miércoles, 31 de octubre de 2012

A GALERAS

La segunda película en color de Raffaello Matarazzo ha permanecido largo tiempo invisible, usurpado su lugar por copias desvahídas, sin sus atributos.
No es que "La nave delle donne maledette" sea estrictamente imprescindible para llegar a conocer lo mejor de su cine, ni supone un hito inalcanzable y "distinto" de sus grandes cumbres de los 40 y primeros 50, pero sí sirve para completar el puzzle de una obra apasionante, quizá más apropiadamente que sus otras escasas incursiones en aquellos sistemas de positivado (Gevacolor, Ferraniacolor... "La risaia" en su siempre radiante Eastmancolor es "otra cosa") que han impedido la correcta conservación o recuperación de las copias de aquellos films.
Hacia ese año 1953, Matarazzo estaba en la cumbre de su carrera.
En los últimos cuatro años habían llegado sus obras maestras "Catene", "Tormento", "I figli di nessuno" o "Chi è senza peccato..." y en el siguiente lustro filmaría nada menos que "L'angelo bianco", "Torna!", "La schiava del peccato", "Vortice", "Guai ai vinti", "L'intrusa" o "L'ultima vilolenza", auténticas perlas del melodrama, variante concentrada y exacerbada del admirado neorrealismo.
Habitualmente contemporáneas y populares, eran historias sin meandros ni rellanos para descansar, febriles, rebosantes de tragedias a menudo causadas por malentendidos, sacrificios e injusticias que mantenían en vilo y efímeros momentos de felicidad, films aciagos - si acaso in extremis serenos - pero disfrutables y comprensibles por cualquiera, siempre narrados con rigor y tranquilidad (amenazada) condujesen donde condujesen los acontecimientos.
"La nave..." en realidad no explora ninguna faceta menos conocida del cine de Matarazzo y las novedades no lo son en realidad puesto que tanto ese aludido cromatismo como que se remonte décadas al pasado entrando de lleno en los dominios que fueron del caligrafismo adjudicado a Soldati o el primer Castellani habían sido condiciones que ya cumplía justo el film que le antecede en su filmografía, "Giuseppe Verdi".
Son en cambio su gozosa e imprevisible variedad, sus tajantes - y especialmente inteligentes, sin que nunca se pierda información ni el rumbo - elipsis, que le confieren un ritmo más episódico y abrupto de lo esperado, y su inesperado erotismo los elementos que sospecho confirmaron a sus pocos admiradores e hicieron caer en la cuenta a descreídos y desdeñadores, de la conexión que el arte de Matarazzo tenía con el surrealismo y el barroquismo.
La resultante de esa especial textura y de la mencionada invisibilidad por largo tiempo del film es tristemente que el que debería ser un buen asidero para defender integralmente a Matarazzo, para apreciar mejor la sobriedad, tan fulgurante y carnal de sus otras obras maestras, se convierte en una "prueba" inequívoca, algo parecido a la excepción que confirma la regla, de la rebaja de valor otorgada siempre a su cine.
Sin el componente jovial, ameno de varios Freda de los 40 prendados del gran cine silente de aventuras románticas y con total ausencia de asideros míticos o exóticos de los Cottafavi, Francisci y compañía que inundarían los cines al final de esa década de los 50, "La nave delle donne maledette" está, como siempre y pese a su llamativo envoltorio, totalmente confiada a la maestría de su autor en la disposición y diálogo de puntos de vista dentro de un mismo bloque o cómo se relaciona con los que le preceden y suceden.
