domingo, 26 de abril de 2009

REY Y PATRIA

The exile”, la primera película americana de Max Ophüls llega en 1947 tras siete años de silencio.
Siete años son muchos para Max Ophüls y eso se nota sobremanera en la película, desgraciada e ignominiosamente inédita y fuera del alcance de la mayoría de los cinéfilos. No sé si echar leña al fuego es una buena idea, pero se trata en mi opinión de una de las mejores películas de cuantas realizó.
Cosas como “Yuki fujin ezu” de Mizoguchi o “I walked with a zombie” de Tourneur asaltan la mente al contemplar este sublime y nublado blanco y negro.
De Ophüls ha quedado un tópico bastante certero, valga el contrasentido. Barroquismo, trágicas historias de amor, complejos planos secuencia, originales travelling que envuelven a los personajes en el decorado, elegancia y buen gusto…
The exile” es un film clave en el sentido que lo puedan ser - por muy diversos motivos - “Prästänkan” o “Två människor” de Dreyer, “Broken lullaby/The man I killed” de Lubitsch, “Madam Satan” de Demille, “The wrong man” de Hitchcock, “Blonde Venus” de Sternberg, “Seven women” de Ford, “Guys and dolls” de Mankiewickz, “Kaze no naka no mendorio” de Ozu o “Interiors” de Woody Allen, en el sentido de que iluminan uno o más aspectos generalmente poco conocidos o poco valorados de sus respectivos creadores y desde luego amplían considerablemente su alcance. Su carácter de obra distinta (única en muchos aspectos) para su autor la hace especialmente atractiva y permite adivinar su reflejo en otras obras suyas quizá menos valoradas por lo que se apartaban del tipo de películas con el que se le identifica.
Porque “The exile” es, además de todo lo que el canon ophülsiano mandaba hasta ese momento, y por encima del mismo, trepidante, claramente “de género” (posteriormente llegarían sus muy personales films noir), de una contagiosa vitalidad y deliciosamente divertida.
La película da pie a algunas cuestiones interesantes.
La primera es que, como “They died with thier boots on” de Raoul Walsh, - mi western favorito y una de las películas que más me han emocionado, con la que tiene más de una concomitancia - “The exile” es también una de las pruebas más rotundas de que el gran cine pudo ser (fue) el más accesible, perfectamente comprensible por todo el mundo, tan apasionante como adictivo, tan juvenil como culto, que enseñaba y entretenía, con el equilibrio perfecto entre film de aventuras, musical y comedia, con el amargo poso de la renuncia.
