Dos escenas, encadenadas de varias situaciones, introducen a Frédéric.
La primera tiene una precisa y esmerada voz en off, es brillante, "exterior" - suena un poco a Moravia -, tal vez discursiva, altiva. Refleja su mirada curiosa y él piensa que segura de sí en los rostros de las mujeres que desea o simplemente atisba, en el tren, en los escaparates, en un bar.
La segunda, onírica, algo ridícula, pasada de moda, desopilante - un poco del Woody Allen de entonces - e "interior", cuenta una fantasía que pocos hombres no habrán tenido, la de disponer de un artificio (una especie de amuleto colgante, qué más da) que al instante venza la voluntad de las chicas atractivas que se cruzan en su camino para que se vayan con él. Una de ellas, si se está atento, se reconoce al instante: es Haydée Politoff, la coleccionista de cinco años atrás.
Tal vez haya otra capa más de significación, ya referente a la pareja protagonista, en "L'amour l'après-midi", un inside joke o más probablemente una coincidencia: los actores, Bernard Verley y Zouzou encarnaron poco antes a Jesucristo y María Magdalena en dos films faro del cine libre de aquellos años y tan diversos de este, "La voie lactée" y "Le lit de la vierge".
Importa detenerse en ese arranque porque Eric Rohmer lo utiliza para edificar afectivamente sobre los hombros de Frédéric esta historia que pudo surgir del arranque de "Psycho" de Alfred Hitchcock como "The apartment" de Billy Wilder (confesamente en ese caso) lo hacía de "Brief encounter" de David Lean.
En esos mediodías de jornada partida, somnolientos - aterradores dice él, porque toma conciencia del tiempo que pasa y no le es regalada ninguna aventura excitante - Frédéric baja la guardia y pone en peligro su matrimonio con sumo placer y pocos remordimientos.
¿Inmoralmente? Cada uno juzgará eso según sus experiencias o valores; habrá quien piense que es un film perturbador y a otros parecerá anecdótico, pero el hecho es que Frédéric recibe a cambio de su atrevimiento por materializar su pulsión, un enigma, y en cuanto mide su propia valía según cómo lo descifra, se deprime.
Sí, Chloé es un manojo de nervios, inestable, artera, lo opuesto a esas chicas perfectamente silenciosas que él anhelaba porque sabía que no las vería más.
Rohmer desde luego no toma partido por él y pocas veces su muy engañosa y mal llamada "neutralidad" cromática (y de vestuario), sónica y de dirección de actores, fue más discretamente eficiente que con estos dos amantes antipáticos, torpes, exhibicionistas en su indecisión.
Así, no duda en poner en el mismo plano a las dos vertientes que decía al principio se daban de Frédéric, despersonalizándolo. Queda especialmente bien registrado como él trata de sobreponerse a sus dudas y llevar la iniciativa, filmando siempre en planos con tamaños mayores, que alteran el ritmo súbitamente. Ella le escucha un poco aturdida; está claro que quiere ser, a voluntad, su sueño o su pesadilla.
Adopta Rohmer, in extremis, como única referencia moral al tercer personaje en liza, Hélène, la mujer de Frédéric, aprovechando o mejor dicho, aumentando una ventaja: de ella casi nada sabemos.
Apenas una mirada de Hélène en una cena con amigos anuncia que sospecha, que sabe.
Es el único ángulo (hábilmente) casi ciego de esta narración "post-hawksiana", especie de variación hiper-realista (y sería interesante trasladarla al campo o a un pueblucho, esos que tanto odia Frédéric, para que fuese un drama gris, un Germi), inactiva (circular, cobarde) y exasperante (no despertaba ni despertará "vocaciones") de las comedias del maestro atravesadas por la influencia (estética, de puntos de vista y psicológica) de tantos irresistibles Hitchcock.
De aquel movimiento, aquel estallido preciso y regocijante del cine que le apasionaba, Rohmer fue decantando un contratipo, que sorprendentemente ha terminado siendo destacado a partir de un cierto momento, sin que mediaran las complejidades formales de un Bresson respecto a Lubitsch o Pabst, como esencialmente moderno. Tal vez sea poco aconsejable entonces conocer su obra empezando por los años 80, como nos ha pasado a tantos. Hay que ir a "Le signe du Lion", a "La carrière de Suzanne", a "Louis Lumière", a los films donde se ve mejor a Chaplin, a Renoir, a Griffith.
