martes, 31 de mayo de 2011

DESPUÉS DEL ENSAYO

Si "L'amour fou" fuese el canon del cine de Jacques Rivette, lo sería en su acepción puramente musical: una melodía que es "imitada" por otra, que corre en paralelo y a veces puja por superponerse a ella, sin llegar nunca a hacerlo.
Porque desgraciadamente esta película fundamental lo tiene difícil para asentarse en la acepción más utilizada del término, como modelo ideal del cine de Rivette, postrada en ocasionales pases televisivos, ahora difundidos en archivos cibernéticos vidriosos, lejos del alcance de nuevas y viejas generaciones, inédita en su versión completa (y no hablo obviamente del corte a 135 minutos aprobado por el productor que desvirtua por completo su sentido y del que Rivette no quiso saber nada) de 245 minutos.
La verdad es que este olvido, sumado al calamitoso estado en que se encuentran las copias disponibles de sus subsiguientes "Out 1", deja un extraño vacío en la filmografía de Rivette que queda suspendida desde sus primeros dos films, tan distintos, hasta "Céline et Julie vont en bateau", escamoteando al gran público en gran medida lo que tuvo que decir sobre mayo del 68 y sobre todo lo que discurría por la mente de un cineasta en sus cuarenta años, alcanzando la primera madurez.
La ausencia como referencia de "L'amour fou" es especialmente llamativa cuando se alaba, justamente, el cine de Philippe Garrel o Suwa Nobuhiro.
No sé si a estas alturas serviría su difusión para alterar la imagen mental que puede haber del cine de Rivette, que sigue siendo aún hoy día inasible y nada afable con las expectativas, como demuestra la incomprensión - hasta si elogiosa - de su reciente "36 vues du Pic Saint-Loup".
Nada fragmentario ni emparentable con corriente o moda (reducionista o no) posterior a la que lo vio nacer como cineasta, abogar hoy día por una consideración normalizada, sencilla que no simplificada, de su cine es una misión complicada.
Si no se conquistó con las especialmente irresistibles "Secret défense", "Va savoir" o "Histoire de Marie et Julien", más lejos aún ha estado el logro de materializarse con sus últimos trabajos, la contenida y al mismo tiempo apasionada a su muy particular ritmo anti-melodrama clásico "Ne touchez pas la hache" (que tampoco optaba por ennoblecer lo folletinesco como el último Raoul Ruiz) y la mencionada - y fordiana y hitchockiana al mismo tiempo - "36 vues...", que no están para mi gusto, por poca distancia, entre sus grandes películas.
Me temo que ambas han sido acogidas (fuera de sus reducidos círculos de admiradores) sin alegría, como una especie de obligación para con alguien de su importancia histórica y con bula crítica, enterrando todavía más la posibilidad de ver algún día expandidos, con la amplitud suficiente como para infectar a espectadores ajenos a su mundo, los contagiosos atractivos digamos explícitos de su cine.
"L'amour fou" los tiene.
Dentro de ese ambiente de derrumbe y caos típico de finales de la década de los 60, es sin embargo menos misteriosa y más diáfana y concreta que el resto de sus grandes películas, lo cual no es óbice para que sea una de las más intensas y densas de cuantas ha rodado, beneficiada como nunca por la exposición, ese efecto tan normalmente aceptado en fotografía y tan, valga el contrasentido, sobreexpuesto (gratuita, innecesaria, pretenciosamente) en cine.
