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jueves, 4 de diciembre de 2014

VENDER EL CORAZÓN A UN CHATARRERO

El paisaje perezoso con el que se abre "Two rode together" y la primera imagen del porche desde donde el Marshall McCabe (James Stewart) "trabaja" evitando salir del todo a la calle, aunque remitan a varias películas pasadas de John Ford, no parecen querer trasladarnos en el tiempo ni prepararnos para que veamos qué significación social tendrá cada gesto.
Todo parece en presente. Unas viñetas.
Las mismas animosas notas del gran George Duning que suenan desde los títulos de crédito anuncian un tono de comedia, muy diverso del retrato de alguien del que muy pronto sabremos que fue el azote de pistoleros o jugadores y que ha sabido rentabilizar su fama convirtiéndose en un vividor... de rentas ajenas.
Alguien que encara una vejez dimitida de compromisos, alguien desde luego sin la menor idea de que se convertirá en el más reticente "enviado" de su cine y la antítesis misma de la heroína total con que clausurará su cine no mucho después, la Doctora Cartwright de "7 women".
Cuánta diversidad. Nadie ha barajado tanto las cartas de la aventura como (el viejo) Ford.
Desapareciendo el sentido de comunidad (lo que vemos del pueblo son dos calles, un monaguillo, un mexicano adormilado y una pandilla de borrachos) y no habiendo por tanto necesidad de devolver equilibrio alguno a los habitantes y sus problemas, Ford sólo necesita la excusa del interés en atrapar a McCabe (no muy claro, quizá vanidad suya) por parte de la muy antipática dueña del saloon (de rimbombante nombre, Belle Aragon, tan o más interesada en el dinero que él y el típico personaje que se cree una de las cosas que gustaban menos a Ford, un experto, y de hecho la "premia" finalmente emparejándola con un palurdo) para darle una patada en el culo que lo saque de ese agujero y salga en busca de algo que no sabe que necesita.
El futuro infinito y hasta la leyenda resplandeciente - enunciada como quijotesca, pero tan plausible - que esperaba a algunos sus protagonistas de antes de la guerra conforme nos despedíamos de ellos (Lincoln, Tom Joad, Huw Morgan, Priscilla Williams, Gilbert y Lana Martin...), se había ido convirtiendo poco a poco en un horizonte nada querido conforme se sucedían sus películas y llegando hasta el punto límite que representaron "The searchers" y "The wings of eagles", donde se consolidó con todas sus consecuencias su héroe obsesivo, un hombre que es la culminación de tantos otros anteriores nobles y a veces despreciables, mezquinos y sin embargo abnegados, un hombre al que nadie podría haber entendido y con el que nadie se hubiera conmovido si no hubiese sido suyo.
McCabe será de nuevo uno de aquellos, tendrá una última oportunidad.
Y, doble apuesta en contra de las expectativas crepusculares, queda meridianamente claro desde el principio que no será en el ejército, ninguna "segunda familia" como otras veces, sino un trabajo de la peor clase: sucio, aburrido, peligroso (se habla y se representa a los indios en los términos más crudos y duros de su cine, como si todos fueran aquellos fantasmas resentidos del deslumbrante arranque tourneriano de "The searchers" y no en vano es el mismo actor, que era alemán, que interpretó entonces al temible Scar, el que aquí incorpora al mucho más civilizado Quanah Parker), poco lucrativo, para gente de pocas luces y encima vitalicio.
Un trabajo no sólo para el tragaldabas Sargento Posey (Andy Devine), también "adecuado" para su amigo Jim Gary (Richard Widmark), con el que McCabe guarda una distancia que Ford mira con curiosidad, atento a ver cómo y cuándo le va a hacer tragarse unos cuantos principios que McCabe lleva a gala para creerse "superior".
La famosa escena de la conversación junto al río de ambos, nada parecido a un clímax y más llamativa si se contempla aisladamente que dentro del transcurso del film (está muy al principio, sustituye a un trayecto y funciona para que McCabe "se explique", un recurso muy típico de los musicales), abunda en esa impresión y sirve brillantemente para dibujar las relaciones que tendrán ambos al final del film con las dos mujeres que conocerán.
Para McCabe las mujeres se convertirán en el mayor inconveniente como se le ocurra aparecer al amor, un enemigo ajeno y, cree, pequeño; para Gary será lo que lleva esperando siempre y nunca encontró en otras, para las que siempre fue un militar sin notoriedad.
Más reveladora para el devenir del film es otra conversación, la que mantiene McCabe con el muy ocupado hombre de negocios Wringle (Willis Bouchey), que le quiere hacer partícipe de un tejemaneje para devolverle a su mujer el hijo que le robaron, para el que le sirve cualquier comanche que pueda traerle.
Ningún James Stewart anterior, ni siquiera los más insondables con Mann o Hitchcock, había mirado como lo hace McCabe a Wringle, con tanto desprecio como al mismo tiempo dándose cuenta de que lo que tiene delante es un espejo de sí mismo, de su codicia, su cobardía y su soledad, que no se morirán ahogadas en whiskey.
Esa escena antológica tendrá la más hermosa posible de las redenciones en otra en la que, también sin una palabra ni un subrayado, McCabe vuelva a la habitación y bese por sorpresa a la mestiza (dos veces, mexicana e india) Elena (Linda Cristal), que es, en cierto modo, la última parte de sí mismo que le quedaba por derrotar.

