viernes, 19 de diciembre de 2008

LA VIDA Y NADA MÁS



A pesar de que hacía ya once años desde que la escritora Fumiko Hayashi había muerto, en 1962 Mikio Naruse aún conserva su firma en los títulos de crédito de "Horoki (Crónica de una trotamundos)" como guionista del film.


Es "Horoki" la biografía cinematográfica menos convencional que haya podido rodarse junto a "The wings of eagles" de John Ford sobre Frank "Spig" Wead.


Tanto Ford como Naruse conocieron y tuvieron gran amistad con los dos protagonistas y el lapso de 10 años que en ambos casos transcurre desde su muerte hasta que decidieron rememorar su figura, les dio una perspectiva que les permitió contemplar su vida con una amplitud de miras que no excluye la crítica (ni son hagiográficas, ni maniqueas) pero que sobre todo les permitió incardinar de alguna manera todo lo que con ellos compartieron en un discurso cinematográfico adecuado a la edad y las circunstancias de sus carreras en aquellos momentos.


Las novelas de Spig y de Fumiko les proporcionaron a Ford y Naruse material para rodar algunas de sus mejores películas ("They were expendable", "Ukigumo", "Meshi" e "Inazuma" entre otras, nada menos) y qué mejor forma de agradecerles esos maravillosos guiones que contando cómo fueron y encima regalándonos dos de las obras máximas de su carrera.


Tanto el Ford de 1957 como el Naruse de 1962 están enfilando ya la parte final de su obra, enlazando obras cenitales que recogen toda la sabiduría acumulada durante una vida dedicada al cine y también nuevos elementos que prueban que estaban más vivos que nunca, que no habían perdido la capacidad por hacer cosas nuevas.


Algo en "Horoki" la hace inevitablemente contemporánea de "The hustler", de "The apartment", de "Beloved infidel", de "Strangers when we meet", de "The man who shot Liberty Valance" incluso de Godard, Rouch y Rozier y de todas las obras agridulces que abrieron la década que apagará la llama del cine clásico, tan vivo y vigente que nunca parecía que fuese a morir.


Quizá sea que hablan de algo que ya no existía o que nunca más podría volver a existir; en unos casos una forma de ver la vida, en otros unos valores: los últimos románticos, los últimos gangsters, los últimos hombres de una pieza, la última mirada a los que viveron sin calcular las consecuencias de sus acciones, a los apasionados sin representante.


Ni Fumiko Hayashi ni Spig fueron lo que hoy entendemos por triunfadores.


Fumiko pasó muchas penurias, malvivió, pasó hambre, estuvo en la cárcel, murió joven (48 años) y tuvo que luchar mucho para que alguien reconociese su talento (una facultad, la de escribir, que le brotaba a borbotones como una cascada imparable pero que nunca se planteó como algo parecido a un modo de ganarse la vida).


Spig Wead casi quedó paralítico y sacrificó su vida privada por una idea y una pasión, dejando de lado a una mujer que lo quiso mucho más de lo que probablemente merecía.


Naruse y Ford los admiran y consiguen que los admiremos sin que necesitemos leer su obra, por lo que fueron sin tener en cuenta su legado. Naruse ni siquiera menciona en su película que Fumiko tuvo el menor contacto con el cine ni por supuesto con él. Ford, como siempre hacía, reparte el cariño que tenía por su personaje, que era su amigo, entre todos los personajes de la película; todos lo querían y seguramente todos tenían algo malo que decir de él.


Y sobre todo lo más importante es que por muy poco que nos importen la marina de los Estados Unidos y las revistas de poetas japoneses de entreguerras, salimos de las proyecciones de estas películas reconciliados con el mundo y hasta puede que menos cínicos y más sensatos.






martes, 16 de diciembre de 2008

OSHIMA EN BUSCA DE LA VERDAD


La última película política de los años 60 y la primera de los 70 (quizá también la última, porque constata la imposibilidad de seguir luchando) es "Tokyo senso sengo hiwa" de Nagisa Oshima, que tomando la traducción del título que se le puso para su distribución anglosajona sería algo así como "El hombre que filmó su última voluntad".

Oshima había sido despachado de la Sochiku, una productora tradicional para las que las películas de un agitador como él eran demasiado incómodas y demasiado incomprensibles.

Desde "Nihon no yoru to kiri (Noche y niebla en Japón)", de 1960, Oshima le estaba dando vueltas a cómo plasmar en un sólo film todos los cambios que la nueva era estaba trayendo a su país (un reflejo de lo que pasaba en occidente, a veces empobrecido por los filtros "oficiales", en otros casos magnificado por la propia forma de ser de sus conciudadanos).

Estaba pasando. Había dejado de tener sentido luchar contra el sistema y menos desde barricadas. La política ya no era una ciencia y menos un instrumento de gobierno, más bien se había transformado en un sistema de control que permitía a los ricos mantener su estatu quo.

La película plantea, dando un rodeo considerable, un asunto sin solución y del que ya no vale la pena DISCUTIR, pero del que no hay que dejar de hablar.

Motoki ha perdido su cámara mientras rodaba una carga policial durante una manifestación. Un amigo, del que no sabremos a ciencia cierta nada más, se la robó y grabó su huida... y su suicidio. Cuando Motoki llega al lugar de los hechos e intenta recuperar su cámara la policía se la requisa.

En un intento por reconstruir los hechos, Motoki vuelve a rodar el mismo itinerario que su amigo dejó filmado... para llegar al mismo punto y acabar arrojándose desde el mismo edificio.

