sábado, 10 de septiembre de 2016

NO TENEMOS SUEÑO

Pasan los años y pasan las revisiones y no hace más que intensificarse el sentimiento de futilidad que desprenden las imágenes de "The last flight", la tan improbable - en aquellos años - como descorazonadora obra maestra de William Dieterle, filmada en ese extraño momento en que el cine no es ni silente ni sonoro, ese ínterin en el que aparecen las películas más genuinamente experimentales de su historia.
La inicial simpatía contagiosa que se pudo tener por esta pandilla de "niños grandes" en busca de la siguiente fiesta que les haga olvidar la vida que les espera y la culpa por haber sobrevivido a la guerra, imagino que "debiera" derivar en compasión conforme uno empieza a cumplir más años de la cuenta y se instala en el futuro que ellos no querían conocer - que no está tan mal, mientras acompañen las mismas cuatro cosas de siempre - pero, bien al contrario, crece el desasosiego.
Tal vez tenían razón y nada más hay después de la juventud. Bendito sea Dieterle por haberse creído esa idea terrible y haberla filmado con aquella velocidad y relajación del screwball americano que tanto espacio dejaba para el drama.
Algo anuncian varios Wellman, La Cava, Monta Bell o Lubitsch previos, es también recurrente acudir al cine de Howard Hawks y resulta lógico acordarse de "The sun also rises", "Kiss them for me" o "Some came running" y hasta de "Husbands", pero "The last flight" es un film sumamente insólito.
Tan ebrio como el que más, pero más espontáneo y surrealista que todos ellos, "The last flight" no tiene casi raíces y parece que sólo sabe lo que no quiere, aferrándose tan emotivamente al presente que habría que conectarlo con "Bande à part" o "Les carabiniers" de Jean-Luc Godard, es decir, con cimas absolutas de la rebeldía cinematográfica, tan pura que es más infantil que adolescente.   
El estilo de filmar de Dieterle propicia el milagro. Su brillante dinamismo, tan concentrado - por estas fechas rodaba media docena de películas cada año, a menudo muy interesantes y aún faltaban varias de las mejores, que llegarán en la siguiente década - era afín al de los maestros de esta etapa de cine breve, imprevisible, ameno e intrépido.
Acompañan también y por desgracia las circunstancias históricas: de esta y de todas las demás guerras salen desubicados y traumatizados miles de jóvenes que no habían ni terminado de vivir como niños, pero esta es la primera del siglo en que se pudo volar, la primera en que todo está más cerca que nunca y todo pasa más rápido que nunca; no estaban en ninguna parte ni eran nadie - spent bullets, como afirma el doctor que los licencia - con la llegada del armisticio.
Y resulta inquietante, aunque no pueda ser otra cosa que un maldita coincidencia, que su guionista John Monk Saunders o varios de sus protagonistas y entre ellos los tres fundamentales, Richard Barthelmess, Helen Chandler y David Manners, ya no los íbamos a volver a ver más a la vuelta de muy pocos años después, retirados o desahuciados, mejor no recordarlo.
Bajo esas tres circunstancias, ya sea en la noche de París o camino de Lisboa, alegres los muertos y apesadumbrados los vivos, no hay tiempo ni para el amor siquiera, siempre en busca de un lugar donde el tiempo no apremie.
Es muy interesante cómo filma Dieterle a la muy perdida heredera Nikki (Helen Chandler), con el pelo revuelto como el de una aparecida en una terraza, diluyendo el blanco erotismo de su espalda mientras recibe una cómica friega o colocándola tan turbada por cuanto le cuentan sobre Héloïse y Abelard en la escena del cementerio de Père-Lachaise como lo estará Ingrid Bergman en "Viaggio in Italia" cuando desentierran a los amantes de Pompeya. Tal vez sólo pretendía Dieterle aprovechar la imagen que había quedado en la retina del público debido a su encarnación de Mina en el célebre "Dracula"de Tod Browning, estrenada meses antes, pero lo cierto es que cuanto más potencia su aspecto virginal y su desvalimiento, mejor la acompasa a las andanzas de los chicos, ella que obviamente no sufre directamente las secuelas de la contienda y que se encuentra cuando los conoce a la espera de encontrar un sitio hacia dónde huir y alguien con quien hacerlo.
Tomándola a ella como centro, el film es angustioso y patético, decimonónico incluso a la hora de otorgarle un rol, pero así al menos encuentra su tabla de salvación, su única posibilidad.  

