jueves, 24 de febrero de 2022

PECADOS PER CÁPITA

Algunas menciones en festivales periféricos y un par de encuestas estrictamente populares sobre las mejores películas egipcias de la historia - sin el concurso de "creadores de opinión", con lo que su eco fue igual a cero - en las que fueron aupadas un puñado de sus obras, son el exiguo rastro dejado por Mohamed Khan, italo-indio de nacimiento y fallecido en 2016, con pena y con gloria, pero solo en su país de adopción; ya se sabe, esa agridulce suerte postrera de la mayoría de maestros del segundo, tercer y siguientes mundos.
"Zawgat ragoul mohem" de 1987 me parece, visto todo lo suyo localizable y subtitulado, aunque en copias a menudo deficientes (pases televisivos o transfers de vhs), quizá su segunda mejor película.
Del inasible melodrama "Awdat mowatin" de 1986, tan distinto de "Zawgat...", calmado, íntimo, sutil, la crónica de un mundo que se desmorona y otro que nace, del film que debería presidir este texto, solo sabría escribir una lista de balbucientes elogios.
Se trata en todo caso de oportunidades - debe haber más en la parte no disponible para los que no entendemos árabe, estoy convencido - para tratar de acabar de una vez por todas con la ignorancia (la mía, hasta hace muy poco) en torno a este gran cineasta.
No sé si el dato puede llamar ya la atención de nadie, pero una buena pista para fijarse en el cine de Mohamed Khan proviene no de leyenda alguna, sino de sus propias palabras y sirven para constatar que debe tratarse del más singular discípulo de Michelangelo Antonioni que jamás haya habido.
Efectivamente, fue durante una proyección de "L'avventura" donde le fueron reveladas las claves que iban a marcar su trabajo, como a tantos aspirantes a directores de su tiempo - su primeros cortos datan de principios de los años sesenta - impresionados con las pivotales obras del de Ferrara.
La particularidad en su caso es que en nada se parece su cine al de su maestro se mire por donde se mire, ni plástica, ni rítmica, ni temáticamente, lo cual no significa que, en aras de aplicar lo que le entusiasmó en un contexto tan diverso, debía renunciar a la modernidad, que siempre, en todas las épocas, ha consistido, no en encajar en modas sino en una actitud más alta, siempre la misma: hacerse preguntas, replantearse todo si es necesario, y no dar por bueno absolutamente nada de lo recibido.
Enriquecer la puesta en escena, volver a pensarla antes de filmar lo escrito y de nuevo al engarzarla en la continuidad de cada película, sin miedo a que cristalicen bloques autónomos que la lleven a la frontera misma de las obras no narrativas. La ilusión superior, no la imperceptible para el ojo del paso de fotogramas, la que opera entre planos y secuencias, también puede ser una pintura, como dijo Godard de Rossellini.
Son incontables y a menudo sorprendentes las ideas que "Zawgat ragoul mohem" atesora.
Hace falta tener buena memoria para elegir los mejores insertos y para recordar tantos grandes primeros planos - especialmente de manos, con uno inolvidable en el antefinal -, rememorar las posiciones de la cámara al fondo de pasillos o de manera que quede dividida la pantalla para acentuar respectivamente el aislamiento o el antagonismo de comportamientos, fijarse en el uso de la música (y el recuerdo y la presencia y la muerte) del mítico cantante melódico Abdel Halim y sobre todo cómo es capaz Khan de desplegar semejante galería de recursos en un film que encaramado como está a acontecimientos históricos, estaba abocado a la pereza de elipsis decorativas con tema trascendente al fondo.
Pero por encima de todo "Zawgat ragoul mohem" reserva un esfuerzo especial para acercarse al crudo, uno más de los suyos, retrato de una mujer, Mona, interpretada por la maravillosa actriz Mervat Amin, sometida por un repugnante arribista del que no podrá zafarse como hizo la arrojada Nawal (otra fenomenal actriz, Souad Hosni) pero a costa de acompañar a su exmarido al infierno en la descollante "Maowid ala ashaa" de 1981.
Cuántas mujeres de esa generación, de todas las generaciones que vinieron antes y por desgracia de casi todas las que han venido después, vista la deriva de los países árabes en las últimas décadas, se verán reflejadas en Mona y Nawal.
Las lágrimas adolescentes de Mona en el arranque de "Zawgat..." no tardarán en secarse y su sensibilidad quedará arrasada. El sentido del deber - doble además, no solo conyugal, también el que debe guardar al maquiavélico servicio que su marido presta al Estado - y la inexperiencia afectiva, le dejarán todas las salidas tapiadas y solo quedará seguir y seguir hasta perder toda la dignidad, engañada, utilizada, maltratada, muerta en vida, convertida en, literalmente, una zombie que come carne cruda, como vemos en un plano extraordinario en un restaurante donde el matrimonio se esfuma buñuelianamente mientras el camarero retira los cubiertos. 
Tal vez nunca estuvieron allí.

