domingo, 23 de febrero de 2014

POR EL CAMINO DE MÉJICO

Parece bastante contrastado, por diversas fuentes además, que cuando la Columbia llamó a Sam Peckinpah tras el gran éxito de "The wild bunch" para que remontara a su gusto "Major Dundee", éste se negó alegando que no tenía tiempo. 
Venganza servida en plato frío o simple perspectiva sobre el malditismo al que estaba abocado desde que se había dado a conocer a lo grande con "Ride the High Country" en 1962, pero lo cierto es que la que debía haber sido su obra más importante, se había estrenado incompleta por razones bastante incomprensibles.
Cuando mucho más tarde, ya fallecido Peckinpah, "Major Dundee" fue remendada - en algunos aspectos decían "como lo hubiera hecho él", extremo siempre discutible y aquí quizá hasta muy errado atendiendo sin ir más lejos a la nueva banda sonora, tan altisonante y omnipresente como las compuestas para la restauración de algunas películas mudas que ni siquiera llegaron a tener nunca una - afloraron una serie de escenas ni esenciales ni fallidas ni censurables ni imprescindibles. Y parece que había más.
Todo esto tiene ahora un interés muy relativo.
Los "desequilibrios" detectados en el film, aún en la versión más completa vista, son básicamente ejemplos de la bendita inestabilidad que venía transformando al cine inmediatamente anterior por la asimilación acelerada de una serie de cambios. Cambios que son la esencia misma de una época irrepetible.
Había un sitio y un tiempo para todo como cantaba Roger McGuinn.
Filmadas por noveles y por veteranos, en Europa, en USA y en todas partes, situadas en el presente o en el pasado, hacia ese año 1964 arreciaban los signos de que una era había finalizado y estallaba un sentimiento de plenitud, una excitación inigualable.
La política había cambiado, la música había cambiado, los medios de comunicación habían cambiado, el perfil del público que acudía al cine asiduamente había cambiado... hasta Cassius Clay se hacía llamar de otra manera y el mismo Peckinpah poco tenía ya que ver con el guionista de televisión que tímidamente había iniciado su andadura a mitad de los 50.
El lirismo telúrico y primitivo de "Major Dundee", su desencanto y su complejidad, su deuda con algunos westerns y films bélicos (estos últimos historicistas, estratégicos, codificados) no muy populares ("Devil's doorway", "Battleground","The naked and the dead"), no eran precisamente asperezas que más metraje y un nuevo engarce pudieran haber limado o contrapesado, sino el mismo corazón del film, que ya no podía "medirse" sólo en base al clasicismo como la elegíaca "The wild bunch" iba a dejar aún más claro.
Tampoco se debía tener en cuenta sólo ese canon con las nuevas "The naked kiss", "Love with the proper stranger", "The last sunset", "Lilith", "Madigan", "Faces" o "Two for the road" (que fueron mayoritariamente éxitos), aunque todas ellas venían y se fijaban en las grandes obras de sus maestros.