viernes, 2 de septiembre de 2016

DE MÚSICA LIGERA

Cumplidos los sesenta y cinco años con su eterno aspecto de profesor de matemáticas y dedicado a un medio como la televisión en el que siempre pareció sentirse cómodo, le pasó, quizá definitivamente, la oportunidad de llegar a ser "algo importante" en el cine al suizo Jean-François Amiguet. Esa posibilidad de alcanzar prestigio cinematográfico quedó en gran medida hipotecada a una defensa sostenida o al menos a un gran apego que la crítica de su país de adopción, Francia, jamás le tuvo, más aún si es más desconocida su última película (de 2010) que la primera, no se han dado a ver - ni subtitulado siquiera - las que alcanzaron un mínimo eco entre ambas y permanecen inéditos muchos de los cortos y documentales que ha venido rodando desde 1971; lo disponible se reúne en un coffret editado por la Cinemateca suiza.
Como no creo en conspiraciones y de síntomas del "estado de la crítica" nada sé, la mala suerte de Amiguet no me puede parecer otra cosa que el resultado de una sonrojante suma de perezas y miopías. Hay tantos argumentos esgrimidos para ensalzar a otros - mejores y peores, mayores y más jóvenes - que se podían haber repetido cuando se pasaron brevemente, por carteleras y festivales, películas como "La méridienne" o "L'écrivain public", que no queda más remedio que pensar que son las mismas razones por las que ha sido penalizado. La levedad, la vibración "juvenil" de sus personajes cualquiera que sea su edad, el afecto por cuanto esquive lo ordinario o un sentido del humor extravagante, copan la pantalla con toda la intensidad vitoreada en las obras de los justamente reconocidos Jean-Claude Guiguet, Jean-Claude Biette o Éric Rohmer... o inadvertida en el cada vez más marginado Robert Guédiguian.
Precisamente fijándonos en el caso de este último, resulta dramático constatar qué poco importan ya - que es tanto como decir qué poco venden ya - las ideas y las fidelidades, cómo ha perdido vigencia valorar a un cineasta por cómo mira antes que por cómo quiere ser visto y cualesquiera otros elementos "íntimos" en otro tiempo de primer orden para definir a un creador cuando se pretendía intelectualizar su obra. La resistencia, la solidaridad o la compasión, por citar tres de los valores en más franco declive y aún fundamentales para Guédiguian, bullían bajo grandes y pequeños acompañamientos estéticos, prolija o fugazmente, pero siempre de manera nítida y siendo con asombrosa frecuencia los destinos de la puesta en escena, lo escogido de entre lo que se deseaba que permaneciera si sólo pudiese ser una cosa.
Hasta los más poderosos creadores formales no alcanzaron su cénit hasta que consiguieron aprehender la verdad del gesto humano. ¿Qué tiene que hacer la faraónica reconstrucción de Montecarlo emprendida para rodar "Foolish wives" frente a aquel momento en que un primer plano mantiene una decena de segundos el rostro de Dale Fuller a través del piecero de la cama en que yace quebrada de dolor?, ¿no era acaso mucho más apasionante la historia de amor emilybrontiana rememorada, sin un sólo flashback, de "Under Capricorn" que sus deslumbrantes continuidades y movimientos de grúa?, ¿por qué no aminora un ápice la grandeza de "Heaven's gate" si se suprimen las dos escenas más espectaculares del film, la del jubileo en Harvard y la de los patinadores?  
En Amiguet, tan lejos de esos privilegios formales, tampoco tienen fácil defensa ni la utopía estrafalaria de "Au sud des nuages", ni el sobrio y realista encuentro de "Sauvage", ni el romanticismo itinerante de "L'écrivain public" o el encantador juego de corazones que propone "La méridienne". El miedo a ser burlado, que decía Radiguet, supongo.
En su cine, desde la primera carta que se lee en "Alexandre", la emoción no provendrá del asombro y sólo asomará cuando un personaje comprende qué es importante, dónde ha dejado escapar una posibilidad de ser feliz. Ahí se concentran sus modestas "escenas cumbre", siempre con una pareja, planos habitualmente sucesivos y dialécticos, que no parecen llegar a conclusiones, pequeños remedios para dudas que nunca se van.