jueves, 9 de mayo de 2019

LENGUA DE TRAPO

Una idea muy personal, un lugar, un momento o un mundo que se revelan afines, un abordaje abrupto, titubeante o compuesto pero inusitadamente adecuado, una concisión o una exuberancia inéditas... cualquiera de los elementos consustanciales a una película clave, poco a poco han ido dejando de aparecer y ya no es extraño para tantos ser uno más de los que nunca la filmarán.
No era tan habitual que esa película fuese el debut en la época en que los cineastas aprendían trabajando, pero desde hace mucho lo corriente no es solo que sí lo sea, sino que tristemente se trate de la que concentra todo cuanto tenían que decir, la única valiosa que harán.
Esas notas esenciales, esa irrupción tiene ese inconfundible aire de avance, de internada ventajosa, absolutamente lograda a veces: "Madame Dubarry", "7th heaven", "Le nouveau testament", "Young Mr Lincoln", "Catene", "Pyaasa", "Acto da primavera", "Uccellacci e uccellini",  "Walden / Diaries, notes and sketches", "Les intrigues de Sylvia Couski", "Milestones", "L'enfant secret", "Messages", "Tulitikkutehtaan tyttö", "Kurenai no buta", "Canción de cuna", "The blackout", "Juventude em marcha", "Une autre vie"... y ya hace tiempo que no hay ningún "especialista", como Jean-Luc Godard o Roberto Rossellini, con docenas de "obras maestras amateurs". Tal vez nunca más.
En otras ocasiones solo se trata de primeras piedras, campos base, abandonados por mil circunstancias o superados ampliamente por otra vía.
Hace falta un nivel de riesgo que pocos asumen, quizá porque lo que comienza en esa primera película, teóricamente, termina cuando funde a negro y queda un poco convertida en una de esas notas para abrir solo en caso de que no hubiese continuidad, invitando a volver a sus hallazgos. Como supongo que a todos nos conforta saber que morimos y contemplamos luego nuestra ausencia en los demás, quizá sería esa la entonación, el entusiasmo ideal para afrontar una siguiente obra.
"Versailles" (2008) es un retorno jubiloso - tras un cortometraje y un film para TV de difícil localización - y un prematuro film clave, un primer film tan preocupado por sus personajes que tan pronto resulta expansivo como introspectivo, siempre afectado por esa sensación de que se está consumiendo con cada fotograma, de que respira a todo pulmón dentro de un espacio limitado.
Toma aire Pierre Schoeller para ese debut en 35 mm de algún lugar a medio camino del cine de los jóvenes Leos Carax y Sharunas Bartas, aunque él ya no lo fuese; algo tendrá que ver esto en que desoiga algún habitual canto de sirena y ande más cerca del Éric Rohmer menos rohmeriano, el de "Le signe du Lion" que de cualquiera de las discutibles estelas dejadas - tal vez por no haber sido nunca lo contrario de él mismo - por Robert Bresson, ese faro fascinador que hace encallar tantas aventuras noveles.
No le ayudaron mucho premiando en su día al film, ya que solo se pretendió con ello colocar su nombre en la lista de promesas de la temporada - qué monótona retahíla de insensatos prestigios instantáneos se disipan antes de que llegue el año siguiente -, una categoría estanca que uno tiende a pensar que solo sirve para volver a despertar interés mediático años después, si alguien cae en la casilla buitre: "¿qué fue de?".
Las presionadas y lúcidas "L'exercise de l'État" (2011) y "Les anonymes: Un' pienghjite micca" (2013), contra "ningún" verdadero pronóstico y sí mucha palabrería vana, vinieron a confirmar sus varios talentos. La reciente "Un peuple et son Roi", que mira de nuevo y tan diversamente a como lo hizo Jean Renoir en "La Marsellaise" a los aledaños del palacio donde se suscitó la más célebre revolución, despierta en cambio dudas sobre a dónde se dirige Schoeller. Esperemos que no al cine de qualité, donde dormita una legión de gordos reblandecidos.
 
Mirar su trayectoria al revés puede hacer caer en la cuenta de que las crisis ministeriales, judiciales, policiales y sociales que recorren esas sucesivas obras posteriores no estaban en "Versailles", que es "otra cosa" y puede parecer apolítica, más allá de esa coincidencia geográfica con la más reciente, pero no es así y realmente ahí está buena parte de la naturaleza como llave de su filmografía.
La mecha de la película, la historia de desamparo y apadrinamiento del pequeño Enzo, contada con muchos silencios y ninguna truculencia, brillaría pero se consumiría rápido si no estuviera rodeada por una cera en forma de cadena ordenada de servidumbres legales y familiares - nada más político existe que una familia - que hacen de "Versailles" casi un documental sobre las dificultades para ser libre donde habitan los que no lo son.
Alejado del feísmo realista, tienen un aspecto de cuento, de parábola, que se filtra en todas sus otras películas, siempre con una vertiente moral en primer plano, acusada y expuesta circular y proverbialmente, confiando tal vez en exceso en la capacidad de un gran público para detectarla.
No tanto por ese carácter fabulador, sino porque expone sin  algunas ideas del mundo que les espera y que nadie les va a explicar, tal vez sea asímismo "Versailles" un film, ni de niños ni por los niños, sino para los niños, que entienden bien, mejor que los adultos probablemente, varias cosas básicas aquí: el escaso vértigo a vivir a la intemperie, el cariño que se entrega a quienes se preocupan por ellos o el más instintivo que irreflexivo reconocimiento de la suprema humillación de quien no podía hacerlo.

