lunes, 26 de mayo de 2014

LAS VERDADES NECESARIAS

El último western dirigido por Monte Hellman, paso previo a un eclipse casi perpetuo - del que salió un par de veces; la última en 2010 - parece aún, cerca de cuarenta años después de su filmación, tan desubicado como sugiere su extraño título.
Sin prácticamente ninguna clara conexión con su cine anterior, de todas las películas posibles que pudo ser "China 9 Liberty 37", a la que menos se parece es a la más probable: su sino era haber sido uno más de los efectistas spaguetti westerns hispano-italianos, decorado circunstancialmente en esta ocasión por la presencia - testimonial, pecuniaria o ambas cosas - de Sam Peckinpah y su actor Warren Oates.
Cualquiera de las visitas mínimamente respetuosas que se le puedan hacer a la copia original, no mutilada, en su formato, debieran sin embargo revelar un film sencillo, discreto, emotivo, un ejemplar insólito de película incontaminada y por partida doble, de la deriva de un género y de una época.
 
 
No tiene "China 9 Liberty 37", que Hellman dedica a su padre y toma muy en serio, ni un detalle de mal gusto ni un exceso y sí una mirada decente y comprensiva a una historia (un encargo, un adulterio, una venganza) tantas veces escrita para los curtidos y los experimentados y que sin embargo queda absorbida por una mujer incompleta, Catherine (una excelsa Jenny Agutter), que no ha conocido otra cosa que el trabajo diario en casa y a un sólo hombre (bastante mayor que ella) que la discrimina como lo hubiesen hecho tantos de entonces.
Ninguno la hubiese merecido.
Si fuese posible mirarla sólo a ella, ya que poca correspondencia encuentra, veríamos que Catherine no sería una valerosa mujer de Boetticher, ni anticiparía a la muy fascinada Francesca de "The Bridges of Madison County", sino que habría heredado varios rasgos de la mucho más criticada Maggie de "Strangers when we meet".
Catherine ansía vibrar con cada caricia, cada novedad, cada posibilidad, incluso si no tienen nada de especial.
Vengan tales estímulos de un pistolero que la trata como a una conquista de tantas, de un mísero circo itinerante, de una cena con vestido de noche celebrada en plena fuga... le afectan tan intensamente que, al menos para sus adentros, "revierte" cada hecho, cada condición, cada atisbo de un futuro distinto al que se resignó.
Y vive.
 
Hellman equilibra esta intensidad que ella siente y el efecto que provoca en la narrativa con abundantes e integradores planos generales - realmente llamativos en un western y casi en cualquier film de 1978 - y con lógica.
Desde esa perspectiva, mirar con justicia es más fácil.
El buscavidas Clayton Drumm (Fabio Testi) se enamorará de ella sin buscarlo ni quererlo, su propio marido (Warren Oates) se descubrirá más entregado de lo que probablemente hubiese estado nunca antes y lo que une a ambos es precisamente el reconocimiento de su valentía, un intangible por mucho que el filosófico personaje que incorpora Peckinpah pretenda hacer creer que todo es pesable, medible, comprable y vendible.
Esa intervención, inolvidable, del maestro (además con muy acertada música, que no siempre sucede así en el film) y un comentario que le hacen a Drumm cuando se distrae un instante con Catherine en el circo, deja abierta otra puerta muy interesante que el film no materializa pero sí muestra y se enriquece al hacerlo.
Es la que cruzaron "I shot Jesse James", "The girl with the Red Velvet Swing" o "Lola Montes", la de la leyenda empaquetada para espectadores ávidos de recreaciones más o menos deformadas de lo que sucedió en realidad. 
Pero para vender hay que tener algo más con lo que seguir adelante y ellos no lo tienen.