Cualquiera de los aderezos cultos o clásicos (la hija de Frédéric y Hélène se llama Arianne para sugerir que es pura, inocente, víctima potencial de lo que sus padres hagan; la antigua novia de Frédéric, es Mylenne, para simbolizar aquel primer y probable único amor adolescente, etc.) no son utilizados para encriptar la narrativa pues no tendría sentido volver a enturbiar lo que arduamente se ha conseguido parezca cristalino.
Puede perfectamente suprimirse el sonido y como pocos o como muchos años después, en films más puramente alineados con esos planteamientos ("Perceval le gallois" o "Les amours d'Astrée et de Céladon"), todo lo importante queda comunicado por la puesta en escena.
Tal vez haya otra capa más de significación, ya referente a la pareja protagonista, en "L'amour l'après-midi", un inside joke o más probablemente una coincidencia: los actores, Bernard Verley y Zouzou encarnaron poco antes a Jesucristo y María Magdalena en dos films faro del cine libre de aquellos años y tan diversos de este, "La voie lactée" y "Le lit de la vierge".
Importa detenerse en ese arranque porque Eric Rohmer lo utiliza para edificar afectivamente sobre los hombros de Frédéric esta historia que pudo surgir del arranque de "Psycho" de Alfred Hitchcock como "The apartment" de Billy Wilder (confesamente en ese caso) lo hacía de "Brief encounter" de David Lean.
En esos mediodías de jornada partida, somnolientos - aterradores dice él, porque toma conciencia del tiempo que pasa y no le es regalada ninguna aventura excitante - Frédéric baja la guardia y pone en peligro su matrimonio con sumo placer y pocos remordimientos.
¿Inmoralmente? Cada uno juzgará eso según sus experiencias o valores; habrá quien piense que es un film perturbador y a otros parecerá anecdótico, pero el hecho es que Frédéric recibe a cambio de su atrevimiento por materializar su pulsión, un enigma, y en cuanto mide su propia valía según cómo lo descifra, se deprime.
Sí, Chloé es un manojo de nervios, inestable, artera, lo opuesto a esas chicas perfectamente silenciosas que él anhelaba porque sabía que no las vería más.
Rohmer desde luego no toma partido por él y pocas veces su muy engañosa y mal llamada "neutralidad" cromática (y de vestuario), sónica y de dirección de actores, fue más discretamente eficiente que con estos dos amantes antipáticos, torpes, exhibicionistas en su indecisión.
Así, no duda en poner en el mismo plano a las dos vertientes que decía al principio se daban de Frédéric, despersonalizándolo. Queda especialmente bien registrado como él trata de sobreponerse a sus dudas y llevar la iniciativa, filmando siempre en planos con tamaños mayores, que alteran el ritmo súbitamente. Ella le escucha un poco aturdida; está claro que quiere ser, a voluntad, su sueño o su pesadilla.
Adopta Rohmer, in extremis, como única referencia moral al tercer personaje en liza, Hélène, la mujer de Frédéric, aprovechando o mejor dicho, aumentando una ventaja: de ella casi nada sabemos.
Apenas una mirada de Hélène en una cena con amigos anuncia que sospecha, que sabe.
Es el único ángulo (hábilmente) casi ciego de esta narración "post-hawksiana", especie de variación hiper-realista (y sería interesante trasladarla al campo o a un pueblucho, esos que tanto odia Frédéric, para que fuese un drama gris, un Germi), inactiva (circular, cobarde) y exasperante (no despertaba ni despertará "vocaciones") de las comedias del maestro atravesadas por la influencia (estética, de puntos de vista y psicológica) de tantos irresistibles Hitchcock.
De aquel movimiento, aquel estallido preciso y regocijante del cine que le apasionaba, Rohmer fue decantando un contratipo, que sorprendentemente ha terminado siendo destacado a partir de un cierto momento, sin que mediaran las complejidades formales de un Bresson respecto a Lubitsch o Pabst, como esencialmente moderno. Tal vez sea poco aconsejable entonces conocer su obra empezando por los años 80, como nos ha pasado a tantos. Hay que ir a "Le signe du Lion", a "La carrière de Suzanne", a "Louis Lumière", a los films donde se ve mejor a Chaplin, a Renoir, a Griffith.