Después de acordarse de Pericles ("Paris nous appartient" y seguro que el maestro griego nunca hubiese pensado en "asociarse" con Lang y Feuillade o ser mencionado aún por Godard) y antes de llegar a Esquilo y compañía - no digamos al aún muy lejano Pirandello - Rivette mira al Renacimiento en busca de otro de sus contemporáneos en el sentido que defendía Jan KottRacine y la tragedia alejandrina "Andromaque", que vista a través de los ajenos ojos de Claire, colapsada emocionalmente, irresolutiva, a punto de estallar en mil pedazos ante nosotros aunque ría y aparente que no pasa nada para lo que no estuviese preparada, la más desnortada de las criaturas, aparece como un nada espúreo ejemplo de acción y reacción frente a la parálisis o la dejadez de cuanto la rodea.
Las largas - a veces desmenuzadas en múltiples planos que parecen uno solo, otras, abrumando con el objetivo a los actores por muy indolentes que parezcan -, complejas de filmar, pero lógicas, sencillas de comprender, escenas que documentan la desintegración de la pareja que forman Claire y Sébastien, contrapuestas en la minuciosa construcción paralela de los cimientos de la referida representación teatral, no miran al abismo que sondeará con precisión unos años después Eustache en "La maman et la putain" ni analizan en perspectiva causas, errores, desatenciones y providencias (quizá con la esperanza de la reconstrucción) como Bergman en "Scener ur ett äktenskap", sino que se preocupan por exponer antes de que dejen de existir los conflictos que desembocarán en un iniminente naufragio, jugando con el tiempo dado a cada giro de la trama y a cada personaje para que se exprese, como los ajedrecistas lo hacen con el que tienen para ejecutar su siguiente movimiento: una pura estrategia para buscar ventajas. Tendrán que pasar algunos años para que Rivette encuentre el humor en estas inmersiones, como le ha sucedido a Resnais.
La función que cumple el texto es interesante.
Obviamente Rivette no tiene pretensión de actualizar ni reflejar en la vida conyugal (y extraconyugal) de Claire y Sébastien casi nada de lo que el texto sugiere, tan alejados sus conflictos del siglo XX (menos áun si se tiene en cuenta que Racine edifica sobre otro clásico, de Virgilio), pero sí aprovecha este distanciamiento - no a la manera de Straub o Cottafavi, que independizaban el texto de la verosimilitud de escenarios, sonidos y atrezzos varios - para exponer una muy buscada siempre por él vigencia del verdadero gran drama para un artista: la dificultad para conseguir separar sus circunstancias personales de su capacidad para crear, la dificultad para que fluya la inspiración como un torrente.
Optando por desnaturalizar radicalmente como Cocteau en patentes platós vacíos, en este caso en un llamativo escenario central blanco impoluto - que sin embargo parece una cancha de boxeo - y en apartamentos despersonalizados, calles irreconocibles, cuerpos a contraluz o frases balbuceadas,  y aunque sólo sea por el detalle del diferente formato con que están rodados los ensayos, parecen sugerir que al menos deben ser vistos con otro punto de vista.  