viernes, 23 de mayo de 2014

LIVIA PULCHRA

Como un fantasma errante que aparece una mañana sacado de un cuento de Edgar Allan Poe en la invernal RíminiDaniele Dominici (Alain Delon), todo ya vivido, nada en particular por delante, se diría que pertenece a otro siglo, a otra estirpe.
Ni las agudas notas de la trompeta de Maynard Ferguson que inundan de jazz la banda sonora y le persiguen por el embarcadero, perturban su aura.
Le hablarán de política y no querrá saber nada, de educación y tampoco. Dejó de enseñar para vender libros, o eso afirma, sin el cansancio propio del desencanto.
Su destartalado Citroën de antes de la guerra, su aspecto de tuberculoso, los monosílabos de cine negro que pronuncia, cómo desprecia modas y sin embargo recuerda a Petrarca... poco existencialismo cabe si no se existe, si no se está.
"La prima notte di quiete" es un réquiem desesperado por las batallas perdidas y las pocas ganas de afrontar todas las que puedan venir.
Salvo una.
Un plano del rostro de Vanina (Sonia Petrova), una melancólica fille perdue, hermosa mercancía en manos de cualquiera, será suficiente para invocar lo poco de quijotesco que le queda a Daniele.
La restauración de esta obra maestra de Valerio Zurlini, penúltima de las películas que rodó, encargada por la Titanus a Giuseppe Rotunno, restituyó por fin toda la belleza del negativo original, ajado prematuramente, como si hubiese querido hacer lo que sus protagonistas, borrar el pasado y no pensar en el futuro.
Porque el romanticismo de "La prima notte di quiete" no tiene brillo ni bien merecidos descansos, con lo que tampoco precisa de gestos.
Vemos a Daniele con la mirada clavada - y perdida al mismo tiempo - en Vanina mientras baila con el playboy Gerardo, un rato después de haber intimado con ella, y Zurlini lo paraliza bajo las luces de colores de la sala de fiestas, impidiendo no sólo que escenifique un desplante, sino también la posterior reacción de ella, tal vez arrepentida, tal vez amnésica de los besos y la complicidad.
Cuando se aferren definitivamente el uno al otro, ella parecerá de nuevo la jovencita con que comerció su monstruosa madre (Alida Valli, que quién hubiese pensado en los años 40 que haría papeles como este o el de la condesa de "El diablo se lleva a los muertos" de Bava) y él no se mostrará heroico, sino más indeciso que nunca, torpe, hastiado de su indolencia, de no poder alcanzar, ni con ella, el equilibrio que lleva persiguiendo media vida, esa paz que sólo consigue encontrar en una sublime madonna de Piero della Francesca, en libros (elegidos, no parece conocer al muy vendido Bedeschi) o hasta en la rutina cautiva de los delfines del acuario municipal.
No se acercó Wenders tanto a Nicholas Ray como lo hizo aquí Zurlini, además pisando el terreno siempre atribuido a Visconti y que también fue de Bolognini y de Maselli.
En algún lugar entre el ansia de libertad y el amor desincronizado de uno y el peso del pasado y las circunstancias del otro, cobra vida el film.
Paradójicamente en quien veremos anticipada la tragedia será en dos secundarios, que a diferencia de los protagonistas, viven, les ocupa el presente. Ven la televisión, se dejan llevar, miran por el dinero, sienten deseo.
Monica (Lea Massari), la mujer de Daniele, se deprime esperándolo y se aferra a las migajas que le deja
Él la utiliza y en cierto modo no sabrá hacer mucho más con Vanina, erradicada como tiene la ternura y esa mezcla de coraje y fantasía necesaria para poder entregarse a alguien.
Zurlini inteligentemente filma sus encuentros sexuales con Monica y Vanina de modo idéntico, animal, sin una galantería.
Por su parte, el frívolo Spider (Giancarlo Giannini), intrigado por su hermetismo y dicen que enamorado de él, será quien averigüe algo que Daniele prefirió enterrar hace muchos años.
Despeñado de su árbol genealógico, sin una noble lira, Daniele arriesgará y perderá, o eso quedará escrito, porque las vidas de los demás no entrañarán victoria distinta a la de la supervivencia.