sábado, 4 de mayo de 2019

MANOS LENTAS

El que probablemente sea el gran musical* del cine soviético, no tiene ni coreografías ni diálogos o soliloquios cantados.
Un film hecho de música es "Skazanie o zemle Sibirskoy" y las notas parecen poder y querer fugarse, salir volando de cada fotograma, mientras los contempla el director y primer espectador Iván Pýryev, de larga trayectoria y mejor posición ya en 1947, una guerra después y dos banderas vistas ondeando en los edificios nobles de las plazas desde que empuñara por primera vez una cámara dos décadas atrás.
Herido y sanado por la música quizá sería el término justo.
El pianista Andrei Balashov, conminado - por su propia imposibilidad para tocar como solía, debido a las secuelas del conflicto bélico - a regresar a su tierra, Siberia, con un acordeón, encarna bipolarmente al melancólico popular, rictus casi siempre descompuesto  mientras se alumbran las caras y se avivan los recuerdos de quienes se reúnen a escucharlo.
En los momentos de transición, de paz, de aceptación o incluso si se atisba un nuevo sentimiento de pertenencia, Pýryev acompaña exultante a la reconciliación y regala algunas de las más bellas estampas de  todo el cine de su país, unos interludios de una plasticidad extraordinaria: las calles de Moscú, un paisaje quieto, una formidable ventisca, un coro de rostros o un avión buscando dónde aterrizar, volando bajo sobre un bosque, se convierten en planos-joya, que aunque sólo sirvieran para embellecer, emocionan puramente.
Se "escapa" distraídamente la cámara de Pýryev del encuadre elegido a la menor oportunidad, en busca del eco del instante reflejado en personajes o en la naturaleza, a los pies mismos de los eléctricos y los técnicos de sonido, que imagino maniobrando para dejar paso al cameraman, convencidos de que en algún momento algo indebido saldrá en plano. No importaría mucho que así fuese y hasta uno lo desea secretamente, para que el mismo cine sea una parte de lo mostrado con tanta devoción, no solo el medio.
Junto a dos historias de amor, la de Pýryev con las gentes y los colores de la taiga y la nuestra con los planos en que la traduce, hay tres más cruzadas de elemental desarrollo, elípticas, tímidas en exceso quizás, de respeto ceremonial, de sonrisas en presencia del otro y lágrimas en su ausencia. No son sobrecogedoras, avanzan castas y no aparentan tener osadía suficiente para desviar esta comedia dramática definitivamente hacia el melodrama, pero qué reales parecen y cómo se asemejan a las que no llegan a materializarse nunca, como está a punto de sucederles a todas.
A partir de los sketches que las componen, surge la épica un poco como lo hace la gran música desde esas canciones ancestrales de pastores y soldados de vuelta a casa, apenas amplificando los motivos y los escenarios donde se interpretan. No necesita Pýryev ni hacer como que borra el escalón a base de bonhomía porque el entrelazado resulta natural.
Afortunadamente, la inevitable propaganda de la querida tierra del norte - y aún faltaban bastantes años para que se descubriera que atesoraba, muy profundamente, petróleo -, el encaje de toda la sentida oda a su pasado, su riqueza, sus melodías y su idiosincrasia en la dura realidad encomiástica del cine durante el estalinismo, se limita al concierto que sirve de epílogo y a una escena en un vagón de tren, perfectamente escindibles del resto del film, aunque seguramente obligatorias para que llegara a existir.
Si se logra cerrar los ojos a partir de un bonito plano con hojas ocres cayendo sobre el cartel anunciador del opus vitae de Andrei, tan solo echaríamos de menos contemplar su triunfo, pero a cambio podríamos tener una compensación mayor: imaginarnos a todos los buenos personajes del poderoso Pýryev, libres.
 
  
* No olvido otras de Pýryev ni a Barnet o Aleksandrov, tampoco a Ryazanov, Ptushko, Rou, Loteanu o Shengelaia ni lo conocido de Rappaport, Tikhomirov, Zebriunas, Agzamov y otros.