lunes, 25 de noviembre de 2024

DULCE JUGUETE DE ESPERANZAS Y RELÁMPAGOS

No es aventurado suponer que los treinta y cuatro minutos que le faltan a la versión estrenada por Edgar Neville en 1947 de la novela "Nada" de Carmen Laforet, no son lo más peligroso o inapropiado de los ciento diez totales de su metraje original. 

La atroz incultura de la censura franquista, obsesionada con quitar de la vista del pueblo cuanto se desviaba de esa combinación, para lerdos, de catecismo resumido y cartilla castrense con la que gobernaron España durante cuarenta años, es muy probable que suprimiera más de un plano o diálogo inofensivo y a saber cómo pudo dar el visto bueno a la mera existencia de esta película negrísima y desmoralizante. 

Se contaron por docenas las "causas artísticas" abiertas a gente a la que les hicieron la vida imposible por las mayores majaderías, urdidas por quienes no habían abierto un libro en su vida y sin embargo nacieron, no tan ocultos, a veces a la vista de todos y hasta con aroma a sucesos de la temporada, auténticos monstruos, como este con la excusa de que ilustraba una novela de una joven autora de fulgurante éxito. 

Es posible que ya hayamos llegado de nuevo en 2024, setenta y muchos años después, a ese escenario de analfabetismo y aletargamiento, ya solo faltan cineastas subversivos, raros o imprevisibles como entonces fueron Edgar Neville, Llorenc Llobet Gràcia, Jerónimo Mihura, José Antonio Nieves-Conde, Carlos Serrano de Osma, Enrique del Campo, Carlos Arévalo...

No sé si la más insólita de las de Neville, pródigo en ellas, pero una singular criatura sin duda alguna "Nada", nada menos que un inopinado vástago pequeñoburgués y corroído por enfermedades mentales de los Ambersons de Orson Welles, que probablemente como film de categoría A no hubiera visto la luz en Hollywood y que solo en las profundidades de las series menores habría hallado cobijo. Solo esa legendaria impericia de los guardianes del credo nacional, permite explicar cómo Neville o Laforet, la chica de veintipocos años que había irrumpido en las letras españolas poco antes de la filmación de la película, pudieron ver materializadas sus obras y no tuvieron que salir despavoridos hacia la frontera en cuanto fue presentado su trabajo a las autoridades.

Del deslumbrante debut de Carmen Laforet quizá se esperó un valor para "alta literatura", con suerte una versión femenina de Pío Baroja, pero del inasible Edgar Neville, nadie supo nunca qué pensar y cómo ubicarlo. Ni cambiando de siglo ni ascendiendo desde la fabulación langiana (y de von Harbou, claro) de una ciudad subterránea bajo los pies de Madrid de la anterior obra de Neville, "La Torre de los Siete Jorobados", hasta la tercera o cuarta plantas de una casa de vecinos de la Barcelona contemporánea, se despeja la bruma y no hace sino acrecentarse la idea de que España era otro país y muy distinto del que oficialmente se enorgullecía el ciudadano desinformado de turno.

La peripecia de Andrea en la gran ciudad, no solo impulsada sino además escrita por la actriz que la encarnó, Conchita Montes, a la que habría que atribuir la coautoría del film - con sospecho que sumo gusto de su marido - es básicamente la inmersión de una inocente en la verdad de un tiempo y un lugar. Inocente por limpia, que no por ingenua, pero de todas maneras alguien que no comprende, se frota los ojos y hasta delira ante el vociferante panorama de rencillas, mezquindades, envidias, enfermizas dependencias afectivas y toda clase de violencias domésticas que se encuentra en su nuevo hogar y los tampoco muy alentadores ambientes frívolo y clasista o corrupto y hediondo de las altas y las bajas esferas a poco pisa la calle.

No es que estén de más los techos bajos y los contrapicados de Neville para hacer más opresivo el drama, pero con semejante podredumbre moral en primer plano, son un elemento de estilo más que una estilización, lo que le acerca más y tal vez nunca supo de su existencia, a Ozu Yasujiro que al propio Welles.  

A su particular Noriko, sonriendo no para encajar sino para no apartarse de su forma de ver las cosas, le espera una tarea ingrata con tantos años por delante; la mayor, la de no recluirse sobre sí misma. Los siglos que contemplaban a las sucesivas heroínas del maestro japonés encarnadas por la inolvidable Hara Setsuko, las tradiciones y códigos, la perpetuidad de lo cotidiano llevada a las puertas del rito, casi parecen un bálsamo en caso de derrota frente al horizonte que tiene Andrea, que no va a aprender nunca a sufrir la falta de privacidad, la injerencia continua, las miradas empecinadas en el error, de tanto miope que la circundan.

Todas esas circunstancias de su realización sin embargo no menoscaban el intrigante fluir de "Nada" y las forzosas lagunas y los aspectos no desarrollados resultado de la tijera hasta le otorgan un tono febril y alucinado. Al fin y al cabo la censura es un montaje alternativo, por muy brutal e intolerable que sea y el film aguanta de pie las acometidas porque descansa en una inequívoca voluntad de resistencia y fe en las posibilidades que llegarán y si no aparecen, valdrá la pena no haberse postrado.

Los, a menudo, divertidos y populares personajes que poblaban el cine de Neville, que se distinguían siempre por llevar la cabeza levantada en medio del batiburrillo de situaciones insoportablemente aburridas de los ambientes en que les tocaba vivir, una prolongación sin duda de la mirada de su creador, que desde muy joven conoció otros países y otras formas de entender el mundo, en "Nada" quedan reducidos a la tímida entereza de su protagonista. 

Ahogada y casi desfallecida entre tanto cruce de reproches y tejemanejes familiares, conserva la capacidad de saber que lo excéntrico y lo desusado (el tío violinista, cuyo suicidio es suprimido en el film y sustituido por un accidente, en el entendido de que así se le castiga más al no permitirle tener ni la dignidad o el valor para acabar con su propia vida) no tiene por qué ser ni conveniente ni mejor y que quizá el que no camina al paso de los demás, lo hace sin rebeldía ni audacia, solo para aprovecharse de su posición. 

Ni un primer plano le dedica Neville a su "villano" y sí muchos al reflejo positivo de su influjo, Ena, la amiga fascinada por el aura de misterio que rodea a la ilustre oveja negra de la familia, que es, con su mundanidad y su perfecto encaje social, el personaje más extraviado y despreciable de la película, siempre imantada hacia sus zonas oscuras, la auténtica nada con bonito rostro y ropas caras. 

Los momentos en que ambos se encontraban y se atraían, se confesaban y se seducían, esos que Laforet no escribió, Neville no filmó y la censura no tuvo que suprimir, hubiesen pertenecido al cine del emigrado Luis Buñuel, que desde México los brindaba a la salud de todos sus compatriotas. 

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