jueves, 10 de febrero de 2022

MALTRECHOS, NADIE VIENE

Si ya es difícil conocer a casi cualquier cineasta japonés debido a la proverbial falta de copias y subtítulos que afecta a todas las épocas de su historia, más lo es si cabe cuando la porción de obra accesible de cualquiera de ellos depara una sorpresa tras otra. 
Hay tan pocos casos de variaciones y repeticiones en torno a unos temas muy concretos - ni siquiera Ozu Yasujirô, salvo que se considere solo su última etapa -, tan pocos como en cualquier otro país, que de casi nada sirve por tanto una prospección parcial.
Abundan los que, a pesar de intereses recurrentes y una resistencia a abandonar determinada estética y métodos de trabajo, perteneciesen o no a su tiempo, pareciera que se trata de varios directores los que firmasen bajo un mismo nombre. Y todos muy interesantes. 
Nagasaki Shunichi, no desde luego uno de los más conocidos fuera de sus fronteras, podría ser un buen ejemplo del viaje que espera si se quieren conocer muchas de las incontables aventuras que atraviesan esta singular e inagotable cinematografía repleta como ninguna otra de autores imprevisibles, distintos a los de cualquier latitud, asimiladores asombrosamente eficaces de influencias externas e inadaptables, irreproducibles cualquiera de sus hallazgos en el sentido inverso.
Como siempre ocurre, poco puede esperar encontrarse en su cine si se empieza por el sitio equivocado, por "Kuro-obi" de 2007 por ejemplo (con sus tópicos sobre artes marciales) o por la comedia romántica "Romansu" de 1996 o incluso por la fantasía punk "Rock yo shizukani nagareyo", que en nada se parecen, salvo en que seguramente desalentarán a demasiados a seguir investigando su obra.
Sí es muy interesante y casi siempre preferible, empezar por el principio y buscar su película "prohibida", "Yami utsu shinzô" (1982), rodada en super 8 y célebre no por otra razón sino debido a la persecución sufrida por las esporádicas proyecciones del film, una caza tan exitosa que logró que la pudieran ver muy pocos espectadores y tan fallida que propició que cobrara una fama underground de larga estela. No me parece insignificante o un mal asidero para conocer al Nagasaki joven, sin comodidades, pero realmente cuesta volver sobre esta negrísima, brutal enclaustracion de una pareja que había asesinado a su hijo recién nacido, escenificada en episodios trufados de sexo y violencia. 
No es desde luego el caso del propio Nagasaki, porque en 2005 rodó, usando de nuevo el mismo título ("Corazón, latiendo en la penumbra" traducido), una insólita mezcla de secuela y reflexión sobre sus imágenes que tenía mucho de expiación personal.
Y no exactamente por arrepentimiento. 
Los veintitrés años transcurridos le habían otorgado a su creador un nuevo punto de vista que le había permitido mirar a este pasaje de su obra no de una forma más suave y madura, sino aún más triste y depresiva, más realista y analítica. Más intimista, en definitiva, que siempre se usa el término para hacer referencia a la previsible templanza y bonhomía oculta en lo más privado de cada uno, como si tal cosa fuese norma y nadie albergarse un infierno en sus adentros. 
Componen ambas un díptico dantesco sobre la culpa, la multiplicidad de personalidades y los estragos causados por el paso del tiempo, asuntos sobre los que volvería a menudo.