En el trayecto le acompaña una chica, que se supone era la novia de su amigo y que se involucra sentimentalmente con él. Su papel será fundamental. En una metáfora genial, ella saldrá en cada uno de los planos que Motoki rueda dando pie a una auténtica explosión de violencia, como si su presencia fuese el último y vano reflejo de que aún es posible luchar. Motoki ha tenido que reproducir la realidad filmándola para llegar a la conclusión implícita de que todo lo que ve no es más que la consecuencia de lo que sucede ante sus ojos. Ha perdido la capacidad de mirar porque ya no cree en ella. Tan sólo es capaz de sentir como real lo que está rodado, lo que ya ha sucedido, no lo que acontece en tiempo real. La carrera final hacia su muerte es inevitable. Tan sólo rodándola la sentirá como verdadera.

Oshima sabe que había llegado la época en que las luchas cuerpo a cuerpo contra el sistema se habían terminado y nadie volvería a conseguir nada usando ese método, porque ya nadie iba a volver a creer en ello.

Su película, su obra cumbre en este terreno y tal vez el punto límite alcanzado por el cine político en esos años junto a algunas cosas de Godard (su referencia) no tiene moraleja ni enseñanza, ni siquiera extrae conclusiones. De hecho, la conclusión de su pensamiento es la propia película, que no actúa como vehículo para opinar sino como acta final en imágenes de algo que ha terminado incluso antes de ponerse en marcha la propia proyección.

Igual sucedería el año antes con la excepcional "Shonen (El chico)". La estoicidad con la que el pequeño actúa no es más que el reflejo de la "educación" por llamarla de algún modo que recibe de sus padres, que no conocen la palabra moral. ¿Qué se puede hacer cuando todo viene dado?. Ni siquiera el sueño de vivir con su abuela es realmente una posibilidad. Oshima corta abruptamente ese interludio negando en redondo que algo así pueda suceder.

Es una lástima que la imagen que haya quedado de Nagisa Oshima sea la de sus películas escándalo de los 70 y 80 (alguna de ellas, muy buena de todas formas). Durante una época fue un director muy valioso.

viernes, 5 de diciembre de 2008

LOS ESPEJOS ROTOS


El cine de Yoshishige Yoshida nunca lo ha comprendido bien nadie. Hay algo en sus películas que desconcierta y que impide captar adeptos. En unas es la historia, en otras el tono. Siempre hay algún elemento que provoca extrañeza, desasosiego, desapego.
"Kagami no onnatachi (Mujeres en el espejo)" de 2002 es, tras varios años de ausencia y por ahora, su última película. Cada vez se hacen más espaciadas sus obras y resulta difícil prever su próximo movimiento.
Su última película es árida y seca, triste y desoladora, seria como la muerte, sin humor. No es el tipo de cine que entusiasma. Recuerdo lo que comentaba Ángel Fernández Santos de la proyección de "Ningen yo yakusoku (La promesa, 1986)" en San Sebastián. Acabó la proyección y el auditorio se quedó mudo: ni aplausos, ni pitos, ni pataleos, ni murmullos. La película, una durísima reflexión sobre la vejez y el olvido había golpeado en primera persona a los asistentes, que se habían visto reflejados en un espejo que les devolvía una imagen de lo que eran o podían llegar a ser: miserables, crueles, egosístas. En la rueda de prensa posterior, Yoshida decía echar de menos una época en que se podía aprender de los mayores y se les respetaba.
He ahí la clave de su cine. El respeto por los personajes. Por lo que dicen y por lo que hacen. Por sus decisiones.
Y lo demuestra en la práctica utilizando a Mariko Okada, la protagonista de las fundamentales"Onna no mizuumi (La mujer del lago, 1966)" y "Kokuhakuteki joyûron (Confesiones entre actrices, 1971)" tantos años después.
"Mujeres en el espejo" es una intrincada (diáfana, pero misteriosa) peripecia sobre el recuerdo de Hiroshima y cómo afecta a la vida de tres mujeres, de las que el personaje central podría ser la hija de la mayor de ellas y la madre de la más joven. Esa ambigüedad vertebra un relato espeso, punteado por una partitura de piano de ultratumba, de colores grises y rojos, blancos y negros, como las películas de Resnais y Masumura.
Yoshida rueda con una mezcla (de proporciones alquimistas, un secreto ancestral) de cercanía y distancia única. Es capaz de cortar una escena en siete planos de acercamiento hasta dos primeros planos sublimes (la escena del restaurante, modélica), insertar unas imágenes a cámara lenta (un recuerdo, tal vez oníricas) que se presentan como solución a un enigma y que resultan a la postre quizá otra pieza de un puzzle sin resolver y por otro lado, planifica dentro de un edificio o en el interior de una casa con la fuerza de la "precisión de lo cotidiano" de Ozu (Yoshida es a Ozu lo que Desplechin a Blake Edwards, un sublimador) .
El conglomerado resultante avanza con una determinación extraordinaria (pocos directores saben mejor adónde llevan una película), casi se diría que Yoshida disfruta con el puro control de los resortes de la continuidad entre escenas. El personaje de Isshiki Sae, la chica más joven, un poco la receptora de las consecuencias de la historia, la que verá su vida más condicionada por ella (por el simple hecho que le queda más tiempo), va del paroxismo a la catarsis y vuelta a empezar. Yoshida la rueda de espaldas cuando la empuja a actuar y de frente cuando trata de hacerla decidir qué camino tomar.
El valor de esta incómoda película es incalculable.
Pedro Costa, que tiene curiosas concomitancias con este último Yoshida, no ha llegado tan lejos con "Juventude em marcha" en esa búsqueda de la verdad del desarraigo. Ha recurrido a la poesía como una especie de "valor añadido" que rellena huecos (simplificando y sin pretender quitar un ápice de mérito, sería algo así como "cuando los personajes no saben o no pueden expresarse, el director toma la palabra"). Yoshida no. Yoshida se permite el lujo de no tener que decir nada en primera persona. El lujo de los maestros.