domingo, 22 de mayo de 2011

ALEMANIA 36

"The seventh cross", tercer largometraje de Fred Zinnemann y segundo de su serie "antinazi", mucho menos popular y estudiada, de proverbial segunda categoría respecto a las de Fritz Lang o Frank Borzage, es quizá el film en que más brillan los atractivos bastante desapercibidos que compensan todas las carencias del cine de un director siempre indefinido críticamente, inmerecida víctima de la "política de autores" pese a haber cobrado notoriedad puntual en varias fases de su irregular carrera.
A Zinnemann no se le recuerda desafortunadamente por lo mejor que hizo.
Permanecen en el recuerdo sobre todo las simplistas - quizá por eso tan famosas - "High noon" y "From here to eternity" y posteriormente su nombre volvió a sonar con las coyunturalmente prestigiosas o premiadas "A man for all seasons" y "Julia", que supongo que nadie más habrá tenido ganas de ver desde que decayó su estrella.
Antes de 1944 había inaugurado, imagino que sin pretensiones de emular a los citados maestros, su particular serie de films sobre diversos aspectos colaterales de la contienda - sin un tanque ni una trinchera en plano - con la muy poco conocida "Eyes in the night" y completarían el ciclo, ya después del armisticio, "Act of violence" y "The search", más centradas en las consecuencias en Europa o EEUU, y finalmente "The men" estrenada ya con la Guerra de Corea en ciernes. En estas tres últimas sí puede percibirse una voluntad de hollar el terreno aún no cubierto.
De todas ellas me parecen "The seventh cross" y "Act of violence", tan distintas, las mejores y más dinámicas y las que prefiero de una filmografía que volverá a florecer a finales de la década siguiente.
Ninguna de estas películas es un sucedáneo.
La ligera "Eyes in the night", dentro de ese género casi infame de detective con lazarillo, es una muy entretenida intriga.
La inquietante "Act of violence", la pelicula más perfecta que hizo en su vida, bate ampliamente en su terreno a la mucho más famosa "The stranger" de Welles.
"The search" ha sido siempre acusada de no integrar bien sus dos vertientes, documental y ficcionada, de abusar de la voz en off y de no ser más que un oportunista intento a lo De Sica  de mirar desde la cómoda atalaya de la Metro al descompuesto viejo continente, pero no es difícil verla caminar más cercana, cogida de la mano, de obras de ZampaCastellani o Rossellini, incluso anticipa a Truffaut y aprovecha con más sigilo que otros, sin buscar constante o únicamente esa faceta apesadumbrada, a ese actor distinto, especial, desde la primera vez que se puso delante de una cámara - ¿el más copiado de la historia del cine? -, Montgomery Clift. Sus mejores momentos están entre lo mejor que rodó.
Finalmente "The men" no es "The best years of our lives", le sobra didactismo y le falta fuerza, pero valdría ya la pena tenerla en cuenta no por ser el debut de otro icono de su tiempo, sino más bien por el hecho de figurar entre las muy escasas obras en las que es posible encontrar una interpretación comedida de Marlon Brando.
"The seventh cross" es su gran melodrama y su film más emotivo junto a "The nun´s story" del 59.
Casi cualquier momento, incluso los más trepidantes, están consagrados al intento de encontrar los rastros de humanidad aún presentes en el comportamiento - inoculado de odio - de niños y ancianos, pobres y burgueses, pueblerinos y distinguidos ciudadanos, un país entero.
Son por ello las pequeñas historias que van apareciendo en torno al personaje de George Heisler (Spencer Tracy)  su principal baza, incluso más que la peripecia del propio protagonista y para ello aprovecha a fondo uno de los grandes capitales del cine americano: sus secundarios,
El arquitecto Bruno Sauer (George Mcready) que recupera el valor que creyó perdido arengado por su mujer, harta de una vida aséptica, el hombrecillo servicial Paul Roeder (Hume Cronyn) y su familia, que componen una de las más precisas estampas que haya tenido la generosidad, el acróbata Bellani (George Suzanne) que ejecutará su último salto desde los tejados de Mainz, acorralado pero aún con dignidad para mirar antes al público que se congrega en la calle, Toni (Signe Hasso), la chica de la hostería que pudo delatar a Heisler y termina vivendo una terminal historia de amor con él, Madame Marelli (Agnes Moorehead) que no hizo preguntas pese a saber las respuestas, el simpático Poldi (Felix Bressart) que le trae bocadillos y le habla sin mencionarla de la Resistencia, esas hormigas que vacian un tarro de azúcar grano a grano pero ¿quién puede matar a todas las hormigas?
Curiosamente narrada por un muerto, como "Sunset Boulevard", el film hábilmente dosifica su puesta en escena, sin innecesarios subrayados.
La primera que vemos a la luz del día a Heisler, con su rostro aún desencajado por el terror, aterido por el frío y el cansancio, encuentra a una niña que juega en el campo y ella le pide que le anude un lazo en su trenza. Torpemente y sin confiar del todo, clavándole la mirada, le ayuda y ella le da la mano para marchar juntos, evocando fugazmente aquella imagen de "Frankenstein". Heisler aún no es un ser humano.
O cuando Paul Roeder regresa del interrogatorio (en off) al que le ha sometido la Gestapo, se recompone como puede, sonríe a su mujer, una enérgica Jessica Tandy y no permite que se venga abajo. No saben nada que no les digamos, le recuerda. Ella comprende esa superioridad moral y rápidamente busca en su armario ese vestido rojo que hace tiempo que no se pone para salir a celebrar que pueden contarlo. Es un momento que recuerda a la inalcanzable "The mortal storm".
O en Mainz, cuando por fin llega Heisler a la dirección de su contacto para obtener el pasaporte y salir del país, nadie contesta en el portal. Una vecina que lo ha escuchado llamar a la puerta sale para decirle que se lo llevaron el día anterior, fríamente. A su espalda se ve un retrato del Führer. Heisler la mira, desvía la mirada al cuadro y se despide sin mediar gesto ni contraplano. Ha entendido que fue ella quien lo delató.
"The seventh cross" está llena de estos momentos en que se materializa la posibilidad de imaginar la película que Frank Capra o Jean Renoir pudieron haber rodado con Val Lewton

