasta mal entendido y sobre el que pesan varios tópicos que no le hacen justicia a su verdadera categoría como realizador.

viernes, 25 de julio de 2008

ESTRELLA ERRANTE

Tras no ganar inexplicablemente el León de Oro en Venecia dos años antes con "Il Gattopardo" - más aún teniendo en cuenta que fue otorgado a "Le mani sulla cittá", el heterócilito e histérico film de Francesco Rosi - Luchino Visconti recibió el premio por la discutida "Vaghe stelle dell´Orsa", un film en apariencia muy distinto de su ilustre predecesor.
Frente a la épica decadente, el peso de film importante, de fresco histórico, y al preciosismo de "Il Gattopardo", "Vaghe..." proponía un relato pequeño, en un contrastado blanco y negro, misterioso e inasible, un film maldito. Aquello hubiera estado muy bien para Valerio Zurlini, para Bolognini, incluso para Mario Soldati, pero de Visconti la crítica esperaba otro "succes d´estimé", otra prueba inequívoca de que no se habían equivocado al compararlo con Welles y con Abel Gance.
El personaje de Sandra, una sensual y atormentada Claudia Cardinale, que parecía salida de un cuento de Poe, vuelve a su casa en Italia con su marido, un americano bien posicionado con negocios en Suiza. Allí le espera un homenaje a su difunto padre , mártir de la era nazi, su madre, desequilibrada o depresiva, quién lo sabe, y su hermano Gianni, con quien desde niña compartió algo más que juegos infantiles.
Si uno es capaz de entender que la aclaración sobre la consumación del incesto entre los hermanos no es el asunto que más preocupa a Visconti - y que tal vez fuera el origen de la mala fama del film, que da muchas vueltas en ese sentido sin concretar mucho o quizás nada -, puede verse la película como un laberinto de pasiones.
Las estancias mortecinas llenas de recuerdos, las notas escondidas en jarrones, el viento en los jardines, la espectral imagen de la estatua erigida al padre, cubierta con una sábana blanca, las panorámicas claustrofóbicas en los rellanos de las escaleras... todos los elementos visuales del film tiene un poder de evocación extraordinario.
Tal vez habría que volver a ver "Sandra", como se llamó en Francia o España con otra mirada y empezar a alinearla en una corriente fílmica menos ajena a Visconti de lo que se pueda pensar, la misma de "The innocents", "Portrait of Jennie", "The masque of the red death", "The lost moment" o "I vampiri". No hay más que considerar el espíritu que recorre "Gruppo di famiglia in un interno" o su episodio "Il lavoro" en "Bocaccio 70".
El mejor plano del film, ya en su recta final, es en mi opinión la sublime panorámica a la izquierda que describe a los asistentes a la ceremonia en honor a su padre por una razón evidente que me guardaré por si alguien leyera esto y pudiera tener la oportunidad de contemplarla.

jueves, 10 de julio de 2008

ROUTE ONE / USA. Pink houses for you and me

La Route One recorre la costa este de Estados Unidos, desde la frontera con Canadá hasta Florida. Invirtiendo el sentido del viaje de Jonas Mekas a su Lituania natal, Robert Kramer volvió en 1988 con el objetivo de rastrear lo que quedaba de algo que tal vez nunca había podido llegar a conocer realmente bien, y en el intento, mostrárselo al mundo: su propio país.

Tras un plano maravillos imaginado por Tom Waits (la cabeza recostada sobre el ventanal del autobús que lo trae de vuelta) se inicia un emotivo recorrido por los lugares que son, eran, la esencia de una nación. Esa época es en la mente de algunos melómanos la de el mejor John Mellencamp, la de la eclosión de John Hiatt, que le tiró a la cara a los directivos de su compañía un contrato y una promesa, la del último Springsteen útil... y la de Robert Kramer, cineasta siempre al borde de contar el desmoronamiento moral y social de una institución.

En un momento especialmente emocionante, el viajero va a buscar a un amigo su casa para enterarse que había fallecido dos años antes. Allí le muestran una especie de pequeño tiovivo de juguete que había construido con sus propias manos por el simple placer de ver cómo funcionaba, porque "si uno sabe el final de una historia no vale la pena contarla". Esta es la esencia de esta película necesaria: lo importante es el viaje, no el final, como dijo alguna vez también Kavafis.

La materia de la que están hechas las grandes películas americanas está aquí, sólo que bajo otra forma, aquella que mejor disecciona la realidad: el documental inquisitivo. Kramer asiste en un barrio deprimido al día a día de los que ayudan a los homeless y en el plano siguiente corta a una fista de recaudación de fondos para estas actividades, con copas de champán y canapés. Lo bueno del caso es que no lo muestra maniqueamente como esto está bien y esto no. Se pone su chaqueta, se ajusta la corbata y departe con los asistentes a la fiesta: los muestra. Porque no hay poder mayor de la imagen que el de mostrar en toda su claridad las cosas. Ninguna ficción resulta tan efectiva como la verdad en bruto. Los juicios quedan para el espectador.

Los interludios son magníficos, dignos de Ozu. Imágenes de gasolineras, amaneceres, brumas matinales en puertos, carrteras comarcales, la noche en pequeños pueblos... pocas películas han captado tan fehacientemente el espíritu de un país y una época como esta y en pocas se siente de un modo tan vívido la presencia de un cineasta omnicomprensivo que sin embargo tiene la humildad de plantear una búsqueda sin otro obejtivo que el del propio viaje.

¿La mejor película americana de la década?