Estos, mientras tanto ("7 women", "The Chapman report", "Red line 7000", "Marnie", "Chimes at midnight", "A Countess from Hong Kong"...) cosechaban fracasos o incómodos silencios.
En "Major Dundee" aparece poco el muy negro sentido del humor de Peckinpah y aún "faltan" los ralentís, la impúdica heterodoxia, los más opuestos tamaños de plano colisionando, el lenguaje con toda su ganga y el resto de elementos que lo categorizarían simplistamente para siempre, pero ya muchos recursos estaban mudando su efecto.
Ahí tenemos esa voz en off procedente de un personaje muy secundario y utilizada a modo de diario, pero dubitativa - buena ironía: casi demilliana -, una opinión irónica y nada estructurada que a veces se refiere a la acción en pasado y otras en presente, perdiendo, a propósito, su utilidad como guía.
También es llamativo cómo la concentración de intensidad emotiva y el sentido moral del film sobre un antihéroe ambiguo que no trata de hacer pasar por defectos, sino utilizar como corazas, la soberbia o la crueldad, le sirve a Peckinpah para hacer por fin natural mostrar la suciedad, el horror o la inutilidad de lo espiritual. Dundee es mucho más testarudo, desconfiable y unidimensional, está más vencido y desentendido de cuanto le rodea - son abundantes los puntos en común con la estructuralmente mucho más rara "The searchers" - que un Ethan Edwards.
Quizá entre "The searchers" y otros dos excelsos Ford con los que "Major Dundee" emparenta, "Two rode together" y "Cheyenne autumn", estén buena parte de sus raíces. Qué cerca parece su tantas veces llamado "caos argumental" de la más pura y libre digresión de la que nacieron tantas ideas y atrevimientos.
Y qué lejos en cambio sus interioridades, cómo se construyen sus personajes, cuánto importa y cómo se conoce el pasado de las dos Historias (del  mundo y del cine) o qué diversa la perspectiva sobre esa Guerra de Secesión de cuyo fin se conmemoraba un siglo por entonces.
¿Y el romance? Relegado a un apéndice, parece un descanso, una necesidad puramente física, provisional y sin grandes planes de futuro.
Cuando se estrenó "Ride the High Country", se citaron como referencias para su cine a dos grandes de una generación intermedia, Budd Boetticher y Nicholas Ray. La intensidad de la amistad entre los protagonistas (Randolph Scott y Joel McCrea), la fuga de Elsa (Mariette Hartley) tras aquella escena a medianoche, el final tras el tiroteo con el recuerdo del encuadre de "Wind across the everglades"...
Aquí, en momentos como el del encuentro al amanecer de Dundee con la viuda Teresa (Senta Berger), formal y hermosamente clásico, se nota una falla.
El diálogo, los movimientos corporales, la brevedad cortante o el antagonismo exacerbado ("he is corrupt but I will save him" dice Dundee del confederado Tyreen... justo antes de besarla) ya muestran un ansia inequívoca por contar las cosas a su manera.