Así, el duelo final de Douglas Fairbanks Jr. con Henry Daniell en el molino abandonado, que culmina en uno de los más extraordinarios “close-ups” que en el cine han sido, es al mismo tiempo un prodigio de planificación espacial, una inolvidable coreografía musical, un momento de cine expresionista deudor de Murnau y la escenificación de la agridulce victoria de un rey depuesto que, como el príncipe estudiante de Lubitsch, se debate entre su deber y su deseo de vivir como un hombre cualquiera.
La segunda es que en cine, muchas veces, se sobrevalora el movimiento. No me parece que haya directores americanos actuales que, transitando el mismo terreno, mejoren el trabajo de Eugene Richards, por ejemplo. Siento más intenso su trabajo de búsqueda y preparación de cada uno de sus trabajos que culmina en esas excepcionales, inhóspitas fotografías.
The exile” produce el efecto opuesto. Hay tanta preparación pictórica en cada encuadre, una dosis tan desacostumbrada de concentración de detalles, que parece que se disfrutaría más si de repente se detuviese el torrente de imágenes o al menos se ralentizase el ritmo para permitirnos aprehender todo lo que la película ofrece, que más que invitarnos por el puro deleite de hacerlo, nos obliga a verla varias veces. De otra manera se hace difícil ver a Rembrandt, Ruysdael o Van Dyck, oir a Shakespeare, pensar en lo que tiene en común con “Chimes at midnight” de Welles o con el cine de Renoir, reflexionar sobre qué matices pudo aportarle Errol Flynn al personaje que interpreta - consciente y brillantemente “a la antigua” - Douglas Fairbanks Jr., o fantasear con qué pudieron haber hecho otros maestros del rodaje de exteriores “de estudio” como Sternberg o Minnelli con un material así.
Y por último y coincidiendo con estos momentos de persecución de las descargas en Internet de archivos de películas, decir que no todo el monte es orégano y por extraño que parezca, todavía queda gente que se dedica a organizar foros sin lucrarse con publicidad. Hay un buen número de páginas que realizan una labor de recuperación de cine perdido en el tiempo, con traducción y reconstrucción de subtítulos si es necesario, como auténticas y modernas Cinematecas. Páginas como http://www.cine-clasico.com/ o http://www.allzine.org/ nos han permitido a muchos ver o rememorar un buen número de obras que de otra manera permanecerían en el más absoluto ostracismo.
No sé cuánto dinero podría proporcionar su explotación, ni en manos de quién quedaría la administración de ese beneficio, pero imagino que el tanto por ciento que correspondería a quien pueda quedar en el mundo con algún vínculo familiar o legal directo con el legado de Max Ophüls, seguro que es bastante similar al que el propio autor recibió en vida.