martes, 17 de mayo de 2011

SOMBRAS

Cuatro días antes del fatal accidente de tráfico que acabó con la vida de F. W. Murnau en la dorada California, muere en el frío Berlín, olvidado desde entonces, otro de los grandes arquitectos del cine silente.
Aún hoy día corren extraños rumores - exentos del morbo que rodea a las circunstancias de la muerte de Murnau, con el que tiene inquietantes paralelismos, ninguno más por desgracia en relación a la gloria que les contempla - acerca de las razones por las que Lupu Ludwig Pick, con 45 años perdió la vida aquel 7 de marzo de 1931 y su mujer y actriz principal, Edith Posca, decidió terminar con la suya unas semanas después.
No sé qué credibilidad, imagino que escasa o nula, puede tener uno de los más extendidos, que apunta a la irrupción del cine sonoro como motivo de la depresión en que se sumió este cineasta efectivamente radical, uno de los máximos defensores de la supremacía del cine mudo sobre cualquier otra evolución posterior, que no quiso o no pudo comprobar si engrandecería su arte, siempre empeñado en reducir todo lo posible o eliminar completamente cuando era posible toda clase de intertítulos. La imagen lo debía ser todo.
No en vano su único film sonoro, "Gassenhauer" de 1930 (o eso se cuenta, parece imposible verlo hoy día) presentaba una intencionada descoordinación de imagen y sonido, jugando con la posiblidad, que nadie más que yo sepa imaginó, de contar con la banda sonora como si de otro efecto más se tratase, no como fuerza motora de una transformación del cine en un nuevo vehículo narrativo. 
De su trabajo anterior y salvo el más o menos conocido y restaurado precisamente por la FWMurnau Stiftung "Scherben", su famoso hito expresionista (sin serlo: es sobre todo una obra maestra del realismo), pocas huellas medianamente decentes de calidad quedan del cine de Lupu Pick.
"Scherben" debería reponerse en todas partes aprovechando que puede presentar por fin su verdadera cara.
Su inteligente dosificación de calidez humana frente a la desesperación en un mundo inhóspito, hace añorar ver cómo sería su "Oliver Twist" de 1922.
La Filmoteca Española, por no sé qué casualidades, guarda por otra parte en sus archivos una versión de "A knight in London", una comedia de enredos llena de ideas que amplían incluso el registro conocido de su cine, elevando la expectativa.
El otro film además del excepcional "Scherben" que puede dar una idea fiel del potencial cinematográfico de este ignoto rumano-austriaco por conservarse en el estado que merece es "Napoleon auf Sant Helena", penúltimo peldaño de su carrera en 1929 y del que apenas puede encontrarse información más allá de figurar como (y no es el único) proyecto irrealizado de Abel Gance.
"Napoleon auf Sant Helena" debía haber sido una especie de epílogo al famoso film de Gance sobre el personaje francés por antonomasia, que aspiró a retratarlo integralmente, de la cuna a la tumba y en los títulos de crédito figura presidiendo su nombre como autor de la idea y el guión, quedando relegado el de Pick a un "segundo plano", la rutinaria mise en scène.
Lupu Pick, que imagino que no debía estar en posición de rechazar nada, en lugar de cumplir el trámite o tratar de aproximarse a lo que pudo tener en mente el gran Gance sobre este episodio final de la vida del Emperador corso, se empeña en contravenir el enfoque hagiográfico.  
Un poco como Allan Dwan en la mágica "The Iron Mask" - de hecho no anda lejos el tono de lo narrado del de otra obra de Dumas como es "Le Comte de Monte-Cristo" -, Lupu Pick se acerca al crepúsculo de la vida del que fue un gran hombre, exiliado, retirado forzosamente de la aventura que fue su razón de ser con una mirada resistente y llena de vigor a sabiendas del negro destino - hasta en el uso de la música: la Sinfonía Eroica de Beethoven en lugar de la más previsible, la Quinta; música de la que es necesario prescindir para no tener que escuchar la voiceover que machaconamente subraya todo lo que sucede, haya o no rótulos sobre la pantalla -, como una última misión que debía cumplir con dignidad para alcanzar una paz que no hubiese firmado con nadie: la de su espíritu, la que se debía a sí mismo.
Los exteriores rodados en la misma isla del destierro, son de una belleza flahertyana.
"Sylvester" en 1924, aunque sólo sea posible verla como un fantasma hecho jirones, se adivina como deslumbrante, el film que debería otorgar a Lupu Pick un puesto entre los directores importantes de su época junto a "Scherben".
Se publicaron hace muchos meses unos impolutos fotogramas pertenecientes a la copia en proceso de restitución que en vez de calmar el hambre, la despiertan aún más visto el retraso que acumula su edición.
Secretamente ambiciosa, a medio camino entre el Griffith más apegado a PoeBrowning y el fugaz Grüne o el Murnau de "Der letzte mann" (que Pick también debía haber dirigido, completando la trilogía concebida por Carl Mayer), "Sylvester" parece sin embargo no aspirar más que a ilustrar una inopinada tragedia que acontece en la trastienda de un bar la Nochevieja de (presumiblemente) 1923, dejando que sean los suntuosos travellings de aproximación arriba y abajo de las calles la parte más espectacular de cara al espectador.
Llena de misterio y violencia, sorpresiva en su moderna, exasperante dilación (su parte álgida, casi veinte minutos de tensa y desconcertante inacción donde rigen las pesadillas ya la hubiese querido para sí mismo un Georges Franju) y con un plano final anticipatorio del que cierra uno de los más famosos films de terror de los sesenta, esta insólita película parece la obra en que más lejos pudo llegar Lupu Pick en la definición de un estilo propio, si es que tal cosa alguna vez se aproximó al trasiego de imágenes que bullían en su cabeza.