domingo, 22 de noviembre de 2009

¿UN NUEVO WAGON MASTER?

La reciente reedición en DVD lanzada en USA por Warner de “Wagon master” ha reactivado el interés por una de las películas menos consideradas y desde hace años parece que menos vistas de la monumental filmografía de John Ford.
Me han hecho ir hasta Oxford y Cambridge a dar conferencias sobre la película. A los ingleses les encanta. Imagínate a mí dando una conferencia” declaraba el maestro en su línea habitual de casi mofarse de su propio prestigio y de cómo interpretaban su obra los críticos de cine.
Dejando si es posible aparte el hecho de que no estamos hablando de un reestreno en pantalla grande y eso casi reduce a la nada el debate, es cierto que “Wagon master” luce ahora más bonita que nunca. Con una soberbia fotografía de Bert Glennon, las escenas de paso de carrozas, los ríos, el polvo y el sol, los detalles en claroscuro donde asoma como siempre, con fuerza, el expresionismo fordiano, las baterías de primeros planos, etc. han ganado en belleza y expresividad. Y las canciones suenan a gloria.
Pero sigue siendo exactamente la misma película. La nueva copia no restituye el formato original (1:37) pues las copias en circulación ya lo presentaban correcto ni contiene material no editado (dura los 86 minutos de toda la vida), con lo que los ditirámbicos comentarios vertidos recientemente (en diversos medios americanos, David Hare, Richard T. Jameson, Dave Kehr, Joseph McBride, Jean Pierre Coursodon… algunos aludiendo, no tengo por qué dudarlo, a que llevan años diciéndolos) sobre ella, me parece que responden a un (re)descubrimiento por parte de muchos, cuando no a una reconsideración general de la obra del de Maine y ya hasta se atreven a considerarla en una suerte de liberación de un (inexplicable para mí) “guilty pleasure” nada menos que como ¡la mejor película de Ford!
Para mí no lo es. Ni tampoco su mejor western. Ni siquiera su mejor película de 1950 (sigo prefiriendo la todavía me parece que más subvalorada “Rio Grande”) ni probablemente sea mejor que el resto de integrantes de ese grupo de films que el maestro hizo con más libertad y gusto que de costumbre (no mejor para mí desde luego que “The last hurrah” y “The sun shines bright” y se podría discutir si se compara con “Steamboat round the bend”, “Judge Priest” y otras).
Lo que sí es “Wagon master”, y lo fue siempre, es una de las muchas obras maestras de Ford y (a pesar de considerar inapropiado el término “avant garde” que le intentó colgar Lindsay Anderson, no porque considere a Ford clásico y nada más, sino porque el matiz experimental creo que no corresponde con las intenciones ni con el resultado del film) una de las pruebas más claras de cómo funcionaba la maquinaria fordiana cuando los productores le dejaban hacer lo que le venía en gana (el argumento es suyo) y se acordaba de los viejos tiempos cuando el cine era otra cosa, un oficio, sin esa preocupación primordial sobre cómo llenar todas las butacas de la platea. De hecho, los dos detalles más sorprendentes a primera vista del film, su apertura antes de los créditos y el sádico Uncle Shiloh que incorpora Charles Kemper, remiten seguramente más a sus westerns mudos antes que anticipan a Mann o Peckinpah.
En aquellas declaraciones mencionadas antes puede estar ya una de las claves de “Wagon master”: es puro “understatement“ fordiano, como decía Hitchcock a propósito de “The trouble with Harry”, y eso los ingleses lo captan mejor que nadie: ese humor irónico y surrealista, esa mirada privada y socarrona a su propia obra, ese ritmo despreocupado. Tienen en común ambas películas muchas cosas por cierto. Las dos se cuentan entre las preferidas por sus autores, no tienen estrellas, son relajadas y anecdóticas y fueron tomados erróneamente por divertimentos o caprichos entre grandes proyectos.