domingo, 19 de abril de 2009

EL SILENCIO DE UN HOMBRE

La muy marginal fama de “The thief” de Russell Rouse (1952) le viene por carecer absolutamente de diálogos. Ya va siendo hora de decir que además es uno de los mejores thrillers de su época y reclamar para Rouse un puesto entre los “grandes olvidados” (entre los que ni siquiera debe figurar) por poco que sea.
La historia es sencilla: un eminente físico nuclear (Ray Milland) está vendiendo información secreta al enemigo en forma de microfilms que guardan fotografías de documentos secretos. En la cadena de espionaje se produce un imprevisto que pone sobre la pista a la policía. La organización que lo ampara intentará proporcionarle una salida.
Russell Rouse no tuvo la suerte de Kubrick o Robert Aldrich. Autor de sólo once películas, ni fue niño prodigio, ni lo reivindicó Godard, ni lo sacó Scorsese en su documental, ni nada de nada. A veces parece que, como Arthur Ripley, no hubiese existido.
The thief” es, de entre las cuatro que conozco y junto a “New York Confidential” del 55, su mejor película.
La falta de diálogos en el guión no significa que el film esté planteado como un experimental tour de force, como “Lady in the lake” de Robert Montgomery y su (casi siempre) forzado punto de vista subjetivo. Tampoco como un desafío (un paso adelante, si se quiere) como hizo Murnau en “Der letzte mann” para demostrar el poder total del cine silente. Parece más bien un elemento enriquecedor de la puesta en escena, que queda inusitadamente reforzada, merced a la depuración de la estructura del film. De hecho, hay varios momentos en los que inteligentemente Rouse amaga con introducir alguno, quedando siempre abortado utilizando algún imaginativo recurso, sin tomar atajos ni dejar cabos sueltos. Pensando la película. Sucede así por ejemplo cuando el protagonista conoce a una chica en una habitación que ha alquilado y ella intenta seducirlo dejando la puerta de su cuarto abierta mientras se viste. En un momento la cámara la toma con un contrapicado para sugerir el erotismo de sus largas piernas y el contraplano de Milland, desconfiado y con la cabeza en otra parte, la hace desistir. Como no parece que se vaya a dar por vencida, en vez de decirle algo, cierra suavemente la puerta con la pierna como si todo hubiese sido un descuido. En otro momento Milland descuelga el teléfono para hacer una llamada y Rouse monta en paralelo cómo la policía le tiene pinchada la línea. Como no hay nadie al otro lado de la línea, no hay todavía pista que lo incrimine y a continuación, vemos que las pesquisas se encaminan hacia otros colegas de Milland.
Por otra parte, esta ausencia de palabras, produce un efecto multiplicador de la banda sonora, aunque no por ello doblemente beneficioso. Por un lado se amplifican los ruidos y nos hacen escuchar como pocas veces en el cine de estos años los sonidos de la gran ciudad, los trenes, el tráfico, un teléfono, unos pasos en una calle solitaria. Pero por otro lado nos permite corroborar la escasa aportación y la redundancia de la banda musical, algo que advertimos pero que solemos obviar en muchas películas; realmente casi nunca hace falta ni tanta música ni tanto subrayado de lo que ya vemos.
En primeros planos y en insertos, “The thief” recuerda a Hitchcock (y a Robert Bresson; hay en la primera parte del film algunos que parecen sacados de la futura “Pickpocket”, aunque Rouse prescinde también de monólogos interiores), en planos medios sobre todo en habitaciones y por algo más que por los silencios y la espera, Rouse se anticipa en varios años al cine que en los años 60 perfeccionó Jean-Pierre Melville, y de rebote conecta con el primer Walter Hill. En panorámicas y exteriores (sobre todo cuando hace viento o es de noche), hay algo que recuerda a Jacques Tourneur.
No hay mejor actor que Ray Milland para esta clase de papeles. Su gesto apesadumbrado (párpados abatidos por la culpa, parálisis gestual por no poder abstraerse de sus pensamientos, como el último James Stewart) y su crispación contenida y ambigua le otorgan a su personaje una dimensión adecuada. Da igual que camine más al otro lado o más a éste de la ley (como en “Circle of danger” del propio Tourneur, donde el misterio que trata de desvelar casi acaba dentro del propio protagonista como un conflicto interno; hablaba recientemente Pedro Costa sobre esta “incorporeidad” del cine de Tourneur).
Es extraordinaria la escena hacia el final cuando contempla los luminosos de la ciudad que se dispone a abandonar para siempre: los billares, los restaurantes, las salas de fiestas, los estadios de baseball… diversiones que probablemente un científico como él nunca disfrutó, pero que seguramente anhela haber vivido o poder vivir todavía y que son en última instancia y una vez más, sin una palabra de por medio, un símbolo del bienestar de aquella América. Qué difícil le resulta traicionarla.

