domingo, 2 de septiembre de 2012

UNA CATÁSTROFE

La última obra terminada por Orson Welles, seis años antes de morir y cinco después de haber podido sacar adelante su último largometraje, "F for fake", ha tenido siempre un considerable menor protagonismo que varias que dejó durante esos últimos años de su vida pendientes, esbozadas o irresueltas.
"Filming Othello" es además, con lógica apriorística, siempre emparejada con la película de la que se nutre y a la que vuelve, lógicamente "Othello" (1952, su primera tentativa personal y también la primera de una larga serie de culminaciones milagrosas de casualidades y contratiempos; además apátrida) pero de la que fundamentalmente se sirve en perspectiva para practicar sus dos ejercicios favoritos: hablar y hablar de él mismo.
De otros se sabe todo por sus películas, todo lo necesario e interesante mejor dicho, pero, más allá de sus condiciones laborales, de un irredento storyteller como Welles, no.
Quién sabe qué habría ahora impresionado en las bobinas que llevan su nombre si en algún momento hacia principios de los años 50, cuando se quebró definitivamente su sueño "oficial", hubiese plegado velas desde la narrativa y decidido volcarse en documentar sus procesos, sus amigos, sus filias.
"Filming Othello" puede dar una idea quizá un tanto distorsionada de ello.
Para alguien con tanta preocupación desde el principio de su carrera con el paso (y los estragos) del tiempo, atraído poderosamente por la descomposición, la muerte y el olvido, en 1978 ya habían pasado muchos años, muchas cosas, varias mujeres, un sinfín de viajes y la tanda completa de ilustres "fracasos" que adornan la parte que de cualquier modo algunos preferimos de su filmografía - mucho antes que su producción de los años 40 -  para tomar lo aquí expuesto como una muestra de lo que pudo haber sido su cine.
Como es tan distinto ponerse en el lugar de los mayores, tratar de ver las cosas desde su punto de vista, que efectivamente serlo, sentir ya en la memoria el vértigo del tiempo, una parte siginificativa del cine de Welles, que no "nació viejo" precisamente como decían de Ford, llega "demasiado pronto" y en cierto modo se resiente de su proverbial tendencia a lo caudaloso.  
Apenas administró su sensibilidad, que era grande y discreta, como varios inconmensurables pasajes, ocultos casi, de sus primeras películas dejaban claro; el ímpetu de su expresividad le solía llevar muchas veces a pasar de largo ante los mayores hallazgos por haberse ocupado de subrayar los que más impresión pudieran causar.
Con el giro sentimental dado a sus personajes habituales - seguros de sí mismo, fuesen marionetas o manipuladores, rápidos acaparando esbirros como extensión de su carácter, cínicos o irónicos -, apuntado en "Mr Arkadin", gestado en "Touch of evil" y "The trial" (mal entendido su Albert Hastler, al que habría que valorar considerando ese ambiente insano) y definitivamente confirmado en "Campanadas a medianoche" aparece, con un cambio físico además bastante irreversible y que se sepa sin haber pactado con el diablo como Robert Johnson o Fausto (pero a medio camino de ambos: con renovados talentos y buena disposición para vivir a su manera, harto de una batalla que no podía ganar), este Welles que muere, otra vez, como siempre, pero esta vez para siempre, entre los fotogramas de "Filming Othello".
Modesto, respetuoso y entrañable pero igual de apasionado y divertido que con veinticinco años, delante de un aparato rudimentario y mágico de repensamiento como es la moviola, que dice es un instrumento musical y poco menos que presentándose más como reparador de ritmos y cadencias que como cineasta - dando por buena la "tara" que le acompañó desde siempre: ser un gran encubridor en la sala de montaje de su indecisión y desorden en el estudio o a campo abierto, extremo desmentido en no menos ocasiones de las que parece confirmarse -, su emblemática voz y su rotunda figura, la encarnación misma de una leyenda, provoca que fluya la más íntima de las comunicaciones simplemente oyéndolo recordar, elucubrar y fantasear sobre sus pasos.
Se entiende mejor después de escuchar sus palabras (y las de Hilton Edwards y Micheál Mac Liammóir) ese oblicuo "Othello", que igual debió llamar "Iago", donde trató de buscar el sentido de los acontecimientos mirándolos como los veía ese siniestro, innoble consejero, haciendo parecer que los personajes quedan aprisionados bajo bóvedas, atraviesan corredores que los apremian a ir a toda velocidad o se detienen súbitamente ante paredes y murallas desafiantes, espacios todos ellos inmóviles e inanimados como es lógico, convertidos en espejos que multiplican sus ojos y sus manos, proveyendo además las justificaciones (que no eran necesarias porque no era nueva) en relación a su afición a los prismas.
Como conseguiría reduciendo y eliminando, atreviéndose a ser distinto, Cottafavi en esa etapa televisiva desgraciamente tan poco al alcance de todos, Welles abandonó poco a poco en esos decisivos años 60 y aún partiendo de la antitética "The trial", inesperadamente considerando su tendencia a fijarse en los individualismos, su prurito centrípeto como creador y al mismo tiempo los puntos de vista de los personajes que más le atraían, que eran siempre los inmersos en conflictos creados o agrandados por ellos mismos y su empecinamiento en quebrar reglas y lógicas, para acabar empleándose a su manera en la búsqueda de esa meta tan clásica (que nunca ocultó admiraba) tan compleja e igualmente arriesgada, sencilla para unos cuantos gigantes - pero con la que la gran mayoría no supieron decir ni hacer nada -: el equilibrio.
Postreramente, ese Welles, condenado al casi miniaturismo de "The immortal story" y a las tentativas más o menos avanzadas o perfiladas de "The merchant of Venice", "The deep", "Don Quixote" o "The other side of the wind" que pudieron afirmar o desmentir la senda emprendida y que no sabremos cuánto asimilaron de Antonioni, Warhol, Losey, Kubrick, Peckinpah, Tarkovskíi, los nuevos jóvenes americanos y los casi viejos franceses, aprovecha la oportunidad que le ofrece la TV alemana para reflexionar sobre su pasado y termina como de costumbre dándole la vuelta al encargo, remontando escenas completas que dialogan con sus pensamientos (incluida en off, la escena final, de una emoción indescriptible) y permitiéndose el capricho de registrar una fascinante discusión con sus viejos amigos del Gate Theatre sobre la condición humana.
Parece en esas confesiones a media luz el cineasta, el hombre, más solitario de este mundo, el que eligió un camino que no le devolvió cuando más lo necesitaba (ciertamente no al principio de su carrera) ni una mínima parte del sincero entusiasmo invertido en él. 
Se cierra entonces el círculo y puede regresar a los años juveniles en que la máxima fantasía para canalizar cuanto bullía por su cabeza era colmada por la escena: "ser otro" e impresionar al público, o sea, desplazar con admirada elegancia la capacidad cúbica de aire equivalente al volumen de tu cuerpo al entrar en una habitación.