Cualquier momento del film ejemplifica su admirable construcción, pero echemos un vistazo a la escena clave del proceso, central tras el arranque en palacios y antes que aparezca el mar y el film entre en una tercera dimensión.
El abogado Da Silva (Ettore Manni), de mala reputación, es comprado para defender "sin esforzarse demasiado" - a ser posible permaneciendo en silencio: la antítesis misma de su oficio - a Consuelo (May Britt), la víctima consciente pero engañada con falsas promesas, de un plan para exculpar a Isabella (Tania Weber), casada con un viejo rico, fría asesina de su propio bebé ilegítimo. La escena arranca a oscuras, abriendo él una ventana. Se ve que malvive de lo que hace.
Corte al día del juicio. Gama de grises y azules, ambiente gélido, monacal, con una gran cruz negra sobre la pared.
Da Silva se presenta tarde, entrando raudo sin haber siquiera visto a su cliente - tampoco el espectador, que sólo la intuye en un lateral -, exculpándose del retraso porque dice haber pasado la noche en vela estudiando el caso. Al sentarse caen de entre sus papeles unas cartas de la baraja. Risas y gesto irónico de uno de los magistrados.
Mientras le llega su turno para hacer uso de la palabra, Matarazzo recoge en tres reencuadres cómo repara en ella, bellísima, con la mirada perdida. El fiscal expone su retahíla legal, condenándola además moralmente mientras se aproxima cada vez más su rostro, la imagen misma de la pureza.
Da Silva queda tan sobrecogido y al mismo tiempo confundido por la estupefacción ante la labor que debe desempeñar, que cuando el juez le interpela queda efectivamente mudo.
Hasta ese momento los tamaños de plano han sido siempre desequilibrados, cerrados para ella, generales para la sala, el banquillo de letrados y el mismo abogado. En ese momento, Matarazzo le "iguala" con ella, que le mira. Si se levanta y baja el eje de la cámara, sólo cabe acercarla a ella, ya en un primer plano.
Pide clemencia, el único recurso para un delito confeso. Se refiere a su cara, su mirada, su juventud y eleva el tono ante el desagrado del emisario que le pagó.
Matarazzo entonces los "empareja" encuadrándolos por primera vez juntos, en un plano lateral con ella al fondo y él gesticulando en su ardiente defensa, eliminando por la derecha la mesa del juez, que queda en off. Están solos.
Su parlamento no tiene ningún efecto y cuando se levanta la sesión, Matarazzo en vez de usar el típico plano general o subjetivo desde detrás de los jueces que de alguna manera encomienda y confía el veredicto objetivando el punto de vista, el plano recoge sostenidamente a los magistrados marchándose por una puerta al fondo y el público murmurando en primer término, realzando el elemento de satisfacción pública del caso, que está por encima de la justicia misma.
Ellos han desaparecido por la izquierda ya del encuadre: están además condenados.
En la siguiente escena, la verdadera culpable tiene remordimientos de conciencia. La estancia se ilumina y encuadra exacta pero especularmente en la misma forma en que era recogida la paupérrima habitación del abogado corrompido.
Matarazzo no hace contrastar a Isabella  exponiendo sus lujos y a salvo por fin del entuerto, con Consuelo y la pantomima de juicio a que ha sido sometida, sino que le reprocha estéticamente su vileza.