miércoles, 15 de abril de 2009

MI PIACE ARGENTO

Hablemos claro. Dario Argento nunca ha sido un director elegante.
Ti piace Hitchcock?” (2005) empieza con dos escenas paradigmáticas de su estilo. Un chico que pasea en bicicleta en una arboleda se sorprende al ver una mujer corriendo despavorida. La curiosidad le lleva a seguirla. Se encuentra con otra chica, que la besa en los labios y se encaminan juntas a un caserón maltrecho en un claro del bosque. El niño se encarama a la ventana para espiarlas y allí ve como sacrifican una gallina en lo que parece una especie de ritual. La sangre que provoca el corte llega al cristal donde el asombrado chico contempla la escena, asustándolo y delatando su presencia. Las dos brujas lo persiguen con el cuchillo en la mano. Elipsis a diez años más tarde. El niño es ahora un estudiante de cine. Posters en la pared de “Psicosis”, “Metrópolis”, “El Golem”, “Crimen perfecto”… en un descanso mira por la ventana y una bailarina semidesnuda se exhibe al otro lado del patio del edificio donde vive; busca unos prismáticos…
Los traumas, las pesadillas, las intromisiones peligrosas, el reverso de lo cotidiano. Argento ha sido siempre así. Lo imagino desvelándose por las noches para apuntar un bello asesinato que ha imaginado o una conexión entre dos escenas, no importa si son de Murnau o de John Landis, de Lang o de Herk Harvey que le apasionan y a pesar de ello debe ser lo más opuesto que hay a un iconoclasta. Su voluntad no es transgredir reglas ni darle la vuelta a paradigmas, simplemente le salen así las películas. Tampoco es un moderno, si fuese así no llevaría cuarenta años insistiendo en los mismos asuntos sin el menor rubor y sin disfrazar de evolución el simple paso del tiempo, se habría “reciclado” y reclamaría que es un autor, un tipo serio.
Ti piace Hitchcock?”, su film más aCursivabiertamente tributario (y curiosamente uno de los más pulcros), es una celebración del agradecimiento debido al maestro en su forma más explícita, todavía con voluntad de simple fan. Y queda muy claro que Argento entiende a Alfred Hitchcock cinematográficamente hablando; sabe de contraplanos en movimiento, conoce el valor de la luz y el poder de la oscuridad, es capaz de detectar qué punto de vista es más adecuado para comunicar inquietud, tiene la suficiente imaginación para hacer verosímil lo improbable, es capaz de retomar una idea apuntada en un momento dado para convertirla en un elemento perturbador y sobre todo, sabe mantener un ritmo endiablado.
Se dirá que no es sutil, que no asombra ni emociona, que es “de trazo grueso”, acumulativo, un simple prestidigitador. Sin duda esa máxima de “menos es más” no va con Dario Argento. Mil colores, chicas bonitas, violines que degüellan y pianos de ultratumba, velocidad y vértigo. Pero no es menos cierto que en los mejores momentos (no los más coherentes y precisos, no los mejor construidos; los más brillantes) es un ejemplo admirable de que el cine puede ser muchas cosas, también una serie de explosiones hetróclitas y fugaces.
Algunos “set pieces” a todo lo ancho y largo de su carrera son verdaderas gemas. De “Il gatto a nove code” a “Non ho sonno”, de “Profondo rosso” a “Inferno”, de la rarísima y fascinante “La sindrome di Stehndal” a su última “La terza madre”, de la infravalorada “Tenebre” a la sobrevalorada “Suspiria”, en todas hay grandes cosas.
Ti piace Hitchcock?” alcanza una vez más ese viejo anhelo de Argento, de mezclar suspense (una construcción a priori, que requiere una planificación detallada, de ardua e imaginativa puesta en escena) y terror (una consecuencia más incontrolable y por ello más habitualmente codificada) resultandCursivao siempre y hasta el último plano un puro entretenimiento, confiando en que todavía quede algún cinéfilo capaz de vibrar con una película sin pretensiones, que tome alegremente elementos de varios Hitchcock no en el sentido en que lo pudieron hacer Lynch en “Blue velvet” o Rohmer en “La femme de l´aviateur”, sin hacer variaciones sino directamente utilizando “Rear window”, “Strangers on a train”… y hasta “Body double” de De Palma como partes integrantNegritaes del film.
Dario Argento es una rareza hoy día. Quién lo iba a decir en los 70, cuando su cine era acusado de "derivativo".
Desaparecidos sus maestros, no hay relevo, pero la llama sigue ardiendo.

