lunes, 7 de agosto de 2023

UNA HORA DE OSCURIDAD ANTES DEL AMANECER

La ejemplar nueva obra de Ken Burns no va a servir para nada. 

Sería absurdo pretender que fuese precisamente eso, un ejemplo, que pasara a formar parte de las materias de estudio en colegios o facultades. A nada parecido puede aspirar el cine, aunque su difusión sea la mayor posible; debe ser por el medio, porque cualquier estudio publicado en los canales adecuados, en revistas prestigiosas o por fundaciones influyentes por ejemplo, parece y por tanto es más creíble que el más concienzudo de los documentales. Es la maldición eterna de las imágenes en movimiento, multiplicada en la era digital y es solo el principio; la fotografía, más antigua y primaria, le lleva ventaja: siempre he encontrado revelador que cuando se reconstruye un film mudo incompleto con instantáneas de rodaje o de pruebas de vestuario, su poder de evocación, en definitiva la verdad que desprenden, sea tan grande o mayor que la de las bobinas supervivientes.

Un poco menos descabellado es esperar que esta película, "The US and the holocaust" (2022) generara algo de debate y que incluso evitara el destino al que parece abocada, el de viajar un tiempo por algunos canales de televisión o internet dedicados a la Historia donde será vista - y poco discutida - por los habituales consumidores de este material para luego quedar confinada definitivamente a las atestadas estanterías de testimonios a vueltas con la mayor catástrofe del siglo XX.

Perdidas de antemano esas batallas, asumida la desidia hacia todo lo que no se publicita como importante - y la celeridad con que lo que sí tiene tal vitola, es sustituido por lo siguiente que interesa vender -, solo queda dar a ver, ahora y en el futuro, esta obra verdaderamente monumental y mirar a otras cuestiones, no menores, pero sí un poco menos frustrantes y sobre las que se puede hablar sin tener en cuenta la actualidad del cine y del mundo, como por ejemplo invitar a pensar en cuántas películas contiene "The US and the holocaust" y qué le otorga tal profundidad. 

Mientras algunos cineastas, incluso buenos, se repiten sin pudor alguno o injertan - a veces, con años de silencio - algunas nuevas ideas a las pocas o muchas certezas que ya habían crecido en su obra, Ken Burns filma sin descanso complejos y prolijos films, batiendo terrenos de toda clase, cambiando de país y de siglo como si fuese lo más natural, pasando de la música a la política y de ahí al deporte, la literatura o la sociología, generando un caudal de ideas y sugerencias tan audaces como razonadas, con una seguridad que cuesta calificar como apelable y que debe abrumar hasta al más ferviente de sus seguidores, por cierto invisibles. Su actividad en estos últimos años es tan fecunda que para seguir el ritmo de sus trabajos, últimamente firmados junto a Lynn Novick y aquí también por Sarah Botstein, hay que ver cada año miniseries de hasta ocho episodios y cuantiosas horas de metraje tan serias y amenas como cualquier película de su clase debiera aspirar a ser.

Decía películas dentro de esta película porque pocas veces un film contemporáneo no amaga o deja indicados, sino que abre y cierra docenas de secuencias que podrían haberse desgajado autónomamente y convertirse, por completo, en otras obras. Que lo consiga un documental que no inventa o modifica nada de lo que encuentra, uno que trata sobre un tema tan visitado y hasta agotado como el del genocidio de los judíos y que además sea un americano mirando donde más duele, a las conexiones de su país con el desastre, a menudo ocultadas o directamente falseadas, es una hazaña. 

Un puñado de personajes recorren las casi siete horas de metraje de "The US and the holocaust", minuciosas e inquietantes se miren por donde se miren. Con cada uno de ellos, que van apareciendo y desapareciendo conforme los acontecimientos invitan a ello, surge la tentadora idea de no perderlos de vista, de saber más de ellos, de acompañarlos más trecho, el objetivo de toda exposición narrativa. Los anónimos son tan interesantes o más que los conocidos (Anna Frank y su familia, sobre todo) y conforman un reparto que pronto se vuelve familiar: el pobre emigrante que no pudo llevar a su familia a América por mucho que lo intentó, el burócrata, uno de tantos desconocidos Schindler, que puso a salvo sin decir palabra a cientos de personas, la mujer que no murió en un campo de exterminio por pura casualidad, todos tan reales, tan dolorosamente imborrables... como los actores y actrices de "Paisà" o "Wohin und zurück".

Política, sociológica y humanamente, aterra pensar que absolutamente ninguna gran conclusión de esperanza y progreso puede extraerse, desde el punto de vista norteamericano, de lo que ocurrió y de la espiral descendiente que llega a nuestros días. 

En cambio sí varias de las más descorazonadoras: que ningún país quiere a los inmigrantes ni a los exiliados ni a los desheredados salvo que cumplan la función que se les reserva cuando y como se les indique, que cuando vienen tan mal dadas, hasta desde tan lejos, ayudar es un gran riesgo y no mirar ni saber un cómodo instinto y que en una tragedia de dimensiones tan gigantescas resultaron masivamente increíbles las mayores pruebas recabables pero hubo menos rechazo que escepticismo  respecto a las proclamas para exaltar a las masas y los lemas de dominación del mundo y superioridad de raza conforme invadían países y se encontraban con más y más judíos a los que expulsar primero y simplemente exterminar después, quizá hasta más atracción que indiferencia ante toda la sarta de manipulaciones, malinterpretaciones, las partes tomadas por el todo y los sofismas que elaboraron Hitler y compañía a partir de Schopenhauer, Fichte, von Bismarck, Hegel y hasta Lutero.

Burns y compañía rebuscan hasta la última imagen y la última palabra que dibuje a Estados Unidos, liberador oficial del yugo nacionalsocialista a los europeos, como lo que fue, un país tan ambiguo como tantos con los judíos y con muchas e influyentes voces internas tan convencidamente antisemitas, xenófobas y racistas como los que más. Impresionan los desfiles del KKK en la Avenida de Pensilvania o las esvásticas ondeando en el MSG lleno hasta la bandera, pero son solo la punta del iceberg de una larga tradición de mezquindad institucional y de trampantojos diplomáticos para no hacer patente el fariseísmo y el desconocimiento por lo que sucede fuera de sus fronteras.  

En los perturbadores diez minutos finales, lejos de cerrar brindando una salve por la asimilación histórica que resplandecerá con las nuevas generaciones, Burns mira de frente al monstruo, ese que ni con una bala de plata nadie pudo nunca matar, el del olvido y la ignorancia, ese que volverá a emerger indemne en la próxima catástrofe.