lunes, 24 de junio de 2024

TODAS LAS NOCHES DE CUALQUIER DÍA

Es un placer comprobar que sigue siendo tan aventurado como la primera vez creer que se ha entendido algo más acerca de cuanto contiene "Kong bu fen zi", una de las películas más misteriosas de los años 80. También es reconfortante comprobar que a lo mejor del cine de Edward Yang, entre lo que figura un porcentaje bien distribuido entre todas sus películas, no le salen arrugas a más de cuarenta años ya de sus primeras obras, entre las que podemos considerar esta, la más ambiciosa de cuantas hasta entonces había filmado.

El momento, los años del Taiwan de los grandes cambios políticos (que abriría paso a... la actualidad en que China de nuevo amenaza con invadirla, pero esa es otra historia), afortunadamente no le inspiró una amalgama de pequeñas estampas con grandes aspiraciones sociológicas ni, menos aún, un fresco sobre un tiempo y un lugar, sino lo habitual en su obra, una compleja indagación en relaciones, múltiples y cruzadas, de personajes que vamos conociendo poco a poco y tanteamos de su mano lo que pueden estar pensando de los otros y sobre todo de ellos mismos, de lo que quisieron ser y no pudieron o de lo que nunca serán. 

Que Edward Yang ampliara su radio desde contar lo que le sucedió a él personalmente o a sus amigos ("Hai tan de yi tian", 1982), pasando por una "fábula neorrealista" sobre una ciudad ("Qing mei zhu ma", 1985), hasta alcanzar con esta obra ese tipo de películas en las que se vio reflejado en algún aspecto cualquier espectador de su tiempo, no le invistió de cronista social, ni le convirtió en abanderado o portavoz de nada. Nada que no fuesen sus perfectos encuadres. Se me ocurre una caso similar, un poco posterior, el del cine de James Gray.

La ambición de "Kong bu fen zi", a la que aludía antes, tiene que ver con cómo estructura Yang sus planos, con su riguroso montaje, que llevan al límite esa capacidad suya para otorgar con un mínimo de diálogos un peso dramático a gestos y palabras desconectadas de una narrativa causal, en la que todo sea consecuencia de algo anterior, afirmado o sugerido. Atreverse a ser más prolijo, más hondo y a filmar con mayor determinación utilizando menos elementos o sustituirlos por otros más sencillos.

Ningún documental, por minucioso que fuese, podría restituir la inquietud y al mismo tiempo la sensación de veracidad que la película aprehende de estos personajes a los que conocemos sobre todo por indicios, porque sería precisamente eso, conocerlos, el punto de apoyo para poder registrar con mayor precisión sus circunstancias. 

Y el misterio nace de la depuración de su pensamiento cinematográfico, que precipita en planos breves que cambian de acento cuando duran unos segundos más, sin esperar - estuve tentado de escribir necesitar - a que sea el espectador el que advierta y casi se vea impelido a aportar matices producto de la contemplación sostenida de los mismos. Por supuesto nada enigmático, nada que haya que desvelar, esconden las imágenes de "Kong bu fen zi", que no recurre a alteraciones temporales ni a efectos para alimentar su permanente incertidumbre.

Un elemento realmente raro de esta película es que la confluencia que poco a poco se produce entre las tres principales historias y otras tantas paralelas que fragmentariamente conocemos, no las aclara ni les otorga sentido y en cierto sentido las complica aún más; el hecho de que lleguen a tocarse y contagiarse unas de otras es producto del respeto al espacio, el temporal y el físico, que provoca que varios, si no todos los habitantes del film, acaben encontrándose y entrecruzándose. Qué fácil hubiese sido aprovechar esa libertad de poder dibujar escenarios que no necesitan del progreso general del film, para abandonar cualquiera de los propuestos por capricho o incapacidad para solucionarlo, cosa que nunca hace Yang.

Se esmera por el contrario en la contemplación individual y en la soledad que acecha  a sus personajes y "espera" a que piensen y a que actúen, a veces con la suficiente audacia como para que olviden que son parte de algo mayor que ellos mismos. Mientras, filma con elipsis, gestos inesperados y violencia aún mas sorprendente los encuentros y los desencuentros, de ahí la extraña traducción del título del film, "los aterrorizadores", "los que causan dolor" o hasta "los maníacos del terror", que descubriremos que puede referirse a cualquiera de ellos, en la práctica o en potencia.