domingo, 5 de abril de 2009

UN ÁNGEL PASÓ POR SAN GABRIEL

Viendo maravillas como “The river´s edge”, “Silver lode”, “Tennessee´s partner”, “Slightly scarlett”, “Passion”, “Cattle queen of Montana” o “I dream of Jeanie”, todas de la parte final de su extensa carrera, cuesta mucho entenderlo. ¿Cómo no pudieron coronarlo?
Maestro del western (desde el mudo, como demuestra “Tide of empire” del 29), el hombre de las mil películas, tal vez el único momento en que la carrera de Allan Dwan pudo dar un giro hacia su reconocimiento como uno de los grandes directores de su época estuvo en en los últimos años 40, justo antes de ese rush final impresionante.
Hay un momento en concreto donde rueda cuatro comedias escritas por el dúo compuesto por Mary Loos y Richard Sale (“Rendezvous with Annie, 1946”, “Driftwood, 1947”, “Calendar girl, 1947” y “The inside story, 1948”, todas ellas con buena aceptación de público; menos en cualquier caso del que supongo merecían, y digo esto sin conocer dos de ellas), el muy popular film bélico “Sands of Iwo Jima” de 1949 – que no me parece una de sus mejores películas de todas formas -, y la poco conocida “Angel in exile” (1948) en que pudo llegar ese empujón que necesitaba. Pero no pudo ser.
La pureza y falta de pretensiones de Allan Dwan (lo primero ha jugado tanto a favor de su tardía y aún relativa consideración como proverbialmente en contra lo segundo), su determinación por contar cualquier tipo de historia por inverosímil o extraña que pudiera parecer (la critica moderna que florecía cuando él se retiraba no reparó en él como debieron; ¿autor o artesano?, complicada cuestión) y su disposición al trabajo (Dwan nunca se hizo esperar) dieron como resultado alguna de las películas más inusuales y secretamente valiosas de la historia del cine.
Ya muy al final de su carrera se atrevería hasta con un argumento como el de “Most dangerous man alive”, más propio de Terence Fisher o Roger Corman y saldría también victorioso. Realmente es una película que hay que ver.
Angel in exile” en concreto, es un film que el tiempo ha bendecido.
Mezcla de thriller diurno, western, cine de aventuras y melodrama fronterizo, “Angel in exile” es tan buena como muchas grandes películas de la época.
Todas las virtudes de la serie b están aquí. Libertad, precisión, audacia, imaginación, economía narrativa... y ninguno de sus defectos: no es trivial, ni apresurada, ni previsible, ni parece hecha en serie, ni se resiente de pobres interpretaciones, ni pretende parecer opulenta disfrazando mal sus carencias.
Y por encima de todo cuenta una historia maravillosa, omnicomprensiva y redentora, de recuperación de la dignidad y la hombría por tener la capacidad de no despreciar la inocencia de gente tal vez ignorante, pero buena. Decían en “Hombres armados” de John Sayles que la inocencia puede que sea un pecado. Aquí no lo es.
El cine americano alguna vez fue así de sorprendente y profundo, tan decente como apasionante (no, no son antónimos), el mejor del mundo.
Recién cumplida una condena por asesinato, Charlie Dakin (John Carroll) y su compinche parten con destino a una abandonada mina al sur de California para recuperar el oro de un robo. Sus ex compañeros de fechorías les siguen el rastro y los localizan cuando entablaban amistad con los habitantes de un pueblecito perdido en las montañas que saben de la esterilidad del yacimiento. Dakin tiene la idea de hacer parecer que la mina vuelve a ser productiva para así camuflar el botín, lo que devuelve la fe a los lugareños, que creen que Dakin es capaz de obrar milagros.
El estilo de Dwan se cimenta en la pura narración en continuidad de una historia.
La película está plagada de elementos que sirven para cohesionarla, como si no hubiese cortes de montaje. Cada uno de ellos tiene un doble propósito: expresan la consecuencia del plano anterior y anuncian el sentido del siguiente; el efecto continuo es la ambigüedad entendida como el perpetuo giro de la trama sobre sí misma, que se hace imprevisible entre dos planos y diáfana cuando se contempla en perspectiva.
Así, la primera vez que el simpático Isidro Álvarez encuentra oro “por casualidad” en la muestra que Dakin le pide que compruebe, en segundo plano, al fondo, un chico sale corriendo a contárselo a los vecinos del pueblo, que se acercan progresivamente a la cámara una vez reunidos. La credulidad y el sentido colectivo de la comunidad, que serán claves en el resto de la película, se funden en un sólo plano con la esperanza del hallazgo.