Me sorprende que de repente se haya caído en la cuenta de que John Ford es un revolucionario y además que haya pasado precisamente con un film que se mueve en el terreno que más tradicionalmente se ha asociado a su nombre. Yo no veo en “Wagon master” ni una sola novedad en el cine de Ford, ni en tono ni en estructura ni en punto de vista ni en nada, o mejor dicho: yo no veo más que la exuberante, originalísima e intransferible forma de hacer cine de un director que sigue siendo el mejor y más completo artista que ha dado este arte.
Que se vayan revalorizando sus obras con el tiempo sin caer en el juego de la balanza que tanto se ha utilizado para dar su justo sitio primero a sus obras tardías y luego a las intermedias me parece bien, pero estas “campañas” no acabo de entenderlas muy bien.
Wagon master” es puro Ford y al mismo tiempo un Ford que parece gustar especialmente (y a las pruebas me remito: el libro “About John Ford” de Anderson, las listas de favoritos y algunos artículos de los antes reseñados) a los que sospecho que molestan o aburren o incluso toman por caprichosas, algunas de las cosas que han quedado indeleblemente asociadas al nombre de John Ford o de otra manera no entiendo, admito que por probable miopía por mi parte, sus preferencias.
No hay héroes complejos (ni siquiera un protagonista, pues se reparte entre el discreto Ben Johnson y el siempre “straight edge” Ward Bond) no hay nostalgias de la vieja Eire, no hay resonancias del pasado (una sola escena, maravillosa, cuando Joanne Dru se aleja de Ben Johnson, no sin dudarlo, porque recuerda de repente qué le llevó a ser actriz de carromato y no vivir la vida que se le suponía; por lo demás el film está suspendido en el momento presente, nada parece realmente trascendente), ni hay “gestos patrióticos” (ni siquiera hay nación, es un territorio en buena medida aún virgen y la referencia bíblica a la "tierra prometida" enlaza el film con el poco epatante a estas alturas cine de Demille), ni - y es más grave porque pocos directores han sabido desarrollarlas tan bien sin resultar pedantes y grandilocuentes - política y épica.
Hay autores que, quitando todo lo "superfluo" - y considerando que para llegar a saber qué es exactamente prescindible, no querido o impuesto, deberíamos tener la suficiente certeza sobre sus íntimos pensamientos cinematográficos - cobran una dimensión mayor: fijándonos en sus obras más desdramatizadas, o en las que se pueda reducir a lo básico la injerencia de productores y actores, obviando bandas sonoras "superpuestas", depurando argumentos complacientes con la audiencia, buscando en suma una personalidad definida, un rigor.
John Ford no es uno de esos directores. La máxima expresión de su cine es emocional, poliédrica, divertida, humanista, expansiva... ¿por qué debemos pensar que reduciendo a simples líneas de fuerza su cine resulta más penetrante y moderno? ¿debenos privarnos de disfrutar todo lo que supo o quiso desarrollar porque así aguanta mejor el paso de las modas?
Yo, será por fidelidad (que quiero pensar que no tiene nada que ver con el inmovilismo), no me canso de ninguna de las facetas de John Ford ni me parecen "superadas" ninguna de sus grandes películas y que conste que nunca he vestido un uniforme militar, no tengo parientes en Cork, no duermo con un misal bajo la almohada y no sé una palabra de navajo.
Creo por todo ello que “Wagon master” no es ninguna cumbre en la obra de John Ford, donde hay un buen número de películas mucho más amplias, emocionantes, hondas, arriesgadas, originales, hermosas… y rotunda y completamente fordianas, con todo lo que eso supone y que concordarán mucho o poco con nuestras ideas, nuestra ética y nuestra moral (que nunca son “nuestras” y sí una mezcla de herencia y experiencias propias), pero que él transmitió con un insuperado (y desarmante) talento.