Entra entonces en juego, con todas las de la ley, un asunto que en retrospectiva se ha dicho que subyace en la filmografía de Edward Yang y que su último film, "Yi yi" (1999) si no desmiente categóricamente, sí al menos con la rotundidad propia de los films que no llegan en momentos de recapitulación o vejez, pues como es bien sabido, Yang murió con sesenta años, ocho después de rodarlo. Me refiero a la misantropía o el desapego de Yang por sus personajes, comentarios repetidos en cadena por cierto y concentrados justo en esa parte de su vida, cuando más pruebas dio de lo contrario. Por ser "Kong bu fen zi" un film poco sospechoso de bonhomía, un film tenso, salpicado de arrebatos, quizá es el que mejor puede servir para ver cuánto de verdad hay en ese tópico y me temo que a poco se preste atención a lo que sucede en plano y cómo reverberan sus efectos en las secuencias de las que forman parte, es bastante sencillo sentir que el mimo puesto en cada encuadre individual y en cómo filma los instantes de cariño, cercanía, amistad o compasión, no pueden ser obra de un cineasta indiferente.
 
Lo que sucede es que es muy dura la desolación, insoportable el abandono, que se abre un abismo al ver que tiras la vida a la basura o no encuentras un sitio en el que estar, que no vale la pena vivir sin propósito o querer ser algo que se sabe uno nunca podrá alcanzar (el fotógrafo) o estar convencido de no servir para algo y que de repente, sin motivo, alguien decida que sí (la escritora) o que es peor que la familia no sirva para nada que no tenerla, que es descorazonador decidir cambiar o acabar de una vez con algo y ver que no se tienen arrestos ni para acabar con uno mismo. Yang pudo haber entregado un alegato idealista en unos años efervescentes, pero prefiere mirar como lo haría Chantal Akerman al mundo de Michelangelo Antonioni.

miércoles, 12 de junio de 2024

OJOS VACÍOS

La que me parece no solo la mejor obra de su director sino también, tras numerosas revisiones, la mejor película americana de este siglo XXI, va camino de cumplir veinte años sin que parezca que vaya a conquistar el lugar que merece. Ahora ya pienso que nunca gozará de ese privilegio. 

En su estreno en 2005, "A history of violence" tuvo un relativo éxito entre los espectadores a los que no les importaba nada ni el film ni el cine de David Cronenberg y fue tomada por muchos de cuantos la esperaban ansiosos como una inesperada concesión comercial y una interrupción inexplicable de un ciclo de películas que había tenido en "Crash" (1996) y "eXistenZ" (1999) sus dos puntos más álgidos. El único aspecto de confluencia fue que suponía un replanteamiento de la dirección que su autor se veía obligado a emprender tras el fracaso de "Spider" (2002).

No iba a ser un film aislado, para empeorar un poco más las cosas. 

Su desusada amplitud y hondura y cuanto recuperaba y desarrollaba del cine del pasado - ese cine que algunos de sus seguidores se enorgullecían en proclamar que Cronenberg "ignoraba" -, iba a tener sucesivos ecos en sus dos siguientes obras, "Eastern promises" (2007) y "A dangerous method" (2011), también, como ella, dramas con una latente pero fuerte pulsión hitchcockiana, cambiadas de continente y la última de las tres también de época, pero indagaciones en algunas de las ramificaciones que ya habían quedado expuestas de la manera más fulgurante posible en "A history of violence". El poder en "Eastern promises" y el deseo en "A dangeorus method" siempre, como en "A history of violence", con un hombre que no es lo que parece y una mujer que es al mismo tiempo un alma gemela y una enemiga y lo es en función de su credibilidad, la desnuda, la simple y llana verdad.

Desde la frontera "pacífica" de los Estados Unidos, la mirada del canadiense Cronenberg no a una historia sino a la Historia de la genealogía de la peculiar agresividad inter pares de sus vecinos del sur, concita tanto a westerns como a films de cine negro dentro de su gran tradición. Películas situadas a menudo en los tiempos inmediatamente posteriores a la Guerra Civil o la Segunda Guerra Mundial, películas cargadas de duda, de ambigüedad, películas pequeñas incrustadas en la memoria de un puñado de cinéfilos y películas imponentes, como algunas de William A. Wellman ("Yellow sky"), Anthony Mann (especialmente "Man of the west"), John Sturges (sobre todo "The law and Jake Wade"), Jacques Tourneur ("Out of the past"). Sobre esa afilada doble hoja que rasga un escenario abstracto, frío, incomunicado, como es habitual en el cine de Cronenberg, ahí vive "A history of violence".