Me interesan todavía más aún varias otras de sus obras, más diáfanas y ricas y muy en particular dos de ellas, "Yûwakusha" de 1989 y "Yawaraka na hou" de 2001, las mejores vistas de entre una docena, que suponen la mitad de su producción, de la que habría que escindir las últimas series televisivas a las que parece entregado desde hace una década. 
La primera de esas películas es un drama triangular delineado con una precisión extraordinaria, ni olvidado ni infravalorado, simplemente ignoto para la mayoría de cuantos disfrutaban de los films contemporáneos con los que conectaba: los espectadores que seguían a David Lynch, David Cronenberg, James Foley o Brian de Palma la hubiesen disfrutado, los que estaban a punto de contemplar las últimas películas que filmarían Lucio Fulci o Lizzie Borden, también y esto sin contar con los afortunados que por entonces conocían ya a Jean-Claude Brisseau.
Aclarando el turbio boceto que fue "Yojo no jidai" (1988) y sin la ligereza erotómana de su descendiente "Wairusaidu" (1993), en "Yûwakusha" se decanta uno de los más apasionantes thrillers de finales de los años 80, complejo y ambiguo, con una imaginería prodigiosa en torno a la magnética actriz Akiyoshi Kumiko, centro y punto de fuga del film.
Nagasaki estiliza conforme pasan los minutos hasta desnudar y abstraerlas a simples líneas de fuerza todas y cada una de las localizaciones, situaciones y encuadres en un proceso que pudiera haber llevado a la película al terreno del cine fantástico, lo cual tal vez le hubiese restado buena parte de su atractivo.
Ahondar, buscar ramificaciones, tener en cuenta la batería de respuestas a los porqués que mueven una historia iba a tener un futuro resultado aún más amplio, pero mucho más sobrio y contenido.
Y no me refiero a la muy buena "Dogs" de 1998, que retoma buena parte de las bellezas de "Yûwakusha", sino a su obra de 2001, "Yawaraka na hou", donde Nagasaki filma larga y tendidamente - doscientos densos minutos -, con pocos medios a juzgar por la calidad de las tres únicas versiones que he podido hallar, perdida de vista ya cualquier posibilidad comercial (aunque hoy se hubiese convertido en una serie), no sé si un compendio de obsesiones o un film límite.
Demasiado desoladora y secreta para ser deslumbrante, la película se desdobla y retroalimenta con sucesivos flashbacks, sueños y alucinaciones que quizá constituyan el mayor intento de atrapar, a veintinueve fotogramas por segundo, al escurridizo psicologismo, que para ser un viejo conflicto de cuando el cine aún no existía, ha tenido una larga influencia en toda clase de obras a vueltas con las formas de buscar la verdad acerca de un hecho, a pesar de que el "modelo Rashomon" parece que ha sido el único que prosperó como estructura.
A Nagasaki le interesa el camino, no el destino, la duda, no la solución y se detiene, vuelve sobre sus pasos, avanza y se hace a un lado cuantas veces hace falta para presentar las múltiples posibilidades de escrutar un hecho traumático, pero por desgracia común, la desaparición de una niña.
Vienen a la memoria referencias dispares y hasta antagónicas, Leos Carax y Wim Wenders, Suwa Nobuhiro y Kitano Takeshi, Sharunas Bartas y Raoul Ruiz, Robert Kramer y Abel Ferrara...
¿Alguna de ellas valdría para animar a darle una oportunidad?