domingo, 1 de mayo de 2011

NORAH

Para los que creemos que la carrera de Fritz Lang fue progresivamente a más, hasta culminar con sus mejores películas en el último tercio de su vida - finalizando con sus dos máximas obras maestras -, resulta verdaderamente frustrante tener que defender a "The Blue Gardenia" como uno de sus grandes films.
Los grandes triunfos en su haber desde la etapa de creación de formas en el cine mudo (y me refiero mucho antes a "Spione" y "Dr Mabuse, der spieler" que a "Metropolis" o "Frau im mond") y hasta "Das testament des Dr. Mabuse" en 1932, apenas han sido discutidos por nadie, pero a partir de entonces hay pocas películas que generen adhesiones generalizadas.
Tal vez las rodadas durante la guerra (y no todas), quizá "The big heat" y "Rancho Notorious" puedan haber conquistado un consenso, pero del resto es habitual encontrar tantos partidarios como detractores, a veces furibundos. El prestigio, grande en tiempos y otorgado por distintas generaciones, de "Fury" o "Moonfleet" no sé qué tal puede conservarse.
Son cuestiones bastante extrañas en torno a uno de los, por otra parte, más indiscutidos gigantes del cine.
Habrá que pensar que la exigencia  del langiano es demasiado langiana. Imagino que se encuentra tanto rigor y una maestría tan extraordinaria en las obras que se prefieren, que por comparación se tiende a ser injusto con las que se entienden como que no alcanzan ese estado de perfección clásica asociada a su nombre, negra como el zafiro, implacable y despiadada.
Si ese es el criterio elegido, el de la perfección germánica, supongo que mal se entenderá que entre las favoritas puedan encontrarse un aparantemente rutinario film bélico como "American Guerrilla in the Philippines", un inapropiado melodrama, "Clash by night", un "falso Oriente" - sin serlo - como el díptico "Der tiger von Eschnapur / Das indische grabmal" o esa digamos innecesaria vuelta de tuerca a su más famoso personaje con el milagro alemán de fondo, "Die 1000 augen des Dr. Mabuse", cuatro de las siete que prefiero.
Con "The Blue Gardenia", como ocurre con la malhadada "House by the river", que encuentro igualmente excelente, no ha habido lugar a dudas. Es a todos los efectos, simplemente el film fallido del 53 como "The big heat" era el bueno.
A estas alturas, cuando no hace ni dos años que un fofo remake de su más impresionante film dentro del cine negro (cuando no el mejor nunca hecho en ese género), "Beyond a reasonable doubt" apenas sirvió para recordarlo y hasta dio pie increíblemente a algunos para considerar superado el modelo original, poco puede esperarse de la suerte futura de "The Blue Gardenia", que apenas puede considerarse tangencialmente como perteneciente a ese tipo de films por muy catalogado que esté entre ellos, no cuenta con la presencia del característico Dana Andrews ni con esa encarnación de la traición sobre dos tacones, Joan Fontaine - la verdadera mujer fatal y no tantas arribistas con melena rubia y ni un céntimo en el bolsillo - sino con una pareja menos pegadiza, Richard Conte y Anne Baxter, ni tampoco trata un tema tan socio-políticamente apasionante.
No es desde luego la única película considerada mayoritariamente como fracasada a pesar de estar filmada por un gran y muy estudiado realizador, sin salirse demasiado de sus terrenos predilectos, con lo que hablamos de un problema de expectativa alterada.