martes, 9 de octubre de 2012

ENTRETENIDOS HASTA LA MUERTE

Cuarenta años después de iniciar su carrera en los lejanos estertores del cine mudo de los países "periféricos", Manoel de Oliveira, 64 años, rueda su segundo largometraje no documental, "O passado e o presente".
Cortometrajes y ensayos jalonaban su trayectoria desde "Douro, faina fluvial" de 1931 hasta ese año de 1971 en que, como siempre, sin previo aviso y sin siquiera proponerse "hacer otra cosa" - nada que ver desde luego con su "debut", el film neorrealista, adelantado a su tiempo, "Aniki Bóbó" del 42 -, Oliveira vira en una dirección que podríamos llamar la definitiva, si bien aún no tendrá el ritmo de producción del todo asombroso de estos años que vivimos.
Acercarse a un film como "O passado e o presente", donde tantas cosas nacen para Manoel de Oliveira, puede ser un asunto prolijo.
Se podría hablar del film haciendo hincapié en el interés por el color y por la pintura que ya desde los 50 había plasmado Oliveira, un tanto pedestremente, recorriéndose pequeños pueblos en busca de historias cotidianas o por aproximaciones familiares o amistosas a la trayectoria de gente que le interesaba y cómo en "O passado e o presente" parece aplicar por fin rotundamente a una historia sublimada con unos escandalosos rojos, azules y dorados. 
También no estaría de más pensar en cómo hasta el estreno de "O passado e o presente", ubicar a Oliveira, por muy bien que se conociera la marginal (entonces mucho más) cinematografía lusa, era tarea complicada y que cuando se produce el nacimiento del film, la extrañeza y la falta de asideros para relacionar lo que hacía con el trabajo de los demás encuentran al fin un fácil enganche: Buñuel y Godard
Más inseguro que ambos, menos proclive también a ser sobreexpuesto, en cierto modo "nuevo" por estos lares, Oliveira parece avanzar hacia ese terreno (que también fue el de Lubitsch, Guitry o Renoir), cerrado, codificado, ridículo y ordenadamente burgués, ese mundo donde el español estaba paralelamente trasponiendo su experiencia mejicana ("Le journal d'une femme de chambre", pero sobre todo Belle de jour" y "Le charme discret de la bourgeoisie") o por donde el galo había transitado en ocasiones, voraz como un relámpago ("Le mépris", "Une femme mariée", "Pierrot le fou", "2 ou 3 choises que je sais d'elle" o "Week End") y hacerlo con una tranquilidad se diría que empírica, tratando de responderse a una pregunta que tantos grandes films corroboran pero que parece le interesaba comprobar por sí mismo: ¿preservará lo inventado, tan bien como lo documental, la memoria? 
Las casualidades (era una idea de la Fundación Gubelkian, un moderno centro de mecenazgo) apoyarían ese argumento de falta de esfuerzo teórico por su parte, ya que el film fue de la mano para su exhibición de un pequeño film de Paulo Rocha, "Pousada das Chagas", con el que compartirá el operador que le ayudará a plasmar por fin esa visión, Acácio de Almeida, y donde presumiblemente conoció Oliveira a un actor que muchos años después será clave en su cine, Luis Miguel Cintra.
Consecuencia de todo ello, otro aspecto interesante sería quizá abordar la película como uno de los films más genuina y casualmente experimentales, especialmente y más allá del cromatismo (con más razón del decorativismo) por contener una de las claves que luego serán importantes en su cine: la arquitectónica.
Bastantes años antes de dar definitivamente un desusado protagonismo a las palabras y limitar el movimiento y la acción, tanto aquí como en su posterior "Benilde ou a Virgem Mãe", más aislada y oscura, Oliveira se diría que mira atentamente, desde ese arranque mudo tan sorprendente con Mendelssohn atronando, hacia una meta muy poco "demostrable", como es la de disponer a los personajes y filmarlos en las estancias y los espacios abiertos pero no por el "pueril" objetivo de saber cómo hacerlo sino porque pretende que sepamos qué pensaban... a pesar de lo que decían.
No estaría mal entonces señalar que busca tal cosa, aplicando a una situación inverosímil - una mujer que sólo se enamora de sus maridos cuando mueren -  y desarrollada en un contexto donde si no hay reglas de etiqueta para algo, se inventan sobre la marcha para salvar las apariencias, utensilios sencillos y tan o más antiguos que el cine mismo: el silencio, el uso selectivo y sin que sirva de acompañamiento otorgado a la música, la constante movilidad de la cámara describiendo panorámicas y semicírculos en torno a los personajes o el efecto tan naturalista y necesariamente humanizador que consigue al usar sonido directo.
Todo eso como decía, podría ser interesante, pero de poco serviría para transmitir la experiencia de contemplar sus imágenes.
Apenas sugerirían la intensa sensación de cercanía, casi un eclipse, que sufre "O passado e o presente" por parte de "Vertigo".
Muy pobremente ayudarían a comunicar que esta es una de las películas donde más fehacientemente se percibe que la realidad no se manifiesta en toda su totalidad.
Difícilmente permitirían pensar que Oliveira filma a los perdedores, los hombres, con más afecto que a las mujeres, tan hermosas. Cuarenta años después, otra Angélica como la de este film, llevará a uno de ellos a las puertas de la locura necrofílica.
Y probablemente harían proclamar que su autor claramente se afanaba en buscar un hueco entre los modernos realizadores europeos cuando es más sensato inclinarse a seguir pensando que aún continuaba soñando con Murnau