En otro momento, el (como siempre) desagradable personaje de Barton McLane (Giorgio) enciende un pitillo sin reparar en que está sentado sobre una caja de dinamita y Dwan enlaza con una explosión en la mina que anuncia el inicio de la búsqueda del preciado metal. Giorgio es incapaz de calcular el efecto de sus movimientos, pero tampoco sabe imponer un criterio y se verá abocado a intentar reconducir continuamente lo que sucede y aprovecharse de lo que pueda. Cuando cree dominar las situaciones es inofensivo pero si no entiende lo que pasa a su alrededor, se convierte en un tipo peligroso.
Cuando Dakin entra en San Gabriel, se le acerca un niño, al que toma en brazos y a continuación mira por una ventana donde el afable doctor Chavez (Thomas Gomez) atiende a una niña junto a su hija Raquel, que se enamorará de Dakin. La acción de mirar por la ventana es tomada desde dentro de la casa, retrocediendo con la cámara y trasladando el punto de vista de Dakin a Chavez. El doctor, erigido en portavoz de la aldea, será desde entonces el soporte “ideológico” del film. La chica por su parte, se traslada de derecha a izquierda sin reparar en que es observada y sin contraplano que lo confirme: es la confianza en ser ella misma su única arma, la verdad desnuda. Es una perfecta escena griffithiana.
Cuando los lugareños creen Dakin es la reencarnación de “The Blue Lady” (un fantasma que se aparece cada cien años y concede una gracia), Dwan encadena cuatro escenas de sanación. En la primera Dakin aparece por una puerta, se sienta y torpemente improvisa, en la segunda, aparece ya terminando su pequeño discurso, en la tercera vemos su sombra sobre la pared de la cama de un niño, al que acaricia la cabeza, en la última sólo el gesto de cansancio de Raquel apoyada en una mesa al final de la larga noche. Montarlas in crescendo hubiese sido un error porque Dakin no cree en lo que hace. Ese descreimiento, por el contrario, refuerza al pueblo, que de otro modo desconfiaría de él, porque curar es algo que agota y se hace penoso. La ciencia y la magia son percibidas del mismo modo.
Todos estos ejemplos y muchos más contribuyen a que no sea posible el deleite del seguimiento de la historia sin reparar en la construcción de la misma. Esta ingeniería (casi alquimia) aprendida en la época silente y de tan difícil aprendizaje podría ser el secreto (enterrado, pero ni siquiera escondido, como el oro de la película) de Allan Dwan.
Angel in exile” forma parte de la “intrahistoria” del cine: películas quizá pequeñas, quizá poco conocidas o incluso maltratadas, pero que habría que perseguir hasta el fin del mundo. Muchas de ellas cuesta años localizarlas, se conservan en mal estado o acaban de rescatarse tras décadas de injusto olvido. Y habrá más esperando ser descubiertas.
Porque desde luego 1948 es el año de las bien conocidas “Germania, anno zero” y “L´amore”, “Red River” y “A song is born”, “Letter from an unknown woman”, “The fountainhead”, “Three godfathers” y “Fort Apache”, “Louisiana story”, “They live by night”, “Good Sam”, “Fighter squadron” y “Silver River”, “Portrait of Jennie”, “Yoru no onnatachi”, “Call Northside 777”, “Yellow sky”, “Oliver Twist”, “The three musketeers”, “Force of evil”, “La terra trema: episodio del mare”, ”The red shoes”, “The boy with green hair”, “Berlin Express”, “Ladri di biciclette”, “The pirate”, “Act of violence”, “Yoidore tenshi”, “L'aigle à deux têtes”, “Sotto il sole di Roma”, “The treasure of the Sierra Madre” y “Key Largo”, “The naked city” o “Macbeth”.
Pero también de “Angel in exile” y de “The inside story”, de la deslumbrante “Hachi no su no kodomotachi”, de la oscura “Moonrise”, de la vibrante “Wake of the Red Witch” (las dos últimas con la inolvidable Gail Russell), de la combativa “Michurin”, de la obra no acreditada de MannHe walked by night”, de la emocionante “Enchantment”, de aquella inteligente “The walls of Jericho”, de la pequeña gran “The Dim Little Island”, de la violenta pero tierna “Fuga in Francia”, de la sobria “Xiao cheng zhi chung”, de la dura “Cry of the city”, de la alucinada “Ruthless”, la desoladora “Senza pietá”, la muy original “Vida en sombras”, la gótica “Corridor of mirrors”, la barroca “Il cavaliere misterioso”…