"Unfaithfully yours" de Preston Sturges, "Timbuktu" de Tourneur, "Suddenly last summer" de Mankiewicz (de nuevo disiento: me parecen entre los mejores respectivos) han venido siendo entendidas como "The Blue Gardenia", una variación rítmica o de tono inesperada, excéntrica, desconcertante.
Demasiado densos y oscuros para lo que era habitual en una comedia, más abstractos e irreales de lo normal hasta el punto de parecer más inverosímil que aventurera, sorprendentemente turbios y arrojados a las profundidades de la psique, casi sucios e inelegantes... en el caso de "The Blue Gardenia", y no es el único film de su carrera que sufre tales acusaciones, la fama que la precede es la de su decepcionante falta de identificación estilística y por ello resultar desvahída, destensionada.
Tal vez si la mirada se aparta de la investigación policiaca, que ciertamente es diáfana, no postulada como un misterio y que difícilmente podría haber absorbido el interés de un cineasta tan inteligente y consciente de sus poderes como Lang (no a esas alturas de su trayectoria sin ser un proyecto impuesto ejecutado de mala gana y no después de tantas pruebas fehacientes de su dominio de cualquier clave cinematográfica por muy americana que fuese) para desplazarse al punto de vista del personaje de Anne Baxter y la hitoria de amor que surge entre ella y el periodista que incorpora Richard Conte, pueda entenderse el entusiasmo que algunos sentimos por el film.
"The Blue Gardenia" desde ese ángulo es una prolongación mucho más sobria y colindante con el thriller, del terreno ya cubierto en "Clash by night", la otra genuina women´s picture de Lang, que me temo nunca será famoso por ellas como Bergman, Ophüls o Cukor.
El ambiente creado por las suave melodía a piano de Nat "King" Cole - y no está de más recordar la importancia que cobra en el film la música de "Tristán e Isolda" cinco años antes de que Bernard Herrmann compusiera, inspirado en buena parte en ella, la banda sonora de "Vertigo"; Hitchcock, siempre tan atento a los movimientos del maestro vienés, como por otra parte también prueban dos escenas clave como pueden ser la identificación de Norah en la comisaría, con el ritual de las huellas dactilares, que anticipa la de Manny Balestrero en "The wrong man" y el intento de suicidio de la dependienta de la tienda de discos que parece sacada de "Topaz" -, recubre y acolcha el laberinto al que se ve arrojada la protagonista, marcando un engañoso ritmo: como siempre en Lang, a dos velocidades dramáticas, la exterior, atemperada, estable  y la interior, desequilibrada, dominada por grandes conflictos que acabarán dando la cara.
"The Blue Gardenia" apuesta discretamente por el control de todos y cada uno de los resortes de puesta en escena sin importar lo convencional y poco distinguido de sus diálogos y personajes - y aún así es uno de sus films más armoniosos, quizá el más clásico fotografiado nunca por Nicolas Musuraca - y alcanza de esta manera una de las primeras cumbres de la afortunada (para quienes admiramos el reto, uno de los más apasionantemente esencialistas que ningún director se haya planteado) y supongo que extraña (para quienes idolatraban en los 20 y 30 sus llamativas composiciones) "involución" estilística de Lang, que ya no tendrá vuelta atrás.