Cualquiera de los aderezos cultos o clásicos (la hija de Frédéric y Hélène se llama Arianne para sugerir que es pura, inocente, víctima potencial de lo que sus padres hagan; la antigua novia de Frédéric, es Mylenne, para simbolizar aquel primer y probable único amor adolescente, etc.) no son utilizados para encriptar la narrativa pues no tendría sentido volver a enturbiar lo que arduamente se ha conseguido parezca cristalino.
Puede perfectamente suprimirse el sonido y como pocos o como muchos años después, en films más puramente alineados con esos planteamientos ("Perceval le gallois" o "Les amours d'Astrée et de Céladon"), todo lo importante queda comunicado por la puesta en escena.
8 comentarios:
Hay algo que me atrae muchísimo de esta película, y sólo lo he detectado también de forma tan rotunda en la famosa trilogía de Antonioni. Una cierta continuidad narrativa muy sutil y bien trabajada respecto a las anteriores de la serie, no explícita, claro, es obvio que no son partes de una misma historia entendida en un sentido convencional, pero hay un esqueleto muy bien desarrollado. Aquí es una conclusión perfecta a la historia del hombrecillo que habla más que actúa y siempre tiene una explicación habilidosísima para su inacción. Cómo resistir la tentación de situarlo finalmente en un compromiso emocional estable y observar su comportamiento en esa dicotomía acción-inacción.
En las películas de Antonioni veo la historia de una pareja. Por eso me resisto a considerar "El desierto rojo" como la cuarta, porque el final de "El eclipse" me parece redondo (lo que quizás no diría nadie tampoco en un sentido convencional).
Para mí, una película perturbadora... y mi favorita de un director que me gusta pero no apasiona, dicho lo cual He disfrutado mucho tu texto.
Yo no tengo una clara favorita, tampoco una etapa.
Por ser como son - una mayoría de ellas -, actuales, cotidianas, de alguna manera anónimas, extrapolables a la vida de cualquiera o de quienes conocen, me parece que suele influir demasiado en su valoración cómo de ajustado a la "verdad" se encuentre lo narrado y por la misma razón, suelen contar con menos adeptos las que nadie podría imaginar cercanas, tipo "Die Marquise von O..." (en mi opinión, una de las cinco o seis mejores).
Nombraba Sergio a Antonioni y ahí si que la distancia era intencionadamente grande con los puntos de vista de los espectadores, en su día quizá fascinados o quizá sólo desnortados ante una elaboración que también tienen estos Rohmer aparentemente tan sencillos y sin embargo tan llenos de ideas, tan controlados.
Yo tengo debilidad por "El rayo verde" y "Cuento de invierno", que tienen un cierto latido de Dreyer en su estructura, pero es que me gustan muchas en muchas etapas y de todo tipo (actuales, históricas...). Todavía recuerdo lo mucho que disfrutó una sala entera viendo "Die Marquise von O".
Una de las muchas felicidades que procura una película de Rohmer es la de observar a los personajes, tratando de adivinar qué piensan, qué traman, discernir si dicen la verdad, comparar sus vidas y sus reacciones con las de uno. Son personajes, y situaciones, cotidianos, y por ello misteriosos: como la gente de la vida real (y al contrario que la de la mayoría de la de las películas) no terminamos de conocerlos, ni podemos explicar sus actos con absoluta certeza.
¿Por qué llora al final la esposa? ¿se siente inferior a su marido? ¿cree que ya no le gusta? ¿sospecha que desea a otra? ¿quizás es verdad la insinuación de Chloé, que -ella tan clara, tan correcta, tan dulce-está liada con otro?
De mis favoritas de Rohmer, sin duda, junto a La rodilla de Clara, La coleccionista y Pauline en la playa, que he tenido la oportunidad de verlas hace no demasiado. Me gustan menos las de ambientación medieval (aunque no he vista la Marquesa de O): Perceval, Astrea y Celedón, me aburren infinitamente ¿a alguien más le pasa?
Sí,al crítico que vociferaba su descontento durante los créditos de "Astrea y Celadon" en el único pase de prensa al que he asistido en mi vida. Inolvidable. Yo lo pasé bien, debo admitir.
Jeje, lo de los pases de prensa debe ser tremendo, con todo eso de los zapateos, abucheos. Vaya mundo.
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