Violencia en sus más diversas formas. Mercenaria, reactiva, sexual, verbal, la que provocan las falsas alarmas, la que ejercen los medios de comunicación, la que perdurará cuando el peligro haya pasado. Ninguna exclusiva de EEUU por supuesto, pero casi todas las que encontraron allí su mejor oportunidad. La película no las analiza, ni las cita siquiera, quizá porque son de sobra conocidas. Las variables políticas, sociales o económicas se difuminan al fondo de los encuadres: por las dimensiones del territorio y la rápida evolución de los medios de transporte, los que querían huir o cambiar de vida, cruzaban fronteras de estados que serían países en cualquier otra latitud y allí podían mutar o empezar de nuevo; por la concentración de población en un exiguo porcentaje de la superficie del país, en enormes zonas proliferan pequeños modelos a escala de las ciudades-mito donde no es posible vivir con propiedad como americanos, por lo que el relato se transformó en fe...

Importan sin embargo, como pocas veces, los argumentos cinematográficos. Tal vez Estados Unidos solo exista como tal en el cine, la literatura o la música y no hay leyendas ni elementos familiares que no hayan sido en buena medida transfigurados y duraderamente desmentidos por la experiencia real de vivir allí.
 
Cronenberg, un director cerebral y tan valiente como para no dejar en off lo que otros eluden filmar, por terrible que sea, era, cómo no lo supimos antes, el cineasta perfecto para tocar todos estos resortes sin pretender aleccionar o decir nada más, para simplemente mostrarlos en toda su crudeza, sin pecados que expiar, sin Dios en el que creer para rogarle que baje a salvarnos. Los asesinatos de la apertura, la paliza del hijo de Tom Stall (un gran Viggo Mortensen) a su castigador de pasillo de instituto, el impresionante plano de sexo entre Tom y su mujer Edie (Maria Bello, qué actriz más desaprovechada) o cualquier otro suceso a vueltas con el leitmotiv de la película están filmados del mismo modo: impasible, directa, brutalmente. El tópico tan repetido de que la violencia genera violencia, hecho añicos. La violencia nace en cualquier parte, de la nada, sin motivo, sin sentido, sin coartadas, contra natura, sin control por parte de nadie, como el amor o la misericordia. 

Así, nacen monstruos, que por muy ominosos que parezcan, casi se quedan pequeños con los de sus siguientes films. El Tom que retorna a su pasado, su hermano (un William Hurt muy de cómic) o el jefe de los esbirros (Ed Harris) son poca cosa frente al turbio patriarca de la mafia rusa de "Eastern promises" (o el propio personaje de Mortensen en ese film) y al lado del Dr. Jung de "A dangerous method", aún capaz de mantener su hipócrita integridad de terapeuta después de desvirgar a su solícita paciente, admitiéndose lo que que su ilustre colega Sigmund Freud no le recomienda pero tampoco le soslaya: que la represión nos puede parecer muy civilizada pero no es más que un mecanismo de defensa, que es hora de admitir de una vez por todas que somos un cúmulo de contradicciones.
 
Pero si "A history of violence" me parece una película de una envergadura superior, es porque evita ensañarse con sus hallazgos y tiene la suficiente generosidad como para dudar y fijarse, aferrarse a veces, a los sentimientos de sus zarandeados habitantes. Porque nada puede haber más opuesto al equilibrio desplegado por la película que las pulsiones humanas que hacen habitable aún el mundo. Abundará en esta dirección Cronenberg cuando filme "Eastern promises", que es lo más cercano que ha estado nunca a filmar un melodrama, con sus rimas constantes con "Torn curtain" y ese final con un inequívoco recuerdo al que tuvo de uno de los más canónicos films del género, "Written on the wind" de Douglas Sirk.
 
Momentos escogidos que esculpen emocionantemente el film. Cómo resuena en la memoria la frase de Edie cuando le propone a Tom el divertido juego de volver a la adolescencia "que nunca tuvieron juntos" cuando sabemos que él llegó a aquel pueblo con un pasado para enterrar. Cómo duelen las palabras de su hijo, que de repente no sabe quien es su padre. Cómo se aferra Tom a lo que ha logrado construir y se desviviría por repetir al día siguiente las pequeñeces de la vida doméstica. Cómo lo mira Edie en el plano de clausura, por primera vez a su tercer yo, ni el que fue ni el que quiso ser, sino al que será ya para siempre.

lunes, 3 de junio de 2024

EL MAL EXISTE

Como el entierro de alguien a quien despreciamos y tanto nos daría que estuviese aún vivo en el ataúd antes de que lo metan bajo tierra para siempre, inaudibles sus gritos y súplicas, invitados a no decir nada, no por respeto sino por indiferencia... quizá esa no sea la mejor de las disposiciones para empezar a ver ninguna película, ni siquiera esta, la más radical de las obras del cineasta mexicano Felipe Cazals, "La manzana de la discordia" (1968), pero al cabo de unos minutos es difícil no refugiarse en esos pensamientos.
 