martes, 18 de febrero de 2014

FOTOFOBIA

Su rostro, apenas intuido tras el parabrisas captado en oblicuo de un descapotable y su mano mesando el cabello y acariciando el guante de su amante, el impetuoso Jean, mientras él conduce apaciblemente cerca del borde de un acantilado, son los dos primeros e inquietantes rastros que deja la muy poco fiable Mary.
Antes, en la casa familiar donde vive - se diría que sólo para su trabajo como médico - Jérôme, el hermano de Jean, hemos asistido paralelamente en off a esa pasión, reflejada en un gesto tan cotidiano como el de la comida.
Jean primero llegaba tarde y salía disparado a vestirse y telefonearla sin apenas probar bocado.
Al poco, ya no aparecía mientras se le aguardaba en vano.
Un día se esfumó por completo.
Entonces veremos a Jérôme pasearse arriba y abajo pensando en cómo no pensar y advertiremos los gestos del viejo mayordomo - que lo fue de sus padres, ya fallecidos - pasando del consabido ceremonial de preparar el servicio para quien sólo quizás vendrá, a la pérdida absoluta del sentido de su quehacer cuando ni Jérôme se siente a la mesa.
Las estancias de la casa quedan desiertas, como las de un castillo maldito o como el nublado camposanto donde hemos visto a los hermanos reunidos para rezar en el plano inicial.
"Six et demi, onze" parece en ese arranque entrecortado, sin apenas intertítulos, tan vacía como "Umbracle", tan bella y lúgubre como "Grezí", tan irreal como "Såsom i en spegel".
La "fotogenia del movimiento" como le gustaba a Jean Epstein llamar a la parte que ha resultado más célebre de su trabajo, se impone en esos minutos prodigiosos a la duda y la intriga, al vértigo de la aventura que absorbe a Jean, que parece más excitante precisamente porque apenas la podemos ver.
Exhibe Epstein toda su gama de herramientas y no resulta un tratado sobre el découpage, un objetivo ideal para su cine.
Las sobreimpresiones, los juegos con la luz, con los espejos, la profundidad de campo, los maquillajes o la imaginación para extraer matices del blanco y negro, están dispuestos de manera que redoblan el misterio.
Cuando la película pasa a ocuparse de escenificar las tres historias de amor, consecutivas y hasta superpuestas, que "provoca" Mary - que no parece capaz de querer realmente a nadie mientras lo posea, pero que caerá desmayada en cuanto lo pierda: neurastenia o puro egoísmo - es decir, cuando le da la vuelta a su mecanismo inicial, cada uno de esos recursos bordea en algún momento el peligro de resultar redundante, lento, innecesario incluso, un curioso (d)efecto que arrastran también las primeras películas de uno de los cineastas que se fijaron en el trabajo de Epstein, Jean Grémillon.
De ese cambio de tonalidad, retroalimentado en el último tercio del film por dos objetos (una carta y una cámara fotográfica), surge un interesante precedente de "Blow up" y de algún otro previo Michelangelo Antonioni.
Atractivo porque al mismo tiempo que explica esa futura narrativa de tiempos muertos y pistas encontradas para comprender las ausencias, como un recurso para afrontar el hecho de tener que narrar algo que se ha presentado o concebido como vago, inasible, quizá hasta poco cautivador por sí mismo, porque plantea una cuestión que será fundamental en cuanto llegue el cine sonoro: la dirección de actores y actrices.
Epstein imprime parecida sobreactuación cuando filma primeros planos y cuando filma planos generales (que suelen ser bastante profundos), encontrando sólo un verdadero equilibrio en planos medios, con varios personajes, circunstanciales o de transición.
Si algo es realmente moderno, acorde a cualquier tiempo y aún al nuestro, si algo permanece en cuanto el cine comience a utilizar expresivamente el sonido, será desde luego la continuidad, el dinamismo natural para hacer que los intérpretes no parezcan, sean personas.
Que Epstein se "liberara" de tales ataduras para sus futuras "Chanson d'Armor", "La tempestaire", "L'ors des mers" y compañía, entregadas al mar y los elementos, no significa que no haya ejemplos extraordinarios de hallazgos narrativos, melodramáticos o cómicos, fugaces o sostenidos, pero "poco llamativos" en "Six et demi, onze", así como en "Coeur fidèle", "La glace à trois faces", "Finis terrae", "La belle Nivernaise", "Le lion des mogols", "La chute la Maison Usher" o cualquiera otra de sus mejores películas silentes.