viernes, 19 de diciembre de 2008

LA VIDA Y NADA MÁS



A pesar de que hacía ya once años desde que la escritora Fumiko Hayashi había muerto, en 1962 Mikio Naruse aún conserva su firma en los títulos de crédito de "Horoki (Crónica de una trotamundos)" como guionista del film.


Es "Horoki" la biografía cinematográfica menos convencional que haya podido rodarse junto a "The wings of eagles" de John Ford sobre Frank "Spig" Wead.


Tanto Ford como Naruse conocieron y tuvieron gran amistad con los dos protagonistas y el lapso de 10 años que en ambos casos transcurre desde su muerte hasta que decidieron rememorar su figura, les dio una perspectiva que les permitió contemplar su vida con una amplitud de miras que no excluye la crítica (ni son hagiográficas, ni maniqueas) pero que sobre todo les permitió incardinar de alguna manera todo lo que con ellos compartieron en un discurso cinematográfico adecuado a la edad y las circunstancias de sus carreras en aquellos momentos.


Las novelas de Spig y de Fumiko les proporcionaron a Ford y Naruse material para rodar algunas de sus mejores películas ("They were expendable", "Ukigumo", "Meshi" e "Inazuma" entre otras, nada menos) y qué mejor forma de agradecerles esos maravillosos guiones que contando cómo fueron y encima regalándonos dos de las obras máximas de su carrera.


Tanto el Ford de 1957 como el Naruse de 1962 están enfilando ya la parte final de su obra, enlazando obras cenitales que recogen toda la sabiduría acumulada durante una vida dedicada al cine y también nuevos elementos que prueban que estaban más vivos que nunca, que no habían perdido la capacidad por hacer cosas nuevas.


Algo en "Horoki" la hace inevitablemente contemporánea de "The hustler", de "The apartment", de "Beloved infidel", de "Strangers when we meet", de "The man who shot Liberty Valance" incluso de Godard, Rouch y Rozier y de todas las obras agridulces que abrieron la década que apagará la llama del cine clásico, tan vivo y vigente que nunca parecía que fuese a morir.


Quizá sea que hablan de algo que ya no existía o que nunca más podría volver a existir; en unos casos una forma de ver la vida, en otros unos valores: los últimos románticos, los últimos gangsters, los últimos hombres de una pieza, la última mirada a los que viveron sin calcular las consecuencias de sus acciones, a los apasionados sin representante.


Ni Fumiko Hayashi ni Spig fueron lo que hoy entendemos por triunfadores.


Fumiko pasó muchas penurias, malvivió, pasó hambre, estuvo en la cárcel, murió joven (48 años) y tuvo que luchar mucho para que alguien reconociese su talento (una facultad, la de escribir, que le brotaba a borbotones como una cascada imparable pero que nunca se planteó como algo parecido a un modo de ganarse la vida).


Spig Wead casi quedó paralítico y sacrificó su vida privada por una idea y una pasión, dejando de lado a una mujer que lo quiso mucho más de lo que probablemente merecía.


Naruse y Ford los admiran y consiguen que los admiremos sin que necesitemos leer su obra, por lo que fueron sin tener en cuenta su legado. Naruse ni siquiera menciona en su película que Fumiko tuvo el menor contacto con el cine ni por supuesto con él. Ford, como siempre hacía, reparte el cariño que tenía por su personaje, que era su amigo, entre todos los personajes de la película; todos lo querían y seguramente todos tenían algo malo que decir de él.


Y sobre todo lo más importante es que por muy poco que nos importen la marina de los Estados Unidos y las revistas de poetas japoneses de entreguerras, salimos de las proyecciones de estas películas reconciliados con el mundo y hasta puede que menos cínicos y más sensatos.