Huelga decir que instalada en ese tono tan ajeno a captar la atención del espectador que busca complicidades con lo que se le muestra, no contó apenas nada para el prestigio del que disfrutó su autor en los años setenta del pasado siglo. Es evidente que lo que después de este debut se dijo de él y cuantas veces se le relacionó con el patrón gringo Sam Peckinpah, en el muy aventurado caso de que no fuesen vanos los elogios dedicados a su vez al californiano, eran medias verdades.
 
"La manzana de la discordia" ya elevaba al máximo exponente lo mejor del cine de Cazals, algo no muy del gusto corporativo de industria alguna porque se trataba de un film rodado en un par de semanas, al margen de la profesión, en los más indigentes escenarios: un burdel, un convento, una carretera polvorienta y una casa en ruinas. Cazals debía estar en unas condiciones bastante críticas para cometer este atentado contra todo lo establecido, incluido su propio oficio, del que bien podía haberse despedido en ese mismo instante. Los sindicatos, siempre prestos a defender a la colectividad, quisieron lincharlo. De no mediar unas condiciones generales de heterodoxia y un momento social y político convulso, lo hubiesen conseguido, por el bien de todos, qué duda cabe.

"La manzana de la discordia" no busca agradar ni buscar partidarios. Es un incómodo y vergonzante ejemplo de que no hace falta ayuda ni casi presupuesto, nada más que arrestos y fe, para hacer gran cine, como sucede con tantas películas de Luc Moullet, Júlio Bressane o Jon Jost, que también nacieron con el único fin de llorar, patalear y no dejar dormir a nadie, como un bebé insoportable que nunca será otra cosa que eso y que sin embargo es, nos guste o no, la esencia misma de lo humano.

Ni de izquierdas ni de derechas es el asunto central del film, el exterminio de caciques y déspotas de toda clase, que es (fue) un principio moral de hombres de bien ejecutado por perros, a cambio de mucho dinero o por una asquerosa botella de tequila, tipos sin escrúpulos como estos tres parias que no dudarían en matarse también entre ellos. Cazals no narra su historia, ni está interesado en reflexiones psicológicas de ninguna clase. Registra y corta, a veces cuando el efecto termina, otras para que lo haga y poder pasar a la siguiente estampa. Observa desde una distancia y a continuación pareciera querer introducir la cámara por la boca de estos personajes que no forman parte de nada, ni son síntomas de una enfermedad social concreta.

La decisión de dejar abierta la conclusión y no cerrar con un baño de sangre o la intervención de la autoridad, ahonda el desasosiego. Hay que considerar la inquietud que provocó la falta de ambigüedad de la película, el hecho de que todo sucedía allí y en esos momentos. Y volvería a hacerlo en cualquier momento porque reverberan las palabras de la víctima, recordando que como él los había a docenas y serían cada vez más.

La agresividad de la película sin embargo nada tiene que ver con la ruindad o el desprecio a toda sensibilidad imaginable, sino con su quietud, su falta de explicaciones, sus silencios, su incoherencia y, especialmente, por cuanto usurpa sin rubor del género al que, más o menos, pertenece, el más noble de todos, el western. De ahí toma gran parte de su itinerario, pero no enarbola ninguna de las tergiversaciones de las variantes italo-españolas tan en alza en esos años. Esto es: no tiene sentido del humor, no tritura mitos ni arquetipos, no es posible establecer conexiones con el cine de blaxploitation o de artes marciales (menos aún con el de samuráis) y no lo acompaña en ningún momento una música apropiada, solo ruidos estrepitosos y a veces una banda sonora atonal. 
 
El contraste con la otra película subversiva del año en su país, es tan iluminador como deprimente. 
 
De "La manzana de la discordia" no habla nadie y no es fácil de encontrar, a veces ni aparece en filmografías de su autor. "Fando y Lis" (Alejandro Jodorowsky, 1968), en cambio cuenta con varias ediciones a lo largo de los años al alcance de cualquiera y está "de plena actualidad"; de hecho aún no ha sido alcanzada por el cine de uno de sus máximos subproductos, el aclamado Yorgos Lanthimos, que deberá tratar de ser más daliniano si quiere ser digno de acometer alguna vez un Arrabal. El carnaval de escenas "impactantes" de ese debut, nada tiene que ver con la suicida tentativa de ascética anarquía de Cazals. Las imágenes de Jodorowsky se olvidan conforme se ven, las de Cazals permanecen en el recuerdo, como muertos.