miércoles, 12 de febrero de 2014

EL CORAZÓN

La tendencia a lo onírico y lo fantástico que atraviesa algunas obras de la gran época de la comedia italiana - y que cuenta con especialistas tan infravalorados como Antonio Pietrangeli - solía aparecer a modo de comentario y fue un recurso imaginativo para contar historias en las que el naturalismo consistía en evitar, elevándolas a otro plano, las hipérboles interpretativas y de guión.
Sus raíces y modelos "libres" podrían haber sido los nacidos con la marea surrealista o toda la herencia de la commedia dell'arte, pero quizá cuenten más los puntos de partida y llegada de la Italia fascista: los influyentes films soviéticos y toda la iconografía impulsada por el expresionismo y el cine propagandístico alemán. En todo caso, alguien más italiano que Sordi o un film más italiano que "Il magnifico cornuto", no parecen ni concebibles. 
Más atrevido y directo era el proceder digamos opuesto, el que optaba en escenas claves por poner los pies en la tierra descarnada y súbitamente - para tomar impulso o para provocar un contraste - utilizando ya una memoria propia, la legada por la carestía del neorrealismo.
Se había utilizado mucho en las comedias americanas posteriores a "otra" gran depresión (Wellman, LaCava, McCarey, Cukor, Hawks, Sturges, etc.), algo lógico porque sobre ellas sobrevolaban las mismas "amenazas" de desdichas y problemas que en cualquier drama.  
Nada extraño por tanto pudo tener - menos aún para los que tenían bien presentes en la memoria a Chaplin -, que a "Miracolo a Milano" sucediera "Umberto D" y no debe haber un sólo cineasta italiano activo entre el 45 y el 60 que no "pervirtiera" reiteradamente los postulados que hemos leído a posteriori eran inherentes a una y otra corriente, el neorrealismo y la commedia all'italiana y que sólo sirven para acotar el pasado y no hacerlo un todo inabarcable.
Recordemos los lúcidos finales de "Il sorpasso" o "Una vita difficile" de Risi, cómo eran los momentos más intensos de tantos Bianchi, Zampa o Lattuada, lo que se enriquecían algunos Comencini cuando se oscurecía el tono o cómo reverberaba aún años después todo ello en dignas herederas como "Patrimonio Nacional" de Berlanga, con su circunspecto plano final.
Resulta bastante frustrante constatar que una película que debió ser paradigma de estas últimas y de esta cinematografía bendecida por la efusividad y la agudeza, una de las más brillantes comedias tristes filmadas por Pietro Germi, sea también una de las más olvidadas obras maestras del cine italiano de los 60.
Literalmente debe hacerse memoria o tirar de viejos VHS para recordar cómo era de verdad "L'immorale".
La combinación de pragmatismo, todo lo sui generis que se quiera, y la nostalgia por no poder vivir con normalidad la vida soñada - que es poco menos que un disparate a los ojos de otros personajes y de una mayoría de espectadores -, tan típicos del cine de Germi, distinguen a "L'immorale" entre las comedias contemporáneas con muy similares tramas, actores, localizaciones o esquemas, sólo de vez en cuando tocadas por la fluidez y la hondura que no parecían secreto alguno para él, enemigo de teorías... y del orden.
Poca evolución ni crecimiento caben por esa razón en su cine y cuando muere, apenas ocho años después del estreno de esta película, treinta años desde su debut en plena posguerra, nada parecido a la madurez había llegado aún a sus imágenes.
De hecho, su proyecto inacabado, capitaneado a la postre por Monicelli, "Amici miei", es su jubilosa despedida pero el menos testamentario de los films.
¿Ya en 1966 era tarde para Germi?
La afinidad que desde el principio tuvo su cine con el americano (el thriller, casi anticipatorio de Losey o Ray, "Gioventù perduta", la vidoriana "Il cammino della speranza", los aires de western de "Il brigante di Tacca del Lupo") y aquellos elogios de, entre otros, Billy Wilder a alguno de los primeros films suyos que llegaron precedidos de fama a Estados Unidos a principios de década ("Divorzio all'italiana", "Sedotta e abbandonata"), tal vez distorsionaron unas expectativas que a Germi, estéticamente sin el obligatorio "mundo propio" que fascinaba de los cineastas europeos en USA, le preocuparon poco o nada satisfacer.
Doble ironía del destino. Aún hoy día, recortada en formato y en minutos, la versión vigente y disponible casi exclusivamente de "L'immorale" es la americana, "The climax", y por otro lado, el propio Wilder no tardaría en experimentar en primera persona parecida incomprensión en cuanto se movió un paso de la brillantez ácida que de él se esperaba.
Que "L'immorale" no sea estrictamente o no sea sólo una comedia y tenga más sensatez y emoción que locura y momentos hilarantes, se debe, antes que a una aspiración de perfección, a la seguridad de Germi para resolver sencillamente situaciones con todo tipo de materiales, tal y como prueban sus extraordinariamente precisos dramas "L'uomo di paglia" y "Un maledetto imbroglio" a finales de la década anterior.
En la admirable interpretación de este hombre "afortunado" como se define Ugo Tognazzi (en mi opinión, la mejor de su carrera junto a la que hizo en "In nome del popolo italiano" de Risi) se citan todos los protagonistas posibles del cine de Germi: el seductor, el individualista, el hombre apasionado, el niño grande, el curioso empedernido, el amigo fiel o el tipo que no es nada sin una mujer.
No una, sino tres mujeres y media docena de hijos, que son para él tres familias, sin culpa polígama ni falseamiento de sus sentimientos.
Un infierno, como le dice un cura, ¡que le aconseja divorciarse!

jueves, 6 de febrero de 2014

FAST FORWARD

Nuevo texto para el número 5 de la Revista Détour.
Enlace aquí